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No oigo tu palpitar
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Libro electrónico206 páginas3 horas

No oigo tu palpitar

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La posguerra fue muy dura: hambre, miedo, pobreza… Si además hablamos de la España rural, hemos de añadir migración y aislamiento. Esa es la vida que les tocó vivir a los vencidos, que sufrieron las penurias del régimen y que no forman parte de esas estadísticas oficiales que solo recogen los muertos por el franquismo.
No oigo tu palpitar muestra la vida de Estanislao Olivera y Manuela Rodríguez contada por su nieto Gabriel, un biólogo que usa la historia familiar para hablar de esas víctimas olvidadas por la Administración.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2022
ISBN9788412612318
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    No oigo tu palpitar - Miguel Ángel Sánchez Rafael

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    No oigo tu palpitar

    Miguel Ángel Sánchez Rafael

    Imagen de la cubierta: Antonio Maldonado Romero, sillero, frente al ayuntamiento de Llerena. Agradecemos a la familia Maldonado su permiso para publicarla.

    © de la obra, Miguel Ángel Sánchez Rafael, 2022

    © de la edición, Villa de Indianos (Vagón de Tercera SLU)

    © de la imagen de la cubierta, Laureano Maldonado

    Editado por Villa de Indianos. Arroyomolinos, Madrid

    www.villadeindianos.com

    info@villadeindianos.com

    Impreso en España por Cofás

    Diseño de la colección: True Grid

    Corrección: Raquel Rodríguez Muñoz

    Maquetación y diseño de la cubierta: Marcos M. Alonso para True Grid

    ISBN: 978-84-126123-1-8

    A través de CEDRO se han buscado a los titulares de la obra ¿Dónde estás, corazón?, compuesta por Augusto Berto y Luis Martínez Serrano. El resultado de la búsqueda, que ha permitido consultar de igual modo otras entidades de gestión de derechos, ha sido negativo. Para más información, se puede contactar con la editorial en la dirección info@villadeindianos.com.

    Reservados todos los derechos. Queda prohibida, sin el permiso escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por la Ley de Propiedad Intelectual, la reproducción total o parcial del libro con independencia del medio o el procedimiento, sea este electrónico o mecánico (fotocopia, grabación u otros métodos). Ello incluye la reprografía y su incorporación a un sistema informático. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra.

    
A mis tres hermanas,

    que saben de lo literario

    y verdadero de estas páginas.

    
1

    Desde últimos de abril de hace ahora trece años descansa en el cementerio municipal, con todos los honores póstumos que se merecen las víctimas de las guerras, los cuarenta y nueve fusilados caídos en el puente del arroyo Romanzal. Entre ellos se encuentra el abuelo de Cándido García, pero su esqueleto, rescatado de la ignominia de las cunetas —aunque, en este caso en particular, en lugar de cunetas, se trata de las orillas de un arroyo—, no se halla completo bajo el monolito que se expone en el cementerio para la perpetuidad de su memoria y la de todos los fusilados en el puente del Romanzal.

    Cándido García, más de ochenta años después del fusilamiento de su abuelo, ha dado, tras una ardua y mañosa labor de rastreo en las inmediaciones de lo que se conoce como el puerto del Águila, a varios kilómetros de donde lo mataron, con las cuatro falanges de los dedos de la mano derecha que le cercenaron quince días antes de fusilarlo. Una vez resuelto este hallazgo cree que es de recibo que las autoridades municipales y judiciales le concedan la licencia para exhumar de nuevo los huesos de su abuelo, que tan buenamente reposan bajo el monolito, con el objeto de incorporar esos cuatro fragmentos y completar así el esqueleto para el descanso eterno. Solo de ese modo, escribe Cándido García en las revistas en las que suele publicar artículos acerca de la Guerra Civil, podrá restituirse la íntegra dignidad de la memoria de su abuelo, Hilario García, el padre de su padre, más conocido por el Pezuñas.

    Sin embargo, mi abuelo, Estanislao Olivera, ochenta y seis años en la actualidad, tres cuando estalló la guerra, no sufrió, por razones obvias de la edad, el atropello de los paredones. Tampoco su mujer, Manuela Rodríguez, dos años menor que él. Por este motivo, para mis abuelos, si bien se mira, el puente del Romanzal les resulta tan ajeno como para mí lejanos los trágicos acontecimientos perpetrados en aquel siniestro lugar; yo, que nací cincuenta y tres años después de la victoria de Franco sobre la República, en plena democracia, una vez saneado el cauce del arroyo Romanzal de huesos y porquerías. Aun así, me pregunto en qué cuneta y con qué otras piquetas tendrán que escarbar las nuevas autoridades en estos tiempos de paz; de qué nueva ley se habrá de valer el Parlamento para redimir la memoria de mis abuelos: cuarenta años de juventud y voluntad reprimidas bajo el volumen y el peso de una fanática dictadura. ¿Por qué será que los muertos siempre reportan más ventajas en el manejo tendencioso de la memoria?

    Ese parece haber sido el error de mis abuelos para no mencionarlos en el desarrollo de la ley que hace unos años sacó el Gobierno: mantenerse con vida a pesar de los golpes y las calamidades que hubieron de sufrir. El error de mi abuelo Estanislao, que todavía se pasea por este siglo con un humor de perros, con el esqueleto achacoso pero completo, incluidas las falanges de los dedos de la mano derecha y de la mano izquierda, artríticas estas pequeñas articulaciones, pero sofocando el dolor de todos sus huesos —cortos, largos y planos— con el remedio de una dosis diaria de tres miligramos de paracetamol —«mis pastillas de burro, mano de santo», como las suele llamar—, la dosis exacta para que el medicamento no interfiera en la dinámica del hígado. «¡Y qué tendrá que ver aquí el hígado —se enfurece a veces mi abuelo—, cuando son los huesos, y no el hígado, los que no me dejan pegar ojo!». Y en el fondo le doy la razón: han sido más de setenta años de buen vino peleón y mal comer, mucho potaje de bacalao y aceite rancio, y todavía el hígado no le ha dado una mala noche. Así que de vez en cuando mi abuelo se excede con el calmante que le recomienda el médico: «¡Al carajo con don Felipe!», grita al tiempo que extrae del blíster una pastilla de burro grande como el pan ácimo de la eucaristía, se la mete en la boca y la rumia sonoramente, con avaricia, como un asno su ración diaria de avena, «que por algo, coño —dice—, son pastillas de burro y hemos trabajado toda la vida tu abuela y yo igual que un burro».

    Al padre del Pezuñas, Hilario García, el abuelo de Cándido García, le metieron tres balas entre los costillares, según consta en el estudio forense que se llevó a cabo tras las excavaciones en los márgenes del cauce del Romanzal, ese arroyo de aguas residuales que corre junto a la carretera que lleva a Higuera de Llerena y Valencia de las Torres.

    Al padre del Pezuñas fue fácil identificarlo porque, de entre los cuarenta y nueve cuerpos desenterrados, era el único al que le faltaban los dedos de la mano derecha. A los demás cuerpos los identificaron como buenamente pudieron; a veces gracias a una moneda, una horquilla del moño, un dedal, una chapa de botella de cerveza, un imperdible, un fragmento de periódico, un anillo, un mechero de yesca que llevaba encima la víctima en el momento de la ejecución, un peine ya sin púas, unos gemelos, un espejo, mil reliquias carcomidas por el óxido. Los arqueólogos, forenses y becados, trataron de recomponer los cuerpos y diferenciar los huesos pertenecientes a uno u otro sexo. Incluso se llegó a especular sobre la posibilidad de que uno de los esqueletos correspondiera a una mujer embarazada; un muertito fusilado antes de que tuviera la oportunidad de arribar a este mundo; una bala que habría atravesado la barriga abombada y acabó en el cráneo todavía sin formar de un bebé que flotaba en el líquido amniótico: un muertito cobrado del limbo.

    Los técnicos depuraron los huesos que habían sucumbido a la humedad y el barro fecal. Se adecentó cada fragmento óseo. Se lloraron luego a los cuarenta y nueve muertos a tumba abierta, con aflicción y rabia, sin saber a ciencia cierta si una vértebra, una choquezuela, un fémur, una tibia, un peroné, una pelvis o un húmero se correspondían con las lágrimas vertidas por sus descendientes.

    Solo Cándido García podía tener la seguridad plena de que el cráneo y las clavículas del que afirmaban que era su abuelo pertenecían realmente a Hilario García. Pero hace trece años decidió que los restos de su abuelo, una vez rescatados de la cuneta junto al puente del Romanzal, descansasen hermanados bajo el monolito del cementerio con los nombres de los otros cuarenta y ocho fusilados; unos cuerpos que durante setenta y un años permanecieron juntos en las aguas sucias del Romanzal, unidos en el dolor y el agravio, y ahora también en la memoria; echando raíces en una tierra adecentada para que sus nombres afloren en la conciencia de la historia, para que los vivos de hoy no perdamos puntada de aquel genocidio, del martirio de una guerra que nunca debió de ocurrir, como otras tantas guerras, como las que aún dinamitan otras tierras y otros continentes, como las que seguirán estallando entretanto el hombre sea hombre y lobo fiera para el hombre.

    Mis abuelos, Estanislao Olivera y Manuela Rodríguez, nunca fueron víctimas de una guerra, pero sí de la desmemoria de una ley que les da de lado porque no sufrieron la sinrazón de las balas ni la humillación de las cunetas; porque la exhumación del recuerdo de esos hombres y esas mujeres que malvivieron y sobrevivieron cuarenta años de dictadura no aporta rendimiento alguno ni a la historia ni a la arbitraria propaganda de los dirigentes del mundo en el que viven los vivos. La cuneta donde quedará la memoria de mis abuelos no se halla junto a ningún puente o arroyo. El olvido se convertirá en el lodazal que habrá de cubrir sus nombres por los siglos de los siglos, cuando mis padres y mi tío Mayo mueran; cuando mi hermano, Manuel, mis primos y yo perezcamos y ya no quede nadie que vaya a visitarlos al cementerio y limpie con una bayeta el polvo del mármol, o adorne el letargo infinito de sus almas con una flor, o acaricie el silencio de la tarde gris con el murmullo de unas pocas palabras. Entonces entrarán en acción otras piquetas menos nobles y más dañinas, que derribarán los cuatro tabiques de su estrecho y oscuro descanso, en los que reposa el amasijo de huesos adulterados por el reuma y la sobredosis del paracetamol. Y estos restos acabarán alimentando las llamas de un osario común que conducirá a su perpetuo olvido; y su memoria, ya sin fechas ni nombres de registro, se desintegrará en la noche de los tiempos venideros.

    Para construir esta historia me fijo, en cierta medida, en el ejemplo de Cándido García, en su pluma de cronista del pueblo y de la saga de su familia. De este modo, siguiendo sus pasos, tomo notas, rebusco en el particular puerto del Águila de la biografía de mi abuelo y lo insto a que me cuente los episodios de su vida y de la de mi abuela, desde los más destacables a los más minúsculos e insignificantes. Entonces me sumerjo en sus palabras, en su discurso, en sus sentimientos, que lo ponen al borde de las lágrimas. Porque yo también quiero dar con las cuatro falanges que sirvan para restituir esa memoria de la que les privan las leyes.

    Me hago con un manual práctico de técnicas de redacción y estilo para familiarizarme con el manejo de frases y voy desarrollando apuntes iniciales, completando textos, corrigiéndolos y reescribiéndolos una y otra vez hasta darles la forma definitiva para que se comprendan con claridad. Dudo si el texto final me lo aceptarán en la revista donde escribe Cándido García. De todos modos, creo no tener opciones, aunque me conformo con que conste sobre el papel la lucha de hombres y mujeres como mis abuelos. Tal vez sea una lucha sin atractivo alguno, pero es la que han mantenido otros hombres y mujeres anónimos desde los inicios de los tiempos, que, a la hora de la verdad, siempre son los únicos intérpretes que otorgan una índole de humanidad a la historia.

    Cándido García, el hijo del Pezuñas, viene a ser de la edad de mi tío Mayo —ambos pasan de los cincuenta— y desde que tiene uso de razón se ha cuidado mucho de que en el pueblo no se olviden los hechos acaecidos que afectaron a su padre, que pasó cinco años en la prisión de Ocaña, y al padre de su padre, al que asesinaron en el Romanzal sin los dedos de la mano.

    Aficionado a la historia local y especializado en la contienda civil, Cándido García ayuda a los becarios a redactar sus tesis doctorales sobre la guerra del 36 y acompaña a quienquiera, igual a eruditos que a curiosos, que visite el lugar donde se cometieron los fusilamientos, a las orillas del Romanzal, aquellos 2 y 8 de septiembre del primer año de guerra. Ahora, además, en su recorrido por la historia incluye también el sitio en el que encontró los dedos cercenados de su abuelo, en el puerto del Águila, junto a la carretera de Culebrín, la calzada tortuosa y vieja que tira para Sevilla.

    A Hilario García, el padre del Pezuñas, lo fusilaron manco, y aunque el hijo contaba con los cinco dedos de cada mano en su sitio, fue él quien cargó en vida con la afrenta por la tara física que le perpetraron al padre. Llevase el apodo con orgullo o sin él, que eso era lo de menos, la defensa por la honorabilidad de la memoria de su padre le costó cinco años de cárcel. «Quizá el Pezuñas se excedió en el método o no calculó la verdadera fuerza de sus puños, pero una paliza, por grande que sea, siempre será menos jodido que no que te fusilen», juzga mi abuelo.

    El sobrenombre de Pezuñas se lo pusieron después de una riña que tuvo con el cabo municipal, quien se ganó el puesto por haber estado al lado de los rebeldes desde el primer momento en el que se proclamó la revuelta contra la República. El día que sucedieron los hechos el agente iba vestido de paisano y llevaba algunas copas de más que lo envalentonaron. Entonces se encaró con el hijo de Hilario García así porque sí. «A tu padre, que sepas —cuentan que le dijo el cabo—, fui yo quien le disparó entre las mierdas del Romanzal, formando parte del pelotón de fusilamiento; y ya entonces, en lugar de un muñón, tenía una pezuña por mano, como las cabras y los puercos». Entonces el hijo de Hilario García apretó el puño y, sin que el municipal esperase la violencia por respuesta, le desbarató de un golpe la dentadura y de otro le rompió la nariz y de un tercero lo tiró para atrás y lo dejó en el suelo casi en coma. «Para que a partir de ahora te acuerdes de la pezuña de mi padre, cabrón», parece ser que le soltó mientras el otro no paraba de echar sangre y espumarajos por boca, con la cara ya desfigurada de por vida.

    El agresor cumplió cinco años de cárcel en el penal de Ocaña y cuando se reintegró en el pueblo ya nadie lo conocía por su nombre, sino por el Pezuñas; pero dejó de ser el hombre que siempre fue.

    —Tuvieron que darle en la cárcel para el pelo, porque llegó hecho un bobalicón, con la cabeza ladeada y baja, que no podía mirarte de frente —lo recuerda mi abuelo.

    A diferencia de otras que ha escrito Cándido García sobre la guerra, la historia del Pezuñas siempre ha sido rechazada por las revistas en las que escribe. Quizá se deba a la carga de subjetividad que transmite el episodio narrado por el autor, hijo del protagonista, pese a que esta condición no se ha tomado en cuenta a la hora de publicar otros artículos en los que aparece su abuelo con nombre y apellidos. Probablemente, esta excepción venga dada porque en la persona de Hilario García queda patente una muestra más para justificar los motivos por los que

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