Terror De Antología. Los Mejores Relatos De Miedo. Volumen 2
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No es lo mismo una común antología del terror que una cuidada selección de Terror de antología. Hacer la lista de los relatos por incluir en un libro con este título no es muy difícil cuando uno ha sabido beber en las fuentes primigenias y he seleccionado aquellos que con una sola lectura se me quedaron para siempre en la memoria y en el ánimo.
Sólo los mejores relatos clásicos de miedo están presentes en esta colección en cuidadas ediciones, de modo que su lenguaje sea accesible para chicos y jóvenes.
En este segundo volumen de la serie Terror de Antología está incluido W. W. Jacobs con el ya clásico relato “La pata de mono”, Ambrose Bierce con su genial cuento “El suceso del puente del río del Búho”, Edgar Allan Poe con “El gato negro”, Horacio Quiroga con “La gallina degollada”, Guy de Maupassant con “El Horla” y Charles Dickens con “La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador”. Además, me he permitido incluir uno de mis cuentos más leídos: “Las bestias diminutas”, el cual fue llevado al teatro con gran éxito.
Sergio Gaspar Mosqueda
Nací en la Ciudad de México en 1967 y estudié la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde obtuve la medalla Gabino Barreda. En el año 2000, creé y dirigí el proyecto de revista cultural El Perfil de la Raza, en cuyo consejo editorial figuraba Miguel León Portilla, entonces presidente de la Academia Mexicana de la Historia. Trabajo para diversas editoriales y he publicado 31 obras en papel con varias editoriales y 46 en Amazon, entre las que se hallan dos novelas, varios volúmenes de cuentos, leyendas, un poemario, biografías de músicos de rock, diversos libros sobre historia de México y cuadernos de trabajo de varias materias.Mi primer libro, la novela Una generación perdida, se publicó en la colección Voces de México, en la que figuraron autores mexicanos destacados, como Vicente Leñero, Emilio Carballido, Alejandro Licona, Luisa Josefina Hernández, Víctor Hugo Rascón Banda y Eusebio Ruvalcaba. El reconocido autor Juan Sánchez Andraka afirma en el prólogo de la primera edición: “Yo leí este libro. Más bien debo decir: Yo viví este libro. Debo agregar: Lo viví intensamente".Uno de mis libros más vendidos es Cuentos mexicanos de horror y misterio. Próximamente aparecerán en papel mis libros sobre 50 figuras del rock clásico, 50 importantes músicos del metal gótico y 50 figuras del K-pop.
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Terror De Antología. Los Mejores Relatos De Miedo. Volumen 2 - Sergio Gaspar Mosqueda
Terror De Antología
Los Mejores Relatos De Miedo
Volumen 2
W. W. Jacobs
Ambrose Bierce
Horacio Quiroga
Charles Dickens
Edgar Allan Poe
Guy de Maupassant
Sergio Gaspar Mosqueda
Copyright 2023 Sergio Gaspar Mosqueda
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México, enero del 2023
Tabla de contenido
La pata de mono
El suceso del puente del río del Búho
La gallina degollada
La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador
El gato negro
Las bestias diminutas
El Horla
Sobre Sergio Gaspar Mosqueda
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La pata de mono
W. W. Jacobs
I
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
–Oigan el viento –dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
–Lo oigo –dijo éste moviendo implacablemente la reina–. Jaque.
–No creo que venga esta noche –dijo el padre con la mano sobre el tablero.
–Mate –contestó el hijo.
–Esto es lo malo de vivir tan lejos –vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia–. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
–No te aflijas, querido –dijo suavemente su mujer–, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
–Ahí viene –dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; lo oyeron condolerse con el recién llegado.
Luego entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
–El sargento mayor Morris –dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña tetera de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
–Hace veintiún años –dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo–. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
–No parece haberle sentado tan mal –dijo la señora White amablemente.
–Me gustaría ir a la India –dijo el señor White–. Sólo para dar un vistazo.
–Mejor quedarse aquí –replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
–Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas –dijo el señor White–. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
–Nada –contestó el soldado apresuradamente–. Nada que valga la pena oír.
–¿Una pata de mono? –preguntó la señora White.
–Bueno, es lo que se llama magia, tal vez –dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
–A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular –dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
–¿Y qué tiene de extraordinario? –preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
–Un viejo faquir le dio poderes mágicos –dijo el sargento mayor–. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
–Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? –preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
–Las he pedido –dijo, y su rostro curtido palideció.
–¿Realmente se cumplieron los tres deseos? –preguntó la señora White.
–Se cumplieron –dijo el sargento.
–¿Y nadie más pidió? –insistió la señora.
–Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
–Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán –dijo, finalmente, el señor White–. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
–Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
–Y si a usted le concedieran tres deseos más –dijo el señor White–, ¿los pediría?
–No sé –contestó el otro–. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
–Mejor que se queme –dijo con solemnidad el sargento.
–Si usted no la quiere, Morris, démela.
–No quiero –respondió terminantemente–. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
–¿Cómo se hace?
–Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
–Parece de Las mil y una noches –dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa–. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
–Si está resuelto a pedir algo –dijo agarrando el brazo de White–, pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
–Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros –dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren–, no conseguiremos gran cosa.
–¿Le diste algo? –preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
–Una bagatela –contestó el señor White, ruborizándose levemente–. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
–Sin duda –dijo Herbert, con fingido horror–, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
–No se me ocurre nada para pedirle –dijo con lentitud–. Me parece que tengo todo lo que deseo.
–Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? –dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro–. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
–Quiero doscientas libras –pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
–Se movió –dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer–. Se retorció en mi mano como una víbora.
–Pero no veo el dinero –dijo el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo en la mesa–. Apostaría que nunca lo veré.
–Habrá sido tu imaginación, querido –dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
–No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los