El Hereje: jirones de una memoria
Por Barón de Pretto
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Baál, el «Fénix Negro», es el más poderoso de los Trece Amos, señores absolutos del reino de Solaria. Hijo de semidioses, ni sus hermanos ni sus súbditos se atreven a cuestionar su autoridad: nació para tiranizarlos a todos. ¿Quién pudiera pensar que sería una esclava y encima perteneciente a una raza distinta a la suya quien le conduciría a renegar de todo cuanto construyó?
***
«El hereje: Jirones de una memoria» habla de la destrucción de un mundo antiguo por la ira divina y de la fundación de uno nuevo, Solaria, allende los mares. Sin embargo, sus supervivientes acabarán emulando los errores de sus progenitores, los mismos que despertaron la furia del cielo. Esclavitud y libertad son los dos temas principales de este relato, que trata de explorar el pasado, presente y futuro de la saga de Tragicomedia. Se trata de una trilogía de libros de épicas aventuras en las que la confrontación de sus tres protagonistas amenazará con sumir el mundo en el caos más absoluto. Siempre desde las sombras y bordeando la delgada línea que separa el bien del mal, la voluntad del Fénix Negro determinará si el destino de cada uno de ellos es la salvación o la perdición, Comedia o Tragedia.
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El Hereje - Barón de Pretto
El hereje:
Jirones de una memoria
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Barón de Pretto
© Barón de Pretto, 2022
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I
Cuando se utiliza la mirada del tercer ojo para la contemplación, el tiempo se convierte en un arroyo de aguas claras del que es posible pescar valiosas perlas de sabiduría que una vez pasaron por alto ante nosotros. El pasado es una fuente inagotable de lecciones que permiten construir nuestra identidad. Así, bucear en el reflejo que fuimos quizá nos devuelva una imagen irreconocible. Yo tuve unos ideales, hoy tengo otros distintos. Ya no existe apenas conexión entre quien era yo antes y quien soy esta noche, a escasas horas de mi partida definitiva de este mundo. Ni siquiera compartimos el mismo nombre. Pero puedo afirmar que el yo que desaparecerá para siempre mañana es más fuerte que el que nació hace siglos.
Siglos, sí. Muchos siglos. Hace tiempo que no cuento mi edad, pero es más antigua que Solaria. Bastante más. Y sin embargo yo no soy tan anciano como el propio mundo. Pero mi padre sí que lo era. Al fin y al cabo se trataba de uno de los siete Ártifex, formas de vida superiores, con tres ojos y alas, más cercanas a la divinidad que a nosotros los mortales. Fueron creados para ayudar a pintar los cielos del mundo de Luxeterna, esculpir sus montañas, separar sus continentes e inundar sus océanos. Estos arquitectos del universo reinaron sobre los ázur, Hijos del Mar, en la ciudad origen de la civilización, Cyan, cientos de años antes del nacimiento de los humanos. Hoy apenas se sabe nada de la sociedad cyanita, más próxima de ser un mito que una realidad extinta. Los Ártifex se han disuelto de los anales de la historia y no figuran siquiera en la categoría de mito. Y el verdadero nombre de la Diosa de la Creación se ha perdido, y su identidad se ha pervertido y manipulado para servir a propósitos mezquinos. Pero yo no olvido nada de esto.
Cyan me vio nacer. Allí fui recibido con el nombre de Baál. Fui el fruto prohibido de la unión entre mi padre, Adriel, el más grande de los siete Ártifex, y una ázur que no vivió lo suficiente como para acunarme. Mi sangre mestiza no era desde luego digna de pertenecer a los Siete. Carecía de alas celestiales en la espalda, de espolones en los pies o del tercer ojo visible en la frente. Sin embargo, tampoco era íntegramente ázur. Yo fui el primero de los trece vélzur originales que vinimos a Luxeterna. Una vieja profecía habla sobre nuestro origen: «Siete vástagos engendró la Luz Justa, de los cuales nacieron Trece, doce con el corazón besado por la Sombra y uno hijo verdadero de la Luz».
Una vez culminada su obra magna, nuestra Diosa se retiró a combatir a la Sombra Vil que amenazaba con destruirlo todo desde su creación. Dejó Luxeterna al cuidado de los Ártifex dado que ellos eran las entidades más poderosas de su mundo y en su corazón había implantado luz y justicia. Bajo su mandato, la bandera de los tres ojos de Cyan se alzó cada vez más orgullosa, el reino prosperó y sus gentes comenzaron a acumular riqueza. Sobraba para todos, pues grande era la abundancia durante el gobierno de los Siete. No obstante, los ecos del Enemigo resonaban desde el lejano Lienzo, tentando a los débiles habitantes de la ciudad. Pronto empezaron a querer más. Seducidos por estos susurros que regaban la parte más oscura de su alma, los Hijos del Mar comenzaron a sentir un apetito insaciable por el oro. Lo tenían todo pero no era suficiente. Seguían queriendo más. No tardaron en sentir deseos de poseer lo que pertenecía a sus hermanos. Codicia. Envidia. Avaricia. Siempre más, y cuando lo conseguían buscaban todavía más. Primero comenzaron los robos menores. Luego vinieron los asesinatos. La tensión se fue acumulando y acabó detonando la guerra civil. Las familias cyanitas se dividieron en varios bandos que se odiaban entre sí y combatían bajo el pretexto de vengar agravios, pero el único móvil real era apoderarse del botín de los rivales.
Mi padre y el resto de los Ártifex se vieron superados por las circunstancias: sus súbditos se estaban aniquilando entre sí en una guerra fratricida y su estandarte de los tres ojos amanecía cada día más teñido por la sangre. Se habían desvivido por cuidar del rebaño de la Diosa de la Creación desde que esta partiera de Luxeterna. Pero pese a su poder supremo carecían de la fuerza necesaria para detener el conflicto y salvarles la vida de sí mismos. Su impotencia generó mucha frustración en sus corazones. La frustración acabó convirtiéndose en desesperación. En aquel estado sus