Incubo
Por Raoul Jordan
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Incubo - Raoul Jordan
Fría garra invisible
La enorme masa de gente saltaba aturdida al ritmo del sonido ascendente que brotaba desde las bandejas del deejay
. Un océano de carne y hueso vibrante que –al mismo tiempo y visto de lejos– asemejaba cierto espectáculo grand guiñolesco
. Luces estroboscópicas, rayos láser, y ese bombo que surgía de los inmensos parlantes y le pegaba en el pecho con la patada de un buey enfurecido. Adoraba las raves, había nacido para bailar al ritmo de la música electrónica –se decía a sí misma. Con 22 años recién estrenados, Cynth tenía una figura digna de modelo: cuerpo delgado, de estatura generosa (casi un metro con 72 centímetros que se elevaban aún más con aquellos zapatos de tacos altísimos). Un largo cabello castaño casi cobre le cubría de forma abundante los hombros y caía por su espalda en una catarata caprichosa y tupida que le llegaba a la cintura. Las facciones delicadas de su rostro sobresalían aún más merced a la piel blanca como el marfil y a unos ojos de un profundo azul marino. Ataviada como estaba con aquella falda corta, sus piernas parecían kilométricas, aunque las miradas furtivas de los hombres se detenían sobre todo en sus pechos firmes, apenas cubiertos por un top negro de encaje que sugería la ausencia de sostén. A su alrededor, los cuerpos sudorosos se retorcían y empujaban como grandes olas caprichosas rompiendo contra un murallón. Cerca de ella zumbaba una miríada de seres poseídos, los rostros perdidos, los ojos entrecerrados como si estuviesen en una suerte de éxtasis colectivo inducido. Una masa de zombies modernos y ululantes, bajando y subiendo como si un titiritero gigante agitara millones de hilos al mismo tiempo, allí arriba, desde el oscuro cielo sobre sus cabezas. Pola, su compañera del trabajo, le alcanzó una botella de agua mineral sin dejar de bailar. Sabía perfectamente que ambas tenían la boca reseca por los efectos del éxtasis. Los corazones batían como los parches del tambor de un navío fenicio, y parecían querer escapar de los amplios escotes. Pero la música no se detenía, y las empujaba hacia el abismo de la inconciencia cerebral. De repente, un tirón en su espalda, un pequeño forcejeo seco y Cynth comprendió que alguien intentaba robarle su bolso. Se dio la vuelta como pudo y alcanzó a ver al ladrón tratando de abrirse paso entre la multitud con su teléfono nuevo en mano.
–Ey, ¡eso es mío! ¡Me roban, socorro! ¡Atrápenlo! –El chico no tendría más de 17 años y toda la agilidad que ello presupone. Cynth trató de correr pero sus zapatos de taco se lo impidieron. Se los quitó para lanzarse tras el ladrón. La pared de cuerpos humanos era muy difícil de sortear, y el muchacho, con una agilidad deslumbrante, pasaba entre ellos como un faquir entre las rejas de una cárcel. Entonces lo sintió. Fue un golpe de costado. Un golpe brutal