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Bajo las garras del condor
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Libro electrónico324 páginas5 horas

Bajo las garras del condor

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Información de este libro electrónico

Cuando un fotógrafo y una periodista se encuentran de forma casual, jamás se imaginaron que sus vidas se entremezclarían en una trama de suspenso que los llevaría a vivenciar los más hondos descalabros del terror, reflejado sistemáticamente en el hostigamiento, la persecusión y la vejación física y psicológica a la que fueron sometidos. En esta obra de ficción, el autor pretende fusionar lo real y lo imaginario, para recomponer en el plano psicológico y existencial, el trauma psíquico de varios personajes que, al coincidir las dialécticas de sus situaciones, comparten sus vidas, en medio de la intriga y la supervivencia, en uno de los episodios más convulsionados de América del sur.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ago 2022
ISBN9789878728179
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    Bajo las garras del condor - Jose J Dergan Chaluja

    Capítulo I

    El reloj de la vieja estación de Desamparados marcaba las siete y diez minutos cuando el último tren proveniente de la sierra central hacía su aparición en la la rampa 3 de la terminal. Eran andinos, que apenas hablaban un castellano mal pronunciado y con un deje quechua. Eran en su mayoría pasajeros provenientes de la sierra central, que por primera vez arribaban a la capital y veían con ojos atónitos los primeros bosquejos de la ciudad, la cual habían imaginado de forma irreal a través de sus fantasías ilusorias. Muchos venían con deseos de dejar su lacónico existir diario en aquel mundo en las alturas, en el cual ya hacía muchos siglos habían sido relegados a una vida miserable y opresiva.

    Las viejas paredes de la estación les darían la bienvenida a sus aventuras migratorias. Ellas habían sido testigo silencioso de perniciosos asaltantes, de amoríos prohibidos, de mendigos que deambulaban de plataforma en plataforma, de guardias civiles a pie, que mataban el aburrimiento piropeando a cuanta chiquilla recién llegada les pasara por al lado y deteniendo de vez en vez a los padres mequetrefes de las decenas de niños limoneros que rondaban el lugar.

    Cuando el tren hacía su aparición, aún lejos de la rampa principal, Pablo Becerra, maestro de secundaria y fotógrafo aficionado, ya estaba ubicado con su cámara de formato medio en la pequeña redondela ubicada entre las plataformas de desembarque, y el corredor principal. Bosteza porque está muy cansado después de un día exhausto de labor pedagógica. Tenía que chambear, ya que el mísero salario que devengaba ni siquiera era suficiente para pagar el pequeño departamento de Jesús María. Sus ojos, ya algo pesados por la somnolencia y el aire frío limeño, parecían solo responder a una fuerte estimulación, que él mismo propiciaba a apunta de cigarrillos, café pasado y el humo pestilente con olor a axilas, a tren viejo, a emoliente barato y quién sabe a qué más. Aunque Pablo ya había acordado con el semanario del Opus Dei la hora y el lugar, por un momento pensó que por error no había asistido a la hora y el día indicados.

    —Perdona, Sambito, ¿este es el tren que proviene de la Oroya? —preguntó Pablo a un sujeto con pinta de taxista, quien también parecía estar en espera de la llegada del tren.

    —Sí, maestro, ¿acaso no está viendo a los chontriles que nos invaden? Estos huairuros que vienen a Lima, a joder no más, pues. Al final, los estafan como pobres cojudos —contestó el sujeto, que parecía agraviado por la demora del vagón de locomotoras, que, como a paso de tortuga, llevaba la máquina hasta la plataforma.

    —No hay chamba en ninguna parte. Los milicos han vaciado al país, y estos cocha sus madres se nos vienen para acanga nomás, en manada. Que tal huevada… —seguía vociferando el hombre, que era más bien de estatura baja, subido de peso, con barriga cervecera, gorra crema, con la inscripción del Universitario de Deportes, blue jean y zapatillas. El sujeto, a medida que vociferaba, se iba acalorando más y más.Pablo, que al principio solo lo escuchaba, trató de calmar su ira.

    —Tranquilícese, maestro. No se joda la salud. En la vida hay que tener paciencia. Míreme mi caso. Estudié docencia, para ser alguien, como mi padre me lo habría de inculcar, pero, hasta las huevas me fue. Salí de San Marcos y con las justas tengo una chamba que no me alcanza ni para pagar el alquiler —empezó diciendo Pablo.

    —¿Qué pasó? ¿No le ha ido bien como maestro? Claro, estos huevas pagan una mierda.

    —Si me permite, le diré rápidamente lo que me pasó. A lo mejor usted me entiende. Lo que pasa es que conocí a una hembrita en un tono en Punta Hermosa. Ella era la hija del dueño del colegio particular Santa Isabel, en Barranco, y al cabo de un tiempo habló con su papá y me dieron trabajo.Todo parecía que iba bien, hasta que un buen día, Mónica, así se llama, me dijo que ya no era feliz conmigo y que quería terminar. Me dijo que estaba cansada de la relación, porque se sentía atada a mí y yo no era el que ella vislumbraba para estar toda la vida. Que pensaba en otro futuro y no sé cuántas huevadas más. Yo la dejé ir, hermano. Ni cagando que me voy a humillar —agregó Pablo.

    —Y qué más, maestro?, ¿la reconquistó? —preguntó con curiosidad el gordito simplón, frotándose las manos, un tanto por el frío que ya arreciaba con alta humedad, y quizás también por la curiosidad de saber cómo terminaba la historia.

    —No pasó nada. Al cabo de un tiempo, Mónica empezó a salir con otro patita; patuquito, desde luego. Creo que estudia administración de empresas en la U de Lima. De esos que terminan una profesión sin ni siquiera entender por qué lo hicieron. Pero, qué suerte ha de tener el concha de su madre. Todavia sigue saliendo con ella. Debe estar acariciando sus manos, que aun sin crema me hacían degustar una emoción muy peculiar. Pero, maestro, en la vida he aprendido que no todo lo que te gusta y quieres para ti necesariamente será para ti, ni todo lo que te disgusta facilmente echarlo a un lado —siguió diciendo Pablo.

    —¿Sabe qué pasó con la chamba? El padre, endiosado por su posición de ricachón en tiempos de vacas flacas, me propuso quedarme en el colegio. Sin embrago, me pidió que no volviera a su casa. Me dijo que lo que yo sentía por su hija era como un amor platónico, y que ella, tan señorita y puritana, debería proseguir con sus estudios de pedagogia. Bueno, mano, creo que te he contado más que a nadie. Te lo agradezco. Necesitaba que alguien me escuchara —terminó diciendo Pablo.

    En ese momento, de forma abrupta, irrumpió en el área central un grupo de jóvenes de secundaria, vestidos con ponchos y sombreros andinos. Eran paraguayos, y seguían a un cura de sotana y saco negro, con un sombrero típico. A su lado, venían dos hombres, fornidos, de estatura más bien alta, forrados con abrigos, que eran poco usuales en la capital peruana. El cura era Julio Pedrera, educador y catequista de una escuela jesuita de Asunción. El grupo había sido invitado por las autoridades eclesiásticas de la Oroya, para que participaran con un grupo homólogo peruano en una excursión en la sierra central peruana, que incluía también un retiro espiritual de tres días.

    Los jóvenes se convirtieron en una atracción súbita en la noche fría de Desamparados. Sus payasadas, sus formas de hablar y de vestir, los hacían lucir de una forma peculiar y, desde luego, llamativa.

    —Parecen pitucos, pero de otros lares —comentó el taxista.

    —Por ellos es que estoy acá, maestro. He venido a tomarles fotos para una revista eclesiástica —respondió Pablo, con voz un tanto lacónica.

    —Carajo, la chica que venía a hacer el reportaje creo que se ha tardado y no aparece por ningún lado.

    —Bueno, zambito, por allí creo que ya vi a la señora que vengo a buscar, así que hasta acá lo acompaño —dijo el taxista , para luego alejarse con su periódico en mano y su barriga de cerveza hacia un tumulto de pasajeros que habían arribado en la plataforma 2, provenientes de Tarma.

    Con gente maoliente, somnolienta por el largo viaje y con miradas de estupor, la escena del tren recién arribado parecía una repetición de la del tren anterior. El taxista quiso mirar hacia atrás para despedirse de Pablo. Después de todo, ambos habían compartido y ventilado sus frustraciones y desasosiegos. Luego, cambiando de parecer, se iría a perder en en el tumulto.

    De forma sorpresiva y sin que Pablo atinara a nada, irrumpió una voz aguda, cansada, tal vez por el viaje tan largo, quizás por los años. Al voltearse, el fotógrafo se encontró cara a cara con el cura que había observado de lejos, cuando hacía su aparición en la plataforma. El tufo a ácido estomacal proveniente del cura le hizo recordar al de los confesionarios, cuando se abría la pequeña compuerta para empezar el ritual del perdón.

    —Buenas noches, ¿es usted el fotógrafo de la revista Evangelio? —preguntó el religioso.

    —Sí, yo soy. Mi nombre es Pablo Becerra, y estoy esperando por la reportera de la revista, que creo debe estar por llegar.

    —Pensé que ustedes eran más formales y que ya estaría todo listo. No entiendo por qué el Opus Dei insistió tanto en hacerme el reportaje en esta estación, que, de por cierto, necesita más comodidades —arremetió el cura Julio, sin disimular el enfado que reflejaba su rostro.

    —Mire, padre, con todo respeto, me va a sacar de sus comentarios, ya que no tengo la más mínima idea de qué tipo de revista es esa, yo solo hago trabajo contractual. Al igual que usted, me siento muy incómodo ya que he estado esperando en este lugar más de una hora. Así que guarde sus comentarios sobre la estación para cuando se vaya de regreso a su país. Es de muy mal gusto hacer críticas a un país en el cual se está de visita —contestó Pablo, con voz subida de tono y listo a seguir respondiendo.

    —Disculpe si le ofendí. Estoy de muy mal talante, ya que estos muchachos no han cenado y ya estaban supuestos a recogernos —contestó el cura, más bien con tono conciliador.

    —Bien, Padre. Vamos a empezar a fotografiar a los jóvenes. Dígales que se junten en un grupo compacto, en la fuente situada en el medio del corredor. Si gusta, puede usted salir en la foto al lado de sus otros ayudantes —siguió Becerra, como restándole importancia al asunto.

    Antes de que el cura replicara con sus altanerías y su voz quejosa, surgió

    de la luz pálida de la estación, como contrastando la escena, una figura voluptuosa de cabellos sueltos, castaños, vaqueros ajustados, una blusa azulada y un saco de cuero marrón, tenía colgando de su hombro derecho un bolsón de gamuza y en la mano izquierda traía una grabadora. Sin siquiera haberse percatado de la conversación acalorada del fotógrafo y el cura, y con una sonrisa tímida y, a la vez, muy sensual, prosiguió a presentarse formalmente ante el sacerdote y los dos ayudantes laicos que venían con él.

    —Mi nombre es Raquel Ganciani. Soy la enviada de la revista Opus de la Universidad Católica. Estoy acá como reportera para una entrevista con el padre Julio Pedrera —dijo Raquel, en tono relajado.

    —Soy yo, y necesito una explicación de por qué se nos ha hecho esperar tanto. Creo que pudimos llevar a cabo la entrevista en la mañana en el colegio, ¿no cree usted?

    —Padre, le prometo que la entrevista con usted y las fotos serán hechas muy rápido e inmediatamente procederé a llevarlos al colegio La Salle. Mañana los llevaré al palacio de gobierno para que saluden a nuestro presidente y luego cruzaremos la calle hacia el arzobispado, donde almorzaremos, y después al aeropuerto. ¿Está bien? —contestó rápidamente Raquel, como apaciguando la arremetida del religioso.

    Rápidamente y con firmeza, la apuesta mujer de unos veinte y pico largos procedió a bombardear al cura Pedrera. Algunas preguntas pretendían obviar el tema político, pero a la postre, Raquel se enfocó en preguntas de ese tipo, como, por ejemplo, de cómo el prelado en Latinoamérica veía la situación de la serranía peruana. Días antes de su llegada a Lima, había sido testigo, a través de los diarios matutinos, de una represión de gran escala hacia campesinos de la sierra central, que se habían volcado hacia las calles a protestar por el aumento de la gasolina y de algunos productos de primera necesidad. Habían sido reprimidos con palos y rocha buses que arrojaron todo lo que tenían para detener la marcha de la serranía hacia la capital. Dos campesinos habían sido abatidos por la guardia de asalto. Estos hechos habían sido reportados de forma escueta por la prensa parametrada para evitar el agravio perpetuado por el llamado gobierno cristiano y socialista de las fuerzas armadas.

    El Padre había sido testigo de las constantes represiones que sufrían los agremiados y los campesinos en varios lugares de Latinoamérica. Durante la entrevista, el Padre Julio habría de criticar sutilmente el papel de indiferencia jugado por el clero en casi todos los países del Cono Sur, hacia la represión política, el abuso de las grandes mayorías y el culto al capital. La Iglesia, se sabía, estaba apoyando a muchas juntas de gobiernos de facto, utilizando la pantomímica y burda mentira de que los militares eran iluminados por Dios para salvar nuestra cultura de la gran debacle marxista.

    Mientras fotos iban y venían con la cámara prefijada en alta apertura y baja velocidad, Pablo escuchaba de refilón cómo la chica de los ojos grisáceos se lucía intelectualmente cuando elaboraba y dirigía sus preguntas hacia el sacerdote.

    Mientras tanto, él se concentraba en su labor artística y técnica con el propósito de congelar las imágenes que varias veces tuvo que readaptar con el lente milimétrico de su máquina. Esta postura les daba mayor sentido a las expresiones del lenguaje corporal de los jóvenes. Cada vez que captaba al grupo de jóvenes con su lente de ciento cinco milímetros Leica, fijaba y captaba las imágenes de forma súbita, como si su visión se detuviese unos segundos para detallar con minuciosidad lo que percibía. Pablo había tenido desde joven un especial ahínco por la historia, el arte y la filosofía como entes principales para buscar el sentido de su propia existencia. Recién en los últimos años, se empezó a interesar en el campo de la fotografía artística, quizás un tanto como para captar percepciones subjetivas de la realidad concreta e hilvanarlas en las estructuras referenciales de su conciencia.

    De esa forma, cuando en algún bar de Jesús María o en algún hueco de mala muerte, cerca de la plaza Francia, discutía temas de interés político y filosófico, Pablo iría a resolver las contradicciones pertinentes al tópico en discusión con su contrincante, dando ejemplos concretos a través de la ilustración que él extraía de su colección fotográfica, la cual reflejaba su andar mundano a través de Lima y otras regiones en las cuales se fusionaba la contradicción étnico-cultural e histórica del Perú. Sin embargo, las apetencias intelectuales de nada le habían servido para alcanzar una posición económica estable. En esa estación de tren con olor a berrinche, producto de los orines anónimos que al secarse dejaban sus huellas residuales, Pablo enfrentaba una vez más la esencia de su propia existencia.

    Su vida había estado llena de experiencias donde alternaron intensas emociones agradables y desagradables, que, de alguna manera, habían de mantenerlo frustrado y consiguientes, rebelde ante todo vestigio de formalismo conservador. Y en esta noche fría, como si fuera poco, rodearse de un curita cascarrabias y de jóvenes adolescentes, qué les importaba todo, menos la realidad andina del Perú. Y encima de todo, la guapa reportera,que al menos había salvado la noche. ¿Qué mierda había pasado con él para tener que soportar semejante huachafería en esa noche de garúa invernal? Mientras su monólogo paseaba obcecadamente por su mente, en ida y vuelta, fue interrumpido por Raquel Ganziani, que le pidió viajar con el resto de la delegación hacia el colegio católico, ubicado en el cercado de Lima.

    —Señor Becerra, me gustaría contar con sus servicios dos horas más. Parece que la cúpula principal del colegio va a llevar a cabo una recepción en el seminario del arzobispado y desearía tomar algunas fotos para el amplio reportaje que estoy llevando a cabo —pidió Raquel de forma demandante pero cortés.

    —Lo sabía, señora Raquel. Siempre que trabajo para la Pontificia Universidad me piden más de mi tiempo. Pero no se preocupe, que le pasaré la cuenta al cura que dirige la revista —agregó Pablo, con sarcasmo.

    Sin embargo, las palabras entre ambos solo parecían ser un pretexto de algo mucho más fuerte que un banal diálogo. En ese momento, ambos habían penetrado sus miradas entre sí, y se habían alejado de la situación. Raquel mostrabo una mirada angelical, vivaracha y sensual, siguia la conversación, pero cada vez más atenta a la mirada penetrante de los ojos azul grisáceo de su interlocutor.

    —Qué interesante, señora Ganziani.

    —¿Qué le pareció tan interesante? ¿El trabajo que hacemos? ¿Qué parte le gusta más? —respondió Raquel.

    —No me refería al trabajo, me refiero a usted. Creo que la he visto en algún otro lugar, pero no me acuerdo dónde. A lo mejor es pura coincidencia —dijo, tímidamente, Pablo.

    —De dónde me dijo que es usted? —continuó Raquel, con algo de arrogancia mezclada con coquetería.

    —Perdone, creo que me he equivocado. No es usted. Además, con nuestros círculos demográficos tan apartados, no creo que hayamos coincidido en ningún lugar —agregó Pablo.

    —Pero no me ha dicho de dónde creyó conocerme. Yo soy de Miraflores, ¿y usted?

    —Yo crecí en Magdalena, pero vivo en Jesús Maria. Como ve, lugares muy apartados el uno del otro. Lo que ocurrió es que, a veces, los ademanes de una persona, su forma de vestirse y sus facciones pueden hacerle recordar a otra. Por eso ahora me dedico a tomar fotos de casi todo lo que observo. Así no hay confusión —contestó Pablo, con cierto humor, para ablandar la conversación que ya parecía algo cargada.

    De otro lado, el curita hacía señales con la mano para que ambos subieran al microbús. Parecía estar muy cansado, hambriento y malhumorado. Los jóvenes, que habían empezado cantando canciones eclesiásticas, terminaron cantando cuanto disparate se les ocurría, mientras el chofer del microbús aceleraba de tanto en tanto, como para recordarles a ambos que tenían que enrumbar hacia el local del arzobispado. Eran ya casi las ocho y media, y las calles congestionadas del centro de Lima no tardaron en hacerse notar. Cuando, ya dentro del micro, Pablo trató de continuar el diálogo con Raquel, interrumpió el cura Julio para preguntar el porqué de la excesiva vigilancia en la zona periférica a la plaza de armas.

    —Esta noche habrá una manifestación de la CGTP en la plaza de armas. Van a protestar por el aumento de la gasolina y la disminución de los subsidios a los productos básicos. Claro, están reventando al pueblo que ellos dicen que defienden de las injusticias —agregó Artemio Huamanga, con voz de lamento.

    —Aunque sea con el chino (Velasco Alvarado) las cosas estaban más piola (mejor). El zambito era medio fanfarrón pero estaba más con nosotros. En cambio, este patita de Bermúdez parece que se inclina a los poderosos —continuó diciendo Artemio.

    A medida que el micro se desplazaba por el jirón Ica, el tráfico se hacía más lento, formándose terribles embotellamientos que hacían más densa la noche fría a esa hora ya cubierta de neblina. Cuando el micro dobló hacia la izquierda e ingresó a la Avenida Tacna, el caos vehicular reinaba por doquier. Automóviles que se entrecruzaban en la vía y chóferes mentándose la madre, el padre y hasta los hijos, trataban de salir de aquella pesadilla mientras el padre, los jóvenes y también Raquel miraban asombrados la peculiar y folklórica manera de conducir de los chóferes limeños.

    —No se preocupe, padre, más allacito voy a meter un quiebre y listo —dijo el chófer sin inmutarse, mientras botaba la ceniza de su cigarrillo a través de la ventanilla, que estaba medio abierta.

    Entrecruzándose entre los micros, ómnibus y autos que venían de todas partes, Huamanga abrió brecha, como un toro en posición de envestida, hasta lograr asirse entre más vehículos que solo atinaron a detenerse, mentándole la madre, para terminar en una bocacalle a pocos metros de la puerta principal del cine Tacna. Luego lograría salir, contra el tráfico, hasta la menos congestionada Avenida Alfonso Ugarte. Después de varios minutos, que parecieron una eternidad a los aterrados turistas, le dio un giro completo a la plaza Bolognesi. Mientras el microbús pasaba delante de una prestigiosa y antigua heladería, que luego se convirtiese en bar, Pablo recordó a aquella flaquita que conoció una noche, hacía más de tres años. Se habían conocido en un tono miraflorino, y esa misma noche, luego de ambos emboracharse, terminaron encamados horas después, en el departamento de Jesús María. Luego se vieron varias noches más, hasta que Teresa decidió regresarse a Brasil, donde residía. Ambos se comprometieron a seguir amándose. Nunca más se volvieron a contactar.

    En unos minutos, ya con el micro estacionado, Pablo regresó de su fantasía y le pidió al padre Julián que se parase, con los otros dos hombres laicos, al lado de los jóvenes para sacarles una foto, que iría en la portada de la revista. Uno de los hombres, por fin, decidió despertar del silencio sepulcral al que ambos decidieron mantener y murmuró algo con el Padre. No tenía deje paraguayo, parecía más bien deje argentino, y bien porteño.

    —Sí, por supuesto, señor Becerra. Me interesa ese reportaje. Ahora me siento mejor, al saber que ya estamos acá —contestó el padre Julio.

    —La gente cree que los sacerdotes solo vivimos en los conventos escondidos y orando. Y que solo vivimos del dinero de los feligreses. Sin embargo, eso no es así. Mire esta misma obra social que estamos realizando, estamos tratando de que estos estudiantes tomen conciencia de que el rol del sacerdocio en Latinoamérica no solo es el de traer la palabra de Dios a los lugares recónditos, sino que también para envolverse en labores de agricultura y formación educativa en las aldeas y pueblos que visitamos. Estos jóvenes han sido seleccionados por sus vocaciones para ser potenciales aspirantes al sacerdocio. Sin embrago, al ser hijos de padres pudientes de la clase alta, no tienen la más mínima idea de cómo viven y se expresan en el día a día, las aldeas y pueblos recónditos de nuestro continente. Aquí en la serranía, los hice tocar con la realidad de algo que ellos nunca habían visto. Niños pidiendo limosna en vez de estar en las escuelas. Padres sin trabajo, llorando sus penas con el aguardiente cacero. En fin, hijo, me gustaría que en este reportaje se ilustre bien a la gente de los factores que están transformando el papel que los religiosos jugamos en la realidad latinoamericana —concluyó el padre Julio para continuar algunos pasos y luego saludar al prelado mayor, que se encontraba entre la vereda y las escalinatas.

    —Bienvenido, reverendo padre Julio. Espero que la haya pasado bien en la Oroya. Aunque nos pareció un tanto extraño que hubiera traído a jóvenes de familias tan prominentes por esos lares —dijo en tono inquisitivo el prelado mayor.

    —¿Qué le pareció? Hemos aprendido mucho en este viaje. Muchos de los jóvenes que hemos traído han valorado esta experiencia como decisiva para entrar en el sacerdocio.

    —¿Es cierto que usted llevó a esos jóvenes para que participaran en una marcha de protesta contra el mismo gobierno que les da su acogida? —preguntó, con tono bastante serio, el padre Guardiola, uno de los miembros de mayor jerarquía en la cúspide eclesiástica en el Perú. Su tono, además, denotaba preocupación. Sin embrago, el prelado mayor de origen catalán, que ya estaba más cerca del retiro que de otra cosa, evitó el diálogo con el padre. Solo lo miró de reojo y procedió a dar la bienvenida a los jóvenes.

    Mientras, el padre Julio continuó con la entrevista que le hacía Raquel, Pablo se dedicaba a tomar fotos espontáneas de los chicos, que ya empezaban a aburrirse y, continuaba consiguiente, a meter vicio. Solo una monjita y otra religiosa laica estaban cerca de los jóvenes. Los dos hombres que acompañaban al grupo, ya no estaban. Todo parecía indicar que ellos nunca ingresaron con el grupo a la residencia.

    Al cabo de unos de unos treinta minutos, Raquel se acercó a donde estaba Pablo.

    —Ya tengo la entrevista del padre Julio. De esa manera creo que ya terminamos la faena. De por cierto, me pareció un curita diferente a los tradicionales. Sus planteamientos ideológicos lo separan mucho del Opus Dei.

    —Nada que ver —dijo Raquel, un tanto como rompiendo el hielo con el fotógrafo, al que recién había conocido esa noche.

    —Ya he hecho varios trabajos de fotografía para esa organización católica. Lo que ninguno como este, de agitado y tedioso. Qué pesados que son estos mocosos. Se pusieron a jugar con mi trípode y estuve a punto de meterles su golpe —dijo Pablo, en tono jocoso.

    —Sí, yo creo que por la forma de hablar del sacerdote, parece diferente a los tradicionales. En mi opinión, podría ser de tendencia chardinista. Me parece que su entrevista podría causar malestar en la U. Católica, ¿no lo cree?

    —Sí. Él utilizó muchos conceptos muy afines con la teoría de la liberación presentada por Chardin. Pero, en fin, ese es otro tema, del cual no quisiera opinar. Mi trabajo es el de presentar un reportaje, bastante completo, sobre la experiencia de este prelado y los jóvenes en la serranía central. De por cierto, ¿cuándo puede traerme los revelados de las fotografías? Los voy a necesitar en los próximos cinco días.

    —A lo mejor la complazco. Conozco un laboratorio en Breña, donde trabajan con una máquina moderna de revelado traída de Estados Unidos. Son los únicos en Lima que se dedican a revelar este tipo de rollo de formato medio. Usted verá la definición de las imágenes que tendrá a su disposición —prosiguió Pablo, comentando casi en un monólogo, puesto Raquel parecía tener su mirada en otro lado.

    Casi de inmediato, al ella voltear para despedirse, algo de prisa, Pablo interrumpió el diálogo formal, más bien tratando de inclinar la conversación al plano de la espontaneidad.

    —A propósito, ¿tiene algo que hacer en la próxima hora? Conozco un café muy acogedor cerca de la plaza Bolognesi, en el cual podríamos continuar nuestra tertulia, ¿le parece?

    —Lo siento, señor Becerra, estoy muy cansada. Además, quede con mi enamorado en vernos en un rato —contestó Raquel, de forma elegante pero decidida, sin dejarle a Pablo espacio para la réplica—. A lo mejor en otra oportunidad. Quizás nos veamos en algún otro trabajo de reportaje —respondió Raquel, saliendo de prisa por el portón principal de la residencia.

    Después de repetirle encarecidamente que tenga sus fotos dentro del límite de tiempo acordado, siguió caminando hacia la Avenida Brasil, detuvo a un taxi verde, a media cuadra, y, sin siquiera negociar el precio de la carrera, subió apresurada.

    Minutos después, Pablo le prometió al religioso que le iría a dar a Raquel suficientes fotos para que la revista, a su vez, se las mandase a él. Luego, al dar la vuelta

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