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Un río no es un jardín
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Un río no es un jardín
Libro electrónico137 páginas1 hora

Un río no es un jardín

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Una novela que reproduce, con pluma de vanguardia, el tiempo en el que las mujeres se abrieron un espacio en un mundo convulso; construyeron un sitio propio para ser, para vivir, para sentir. 1930, década del qué dirán por los zapatos rojos de tacón, por tener un amante, por salir de noche con un hombre, por usar o no usar; las miradas atentas para poner en tela de juicio la reputación de una mujer que no tiene más alternativa que crecer y se abre paso y decide amar sin que importe que su hombre sea casado.
"Pensé que era una novela de romance y me sorprendí al encontrar la historia de una mujer con mucho valor y muy adelantada a su tiempo. La escena del tren es muy sexi, y hay mucho de historia de la época de los muralistas, que a mí me encanta. Las barreras que aquí se describen y que enfrentan las mujeres siguen existiendo". Ana Cázares
"Un México que no me imaginaba, posterior a la Revolución, y me encantó que le novela da voz a un personaje femenino del que se aprende la fuerza y la determinación". Elena Villanueva
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2020
ISBN9786079281403
Un río no es un jardín

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    Un río no es un jardín - Gabriela Santana

    Coria

    I

    FRANCISCO

    Con un sonoro eructo Francisco consiguió dos cosas: la carcajada de Paulina y la mirada severa de Rosa. Paulina dio la espalda a su mamá, lo que puso en claro la complicidad que se había establecido: en un mundo hostil para todos se bastaban ella y su papá.

    Francisco se levantó de la mesa.

    —Rosa, otra vez te quedó todo delicioso. ¿Cuándo aprendiste esta receta?

    Por respuesta la mirada de la mujer cayó sobre los platos. Paulina aprovechó el silencio para pedirle a su papá que la llevara esa tarde al río.

    —Salió como usted. Debió haber sido varón, pero ni Paquito es así. Esta niña ya tiene catorce y no la hago una señorita. Se cree muy lista. Hasta quiere ser abogada.

    Francisco ignoró el comentario.

    —Agarra un sombrero, m'ija. Voy a ensillarte la mula más lista.

    —¿Así va ir, con enaguas? Va a parecer soldadera.

    —Traigo calzones de manta, mamá —y Paulina salió a alcanzar a su papá, que no quiso escuchar la réplica de Rosa.

    La mula comenzó a andar a paso lento. La rienda incierta la hacía dar algunos resbalones en las piedras.

    Resoplaba como si renegara. La calle los condujo pronto a la ladera del cerro de San Felipe.

    En el camino de tierra colorada la mula andaba a paso más firme. El aroma de las yerbas crecidas atrajo a la bestia que insistía en irse a meter entre los árboles; en esas estaba cuando una rama golpeó a Paulina con fuerza. Al escuchar la queja Francisco regresó para apearse y decir algo al oído de la mula, que no volvió a portarse mal en todo el camino.

    Al llegar al afluente, Paulina trató de esquivar los charcos donde cientos de mariposas se habían reunido, esto parecía desconcertar al animal, que sólo deseaba beber del arroyo. De un brinco se bajaron padre e hija.

    —Mira, hija, te traje un libro de poemas. Quiero que leas a Sor Juana. Tú eres como ella, adelantada a tu tiempo.

    La jovencita enrojeció un poco por la emoción y abrió una página al azar.

    Detente sombra de mi bien esquivo / imagen del hechizo que más quiero / bella ilusión por quien alegre muero / dulce ficción por quien penosa vivo.

    El poema era seductor y terminó de leerlo en silencio.

    —¡Él no la quiere, pero a ella eso no le afecta!

    —¿Dónde dice eso?

    —¡Aquí, mira! Le dice que ni se sienta tan satisfecho de burlarla porque poco importa burlar brazos y pecho / si te labra prisión mi fantasía.

    —A veces el amante ideal es una sombra, una ilusión. Es el poema de una mujer autosuficiente. Y hablando de sombras vamos a sentarnos debajo de ese nogal. Mete los pies en el agua, hija, que al cabo no hay mucho mosco.

    Paulina descubrió una catarina.

    —Mire, papá, no quiere subir, parece que no tendré suerte.

    —¡Qué bah!, solo a los tontos les va mal, acuérdate.

    —Anoche oí gritos en la casa, ¿me quiere contar?

    Él respondió con una carcajada.

    —¿Quieres que leamos juntos?

    —Sí, pero cuénteme antes.

    Los pies de ambos estaban quietos en el agua y pequeños peces se acercaron a ellos.

    —No traje nada que darles —suspiró Francisco señalándolos.

    —Ya, papá, cuénteme —Paulina chapoteó y los peces se dispersaron.

    —Los hombres somos a veces muy cabrones, hija. Sucede que llegué muy tarde, se me fue el tiempo jugando póquer con unos federales. Sabían que mi papá había sido rector aquí en Oaxaca. Mencionaron hasta su amistad con don Porfirio para sacarme dinero, pero yo me llevo con todos. He servido de juez en muchos pueblos. ¿Que si apoyo a Carranza?, pues lo apoyo, ¿Qué ahora no?, pues ahora no. Yo los caso y les registro a sus chamacos, esa es mi estrategia. Nos echamos varias partidas. Había unas señoras y mucho vino. Tú estás muy chica para entender de esto.

    —Pero los gritos, ¿no eran de mi abuelo?

    Francisco soltó otra carcajada.

    —La vida es un lujo y a veces va muy lenta. Doña Rosa me acusó con mi papá, llegandito. Y para cabrón, cabrón y medio. Don Miguel sacó el cinturón y me dio con todo. Qué, ¿no viste cómo batallé para estar sentado en el caballo? —Ay, papá, pero si usted es un señor. ¿Cómo pudo ser eso?

    —Tu abuelo le prometió a Rosa protegerla siempre y así es como le cumple. Ella ya estaba sola cuando nos casamos, de modo que es más padre de ella que mío. Por eso no me preocupo por ustedes.

    Los peces llegaron de nuevo a los pies de Paulina que se recostó un poco en el hombro de Francisco.

    —Mi mamá vivía nada más con mi abuela, ¿verdad? Algo me contó. Creo que ella alcanzó a prometer su mano con usted antes de morir.

    —Ni nos conocíamos.

    —¿Y es cierto que tuvieron una boda bonita, ahí en Santo Domingo?

    —Eso pregúntaselo a tu madre, yo de bodas no sé, pero sí vinieron los militares de la universidad. Hicieron una valla para que pasara la novia: una madrecita de metro y medio.

    Francisco y Paulina rieron con una felicidad capaz de vencer cualquier obstáculo.

    Eran ellos, pero también el agua fresca, la sombra del nogal, las mariposas.

    —¿Es cierto que mi mamá es hija de un hacendado?

    —Eso cuenta, ¿verdad? No. El de la hacienda era su abuelo. Su papá es un español al que corrieron porque se metió con la señorita de la hacienda. Entonces el gachupín se volvió tendero.

    —Eso lo dice usted por malo. No ha dejado de hacer bromas en todo el día.

    —Bueno, no le digas nada a ella, pero así fue. De otra forma, ¿cómo se explica que la niña criolla se haya casado conmigo? Digo, mestizo como soy. Tú saliste muy bonita. Ni a ella ni a mí.

    —Sí, a usted sí, nos gusta hacer lo mismo.

    —Sólo tú aguantas andar del tingo al tango, como hemos andado. Y este país que está tan peligroso. A ver, ¿en qué parte de la república no hemos vivido?

    —En el Norte. Yo no he ido, usted sí.

    —¡Caray!, mi mayorcita. ¡Ya va a cumplir quince! Esos canijos federales me vaciaron los ahorros en el póquer, pero ya juntaré para tu fiestecita, Paulina, ¿cómo se porta tu hermano?

    —Bueno, pues Paquito no ayuda en nada y mi mamá nunca protesta.

    —El Paco, ¡ni nos acordamos de invitarlo! A ese niño le hace falta que le dé más el sol. Está ñengo, ¿no?

    Paulina sonreía, luego miró a Francisco con gravedad.

    —Papá, yo siempre estoy preocupada. ¿Cómo le hace para viajar sano y salvo por estos caminos llenos de salteadores y de grupos armados?

    —¿Te digo qué me dijeron una vez? Que a mí me acompañaban las ánimas benditas del purgatorio. Un montón de muertos me hacen escolta en mis viajes —quiso soltar otra carcajada, pero la risa se le atoró en el pecho. La mano fue instintivamente al brazo izquierdo.

    —Estaba pesado el menjunje de tu mamá. ¿Qué era?

    —Lomo con achiote.

    —Comí mucho.

    —¿Quiere una lima? —Paulina fue a cortarlas de un árbol cercano. De pronto los pájaros callaron y el agua dejó de correr. Ella puso las manos en los oídos y se volvió buscando a su papá, que también se había quedado callado.

    Ahí yacía Francisco. Los pies aún dentro del arroyo.

    II

    EL HOMBRE DE LA CASA

    Paulina tiró las limas para correr hacia Francisco. Al llegar a su lado vio una mosca impertinente, la alejó con un violento manotazo al aire.

    —Papá, ¿qué le pasa? ¿Qué le pasa, papá? Reaccione —el zarandeo era vigoroso, pero sin éxito—. Ayúdeme usted. ¡Eh, alguien! ¡Ayúdenme, por favor! —corría de un lado a otro deteniéndose de los troncos. Estaba sola.

    La voz se le fue apagando. Entonces se sentó y puso la cabeza de Francisco en su regazo. La mosca regresaba de cuando en cuando y era alejada de nuevo.

    —Se está poniendo frío. Tengo que subirlo a la mula —y se secó las lágrimas con el dorso—. ¿Sabe qué? Ya no veo nada.

    Intentó alzar a Francisco de un modo y de otro, pero el cuerpo grande y robusto no se movía ni un poco.

    Entonces deambuló nerviosa hasta encontrar unos tablones que en algún momento, tal vez, sirvieron de puente. Arrastró una tabla hasta la orilla del arroyo. Las lágrimas brotaban sin cesar y no podía evitarlo. Con gran esfuerzo arrastró y rodó el cuerpo hasta colocarlo en la madera. Con sus enaguas hizo tiras para amarrar a Francisco, que la mula lo arrastrara sin lastimarlo. El caballo se quedaría atado al nogal.

    —Perdóneme, papá, no encontré otro modo.

    El animal estaba dócil, como si supiera que no le convenía ponerse rejego. Y así, marcando un surco en la tierra colorada, la joven hizo a pie el viaje de regreso. El pueblo la recibió iluminado por farolitos. Algún espontáneo dijo: Fue la juerga de ayer.

    En la casa de don Miguel, él y Rosa recibieron la noticia; el estupor los dejó pasmados durante unos segundos. Ella perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en un pilar y al fin Miguel pidió ayuda a gritos. Unos peones corrieron con diligencia para ocuparse del cuerpo y de la mula y algún otro se fue directo al río para traer al caballo. La nana sugirió a Paulina que se aseara.

    —Que también se lave esa cara, Cata —murmuró Rosa por decir algo.

    Entre el desconcierto y el ¿qué se hace primero? Los peones pusieron el cuerpo inerte en el sillón de la sala. Un mocito fue enviado a buscar al doctor, por si las

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