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La Parroquia: Novela
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Libro electrónico346 páginas5 horas

La Parroquia: Novela

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Una parroquia es una iglesia que funge como centro principal a cargo de otras iglesias situadas en una gran zona de una ciudad que abarca diferentes colonias de distintas clases socioeconmicas; unas son de clase alta, otras de clase media y otras de clase baja. Obviamente los habitantes de cada "colonia" son gente de muy opuestos hbitos, costumbres, educacin, cultura y posicin social. Esta "parroquia" tiene la obligacin de hacerse cargo de toda la feligresa de las diversas iglesias situadas en sus opuestos rumbos.
Es por eso que aqu se vern mezcladas en cierta forma las diferentes personas de cada iglesia y as se conocern sus vidas, sus tragedias, sus anhelos, sus tristezas y sus alegras; aunque la novela se titula La Parroquia, no es de ninguna manera un catecismo o un libro religioso. Es, simple y llanamente, la vida de todos y cada uno de los personajes aqu descritos.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento10 dic 2012
ISBN9781463338640
La Parroquia: Novela
Autor

Isabel Rodríguez Martínez

Isabel Rodríguez Martínez. Nació en México, D. F. Trabajó como guionista de radio novelas en una prestigiosa estación radiodifusora. Escribió artículos para dos revistas y un periódico. Ganó dos premios en concursos literarios denominados "Juegos Florales", uno en la ciudad de Guadalajara (México) y otro en la ciudad de Querétaro (México). Colabora en varias revistas como articulista y escribe novelas, de las cuales la primera es esta, La Parroquia, en la que se describe la vida de un México de hace aproximadamente 30 o 35 años.

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    La Parroquia - Isabel Rodríguez Martínez

    Copyright © 2012 por Isabel Rodríguez Martínez.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

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    419614

    Contents

    I

    II

    III

    IV

    Con todo mi cariño y gratitud

    para Odette, Teli y Karol.

    I

    E l zumbido agudo y continuo que producían los motores a propulsión, indicaba que el momento de la partida estaba próximo.

    El gigantesco aparato empezó a moverse con la lentitud de la mariposa que acaba de salir de su capullo. Poco a poco se iba alejando del lugar en que los pasajeros lo habían abordado. El padre José miraba a través de la ventanilla hacia el sitio en que sus amigos lo acababan de despedir. Sus ojos no distinguían bien el grupo numeroso de gente. ¿Era la niebla de la mañana que en aquel día frio se extendía por el aeropuerto? O ¿Eran las lágrimas que pugnaban salir de sus ojos?

    El aparato tomó la pista y a los pocos segundos el ruido se hizo aún más fuerte, la velocidad del poderoso Jet fue aumentando hasta que insensiblemente dejó de tocar la tierra. El padre José con una sensación indescriptible de pena, tomó una de las revistas que descansaban sobre sus rodillas, y la levantó a la altura de su cara; tras esta débil muralla de papel, sus ojos dejaron escapar esas lágrimas que oprimían su garganta… ¿Por qué lloraba? ¿Acaso no sabía que un sacerdote no debe dejar que sus afectos humanos echen raíces?, querer a todos sí, velar por todos sí, pero desde el punto de vista imparcial del Pastor que cuida sus ovejas, sin favoritismos ni preferencias, unas veces un rebaño en un campo, y otras veces otro, y otro más, dejando los anteriores al cuidado de otros pastores… indudablemente que así era y así debía ser, ¿acaso no lo sabía desde aquella primera separación dolorosa cuando dejó a su madre y a sus hermanos para ingresar al Seminario? Siempre había sido un poco distinto a sus compañeros, demasiado sentimental, demasiado poeta,… Y ahora que por orden de sus superiores tenía que dejar aquel país, aquella ciudad, y sobre todo aquel rebaño tan querido para él, su corazón se oprimía y su garganta se cerraba.

    Su mente retrocedió años atrás, cuando un aparato semejante a este que ahora lo alejaba de ese país amado, lo había traído a él… entonces todo era distinto. Desde su ordenación que no estaba tan lejana, se había dedicado a dar clases a los jóvenes seminaristas, la transición de su vida de estudiante y la de sacerdote había sido pues, suavizada, puesto que no había cambiado prácticamente de ambiente, después de varios años de ser maestro de Teología en el seminario, fue cuando recibió la orden de trasladarse a México para reforzar el número de sacerdotes que trabajaban en una parroquia que la Orden había fundado en la capital de la República Mexicana, con no poca pena abandonó a su querido Seminario, y por segunda vez tuvo que decir adiós a su madre y a sus hermanos, en una separación que sería más larga y más lejana, ahora era todo un océano que lo separaría, sin embargo llevaba la ilusión de sentir el primer contacto del padre con los hijos, con esos hijos que no conocía, jóvenes y viejos, malos y buenos, con esas almas de hombres y mujeres que serían una revelación para él, su sed apostólica era grande y sus manos ansiosas de artista deseaban esculpir almas hermosas para entregarlas a Dios.

    El trato continuo con los jóvenes seminaristas ciertamente le había hecho aprender mucho, los problemas eran grandes y variados, pero al fin y al cabo casi todos tenían una misma mira y un mismo afán.

    Ahora el campo de trabajo sería diferente y muy extenso, había mucho que destruir y edificar, plantar y arrancar.

    Recordó su llegada al aeropuerto, a ese mismo aeropuerto del que ahora se alejaba tan velozmente… Aquella mañana había sido también muy diferente a esta de su partida, fría y nublada. El día de su llegada había sido un día de sol, ¡De mucho sol!, cuando descendió del avión sus ojos se deslumbraron por tanta luz, forzando un poco la vista al fin distinguió los rostros sonrientes de los Padres que habían ido a darle la bienvenida, el Párroco, el Padre Andrés, el Padre Tomás y el padre Anselmo. Después de cambiar abrazos con cada uno de ellos y de arreglar todo lo referente a Migración, los padres lo condujeron a un pequeño automóvil que manejado por el Padre Anselmo los llevó del Aeropuerto a la Parroquia que desde ese momento sería su nuevo hogar.

    Por el camino el padre José no pudo menos que admirar los modernos viaductos y los hermosos jardines que alegraban la ciudad con una variedad extensísima de flores. Durante el camino los cuatro sacerdotes no dejaron de charlar y cuando al fin llegaron a la Parroquia del Verbo Encarnado, el padre José se sentía contento y satisfecho de aquella travesía que había hecho para llegar a su nuevo destino… El coche se detuvo frente a una puerta ancha situada a un costado de la Iglesia. La Iglesia era grande y moderna, una construcción tan moderna que sin duda hubiera escandalizado al anciano Padre Lorenzo, ese viejo rector de la Orden de los Operarios, tan amante de todo lo antiguo y tan intransigente para todo lo moderno, pero ¡Bueno! El padre Lorenzo no estaba ahí, y el padre José, joven y partidario de lo moderno, aquella Iglesia le pareció de maravilla y en cuanto a la casa Parroquial… La casa no estaba mal.

    Pronto recorrió todas las instalaciones, la Oficina Parroquial, la sacristía, los salones para la catequesis, el comedor, y las recámaras. La suya en particular lo dejó satisfecho, la ventana daba a un pequeño jardín interior que ostentaba en la mitad del prado una fuentecita, cosa que lo sorprendió, pues advirtió que aquel detalle desentonaba con el modernismo que se había querido dar a todo el edificio, pero le gustó y desde ese momento escogió aquel sitio, apartado y tranquilo para hacer sus meditaciones.

    Al fin, cuando estuvo completamente instalado, después de haberse bañado y cambiado de ropa, bajó al comedor donde ya los otros sacerdotes lo esperaban, con gusto advirtió la presencia del padre Salvador, el más joven de todos los sacerdotes ahí presentes. El padre Salvador tenía solamente un año de haberse ordenado, era un joven delgado, blanco, de expresión dulce e infantil. El padre José era un poco mayor que él, pero por haber sido su maestro en los últimos años, lo veía como al hermano pequeño al que hay que proteger continuamente. Los dos jóvenes sacerdotes se querían entrañablemente, y al verse de nuevo, se estrecharon en un fuerte abrazo.

    –¡Cuánto gusto me da verte aquí padre José!

    –¡Salvador, te veo más delgado y alto, es posible que aún hayas crecido?

    –Vaya hombre, no lo creo, que ya no soy un niño, ¡desgraciadamente!

    –¿Desgraciadamente?

    –Pues sí, en mi casa y luego en el Seminario, me mimaron demasiado, y ahora que ya soy todo un sacerdote que se tiene que enfrentar diariamente a cientos de problemas con cientos de almas, he llegado a sentirme ineficaz y desorientado, espero que me ayudes José.

    –Desde luego que yo te ayudaré en todo lo que pueda Salvador, pero no hables de ineficacia, que si no te hubiéramos considerado perfectamente apto para el ministerio, no te ordenamos.

    –Eso tenlo por seguro.

    Los padres sonrientes y callados presenciaban el encuentro gozoso de aquellos hermanos, por fin el párroco habló.

    El padre Salvador tiene el defecto de sentiré inseguro, hay gentes que aún lo cohíben, creo que en uno o dos años o más eso desaparecerá.

    El padre Tomás, famoso entre los Operarios por su rectitud y circunspección, hombre de pocas palabras, opinó:

    –Padre Andrés, creo que le da un plazo muy grande al padre Salvador para que llegue a tener un completo dominio de sí mismo, con que ahora mismo se repita que ha dejado de ser un hombre común para transformarse en un instrumento de Dios, ¡en un Sacerdote! Todas esas cosas desaparecerán al instante.

    –Por supuesto padre Tomás –repuso el párroco–. Pero recuerde que no somos superhombres, las cargas que llevamos a veces nos hace sentir un poco débiles. El padre José ayudará al padre Salvador –y añadió riendo–, creo que Salvador aún extraña las aulas y los maestros que le tenían que decir que hacer y que no hacer –y acercándose al padre Salvador le dio una palmada cariñosa en el hombro, agregando–. Aquí tienes ahora a tu maestro que te guiará y te hará sentir más seguro… ahora vamos a comer, que ya nos salimos del horario acostumbrado.

    El padre José, un poco turbado dijo: perdónenme, creo que la culpa ha sido mía, me tardé demasiado en arreglar mis cosas, y los he hecho esperar.

    –Está disculpado padre, es natural que no sepa el horario que empleamos, puesto que acaba de llegar, en la noche platicaré con usted largamente para explicarle todo, el trabajo en esta Parroquia es mucho, uno de los problemas de este país es la falta de sacerdotes, ya le daré cifras que lo dejarán pasmado.

    –Sí, respecto a esto creo que ya estoy más o menos enterado.

    Durante la comida la plática giró en torno a diferentes tópicos, entre una pausa y otra, para presentarle al padre José a las muchachas del servicio. Y después de una breve sobremesa, cada uno de los sacerdotes se retiró a sus diversas actividades. Como una concesión muy especial, al recién llegado que aún no tenía un trabajo designado, el padre Andrés le concedió la tarde de asueto al padre Salvador, para que llevara a conocer las cercanías de la parroquia, al nuevo sacerdote.

    La tarde era espléndida, y el sol coloreaba de un verde tierno y brillante, la hierba y las hojas de los árboles.

    El pequeño automóvil del padre Anselmo que ahora manejaba el padre Salvador, rodaba ligero por las estrechas callecillas de la colonia Revolución Social, un apartado suburbio que también formaba parte de la parroquia del Verbo Encarnado, ya que dicha parroquia se componía de varias colonias y zonas entre lo más variado que se podía imaginar, tres suburbios de gente pobre, muchas de ellas completamente menesterosas, dos zonas residenciales de gente adinerada, y la colonia donde estaba edificada la iglesia parroquial que era de gente de posición media y desahogada.

    El padre José observaba con creciente atención todo lo que se iba presentando a su vista, y escuchaba las explicaciones de su guía, el cual conduciendo el automóvil hacía un solar, lo detuvo al fin frente a la puerta de una iglesita pequeña, que levantando sus delgadas torrecillas al cielo, parecía ser un faro en medio de tanta desolación, ya que la colonia estaba compuesta exclusivamente de casuchas destartaladas que construidas en filas, pretendían formar calles. Cuando los sacerdotes descendieron del coche, se vieron rodeados de un grupo de chiquillos, en su mayoría sucios y a medio vestir; al padre José lo miraban con curiosidad, pero al padre Salvador lo cogían del saco y de las manos, con la maravillosa confianza que despierta en el niño la amistad. El padre Salvador, sonriente y feliz, repartía palmaditas y caricias por las caritas sucias y los cabellos tiesos de aquellas criaturas. La mirada penetrante del padre José se pasaba alternativamente del rostro risueño del joven sacerdote, al de los pequeños, y en su boca también se dibujó una sonrisa de satisfacción. El padre Salvador dijo a los niños:

    –Miren, este señor es el padre José, de ahora en adelante lo veremos muy seguido por aquí, y también será vuestro amigo.

    Ante esta explicación, los chicos tomaron inmediata confianza, y en unos segundos el padre José se sintió apresado por numerosas manitas. Al cabo de unos minutos, los dos sacerdotes lograron llegar hasta la puerta, y despidiendo a los niños entraron en la iglesia. El recinto, envuelto en la penumbra contrastaba con la luz brillante de afuera. La iglesia era de vieja construcción, y solo unas cuantas ventanas situadas casi en el techo de la misma, permitían filtrar a través de los cristales, los rayos de luz que iluminaban el lugar, dos hileras de bancas estrechas y de tosca madera, y dos confesionarios igualmente toscos, componían el mobiliario, y al fondo se veía el altar, humilde, sin ostentación, pero que aún a los ojos de un ateo, hubiera comunicado respeto y recogimiento. El lugar era agradable, fresco… el padre Salvador miraba complacido al padre José, que parado en el estrecho pasillo que formaban las dos hileras de bancas, observaba los muros, las ventanas, el altar

    –Y bien, padre José, ¿qué te parece mi catedral?

    –Es una iglesia pequeña pero muy simpática. ¿Desde qué llegaste a México te la asignaron?

    –Ajá, aquí sí que me siento a mis anchas, la gente, como habrás podido observar, es humilde, ¡muy pobres!, pero son tan buenos, y me quieren tanto….

    –Sí, ya lo he visto –y agregó riendo–. Al menos la demostración de esos chiquillos fue francamente afectuosa.

    –Pues sí –y añadió cabizbajo–. El padre Andrés tiene razón. No se me puede quitar lo cohibido y lo torpe cuando hablo con personas de la llamada posición elevada, me siento… ¡no sé!… los señores y las señoritas de sociedad que a veces van a la Parroquia me turban, me hacen sentir incómodo, disgustado, sé que eso es tonto, pero así es… en cambio aquí, me siento otro; desenvuelto, confiado, seguro. ¿A qué se debe?

    –Tal vez piensas que la gente de aquí te necesita más que la de allá

    –Sí, eso ha de ser, la gente de allá lo tiene todo, dinero, comodidades, instrucción, diversiones… Su capacidad de amar la han substituido por frías reflexiones de egoísmo y conveniencia; en cambio mis pobrecitos de aquí –dijo iluminándosele la cara–, están sedientos de amor y comprensión, cuando vine aquí me dijeron que este era un arrabal de lo peor, que mi trabajo se haría pesado y difícil porque el lugar estaba plagado de rateros, malvivientes, supersticiosos y descreídos –y prosiguió pensativo–. No pretendo decirte que al llegar yo se acabó todo aquello, aún hay de todo…. Rateros, malvivientes, supersticiosos y descreídos, pero espero llegar a todos ellos, a uno por uno, lo que les hace falta es eso: comprensión y cariño. ¡Si vieras los cambios maravillosos que se han operado! Cuando les he demostrado que los quiero y que me preocupo realmente por ellos, ¡Por sus miserias del cuerpo y del alma. Es una mentira eso de que cuando te acercas a un pobre para ofrecerle tu amistad y tu confianza únicamente se aprovecha de ti para sacarte dinero y abusar de tu buena voluntad. ¡Es una mentira! Yo soy un sacerdote pobre también, ¿qué les puedo dar?, si acaso unos pesos… unos centavos. Pero me buscan, me quieren y escuchan todo lo que yo les digo, ¿Por qué?, porque les he dado algo que no tiene precio, cariño y amistad….

    Mientras el joven sacerdote hablaba excitado, tratando de explicar lo que sentía, el padre José lo miraba con la comprensión del hombre que ha penetrado en el alma combativa de muchos noveles apóstoles y al fin le dijo:

    –Hablas con mucho fuego, Salvador, y está bien que ese fuego que hay en ti arda, pero recuerda que nuestra caridad y comprensión deben ser absolutas. Esa turbación y ese disgusto que dices sentir al tratar a otras personas de otro nivel social, a mi modo de ver refleja en ti un cierto desprecio por ellas, tal vez sin darte cuenta, tú piensas que lo tienen todo y que no necesitan nada de nadie y menos de ti, pero, ¿y sus almas, Salvador? Tú mismo lo has percibido, ¿no piensas que muchas veces su miseria interior es infinitamente superior a esa exterior que aquí te rodea?

    Avergonzado, el padre Salvador bajó la cabeza y suspirando tuvo que asentir.

    –Sí, tienes razón, ahora que tu lo dices lo veo claro… tengo que reconocer que mi timidez no es otra cosa más que la careta con la que cubro el desprecio que siento por algunos semejantes –y aún más abatido prosiguió–, ¡valiente sacerdote soy! ¡Que el Señor me perdone!

    El padre José lo tomó por los hombros y sacudiéndole ligeramente le dijo:

    –Vamos Salvador, no lo tomes así, no olvides que somos humanos, somos sacerdotes, sí, pero estamos hechos de la misma pasta que todos los hombres, ¿qué bueno sería que al recibir el orden sacerdotal también recibiéramos la completa santidad, la sabiduría perfecta, la ecuanimidad absoluta… ¡No Salvador, tenemos que vivir en una lucha constante, tanto más encarnizada cuando los principales combates los tenemos que librar en nuestro interior, arremetiendo contra esos sentimientos y pasiones que muchas veces nos asaltan y que son contrarios a los que nuestro Divino Maestro nos vino a enseñar –y añadió sonriendo benévolo–, hasta luchar contra esas cosas menores y hasta infantiles que son el mal carácter de los padrecitos que nos ponen tan en mal a la vista de nuestros feligreses, ¿entiendes?

    La expresión compungida del padre Salvador desapareció, y una sonrisa mezclada de melancolía apareció en su rostro.

    –Si, y te agradezco lo que me has dicho, me hacía mucha falta que me hablaras, tu siempre me entendiste, me impondré la obligación de tratar mas a esa gente que me cohíbe y me molesta.

    –Recibirás sorpresas agradables, ya lo verás.

    El padre José tomó la iniciativa de continuar recorriendo el lugar, y conocerlo todo, sabía que su amigo se encontraba un poco deprimido, siempre había sido así, un muchacho lleno de amor a Dios, pero muy impresionable y exigente consigo mismo cuando se daba cuenta que había cometido una falta, o que creía que la había cometido, se entristecía y era necesario hablarle mucho y convencerlo de que la cosa no era tan grave como él creía. Una hora más les tomó visitar toda la colonia, y platicar con algunas gentes que les rodeaban con muestras de afecto, y al fin subieron al automóvil, para recorrer el resto de la jurisdicción parroquial. El padre José se quedó sorprendido de ver contrastes tan marcados, ya que, separados solamente de una barranca, se pasaba de la miserable colonia Revolución Social, a la elegantísima zona residencial de Las Colinas, en donde se apreciaban mansiones señoriales de hermosos jardines y bellos prados. El cielo aún mostraba las últimas pinceladas encendidas del sol, cuando los sacerdotes regresaron a la parroquia. El padre Salvador metió el coche en el gran patio de la casa parroquial, y sonriendo volteó a ver a su amigo que permanecía sentado a su lado.

    –Bien, creo que aprovechamos muy bien la tarde, te mostré todo lo que abarca nuestro campo de trabajo.

    El padre José suspiró y repuso:

    –¡Sí, y es bastante!, realmente somos muy pocos los sacerdotes para tantas almas,

    –¿Quieres ahora que vayamos a mi cuarto? Te mostraré en un mapa lo que acabamos de recorrer.

    –Si te parece te alcanzaré más tarde, ahora quiero ir a la iglesia –añadió sonriendo–. Me he puesto a las órdenes de todos, y no he tenido tiempo de hablar con quien debería de hacerlo primero

    –Anda pues, después de cenar continuaremos platicando, ¡digo!, si es que el padre Andrés te deja, seguramente querrá hablar contigo largamente sobre nuestra parroquia.

    El padre José dio una palmada afectuosa en la espalda de su amigo, y dirigió sus pasos hacia la puerta de la iglesia. Ahí se detuvo contemplando el altar iluminado con luz indirecta, y después recorrió con los ojos uno y otro lado del recinto. La iglesia era completamente distinta a aquella humilde y pequeñita de la colonia Revolución Social. Esta era grande e imponente, dotada de butacas personales, con reclinatorios acojinados, en general todo lucía con un aspecto de confort, aunque sumamente sobrio, el altar era grande y sobre la pared redondeada en que terminaba la nave, lucía un Cristo de grandes proporciones, hermoso y bien esculpido. Después de observarlo todo, el padre José entró. Una veintena de personas, mas mujeres que hombres, contestaban acompasadamente el rosario que desde el púlpito rezaba el padre Anselmo. El padre José llegó hasta el reclinatorio que se encontraba precisamente frente al Cristo, y se arrodilló, después de santiguarse su mirada se fijó en aquel rostro agonizante. Esa era su primera noche en ese país, en esa iglesia, un nuevo capítulo de su vida ante él y que ofrecía y encomendaba a su Dios.

    II

    E l elegante automóvil que manejaba Pedro Rendón disminuyó la velocidad al pasar frente a la parroquia del Verbo Encarnado, el conductor retiró su mano derecha del volante y se santiguó, instantáneamente una extraña sensación obscureció su frente, y desviando rápidamente la mirada de la iglesia, oprimió el acelerador y se alejó del lugar, tomó por una amplia avenida, y continuó su marcha pensativo, disgustado. Automáticamente apretó el botón del radio, y éste empezó a funcionar, a los oídos de Pedro llegaron los estridentes compases de una música de moda, sin enterarse de que era lo que tocaban, siguió escuchando aquel ruido como deseando que distrajera su mente o acallara aquella sensación de disgusto que había en él.

    Al fin se detuvo frente a una gran verja que daba acceso a los jardines de una residencia. Acentuándose aún más en su cara, el gesto de disgusto, tocó repetidamente el claxon, y un mozo acudió presuroso a abrir. Después de meter el coche, Pedro se dirigió a la puerta de la mansión, y con mano nerviosa introdujo la llave en la cerradura, y entró, pasó por un pequeño hall y el sonido se sus pasos se acalló en la gruesa alfombra que cubría el piso de la sala, ésta estaba casi obscura, ya eran las siete y media de la tarde, y la luz que penetraba por las ventanas, era lo único que la iluminaba. Sin ocuparse de encender alguna lámpara, Pedro se sentó pesadamente en un sillón, sacó un cigarrillo, lo encendió y echando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos; al exhalar el humo volvió a entre abrirlos, y su mirada se clavó en el marco dorado de un retrato pequeño que lucía en la pared de enfrente, por supuesto que con la escaza luz no se veía la fotografía que encerraba el marco, pero él la conocía de memoria, era el rostro sonriendo de su pequeño hijo Juan, ¡ya era su cuarto hijo! Y aquella situación no mejoraba, al contrario, ¡empeoraba!, y él se había encargado de empeorarla, pero… ¿en realidad era él quien la había empeorado? La incomprensión de su mujer crecía de día en día, él buscaba en su conciencia tratando de no engañarse, y encontraba que desde que se casaron procuró darle gusto en todo, y ella parecía no estar contenta con nada, siempre de mal humor, siempre con un reproche en la boca, o un gesto amargo en la cara. Pedro recordó su noviazgo, ciertamente que él estaba enamorado de ella, y ella de él, al menos así lo había pensado siempre, ¿por qué entonces había resultado el matrimonio así? ¿por qué Ana se había vuelto una mujer amargada, disgustada e insufrible? El hecho es que él necesitaba amor, ternura, y su esposa estaba muy lejos de proporcionarle todo eso.

    ¿Se le podía reprochar que él buscara en Cecilia todo lo que era negación en su esposa?… ¿y en dónde estaba ella ahora? Seguramente de compras, comprando algo que al día siguiente le chocaría, o tal vez estaría de visita con alguna amiga con la que platicaría de su malvado e infiel marido…. ¿y sus hijos?…. sí…. Hasta ese momento sus oídos captaron los ruidos de la planta alta, algunos pasos y murmullos de voces, las niñeras estarían poniéndoles las pijamas a los niños, y los harían dormir después de la habitual discusión. Pedro sintió deseos de levantarse, subir y acariciar y besar a sus hijos para darles las buenas noches, sin embargo no se movió, no sabía qué era lo que le pasaba, pero últimamente trataba de eludirlos, se levantaba muy temprano cuando ellos estaban todavía dormidos, y regresaba cuando ya los habían acostado. Pedro recapacitó en lo mal que se había sentido durante aquellos largos años en que su vida matrimonial se había vuelto desesperadamente amarga, y recordó la ilusión que se había despertado en él cuando conoció aquella joven en una de tantas recepciones aburridas. Cecilia simpatizó con él, y después de varias veces en que casualmente se encontraron, descubrieron que se habían enamorado, ¿qué fue lo que pasó después? ¿debilidad de él o de ella o de los dos? Él se sintió muy feliz cuando aquella mujer le dio su ternura y su comprensión, quizá más que nada era que los dos se necesitaban mutuamente. Cecilia era una joven solitaria que necesitaba de apoyo a pesar de su carácter aparentemente alegre y despreocupado. La felicidad embriagadora de los primeros momentos se fue convirtiendo en remordimiento, en mal humor, en disgusto que a pesar de todas las reflexiones que hiciera en su favor, no lograba acallar, ¡bueno!, y ahí estaba ahora, sintiendo ese sabor amargo en la boca y esa inquietud punzante en el corazón. Las reflexiones de Pedro se interrumpieron súbitamente al escuchar el ruido de la puerta al abrirse, su esposa entró seguida por el chofer y una sirvienta que la acompañaban cargados de paquetes, al advertir Ana la presencia de su marido en la sala, ordenó que le subieran los paquetes a su recámara, y ella se detuvo frente a Pedro mirándolo fijamente. Después habló con tono despectivo:

    –¿Y eso? ¿A qué se debe que estés en casa a estas horas?

    –Salí de la oficina temprano.

    –Sí, ya lo veo, ¿pero no fuiste a ningún otro lado? –recalcó las últimas palabras.

    –Ya lo ves que no –repuso Pedro molesto.

    El rostro de Ana se descompuso de rabia, y aventando su bolso sobre de un sillón gritó:

    –¡Si no te conociera!… Eres un hipócrita que a veces quieres aparentar rectitud y fidelidad, ¡Todo el mundo sabe lo que eres!

    Pedro se puso pálido y contestó:

    –¡No quiero aparentar nada! ¡Por Dios! ¿Es que no puedo estar un rato en la casa sin que tu grites y me hagas reproches?

    Ana agregó desafiante:

    –Y no tengo por qué hacértelos, ¿verdad? ¡Eres un marido bueno y fiel y un padre respetuoso y lleno de amor para sus hijos.

    Sin duda Ana sabía herir en la forma más certera. Pedro sintió que la sangre se le agolpaba en la cabeza, oprimió los puños en una sensación de rabia y dolor, y bajando la cabeza impotente dio media vuelta y se retiró presuroso dejando a su mujer en la sala; subió la escalera y cerró violentamente tras de sí la puerta de su habitación, de esa habitación que desde hacía mucho tiempo era suya solamente; se recargó en la puerta sudoroso y escucho los taconazos iracundos de su esposa, y segundos después un portazo que puso fin a otra escena más de las que frecuentemente tenía que soportar en su hogar…¡su hogar! Suspiró desalentado, ¿Qué podía hacer él?,

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