La Paparrasolla
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Lucía Rodríguez González
Lucía Rodríguez González (Ávila, 1991) comenzó a bucear en el mundo de la literatura siendo una niña, y ya nunca dejó de escribir. Ha sido reconocida en varios certámenes literarios, nacionales y regionales, desde el año 2005.
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La Paparrasolla - Lucía Rodríguez González
La Paparrasolla
Lucía Rodríguez González
La Paparrasolla
Lucía Rodríguez González
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© Lucía Rodríguez González, 2021
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2021
ISBN: 9788418675041
ISBN eBook: 9788418676758
A mis cuatro abuelos, porque, de un modo u otro, hay una parte de todos ellos en esta historia.
A Modesto, que fue el primero en hablarme de la Paparrasolla, y cuyos recuerdos y libros me ayudaron a componer estos paisajes.
A ti, Papá, siemprE mi Ángel.
Y a ti, Mamá, que eres en mí.
Sigo sin poder imaginarme el mundo sin tu presencia.
Prefacio
En el tiempo mismo que se tarda en pestañear, se me representa su imagen tendida en el pasto. El atavío negro con el que envolvía la mayor parte de su cuerpo, consumido a fuerza de años de comidas frugales y descuidadas, se convierte ahora en una mortaja improvisada y mal resuelta, que deja a la vista, en contraste, unas piernas hirsutas, blanquísimas y tan tiesas como las espigas silvestres que adornan con indiferencia su lecho.
Al cerrar los ojos puedo evocarlo con tanta claridad como entonces. La brisa de la Demanda juguetea desconsideradamente con sus cabellos nevosos, algunos de ellos fugados de ese moño que ha escondido por tantos años su verdadera longitud. Se menean ahora levemente, del mismo modo que algunos hierbajos bajo ella, manchándose del reguero de sangre viscosa que arrasa su frente.
La cuenca de su ojo derecho, tan sola, que siempre me había impresionado tanto, se me antoja ahora el rincón más apacible de lo que de ella queda. Del otro lado, su único ojo está casi cerrado —o casi abierto—, húmedo todavía, y en similar trance parecen haber terminado de moverse sus labios, restándole medio asomados dos de los dientes, de los pocos y desgastados que los años le han dejado, configurando en conjunto, y sin querer, su última mueca socarrona.
Me retorna esta visión constantemente a la memoria: la vieja yacente sobre el campo. Todo se me aparece templado en los tonos violáceos del amanecer: arriba, el cielo embaldosado de cirrocúmulos. Abajo, el falso dorado de la hierba agostada, regazo de la tierra castellana, acogiendo silenciosamente el cuerpo muerto, acunándolo, como si se tratara de la más hermosa de sus criaturas. La grotesca Oriana, con su único ojo y sus dedos engarrotados.
Sé bien que no debería comenzarse a hablar por el final de las historias. Si así se hiciera siempre, serían resueltos de un plumazo un nudo y un principio aún ni siquiera planteados. No obstante, si algo trascendente aprendí de la vieja, es que el tiempo nos envuelve, lo mismo que el agua del río al sumergirnos en él. La corriente nos empuja en una sola dirección, pero el agua sigue estando a nuestro alrededor, por todas partes a la vez.
Por ello, ordenar todo cuanto sucede en el tiempo, ¿no carecería de sentido, cuando este tiempo mismo no siempre se nos muestra ordenado?
La bruja y la boruja
—La boruja está acucada¹, tío.
—Imposible a estas alturas del año.
—Pues está acucada. Los únicos regajos que encuentro están duros y florecidos. ¡Y son tan pocos…!
Padre se impulsó sobre el suelo desnivelado con sus dos cachavas, que se hundían más en el cieno conforme nos acercábamos a la orilla. Mientras ojeaba las hierbas que le señalaba Martín, Padre meneaba la cabeza como si silenciosamente respondiera negativamente a alguna voz que tan sólo él podía escuchar. Mi mirada, entretanto, se perdía en sus pies, penosamente retorcidos sobre sí mismos, tan tercos para dejarse acarrear; casi como si hubiesen ido cobrando consciencia, y rebelados se resistieran a ejecutar las órdenes que mi padre les enviaba desde la cabeza. Me recordaban a las raíces angostas de los alisos, ansiosas, en su estatismo, por abrirse camino hacia el agua del río.
—Llevas razón, poco sacaremos de aquí. Pero no es porque las haya cantado el cuco; aquí apenas ha llegado el calor todavía. —En tanto hablaba, Padre meneaba con desdén la falsa boruja hallada por mi primo, haciendo equilibrios con la segunda muleta—. Se conoce que aquí no se da como en el pueblo. Esta agua debe ser muy dura.
—En Soria tampoco dábamos con mucha.
—¡A ver! Son tierras muy parecidas, el agua arrastrará el mismo gusto. Ea, levanta ya de ahí, Martín, que esas hierbas de poco nos sirven.
Apartándose del lodo, Padre se abrió paso entre la junquera y llegó hasta mí sin cambiar el semblante, para examinar el contenido del capacho.
—Pues de nada llevamos mucho…, pero sí una miaja de todo. Ea, arreando para casa. A ver qué se puede aprovechar de aquí.
Aunque llevásemos casi diez años tan lejos de nuestra tierra, Padre parecía decidido a no desprenderse jamás de aquel deje suyo, un tercio extremeño, un tercio toledano y un tercio vaya usted a saber, con el que hablaban todos los paisanos en nuestro vallecito natal del sur de Gredos. Yo apenas si recordaba ya los prados verdes y anegados, el reclamo de las ranas y de los sapos en los crepúsculos de la primavera, o las temperaturas infernales de agosto, que todo chamuscaban a su paso, excepto aquel quejido obcecado de las cigarras.
No permanecían en mi recuerdo, a aquellas alturas en que entraba yo en los años malos