La prudente venganza (Anotado)
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La prudente venganza (Anotado) - Félix Lope de Vega
La prudente venganza
Lope de Vega
[Nota preliminar: presentamos una edición modernizada de La prudente venganza, de Lope de Vega, Madrid, en casa de la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, 1624, basándonos en la edición de Antonio Carreño (Vega, Lope de, Novelas a Marcia Leonarda, Madrid, Cátedra, 2002, pp. 233-284), cuya consulta recomendamos. Con el objetivo de facilitar la lectura del texto al público no especializado se opta por ofrecer una edición modernizada y eliminar las marcas de editor, asumiendo, cuando lo creemos oportuno, las correcciones, reconstrucciones y enmiendas propuestas por Carreño. Anotamos la lectura del original cuando la modernización ortográfica incide en cuestiones métricas o rítmicas.]
A la señora Marcia Leonarda
Prometo a vuestra merced, que me obliga a escribir en materia que no sé cómo pueda acertar a servirla, que como cada escritor tiene su genio particular a que se aplica el mío no debe de ser este, aunque a muchos se lo parezca. Es genio, por si vuestra merced no lo sabe, que no está obligada a saberlo, aquella inclinación que nos guía más a unas cosas que a otras, y así defraudar el genio es negar a la naturaleza lo que apetece, como lo sintió el poeta satírico. Púsole la Antigüedad en la frente, porque en ella se conoce si hacemos alguna cosa con voluntad o sin ella. Esto es sin meternos en la opinión de Platón con Sócrates y de Plutarco con Bruto, y de Virgilio, que creyó que todos los lugares tenían su genio, cuando dijo:
Así después habló, y un verde ramo
ceñido por las sienes, a los genios
de los lugares y a la diosa Telus,
primera entre los dioses, a las ninfas
e ignotos ríos ruega humildemente.
Advirtiendo primero que no sirvo sin gusto a vuestra merced en esto, sino que es diferente estudio de mi natural inclinación, y más en esta novela, que tengo de ser por fuerza trágico, cosa más adversa a quien tiene como yo tan cerca a Júpiter. Pero, pues en lo que se hace por el gusto propio se merece menos que en forzarle, oblíguese más vuestra merced al agradecimiento, y oiga la poca dicha de una mujer casada, en tiempo menos riguroso, pues Dios la puso en estado que no tiene que temer cuando tuviera condición para tales peligros.
En la opulenta Sevilla, ciudad que no conociera ventaja a la gran Tebas (pues si ella mereció este nombre porque tuvo cien puertas, por una sola de sus muros ha entrado y entra el mayor tesoro que consta por memoria de los hombres haber tenido el mundo), Lisardo, caballero mozo, bien nacido, bien proporcionado, bien entendido y bienquisto, y con todos estos bienes y los que le había dejado un padre, que trabajó sin descanso (como si después de muerto hubiera de llevar a la otra vida lo que adquirió en esta), servía y afectuosamente amaba a Laura, mujer ilustre por su nacimiento, por su dote y por muchos que le dio la naturaleza, que con estudio particular parece que la hizo.
Salía Laura las fiestas a misa en compañía de su madre; apeábase de un coche con tan gentil disposición y brío, que no solo a Lisardo, que la esperaba a la puerta de la iglesia como pobre, para pedirle con los ojos alguna piedad de la mucha riqueza de los suyos, pero a cuantos la miraban, acaso o con cuidado robaba, el alma. Dos años pasó Lisardo en esta cobardía amorosa, sin osar a más licencia que hacer los ojos lenguas, y el mirar tierno, intérprete de su corazón y papel de su deseo. Al fin de los cuales, un dichoso día vio salir de su casa algún apercibimiento de comida, con alboroto y regocijo de unos esclavos; y preguntando a uno de ellos con quien tenía más conocimiento la causa, le dijo que iban a una huerta Laura y sus padres, donde habían de estar hasta la noche. Tiénelas hermosísimas Sevilla en las riberas de Guadalquivir, río de oro, no en las arenas, que los antiguos daban a Hermo, Pactolo y Tajo, que pintaba Claudiano:
No le hartarán con la española arena,
preciosa tempestad del claro Tajo,
no las doradas aguas del Pactolo
rubio, ni aunque agotase todo el Hermo,
con tanta sed ardía,
sino en que por él entran tantas ricas flotas, llenas de plata