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Relatos para soñar feliz
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Libro electrónico207 páginas3 horas

Relatos para soñar feliz

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Información de este libro electrónico

Conocí al médico oncólogo, señor Guido Schiappacasse Cocio, en una conversación televisada. Me impresionó fuertemente su pasión por la medicina y su real y verdadero interés por la literatura y la cultura en general.
Sin temor a cavilaciones, no es solamente un gran especialista en medicina oncológica, además es un humanista de excepción.
¡Y un personaje notable como pocos!
Ahora bien, su libro de cuentos Relatos para soñar feliz, es escrito con pluma ágil, diáfana y sutil. En sus páginas explora, en las damas del ayer y de hoy, sus sentimientos, ilusiones, deseos y dones, en el seno de sociedades tan machistas como patriarcales. Reencanta con moralejas de pretéritas leyendas aplicables como guías y enseñanzas, incluso en el mundo de hoy. Y redescubre la importantísima relación entre padres e hijos desde variadas y sorprendentes narraciones.
Guido Schiappacasse, el autor de estos relatos, sin lugar a dudas cumple su cometido, entreteniéndonos, compenetrándose con nosotros y haciéndonos disfrutar con sus narraciones de forma sin igual.
¡Un libro imperdible para mozas y damas, padres e hijos; y jóvenes y no tan jóvenes!

Tomás Cox
Comunicador y entrevistador chileno
Viña del Mar, 16 de abril del año 2.023
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 dic 2023
ISBN9788411818544
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    Relatos para soñar feliz - Guido Schiappacasse

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Guido Schiappacasse Cocio

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-854-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicatoria

    Para la razón de mi existir

    Mi padre, parte de la causa de mi ser, fue un letrado humanista,

    un errabundo sediento de inspiración, arte y letras,

    y un buscador infatigable de los misterios de Dios,

    incluso en estos tiempos posmodernos.

    Autor de obras literarias que se empujan, una a la otra,

    por reingresar nuevamente a la editorial,

    por ser leídas, con gozo y encanto, por enésima vez.

    El Coloso de Rodas, Discurso del Mundo Nuevo, El Apóstol de Fuego y El Homo Lux

    se disputan el privilegio de ser la primera de su obra en renacer,

    coloreando con los tintes de la imprenta nuevamente al papel.

    Con mirada sapiente, frente y mejillas labradas cuales surcos por la vida,

    bigote bien cuidado y sonrisa que ánimo me da,

    mi padre me observa desde su retrato a un lado de mi escritorio.

    Mi progenitor ya falleció,

    pero mi interior suspira porque bien sabe,

    que melodías de arpa a él le narran en el ser que intento convertirme,

    porque agradecido de la vida sería,

    si llegase a ser

    un hombre y un escritor como lo fue mi padre.

    Prólogo del autor

    Confesiones de un escritor

    Al iniciar este prefacio, podría decirles que se trata de breves relatos, tan hermosos como enigmáticos. Quizá, me atrevo a expresarles que el primer manojo explora, en diferentes tiempos y lugares, las congojas sufridas por las mujeres subyugadas por el patriarcado y tratadas con inequidad por sociedades tan machistas como estrechas en su pensamiento y en su alma.

    Sin embargo, intento observar más allá de lo meramente visible, busco explorar en el sentimiento y corazón de las mujeres, quisiese no olvidar y rescatar lo mejor de ellas, como si fuese un buzo que se sumerge con valentía en los insondables roqueríos marinos en busca de brillantes perlas.

    No por casualidad o mera biología, nosotros, los hombres, en su gran mayoría, hemos vivido y hasta de grandes empresas hemos participado, solamente para ser dignos del amor a ellas.

    A lo mejor, quisiese expresarles que el segundo acápite se introduce en el redescubrimiento de vetustas leyendas, en una nueva versión narradas a la manera moderna, desempolvando tradiciones judeocristianas y polinésicas, acervos que siempre ocultan profundas realidades y verdades psíquicas.

    Tal vez, moralejas y lecciones de vida aplicables en tiempos pretéritos, pero tan bien en los actuales y por venir.

    Pudiese terminar mi intento de convenceros de leer estas narraciones, diciéndoles que el tercer pliego rescata las relaciones paternas, porque todo nacido en esta tierra ha tenido un progenitor, y aquello ha marcado su psique en huella que el tiempo no sabe borrar. Es más, la relación paternal, haya sido esta buena o mala, ha contribuido mucho en todos nosotros en nuestra forma de ser, comportarnos, pensar y sentir.

    Sin embargo, aquel intento de contaros sobre lo que versan los relatos de este libro, me parece mera publicidad, de esencia vacua, sin una médula o sustancia real. Será mejor confesarme ante ustedes.

    Sean pues, entonces, mis lectores, ¡y también mis jueces!

    Hace mucho tiempo, cuando iniciaba la enseñanza secundaria con no más de catorce años de experiencia en mi haber, era tan solo un mozalbete tan delgado como vanidoso. Soñaba con ser premiado, año tras año, con las mejores calificaciones del curso, solamente en un vano intento de curar mis heridas narcisistas y compensar mi flaqueza física. Porque era tan flacuchento como enclenque, aquello yo lo sabía, también mis compañeros.

    De golpe y sopetón, me encontré con que, en el ramo de Educación Física debería levantar varias veces mi cuerpo, tomado de una barra de frío metal solo con mis manos, mi escollo se trataba de flexiones de bíceps. Y como no podía hacer estos ejercicios porque les faltaban fuerzas a mis brazos, me aguardaba solamente una mala calificación y perder así, sin más, mi adorada distinción anual.

    Mi padre, que mucho me conocía en mi verdadero ser y también me quería pese a mi debilidad, y no física, sino de carácter, porque toda dificultad en la vida de esto último siempre se trata, me llevó un día de domingo al colegio San Juan Bosco. Sucede que conocía al cuidador, así que nos dejaron ingresar pese a estar el recinto cerrado. Toda la tarde estuve practicando estas benditas flexiones de brazos, colgado como mono del arco de fútbol, bajo la atenta mirada y reconfortante aliento paterno. Hasta que cuando por fin ya lograba esbozar este ejercicio, mucho debió haber sido mi empeño, porque el arco de metal se vino «guarda abajo» y cayó con estrépito cerca de mi enjuto cuerpo y gran cabezota.

    Aterricé en el suelo de concreto y mi pantalón se rajó; y como un niño, entre lágrimas y gimoteos que explotaban a borbotones de mis ojos, me arrastré por el suelo con pavor porque veía acercarse a la esbelta figura de mi progenitor. Creí que me castigaría, incluso me golpearía, porque mucho dinero no teníamos y el pantalón estaba irremediablemente malogrado.

    No fue así, este hombre me recogió con afecto sincero y con sonrisa que se vislumbraba entre sus podados bigotes, simplemente me dijo:

    —Por hoy día está bueno de prácticas, el próximo domingo terminaremos tu tarea. ¡Vamos a caminar!

    Así, me llevó a una escondida tienda del viejo puerto, de atmósfera antigua, un poco desaliñada, de esencia vetusta y perfume a encierro. Allí conocía a don Jaime, el dueño del local, y como si estuviesen de acuerdo, este último me mostró una lapicera finísima, elegante, señorial, creo que era una Mont Blanc, marca muy cotizada. Artículo carísimo, mi padre no podría costearlo por esos entonces, sin embargo, don Jaime la colocó en su estuche de reluciente cuero azabache y me la obsequió.

    —Algún día puede serte de utilidad —con sapiencia y visión se expresaron los ojos de mi padre, relucientes ese día como nunca más los pude volver a observar.

    Hoy, siendo un hombre de edad madura, mi progenitor ya no está, falleció hace una década.

    ¡Trataré de evitar sentimentalismo!

    Así, al iniciar este escrito quise hacerlo a la manera antigua, saqué de su funda la lapicera que allí había dormido tanto tiempo, porque nunca antes la había usado. La tomé con mi diestra e intenté garabatear un esbozo de estos relatos. No sé qué ocurrió, quizá, el espíritu de mi ancestro allí se ocultó y del todo la Muerte no se lo llevó, porque el lápiz, como si vida propia tuviese, rasgó el papel, mi mano solo lo siguió y no se detuvo hasta tener, tan solo tres meses después, esta obra terminada. Esa es mi verdad, créanme o no, ese es el origen de estos cuentos, así se los he narrado, tal como aquello ocurrió.

    Mis estimados lectores, sean mis críticos, pero os ruego que tan duro no seáis, porque estas fantasías, cantares y relatos, fruto son del amor paterno.

    Tal vez, sentimientos como estos hacen que la existencia, aunque a veces la encontremos insulsa y siempre efímera, valga la pena vivirla tal como es.

    Prefacio de Tomás Cox

    Eminente comunicador y entrevistador chileno

    Como comunicador de radio y televisión he entrevistado a cientos de personas, políticos, científicos, artistas, deportistas, filósofos, en fin, exploradores de distintas áreas de la vida.

    Conocí al médico oncólogo, señor Guido Schiappacasse Cocio, en una conversación televisada. Me impresionó fuertemente su pasión por la medicina y su real y verdadero interés por la literatura y la cultura en general.

    Sin temor a cavilaciones, no es solamente un gran especialista en medicina oncológica y cuidados paliativos, además es un humanista de excepción.

    ¡Y un personaje notable como pocos…!

    Ahora bien, su libro de cuentos Relatos para soñar feliz, es escrito con pluma ágil, diáfana y sutil. En sus páginas explora, en las damas del ayer y de hoy, sus sentimientos, ilusiones, deseos y dones, en el seno de sociedades tan machistas como patriarcales. Reencanta con moralejas de pretéritas leyendas aplicables como guías y enseñanzas, incluso en el mundo de hoy. Y redescubre la importantísima relación entre padres e hijos desde variadas y sorprendentes narraciones.

    Guido Schiappacasse, el autor de estos relatos, sin lugar a dudas cumple su cometido, entreteniéndonos, compenetrándose con nosotros y haciéndonos disfrutar con sus narraciones de forma sin igual.

    ¡Un libro imperdible para mozas y damas, padres e hijos; y jóvenes y no tan jóvenes!

    Tomás Cox

    Viña del Mar, 16 de abril de 2023

    Relatos basados en el alma femenina

    El misterio del árbol de cerezo

    Yohiro, un varón adolescente hecho de saludable madera, como todos los días llevaba a la pradera de fértiles pastizales a apacentar a los bovinos del monasterio. Más tarde, ascendía a la cima de la colina y desde allí observaba a sus reses. Mientras cuidaba a su grupillo de vacas wagyu (dícese del rebaño de bovinos originarios de Japón) con el rabillo de un ojo, con el otro buscaba en su morral su shakuhachi, especie de flauta de bambú con cuatro agujeros en su parte delantera y uno en la trasera. A su instrumento muy bien sabía sacarle las mayores melodías llevándoselo a sus labios y soplando a través de él.

    Los monjes del convento budista lo recibieron hacía dos años, le enseñaron el secreto del arte de esta música y lo emplearon en el cuidado diario de sus sagradas vacas, las que no pueden guisarse en exquisito plato, solo se utilizan para labores agrarias, tal como rezan las enseñanzas del Buda.

    El muchacho se deleitaba con la melodía de su shakuhachi en sonata acompañada del cantar de los melodiosos ruiseñores japoneses, que pareciese ser que le hacían coro con sus voces. También se incorporaba a la orquesta la suave brisa primaveral, la que hacía crujir las ramas de los arbustos en rítmicos compases al son de la flauta.

    El jovenzuelo recordó, por un instante, la primera tocata de su aventura ocurrida dos años atrás. Dejó de soplar su instrumento de noble bambú, se incorporó y miró al horizonte. Desde lo más alto del cerro vio el prado donde rumiaban las wagyu apaciblemente y con total despreocupación, porque el cuchillo del cocinero y el hacha del matadero no eran un problema para ellas.

    Aledaño al pastizal, su vista alcanzó un riachuelo de sinuoso andar, así como fino y delicado oleaje que pareciese ser que se funde en plateado esplendor con la luz y el calor del sol de mediodía.

    Más allá del arroyo pudo observar el hogar de sus religiosos mecenas de enseñanza budista. El sol encandiló su vista, así que con el borde de su mano diestra se tocó el entrecejo protegiéndose de estos inoportunos rayos.

    A continuación, contempló las ruinas de un humilde villorrio, hecho cenizas por el fuego de la guerra insensata del espíritu malicioso del hombre. Esforzó su mirada para así acaparar todo el panorama y poder mirar hasta cerca del mismo borde del firmamento.

    Y aún más hacia el horizonte, los árboles de un bosque misterioso alzaban sus cúpulas a los cielos, todos ellos florecidos en aquella primavera en las tierras del Japón medieval.

    De aquella arboleda, los lugareños decían que era un bosque encantado y por ello nadie ingresaba ni transitaba por aquel lugar. Seres mágicos se narraba que vivían allí y si algún transeúnte hubiere, por descuido o travesura, atravesado por tal lugar, un sortilegio sobre su cabeza pudiere haber pesado, tal vez, el osado y atrevido se convirtiere en renacuajo.

    Hacía un par de años, fue la primera vez que este pastorcillo visitó estas tierras, hasta donde hoy alcanza su mirada en lo más alto del alcor. Al parecer, llegó en mal momento y mala hora a la villa que está más allá del monasterio.

    Los pobres y humildes aldeanos corrían en desaforado griterío levantando el polvo con sus pies descalzos o cubiertos tan solo de sandalias. El sogún Minamoto era gobernador del reino feudal vecino al que Yohiro contemplaba desde la cumbre de su loma; y en nombre del niño emperador títere y no más que aquello, había ordenado a su disciplinado y obediente ejército hacer la guerra y conquistar esas tierras. ¡Estas mismas que el flautista observaba cada vez que subía al altozano!

    —¡Corred! ¡Corred! Ya están aquí los samuráis con sus temibles espadas —gritó con espanto y horror el hombre más anciano de la aldea.

    Acto seguido, su pecho fue atravesado por una flecha con punta de metal ardiente, cayendo al suelo enlodado en un único gemir. El desafortunado encontró la muerte en el siguiente instante.

    —No respetan ni siquiera a los más viejos. Acaso, ¿no tienen honor? —se lamentó el campesino con estoque en mano mientras les hacía frente a las tropas del sogún.

    Su cabeza fue cercenada de un solo y certero golpe de espada.

    —¡No, por favor, no! —gimió la aldeana escondida en el establo y que para su mayor desventura fue hallada por un soldado.

    Mancillada y penetrada con animalidad que solo posee el hombre, aquello ocurrió allí mismo. Luego, su garganta fue cortada por la daga de este lascivo guerrero.

    —¡Es mi hijo, devolvédmelo! —suplicó una madre al comandante de los samuráis, el cual le arrebató a su hijo de, más o menos, doce años.

    El oficial de un solo puñetazo botó a esta mujer al suelo y ordenó que el infante fuese tomado como prisionero de guerra para ser entregado en regalo a su superior. El comandante bien sabía los gustos peculiares del sogún Minamoto. De esa forma podría congraciarse con el poder y tener más regalías en el futuro.

    Al ver esta atrocidad, Yohiro, en mezcla de insensatez, nobleza y coraje, se abalanzó sobre la tropa que jugueteaba y manoseaba al niño arrancado de los brazos de su madre, solo para recibir un brutal golpazo en plena cabeza con la empuñadura de una espada.

    Fue a dar al suelo y su savia se entremezcló con la tierra y el lodo. Los soldados no confirmaron si aún respiraba el valiente e insensato, porque trabajo les quedaba por hacer. Debían ocuparse del pillaje y el hurto de todo valor de la humilde aldea; luego, debían incendiar las pobres moradas hechas de techos de paja seca y paredes de madera. ¡Los guerreros estaban muy entretenidos con su quehacer!

    El ejército se retiró dichoso con las mercancías sustraídas. Y más aún con las aldeanas capturadas y que más tarde convertirían en sus esclavas para todo servicio.

    Yohiro permaneció inconsciente, pero no muerto, porque su cabezota era dura como porfiada madera de leño de árbol grande y robusto. A continuación, se dejó caer el agua de la lluvia, quizá en un intento de lavar las bestialidades recién cometidas y apagar las llamas y los fuegos que todavía danzaban sobre las casas. El mozalbete despertó. Esta llovizna fue recibida por Yohiro como fuente revitalizadora para las raíces de noble árbol.

    Sus pasos se encaminaron sin rumbo fijo, herido en su mollera, tambaleante, sucio y amoratado. Pero, por cosas de la fortuna, encontró, a una legua de distancia, una inmensa puerta cerrada con gruesa tranca de metal por dentro, portería que de ser abierta permitía el ingreso a un monasterio zen.

    —¡Dejadme entrar, estoy herido, auxiliarme, por favor! —suplicó este muchacho golpeando con su firme puño, que por ello parecía un tronco, la recia entrada al recinto. Era cerca del atardecer.

    —No podemos dejarlo ingresar —contestó Yamato, el sacerdote mandamás, a buen resguardo desde el interior del claustro. La

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