Rubor en el convento
Por Atabarrate
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Algo insospechado.
Magdalena Contreras últimamente se vio obligada por diversas circunstancias a cambiar su nombre original, este era ya el tercero. El anterior a este era Sor María Inmaculada, aun en vigor, pero en este lugar sonaba mejor Katia. Rubia y ojos celestes, con aire de extranjera, transmitía esa imagen un tanto exótica. Ella a veces de tanto preguntársele por su origen, supuestamente de algún país allende los Pirineos, donde las chicas eran abiertas y descocadas, se comportaba como tal, y hasta se permitía expresarse con un acento de chica francesa imitando a Marlene, aquella parisina que apareció por el barrio, y que tanto admiraba por su forma tan divertida de comportarse. Ambas tendrían entonces unos quince años.
Atabarrate
Atabarrate nació en Asparrena (Álava) en los años 30. Ha dedicado toda su vida a trabajar como técnico industrial. Siempre le ha interesado la literatura y empezó a escribir en su juventud. Este libro, es su primera novela publicada, se inspira en el erotismo y pretende divertir. En la actualidad reside en su lugar natal.
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Rubor en el convento - Atabarrate
© 2016, Atabarrate
© 2016, megustaescribir
Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: Tapa Blanda 978-8-4911-2596-9
Libro Electrónico 978-8-4911-2595-2
No caeré en la tentación de dedicar a alguien esta obra, relato, panfleto o lo que sea. Lo primero porque no sabría a quién, pero mucho menos a las monjas mancilladas en este escrito, porque no existen, y de existir jamás leerían una cosa así. En cambio, diré que la mayoría de las monjas dedican su vida a fines altruistas. Miles de ellas se encuentran en misiones atendiendo a los más pobres, enfermos o desvalidos. Pierden su salud su juventud y su vida en este cometido. A todas ellas mi reconocimiento y admiración.
Cuando María dijo: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra, se obró en ella la primera inseminación artificial y así quedó a salvo su virginidad a costa de San José, a pesar de que floreció su rama. (Lucas, 1,26-27
Exigimos con todo rigor la castidad a aquellas personas dedicadas al servicio exclusivo del Señor (Monseñor)
Sor Teresa y Sor María Inmaculada vilipendiaron el Tesoro
de su virginidad en una época de vigilancia implacable por la moral del momento, eran demasiado jóvenes y bellas en una ciudad un tanto permisiva, Barcelona. Más tarde ingresaron en la orden, hicieron voto de castidad y fueron manteniéndose fieles a su promesa, pero el destino es imprevisible e implacable.
De pila
Magdalena, como su abuela, su madre y su tía madrina que era meiga, según las malas lenguas.
Es cierto que no solo ella, sino la mayoría de las mujeres de la familia tenían algo de brujas en el sentido más lúdico de la palabra.
Siempre había alguna magdalena en la familia, como la de la Biblia que anduvo siempre entra lo bueno y lo malo.
Nadie sabía de aquella costumbre de bautizar con aquel nombre precisamente a una niña de la familia.
Si alguien les preguntaba por aquella costumbre, la contestación era variopinta.
¿Por qué a la familia nos gustan las magdalenas? ¿Quizás? contestaba la abuela.
Es un nombre muy bonito, le gusta a Moncho, decía la rubia.
Creo que es una costumbre, quizás descendamos de María Magdalena decía la madre. Y se quedaba tan ancha.
De las siete hermanas que conformaban la familia Ferreira, Magdalena era la rubia y Moncho un chaval gracioso y atrevido, su mejor amigo.
Magdalena no se parecía ninguna de sus hermanas, que eran regordetas y morenas. Magdalena espigada, rubia, vivaracha y descarada.
Las malas lenguas culpaban al herrero de aquel raro contraste.
El herrero era un tío fortachón, con barba rubia y cuidada, cualquiera podría imaginar un celta autentico trasplantado allá desde cualquier lugar de la brumosa Irlanda. Pero no, solo hablaba gallego y ni una palabra de otro idioma que no fuera este, pues ni siquiera sirvió en el ejército donde muchos chicos del pueblo aprendían el castellano. Era soltero a sus 36 años, pero nunca le faltó una mujer después de otra, cosa que reventaba al cura del pueblo, el nombre del herrero sonaba una y otra vez en el confesonario, ¿qué otra cosa podía hacer él sino dar la absolución y callar?
Paco el marido de Magdalena madre en cambio, era moreno y taciturno y buen trabajador. Se pasaba la vida cuidando vacas, ordeñando y hasta haciendo quesos, llegaba reventado al catre, no antes de haberse limpiado bien en el abrevadero de las vacas. Magdalena esposa era limpia como los chorros del oro y eso exigía a su esposo, este cumplía cada noche como marido ejemplar, su mujer siempre dispuesta, aunque hubiera querido algo más satisfactorio, pero era lo que había.
Paco, aunque tenía sus dudas sobre aquella Magdalena hija, tan rubia, nunca preguntó a su mujer porqué
de aquello que el siempre sospechó, pero prefirió dejarlo pasar, pues Magdalena, nunca lo desdeñó en la cama y cada noche le hacía olvidar cualquier sospecha y prefería vivir aquellos momentos tan pasionales.
Magdalena hija; aquella cristiana creció como una rapaza cualquiera del pueblo veinte casas y una iglesia bastante frecuentada.
Sin demasiada atención materna, hacia lo de todos los niños del pueblo, unos cuantos por casa.
El cura de la aldea se llamaba José, Don José siempre hablaba gallego y era muy aficionada a colocar cepos en el monte para cualquier bicho que cayera llevárselo vía cazuela a su estómago siempre hambriento, don José era un tío corpulento y bonachón que renqueaba un poco a consecuencia de ser cazador cazado, cuando piso un cepo para jabalí que otro del pueblo lo había colocado, y casi le parte la pierna.
─ La madre que lo parió, ¿quién habrá sido? ¡si no puede ser otro que el cabronazo del herrero¡, ¡Pero de furtivo a furtivo, mejor callar!
Don José el cura, les daba el doctrinario los domingos a la numerosa prole de aquel pueblo después de misa.
Siempre le extrañó a Magdalena aquello del demonio el mundo y la carne, solo lo del demonio, Don José les explicaba, para meterles miedo, lo del mundo le sonaba de algo, pero no sabía por qué era aquello malo y ya lo de la carne la sacaba de quicio, para ella la carne no era tan mala, a veces un poco dura, pero nada más, pero le daba igual, al fin y al cabo, lo que le importaba a sus 12 años era salir corriendo con las demás rapazas a jugar.
Moncho jugaba con ellas, también Pedro y algún chaval más.
A ella le gustaba mucho que se arrimaran los chicos, eran más divertidos y cuando jugaban a esconderse, le gustaba que la descubriese Moncho, ella corría y él la perseguía hasta agarrarla y siempre terminaban los dos en el suelo, esto pasaba cada día y no era casualidad.
Cuando llegaba a casa lo recordaba como una cosa muy agradable, a veces se dormía pensando en él, su cuerpo en estas ocasiones empezaba a despertar a nuevas sensaciones.
Magdalena adolescente se notaba adornada con todos los encantos femeninos que tanto atraían a Moncho.
Los picaros comentarios de Moncho le hacían sentirse tan deseada, que cuando un día la llamó terneriña
, ya no dudo que aquel torito
tarde o temprano la montaría, y así fue.
Cuando aún no tenía 18 años, aquello de la carne que tanto le intrigaba a los doce, cuando Don José se lo decía en la doctrina, Moncho se lo explicó sobre el terreno, así quedó satisfecha su curiosidad y la necesidad de él y de ello.
Cada verano, en agosto, la romería de San Bartolomé era el día grande, un día muy especial, había meriendas y baile, todo el pueblo acudía aquellas campas verdes coronadas por una ermita de piedra bien labrada y milagrosamente conservada. Las chicas con sus mejores galas y mejor devoción, se acercaban a la comunión, el cura las exhortaba a mantenerse puras hasta el matrimonio, como estaba mandado, todas pidieron fuerzas para soportarlo, los mozos al otro lado del pasillo pensaban que lo tendrían difícil, todos menos Moncho.
Magdalena se arrepentía cada vez que se confesaba y hacia propósito de la enmienda, pero sus mejores promesas se desvanecían una y otra vez en cuanto Moncho, cual palomo arrullador, lo sentía junto a su ventana que siempre permanecía abierta para él. Ella trataba de decirle que aquello no estaba bien, pero la frase quedaba diluida entre los labios de aquella boca tan ansiada.
Cuando una noche le dijo, que pensaba marchar a Barcelona para trabajar, ella trató de retenerlo empleando sus argumentos más femeninos, se abrió tantas veces de piernas que al día siguiente estaba destrozada, pero nada sirvió para que Moncho se dejase convencer, aunque eso sí, le prometió que vendría a menudo al pueblo solo por