Luna
Por Anna Nihil
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Un cuento ligero como el viento, cautivador como el mar, maravilloso como la Luna.
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Luna - Anna Nihil
Este libro es una obra de ficción. Los personajes y lugares que se mencionan son invención de la autora y tienen como objetivo aportar autenticidad a la narración. Cualquier similitud con hechos, lugares o personas, vivas o muertas, es absolutamente casual.
Ilustración de la cubierta: Anna Nihil
Dedicado
A quien se distingue
de las masas
por ser especial
La mujer misteriosa
––––––––
Los golpes resonaron fuertes en el portal y los gemidos desgarraron el silencio.
El párroco se despertó sobresaltado. Se levantó deprisa y se puso el hábito. Intentar mantener en todo momento un aspecto pulcro iba con su cargo, era lo que se esperaba de él: debía ser el máximo ejemplo de orden, moralidad y misericordia.
También el ama se despertó. Asustada, al contrario que el párroco no se preocupó de su aspecto —no es que normalmente se ocupara demasiado de él—, se cubrió con una bata de lana y encendió la lámpara de aceite. Antes de correr a abrir a la pobre alma que gritaba desesperada fuera de la iglesia, pasó por delante de la habitación del párroco y dio unos golpes en la puerta para cerciorarse de que él también la hubiera oído.
—¡Padre! —lo llamó después de un par de toques en la madera.
—Sí, ya voy. —Abrió al instante, visiblemente intranquilo y receloso.
Tras el portón de la iglesia había una mujer, eso estaba claro.
El ama iluminó con la lámpara y el párroco deslizó el pesado hierro que hacía de seguro detrás de la puerta.
—¿Qué sucede, hija? —preguntó incluso antes de haber visto el rostro de la mujer.
—¡Está a punto de nacer mi hijo! ¡Estoy sola! ¡Ayudadme! —gritó la desesperada mujer.
Al oír esa respuesta el ama y el párroco casi habrían deseado volver a cerrar el portón.
Ninguno de los dos tenía afinidad con los niños y aún menos con las parturientas. Todos los miércoles, día de catequesis para los niños del pueblo, eran una pesadilla para ambos. El párroco no soportaba sus impertinentes preguntas y el ama detestaba el desorden que solo aquellas pequeñas pestes sabían crear.
Pero el Señor enseña a abrir la puerta a quien lo necesita... Ya se las arreglarían de algún modo.
El párroco intentó consolarse pensando que si ayudar a nacer a un niño fuera tan difícil, nunca habría nacido ninguno. Levantó la mirada hacia el cielo, se santiguó y abrió. Nada más abrir la puerta, extendió el brazo para dar apoyo a la mujer y la invitó a sentarse en uno de los bancos de la iglesia, pero para ella era demasiado incómodo estar ahí sentada. Un fuerte espasmo la impulsó a arrodillarse sobre el reclinatorio. Tenía el rostro desencajado y las manos cruzadas sobre el vientre, como si estuviera a punto de rezar la más sentida de las plegarias.
A la mujer, en realidad, le hubiera gustado tener la libertad de imprecar, pero se contuvo por respeto al lugar en el que estaba, a pesar de que para ella nunca hubiera significado mucho.
El ama se la miró mal, había adivinado sus intenciones, pero era normal, ¿qué podía esperarse de una mujer de mala vida? Bastaba con mirarle la ropa, y además estaba sola a esas horas de la noche... Una antipatía instintiva se apoderó de ella al momento.
El párroco interrumpió sus malos pensamientos, le pidió que trajera almohadas, mantas y todo lo que pudieran necesitar la mujer y la criatura que estaba por llegar. Tenían que improvisar un jergón que fuera cómodo.
El ama obedeció y, con rapidez, fue a coger lo necesario, aunque no pudo evitar resoplar enfadada, pues sabía que le iba a tocar a ella deslomarse durante toda la noche y cargar con toda la responsabilidad.
Resuelta, lo preparó todo, mientras el párroco se limitaba