La colección de los tulipanes negros
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¿Cuál es el peligro de escribir una biografía póstuma de un famoso artista marcial?
En el funeral del maestro de artes marciales Alfred Tang, la viuda le pide a Lucas Vascones, un antiguo alumno, escribir la biografía del maestro fallecido. Le hace entrega de una serie de cajas, con fotos y manuscritos, en las que encontrará el rastro de una mujer en los años 1930 y una libreta con datos de un misionero jesuita que vivió y murió en China en el siglo XVI. Lo que le llevaráa viajar por Asia y Europa.
Juan José Vidal Wood
Juan José Vidal Wood vive hace muchos años en Asia, donde además de trabajar y viajar, practica artes marciales. Su influencia literaria es variada, desde escritores latinoamericanos y americanos, hasta novela negra, como también clásicos de China. Nació en 1975, en Santiago de Chile. Es abogado, con posterioridad estudió mandarín en la Universidad de Wuhan (China) y un MBA en HEC (París).
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La colección de los tulipanes negros - Juan José Vidal Wood
La colección de los tulipanes negros
La colección de los tulipanes negros
Primera edición: 2018
ISBN: 9788417321109
ISBN eBook: 9788417483555
© del texto:
Juan José Vidal Wood
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2018
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Para Ámbar y mi hija Pía, con gran cariño
A mi madre, padre y tío Carlos, gracias por todo
«Nosotros hablamos la lengua nativa del país, estudiamos sus costumbres y leyes, y finalmente, que es lo altamente importante, nos hemos dedicado día y noche a su literatura».
China. Diario del jesuita Mateo Ricci (1583-1610)
«¿Cómo me puedo expresar en forma total y completa? En ese camino, no crearás un estilo, porque un estilo es cristalización. El camino (opuesto al estilo) es un proceso continuo de crecimiento».
Comentarios de Bruce Lee en el camino marcial
«—Todo hijo de puta precisa de una biografía, el género más mentiroso de todo el catálogo —sentenció Mataix».
El laberinto de los espíritus de Carlos Ruiz Zafón
Agradecimientos
Quisiera dar las gracias a todas las personas que me apoyaron mientras escribía este libro y que me dieron sus comentarios de los primeros borradores. Animándome para seguir adelante.
A mi esposa, Ámbar, quien con mucha paciencia tuvo que escucharme por años, con mis cambios de historias y personajes, dándome siempre sugerencias. Sin duda, ha resultado una buena editora. Ella, junto a Carolina Varas, fueron las directoras de arte para desarrollar diferentes borradores de la portada, tarea que no fue fácil, entregando ideas y distintas alternativas de diseño. Además de hacer una sesión de fotos que, pese a mi falta de experiencia y nerviosismo, lograron dar con algunas fotos razonables para este libro.
A mi madre, padre, tío Carlos y mis hermanos, Fernanda y Matías, y a toda la familia que siempre estuvo presente y apoyando.
A tantos amigos que se tomaron el tiempo de leer algunos capítulos, el borrador, o dar su opinión en las posibles opciones de portadas; gracias por su honestidad y por el tiempo que se tomaron: Rodrigo Aranda, Christian Bar, Ignacio Correa, Juan Pablo Cuevas, Jesper Hedner, Marie Louise Lucas, Nicolás Hapke, María Awad, Cristian Zuleta, Daniela Varas, Hans Lesser y Christian Hernández. Creo que estoy dejando a personas fuera de la lista, les pido disculpas. Ya saben que mi memoria no es óptima. Por eso adquirí la costumbre diaria de comer pasas.
Por último, quisiera agradecer al profesor XX —me pidió que no diera su nombre—, por compartir conmigo su conocimiento en la historia de Asia y, sobre todo, por contarme su propia experiencia de vida, buscando ciertos manuscritos perdidos del siglo XVI. Que, pese a todo los obstáculos, él sigue buscando y creyendo que podrá encontrarlos a la vuelta de la esquina.
Juan José Vidal Wood
Abril 2018. Shanghái (China)
China
1
Mi tic nervioso de abrir y cerrar la boca se agudizó cuando la viuda de mi antiguo maestro de artes marciales me pidió que escribiera una biografía sobre él. Me lo pidió de forma directa, sin preámbulos, cuando llegué a su casa en Kunming, la capital de la provincia de Yunnan. Yo estaba con la guardia baja, por eso acepté. Pero si hubiera sabido todos los problemas en los que me iba a meter, habría rechazado la propuesta de forma educada.
La viuda me entregó una serie de cajas, papeles y libros que me ayudarían a inspirarme y a escribir esta obra que, como me dijo ella, debería sobrevivir al paso del tiempo e inspirar a las nuevas generaciones de artistas marciales. En mi interior sabía que yo no era el hombre indicado para esto. La verdad es que la última vez que vi al maestro Alfred Tang fue hace más de diez años, pero la viuda insistía en que confiaba en mí. Su idea era que en doce meses le llevara el primer borrador.
Encontraron el cuerpo del maestro Alfred Tang —ese era su nombre inglés, su nombre chino era Tang De— en un cerro donde él iba regularmente a caminar. Al parecer, murió de un ataque al corazón. El único detalle extraño fue el tulipán negro que este tenía en la mano derecha. Una flor poco común en la región de Yunnan. Su funeral ha sido el único en que he participado en todo este tiempo desde que vivo en Asia. Tuve que preguntar a varias personas cuál era la ropa adecuada para asistir. En Chile —mi país— uno puede ir tranquilo con una traje azul marino o negro, más camisa blanca y corbata oscura; está dentro de lo socialmente aceptado.
Pregunté a varios colegas chinos que trabajan conmigo en Shanghái, también lo hice con algunos clientes con los que tenía confianza: «¿Cuál es la ropa adecuada para asistir a un funeral en China?».
La pregunta los descolocaba, porque la muerte no es algo de lo que les guste conversar, hay algo de superstición; si se piensa en la muerte, puede pasar algo negativo a alguien de tu familia. Cada uno me dio sus consejos de vestimenta. En resumen, las opciones eran las siguientes: a) ropa que uso diariamente, b) short y camisa de manga corta —porque en el sur hace calor—, c) traje de seda tradicional, de color blanco con botones dorados, y d) jean de buena marca, zapatillas y polo.
Sé que al maestro Tang le hubiese encantado que todos asistiéramos a su funeral con nuestras ropas de entrenamiento. Siempre, cuando íbamos a comer a algún restaurant, todos sus estudiantes, no importando la antigüedad, usábamos nuestros cinturones. Finalmente, decidí llevar un traje color negro, zapatos del mismo color y camisa blanca.
El funeral fue en su casa, que quedaba en un cerro rodeado de árboles. Como era julio, hacía bastante calor, unos 34°.
Yo era el único extranjero, mejor dicho, el único occidental; reconocí algunos estudiantes de las escuelas de Malasia y Tailandia de la época cuando yo entrenaba. Algunos hombres fumaban un tabaco de olor fuerte, uno de ellos me ofreció un cigarro, le dije en mandarín «no, gracias», porque me gustaba hacer deporte. Este se me quedó mirando extrañamente, probablemente, pensando «qué raros son estos extranjeros», porque en una situación como esta el fumar estaba dentro de las reglas para poder socializar.
La señora Tang me dio algunos inciensos. El cuerpo del maestro estaba en un ataúd oscuro, a unos tres metros de distancia había dos cojines que servían para arrodillarse; alguien me prendió los inciensos, me arrodillé y comencé a inclinarme en señal de respeto. Mis dos manos tenían los palos de incienso y me los acerqué a la frente. Traté de aguantar la respiración, pero de golpe desde mi garganta, salió expulsado con violencia el sonido de un hipo. Traté de no respirar, contando hasta quince, pero no hubo caso; al llegar a diez, otro hipo me hizo perder la cuenta. Pese a todo, intenté mantener la dignidad y me incliné tres veces como me dijeron que era lo tradicional. Cerca del ataúd había un gran recipiente de hierro que tenía arena en el fondo, me levanté y enterré en ese recipiente los palos de incienso para que se siguieran quemando. Había cientos de restos de otros palos de inciensos ya quemados. El olor era fuerte.
Me incorporé y me dirigí frente al ataúd, otro hipo salió de mi garganta, esta vez no hizo ruido alguno. Pude ver la cara del maestro, nunca le dije por qué dejé de entrenar tai chi chuan y kung-fu tradicional. Simplemente, nunca más lo llamé y tampoco volví a su casa. Sé que preguntó por mí a algunos de sus alumnos, pero la verdad es que nunca tuve el coraje de decirle que no creía en lo que estaba haciendo. La práctica de artes marciales tradicionales sirvió durante cientos de años, pero en pleno siglo XXI había que hacer cambios. Muchas técnicas estaban obsoletas, ya no servían. Durante años entrené cada día, haciendo las diferentes formas, técnicas que nos enseñaba el maestro Tang, pero cuando le pregunté si en una situación real me podría defender, él se enojó conmigo. Me dijo que debía tener confianza y no preguntar, solamente, aceptar.
—Todo va a venir cuando te enfrentes a un enemigo —solía decir.
En esa época yo vivía en Chongqing y estudiaba mandarín en una de las universidades de la ciudad. Una noche, estábamos despidiendo a Claudio, un amigo colombiano que era seminarista católico —aunque oficialmente estaba como instructor de fútbol en un colegio—. Se iba a Estados Unidos para ordenarse como sacerdote.
En el bar, algunos amigos estábamos celebrando la partida de nuestro futuro sacerdote. Para lo cual teníamos varias botellas de ron porque Claudio amaba el ron. Como él mismo decía: «La Biblia se lee mejor junto a una copita de ron puro». Al bar llegaron muchos amigos y conocidos de él. Era tarde y habíamos tomado bastante. Una persona de la mesa de al lado se levantó y se acercó a nuestra mesa. Él estaba borracho. Nos preguntó de qué país éramos. No sé por qué razón, cada uno comenzó a decir países diferentes al que realmente proveníamos. Creo que yo dije México. No recuerdo bien. Era todo una broma, nosotros nos reíamos. El borracho, definitivamente, no había captado el juego. Seguía preguntando a cada uno de nosotros de dónde veníamos. Hasta que Giovanna, que tenía pelo castaño y ojos muy verdes, originalmente del norte de Italia, dijo que era japonesa. La cara del borracho cambió; comenzó a insultarla. No se le entendía mucho, pero habló de la matanza de Nanjing y la invasión de los japoneses a China. De un momento a otro, se fue contra ella y trató de golpearla. Yo estaba sentado al lado de ella, por lo que pude detener el brazo del borracho y lo empujé. La mesa donde él estaba sentado se levantó y comenzaron a arrojarnos vasos y botellas. Todo pasó muy rápido. Mientras tratábamos de escapar, un hombre que estaba en esa mesa se puso frente a mí y trató de golpearme. El movimiento no fue rápido —gracias a lo que había tomado—, en ese momento, esperé la energía mágica que debía venir de alguna parte, la que me ayudaría a defenderme. Nada llegó. El cosmos tampoco se abrió en mi favor. Simplemente, usé lo que había aprendido a los dieciséis años en mis primeras clases de karate. Patada circular, dos golpes de puño, patada frontal, dos golpes de puño. Eso nos dio tiempo de salir del bar con mi amigo colombiano, correr y tomar el primer taxi que encontramos. Los demás del grupo ya estaban en otros taxis.
Ya seguros en el campus de la universidad, el novio de Giovanna, un sueco grande, me fue a encarar.
—¡Ustedes, los latinos, son tan violentos! En Suecia tenemos muchos problemas con los asilados políticos; y los chilenos que llegaron han robado y siempre están con los grupos negativos.
—¿Hubieras preferido que golpearan a tu novia? —le pregunté.
—Yo no vi ese supuesto golpe, fue tu interpretación, me parece que eras tú quien quería pelear y pavonearte ante ella —dijo él.
Mi amigo alemán, que estaba escuchando toda la conversación, no encontró nada mejor que tomarme del codo y decirme que la violencia no conduce a nada, que podríamos haber arreglado el problema conversando.
—Pero si nos estaban lanzando vasos y botellas, solo traté de defender a Giovanna y, de paso, mi pellejo; nos hubieran molido a golpes y botellazos. Esta conversación la podríamos tener en el hospital con un par de dientes quebrados. ¿Pero saben qué más?, ¡váyanse a la mierda ustedes dos! —lo dije en español, porque encuentro que uno debe decir este tipo de palabras en el idioma materno. Hay más fuerza y seguridad cuando se pronuncian.
Al sueco lo vi un par de veces más, desde lejos, ni siquiera nos saludamos.
Después de ese incidente, volví a ver —por última vez— al maestro Tang, le comenté lo que me había pasado y, simplemente, me miró sorprendido porque no había ocupado la defensa energética, o del Qi, o alguna de las técnicas milenarias que entrenábamos. Fue un balde de agua fría con el que desperté, pude mirar a los demás instructores y alumnos, y ver que los cinturones no eran puestos a prueba, vivíamos en una práctica teórica, sin verdaderos combates, sin una resistencia real de un oponente.
Me costó tiempo darme cuenta de que el maestro era un hombre como cualquier otro. Durante años lo idolatré, lo tenía en un pedestal. Pero fue su ego lo que no le permitió cambiar lo que estaba enseñando. Tenía varias escuelas en muchos países, el negocio funcionaba, los alumnos pagaban, él era famoso, entonces, ¿para qué cambiar?
Su cuerpo estaba cubierto por un gran paño de seda blanco. Su cara estaba muy blanca por el maquillaje, sus labios estaban pintados con un rojo pálido, las pestañas también habían sido retocadas, su pelo estaba perfectamente peinado. Un nuevo hipo interrumpió mis recuerdos, recordé la fórmula de mi abuela para tratar los hipos, decía que había que tomar un vaso de limón puro con algo de miel. Me acerqué a la viuda y con voz muy seria y respetuosa le pedí un vaso de limón.
2
Esa noche me quedé a dormir en la casa de los Tang. La ceremonia de cremación iba a comenzar temprano al día siguiente. La hija de la viuda me contó que había llegado un monje budista, quien era conocedor del proceso de la cremación. Según el confucionismo, la cremación estaba prohibida, pero su uso en China se extendió con la llegada del comunismo a partir de 1949. Por un tema, sobre todo, de salubridad pública.
El monje, junto a dos de sus ayudantes, armó una pira de maderas muy bien cortadas, cada una del mismo largo. La forma de poner las maderas fue conformando una estructura donde se iba a depositar el cuerpo del maestro.