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Rosas del sur
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Libro electrónico461 páginas5 horas

Rosas del sur

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«SE PUEDE LLEGAR HASTA EL BORDE DEL ABISMO, PERO SALTAR ES OTRA COSA».

Nadie puede detener a quien quiere recuperar lo que es suyo, volver a ser lo que era.

Rosas del sur es una novela en la que Valentina y la Trini, bellas y decididas, aceptan, una vez más, interpretar un papel brillante y peligroso en una misión llena de trampas que puede acabar con sus vidas, un submundo criminal donde ellas, las Rosas, tienen puntiagudas espinas.

Esta historia, trepidante, llena de emoción en cada página, sucede en el cálido sur donde la amistad, sexo y violencia son los tres ingredientes de la novela.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 jul 2020
ISBN9788418203893
Rosas del sur
Autor

Jano Vlasco

Jano Vlasco es el pseudónimo de José Blasco Blasco. Nació y pasó los primeros años de su vida en Ademuz (Valencia). Más tarde, emigró a Barcelona donde se graduó como técnico publicitario; se especializó en guiones de televisión para, finalmente, terminar como productor y realizador de numerosas campañas publicitarias.

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    Rosas del sur - Jano Vlasco

    1

    La mañana de primavera, luminosa.

    El sol intenso, amarillo.

    El mar azul, calmado, amigo.

    Bajo el árbol de las lilas en plena floración, envuelta en el manto protector de su fragancia, Valentina desayunaba café turco, tostadas de pan integral de centeno, mantequilla artesana de Bretaña y mermelada de frambuesa, roja como la llamativa túnica Hermès que aquella mañana había seleccionado entre blancos, azules y morados del vestidor.

    A punto de finalizar el desayuno, la nerviosa voz de la doncella, una rubicunda y enérgica bretona como la mantequilla, la interrumpió:

    —Señora, ¡una llamada urgente de su esposo! —exclamó al llegar a su altura.

    —No es mi esposo, Joséphine. Te lo he repetido un montón de veces —dijo incorporándose y caminando deprisa hacia la casa.

    —Entonces, ¿qué es? ¿Cómo tengo que llamarle? —preguntó acelerando el paso tras ella.

    —Erkan, efendi, señor, lo que quieras.

    La doncella negó con la cabeza sin llegar a entender aquella modernidad en que la señora no era la esposa y el señor no era el marido, tampoco la querida y él el amante de turno: un lío gordo que la práctica cabeza de Joséphine no asimilaba.

    —Amigos viviendo juntos, ¡bah! Es más complicado que hacer una bullabesa sin pescado —dijo para sí misma cuando ya Valentina cogía el teléfono.

    —¿Qué sucede? —preguntó como saludo.

    Al otro lado, la voz concisa, grave de Erkan.

    —Han asesinado a Salim y a Omar. Soras está gravemente herido. Una emboscada de los Galliano en la playa de Tarifa.

    Valentina cerró los ojos. Otra vez aquellos malditos hermanos.

    —¿Dónde estás? —preguntó por fin.

    —En Tánger. Necesito que vayas a Sevilla a la mayor urgencia posible.

    —¿A Sevilla? —repitió dudando.

    —Sí. Has oído bien. Me reuniré allí contigo. No te alojes en casa de tu amiga y cámbiate el color del pelo, ya sabes, por ese rubio que tanto me gusta.

    —¿Thérèse Pascal?

    —Sí. No vayas a la peluquería de siempre. Ve a una donde no te conozcan.

    —Entiendo.

    —¿Valentina?

    —Sí.

    —Recuerda que tu expediente puede estar olvidado en el fondo de un archivo, pero no te confíes. El Padrino está muerto y, a pesar de su influencia con el todopoderoso, hay quien te quiere muerta.

    —¿Aquella mujer? —preguntó con el pensamiento puesto en la odiosa amante de Martín.

    —Entre otros. Ella, al fin y al cabo, solo era un juguete manipulado por gente poderosa, su marido entre otros.

    —Ese pasaporte es un peligro, Erkan —sugirió Valentina—. En Tánger descubrieron mi falsa identidad.

    —No lo había pensado. Ve al bistró de Trevanian. Cuando llegues, ya habré hablado con él.

    —¿Trevanian? —preguntó extrañada.

    —Sí. En otro tiempo no fue cocinero, precisamente. En cualquier caso, y si él no habla, no le preguntes.

    —¿Las fotografías, el nombre? —inquirió de nuevo.

    —Él te dirá dónde tienes que ir. En cuanto al nombre, sigue sus instrucciones. Sé discreta.

    —¿Cómo me localizarás?

    —Cuando llegues, llama a tu amiga y dile en qué hotel te alojas. Pero no la veas, nadie os tiene que ver juntas —insistió—. Me pondré en contacto con ella, tengo su teléfono.

    —¿Cuándo llegarás?

    —No sé exactamente, pero no antes de una semana.

    —¿Lo de Soras?

    —Dentro de la gravedad, los médicos dicen que vivirá.

    —¿Y Nazhar?

    —Furiosa como una cobra.

    —Imagino.

    —Pretendía ir ella sola a Gibraltar y cargarse a los Galliano.

    —¿Habría sido capaz?

    —La conoces igual que yo. Tengo que colgar.

    —¿Eso es todo?

    —De momento.

    —¿Estás en peligro?

    —Todos lo estamos. Esto solo acaba de empezar.

    —Lo siento. Tenía que haber dejado que acabases con ellos. Es culpa mía.

    —Olvídalo.

    Tres horas más tarde, una atractiva rubia salía de una peluquería del centro de Niza. Se alejó en dirección al bulevar Gambetta esquina Víctor Hugo en busca de un lujoso descapotable, para seguidamente dirigirse a la Vieille Ville.

    A la una del mediodía, el pequeño y famoso bistró de Trevanian, en la ciudad vieja, estaba lleno. La elegante rubia que entró protegida por unas gafas oscuras se detuvo en la misma puerta buscando con la mirada. Trevanian, al fondo del restaurante, junto al pasillo que conducía a la cocina, le saludó con la mano en alto, señaló una pequeña mesa reservada próxima a una puerta con el letrero de «Prive», y segundos más tarde estaban sentados los dos.

    —¿Te apetece una copa de vino? —fueron sus primeras palabras.

    —¿Me acompañas?

    —Encantado.

    —Blanco —sugirió Valentina.

    —Tengo un Riesling de Alsacia que te encantará.

    —Confío en tu buen gusto.

    Trevanian llamó a uno de los camareros y, tras ordenar el vino, la observó fijamente. Asintió con la cabeza y continuó hablando.

    —Veo que has cambiado el color de tu pelo.

    —No es la primera vez.

    —Me gustas más con el pelo negro.

    —Debe de ser por tu origen italiano. En cambio, aquí ya ves. —Señaló las mesas donde la mayoría de las chicas eran rubias, castaño claro y, como máximo, trigueñas.

    —No importa. Estás igual de guapa.

    Valentina sonrió. Ya estaba acostumbrada al familiar galanteo de Trevanian.

    —Eres el único hombre del que Erkan no siente celos.

    —Soy viejo y sabe que soy de fiar.

    —No eres viejo.

    —¿Lo dices porque no tengo canas?

    Valentina sonrió.

    —Eres un hombre guapo y presumido —dijo con franca admiración en alusión a su físico y a la chaqueta roja que llevaba con elegante naturalidad.

    —Quizás lo fui, pero este —se llevó la mano al corazón— lo tengo viejo.

    —Las dos chicas que hay sentadas junto a la ventana no deben de opinar lo mismo —observó Valentina con un femenino gesto de la cabeza—. No dejan de mirar.

    —Sienten curiosidad por saber quién eres.

    —¿Solo curiosidad?

    Trevanian sonrió.

    —Eres una buena observadora.

    —Mujer, querrás decir.

    —¿Has hablado con él? —dijo de pronto cambiando el giro de la conversación.

    —Sí.

    —¿Te ha contado…?

    —Lo más importante.

    —Bien, a lo nuestro. —Se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacó un sobre en blanco y se lo entregó—. Dentro encontrarás el nombre y la dirección del fotógrafo, está cerca de aquí —agregó—, y todo lo que tienes que saber de tu nueva identidad y quién eres. Espera allí. Revelará las fotografías y las traes.

    —¿Y si hace preguntas?

    —Es un tipo discreto, aunque puede que le salten los plomos al verte. Tú ni caso —continuó sin dejar de controlar la entrada del bistró.

    —¿El color de mis ojos?

    —Tiene experiencia con esos detalles.

    —¿Y sobre mi nueva identidad?

    —Completamente segura. Es la de mi mujer, y murió lejos de aquí.

    —No sabía que estabas casado.

    —Asesinada —murmuró bajando la vista.

    —Lo siento.

    —Sucedió hace tiempo. Era yo quien tenía que morir, y no ella.

    —¿Tu mujer era italiana?

    —Sus padres, franceses, pero ella nació en Córcega, morena como tú antes de tu cambio. Ahora vete, el fotógrafo te espera.

    El brusco cambio le sorprendió. Trevanian tenía la mirada fija en el fondo del vino que quedaba en su copa. «Quizás allí —pensó Valentina— contemplaba una vez más la imagen de su mujer».

    Algo en su interior la llevó a preguntar:

    —¿La amabas?

    —Era lo más importante de mi vida.

    Valentina calló. Le habría gustado preguntarle más cosas, cosas que la ayudasen a comprender el distanciamiento que poco a poco se abría entre ella y Erkan, pero entendió que aquel terreno era muy personal para entremeterse y forzarle a respuestas que, con toda seguridad, no deseaba.

    Dejó la copa a medio beber, se incorporó y, a punto de dar media vuelta, preguntó:

    —¿Desde cuándo conoces a Erkan?

    —¿No te lo ha contado él?

    —Ya le conoces. Habla poco.

    «Y cada vez menos», estuvo a punto de decirle.

    El rostro romano de Trevanian, sin ser un Marco Antonio, bien parecido, aunque viejo, según él, asintió.

    —Digamos que nos hacemos «pequeños» favores. Antes más que ahora.

    —Entiendo.

    Dos horas más tarde, Valentina estaba de regreso con tres copias fotográficas. Trevanian las miró con atención, levantó la cabeza para compararlas con la imagen real y finalmente asintió.

    —¿Has visto tus ojos?

    —Sí. Me ha puesto unas gotas.

    —Un buen trabajo. Ahora son más grises, azules quizás.

    —Quedan mejor con el rubio.

    —Vuelve mañana sobre las dos. Entretanto, no te muevas de casa, por si surge algún problema.

    —¿Problema?

    —Me refiero al nuevo pasaporte —dijo.

    —Ya. Y por supuesto, nada de visitas de desconocidos —respondió en el mismo tono.

    —Cuando empieza una guerra, nunca sabes qué puede pasar.

    —Creía que Niza era una ciudad segura.

    —Yo no he dicho que no lo sea.

    —Comprendo. Gracias de nuevo.

    —¿Cuándo vas a viajar?

    —Pensaba irme mañana. En el avión a Barcelona de las cuatro.

    —Imposible. Quiero revisar con calma el pasaporte. Pasado mañana.

    —Como tú digas.

    A punto de separarse, Trevanian añadió:

    —Erkan no debería mezclarte en esto.

    —No es la primera vez.

    —Siempre hay una primera y última vez.

    —¿Lo dices por ti?

    —Por mí, por ti, por él.

    —¿Habrías preferido morir tú? —preguntó sabiendo de antemano la respuesta.

    —Pregúntale a Erkan. Si te quiere como yo quería a Pauline, te dará la respuesta. —Bajó la mirada y sus rasgos, rotundos, cambiaron súbitamente.

    Ella entendió el mensaje, esbozó media sonrisa y, con aquellas palabras, se separaron: él al interior del restaurante, Valentina en dirección a la salida, seguida por la curiosa mirada de las dos chicas sentadas junto a la ventana que, a la vista del tiempo transcurrido, parecían dispuestas a permanecer allí hasta que Trevanian echase al último cliente, un detalle que no le sorprendió.

    «Puede que Trevanian tenga el corazón viejo, pero estas dos no opinan lo mismo», pensó al cruzar cerca de su mesa dedicándoles una diablesca mirada antes de desaparecer.

    Dos días después, a las dos de la tarde, la atractiva Pauline Renault se dirigió al aeropuerto, mirando de cuando en cuando por el retrovisor.

    Llegó con el tiempo justo para retirar la tarjeta de embarque, pasar el control de pasaportes, añadir un sello más a los que llevaba, falsos, y embarcar en el vuelo de Iberia a Barcelona-Sevilla.

    Debería estar hecha un manojo de nervios, pero sorprendentemente no sentía el menor temor de regresar a España. Es más, tras los últimos años disfrutando de la apacible y monótona vida de Niza, un cosquilleo nervioso le recorría el cuerpo. El peligro de ser reconocida existía, eso no debía olvidarlo, y recuperar la seguridad en sí misma era primordial. Erkan no era la clase de hombre que llamaba por llamar, la necesitaba.

    Acomodada en la clase turista, pidió a la auxiliar de vuelo papel y un sobre. Con el avión prácticamente vacío, sentada junto a la ventanilla, contempló un pequeño valle verde que discurría entre escarpadas sierras y su imaginación la transportó a un lugar lejano y querido, al olor de un bizcocho recién hecho y una taza de leche caliente, una enorme cama con sábanas que olían a manzana, una chica morena metiéndose con sus pechos, flácidos y agotados de la larga fuga, y un vestido gris con puntillas blancas en los puños. «Ah, Sara —pensó—. Cuánto tiempo ha pasado y qué lejos he estado de ti».

    Media hora más tarde, había escrito una larga carta, la metió en el sobre y la guardó a la espera de llegar a Barcelona y aprovechar la conexión para enviársela.

    2

    Anochecía cuando los dos coches cruzaron el control de la frontera entre Gibraltar y España en dirección a Algeciras. Uno ocupado por los dos guardaespaldas asignados en contra de su voluntad por Peter, y el otro por Alfonso Galliano con el conductor.

    La frontera, por llamarla de alguna manera, entre el territorio español y la colonia de Gibraltar, insignificante y con tan solo unos pocos metros entre españoles y «otros españoles» con etiqueta inglesa, solo servía para mirarse con hostilidad. Porque de todos era sabido que el mayor enemigo de un español es otro español. Ni francés, ni alemán, ni ruso ni marciano. «Si hay que darle al mono, que sea español».

    Alfonso, repantingado en el asiento trasero, solo pensaba en celebrarlo por todo lo alto. Su cerebro, cuadriculado y obtuso, era un hervidero de pensamientos que se pisaban unos a otros con las únicas imágenes presentes en su cabeza de venganza, muerte y sexo. Una película mental que se reflejaba en el brillo de sus ojos, en la boca torcida en una mueca-sonrisa y una especie de fuego interior que le hacía sentir poco menos que inmortal.

    Por fin, Peter le había hecho caso y ahora, con dos muertos y el hijo de puta grandullón a punto de espicharla, culminaba la emboscada que se había llevado al otro barrio a aquellos marroquíes que olían a mierda de camello, y encima el «regalito» de la valiosa mercancía abandonado en la playa.

    —¡Un diez, joder! ¡Un diez! —exclamó interiormente.

    Y como premio, qué mejor que celebrarlo con un buen par de putones; comer jamón jamón, y no aquella cosa que los rosbifs ingleses llamaban jamón de York; follar como un semental, y ponerse ciego con la mejor manzanilla. Involuntariamente, él mismo se palmeó la pierna con regocijo y su pesada cabeza asintió un par de veces.

    Con las luces de Algeciras a la vista, la voz del conductor rompió el hilo de su película mental:

    —Hay un furgón que nos sigue desde que hemos pasado la raya. No gana ni pierde terreno, se mantiene a la misma distancia.

    —¿Y esos de atrás qué hacen?

    —Supongo que vigilan.

    —¿Estás seguro de que nos sigue a nosotros o es una más de tus jodidas manías? —dijo girando la cabeza para ver la oscura silueta del furgón en el instante que se desviaba en un cruce y desaparecía de su vista.

    —Falsa alarma —dijo el conductor.

    —Tú y tus manías. Mira hacia adelante y acelera —continuó Alfonso en tono burlón.

    —Vale, jefe, pero ya sabe las órdenes de su hermano. Nos jugamos las pelotas.

    —¡Mi hermano!, ¡mi hermano! ¡Qué coño pinta aquí, eh! ¡Aquí mando yo! —masculló—, ¡así que espabila o seré yo quien te corte los huevos!

    El conductor optó por callar pensando que Peter era un soplapollas, amenazaba y nada más, pero Alfonso era irracional, peligroso: primero te cortaba los huevos y después preguntaba.

    Entretanto, el furgón que supuestamente les seguía, una vez que salió de la carretera general, se detuvo junto a un coche aparcado a pocos metros del cruce, con las luces apagadas y el motor en marcha.

    Rápidamente, Mehmet salió del furgón y se instaló en el asiento delantero junto a Santos, que arrancó velozmente para incorporarse a la carretera general. En el breve intervalo de desaparecer y volver a reaparecer, todavía podían ver las luces traseras de los dos coches.

    —Cuatro hombres en total, incluido el Galliano. Dos en el primer coche y él en el segundo con el conductor —continuó Mehmet sin volver la cabeza, con la vista clavada en la silueta de los dos coches perseguidos.

    En el asiento trasero, Erkan ordenó a Santos, llegado a toda prisa desde Madrid:

    —No te acerques demasiado, pero tampoco los pierdas.

    —Jefe, no pensará…

    Santos dejó la frase a medias.

    —No. Solo vamos a ver qué hace.

    Minutos más tarde los dos coches perseguidos, en lugar de entrar en la ciudad, se desviaron en dirección a una avenida que bordeaba el mar.

    —Se desvían en dirección al puerto, y por ahí lo único que hay es el Reina Cristina —comentó Santos.

    —Eso es mucho lujo para Alfonso —añadió Erkan pensando que la cosa cambiaría si fuera Peter.

    —Santos, tú conoces esto. ¿A qué otro sitio puede ir? —preguntó Mehmet.

    —Por aquí no hay nada. Me da que van directos al hotel. —Tras reflexionar unos segundos, exclamó—: ¡Ese hijo de puta se lo monta bien!

    Erkan intercambió una mirada con Mehmet pensando que, mientras Alfonso iba a disfrutar de un fin de semana completo, dos de sus hombres estaban muertos y Soras gravemente herido con cuatro impactos de bala que milagrosamente no acabaron con su vida. Y el culpable era él, pero ¿acaso servía de algo lamentarse? No. Si pretendía calmar su conciencia, ese no era el camino. Tenía que buscar la causa de aquel fracaso y otros pasados por alto en la buena vida que llevaba en su refugio de Niza, junto a Valentina, lejos del peligro. Esa era la causa, y no otra, la que le había ablandado, relajado como un intocable millonario, y ahí estaban las consecuencias.

    —Giran en la plaza. Van directos al hotel —anunció Santos reduciendo la velocidad.

    —Si se detienen, pasa de largo y aparca lejos de la entrada —le ordenó Erkan.

    Tal como pronosticó Santos, los dos coches se detuvieron en la misma entrada del hotel, descendieron Los dos guardaespaldas seguidos por Alfonso, al que prácticamente rodearon, y segundos después habían desaparecido en el interior.

    —Están organizados —dijo Mehmet.

    —¿Qué harías tú en su lugar? —preguntó Erkan.

    —Me lo pensaría dos veces antes de salir de casa y andar de juerga.

    —Eso es lo que hace su hermano. Lo que no sabe es cuándo iremos a por ellos, especialmente Alfonso —respondió con helada indiferencia.

    —No me conocen. ¿Qué tal si me alojo en el hotel? —sugirió Mehmet.

    —No. Es peligroso.

    —Necesitamos saber qué hace, cómo se mueve él y sus hombres —insistió Mehmet.

    Tras unos segundos en los que pareció que Erkan dudaba, por fin dijo:

    —No corras riesgos. No es el momento.

    —Lejos de él, efendi.

    —De acuerdo. Mañana a las diez te recogeremos aquí mismo. Y ahora vamos al centro. Llegarás en taxi.

    —Mejor sobre las doce, así podré ver qué hacen o adónde van.

    —Bien, pero recuerda lo que te he dicho.

    Poco después, un taxi se detuvo frente a la entrada del hotel. De él descendió un hombre sin equipaje que observó con atención la entrada y la fachada del hotel. El portero le dedicó una ligera reverencia, empujó la puerta y segundos más tarde Mehmet estaba frente a recepción, reservó una habitación y directamente se dirigió al restaurante, miró a izquierda y derecha sin localizar a Alfonso y, tras encargar una suculenta cena, se dispuso a esperar.

    Todavía no le habían servido el primer plato, cuando la mayoría de las miradas de los comensales convergieron sobre la figura tosca, cuadrada de Alfonso entrando al restaurante acompañado por dos llamativas pindongas como si fuera un dios del Olimpo.

    —Ese es el postre —susurró para sí Mehmet levantando la mano para llamar la atención de uno de los camareros, un hombre de mediana edad, bien plantado y elegante actitud con los clientes.

    —¿Le falta algo, señor?

    —No, todo está bien. Quería preguntarle si lleva mucho tiempo trabajando aquí.

    —Un porrón de años, señor.

    —Si le compromete, no responda, pero ¿quién es ese individuo que acaba de entrar con esas bellezas?

    —Es un buen cliente del hotel, señor. En cuanto a esas bellezas…, qué quiere que le diga.

    —Parece importante y, por lo que veo, bien acompañado.

    —Es don Alfonso Galliano, de Gibraltar. Viene a menudo —dijo con discreción.

    —Pensaba que era un jeque árabe. Lo digo por las chicas —bromeó Mehmet.

    —No haga caso, cambia a menudo.

    —¿Profesionales?

    —Justo lo que el señor dice.

    Mehmet asintió con una amistosa sonrisa.

    —El dinero puede con todo, ¿eh?

    —Con él se pueden comprar muchas cosas —dijo con gesto expresivo el camarero.

    —¿Chicas dispuestas a todo?

    —Complacientes a cambio de regalos, ya me entiende. No es la primera vez que vienen.

    —Un hombre con suerte —insinuó Mehmet.

    —Con dinero, mucho dinero —matizó sutilmente—. Ahora si me disculpa, voy a atender otras mesas.

    —Sí, sí, por supuesto.

    El camarero se retiró.

    Mehmet acabó de cenar. La mesa de Alfonso Galliano era un exceso de comida y bebida, que tanto él como las dos chicas celebraban con risas y chabacanos comentarios en voz alta que atraían la mirada crítica del resto de los comensales. Observó a las chicas con fijeza para recordar sus caras y, al disponerse a abandonar el restaurante, llamó por última vez al camarero, al que discretamente le dio un par de billetes.

    —Estoy alojado en el hotel. Ha sido muy amable.

    —Es parte de mi trabajo, señor.

    —Por cierto, ¿sabe dónde trabajan esas chicas? Es que, verá, soy capitán de barco, llevo mucho tiempo navegando y un hombre…, ya me entiende.

    El camarero asintió con una mirada inteligente en tanto preguntaba:

    —¿Cuál es el número de su habitación, señor?

    —220, en el segundo piso.

    —Más tarde le facilitaré una dirección. Por favor, sea discreto.

    —¿Solo una?

    —Es la mejor, de toda confianza.

    —¿Esas dos chicas…? —dejó la pregunta a medias.

    —Trabajan allí. La madame se llama Rocío. Cuando vaya, dígale que va de mi parte.

    —Oh, sí, por supuesto.

    3

    Mehmet abandonó el hotel pasadas las doce del mediodía.

    En la puerta, los tres guardaespaldas le miraron con atención. Mehmet saludó con una inclinación de cabeza, rechazó un taxi y se alejó en dirección contraria a la avenida que bordeaba la costa y el puerto.

    Al llegar a la primera bocacalle, a cosa de cincuenta metros, vio el coche aparcado. En el interior esperaban Erkan y Santos.

    Al entrar, su saludo fue un telegráfico:

    —Alfonso está a punto de salir del hotel.

    —¿Lo seguimos? —preguntó Santos.

    —¿Qué opinas, Mehmet? —preguntó a su vez Erkan.

    —No es necesario. Tengo toda la información.

    —Entonces ve directo al puerto. Regresamos a Tánger.

    —He hecho amistad con un camarero que, a cambio de una generosa propina, parece saberlo todo —continuó Mehmet—. Tengo la dirección donde trabajan esas chicas, el nombre y el número de teléfono de la madame, y la frecuencia con la que viene Alfonso. Siempre hace lo mismo. Reserva la misma habitación, llama a dos chicas, en ocasiones las mismas de la última vez, pero por lo general le gusta cambiar. Al servicio de habitaciones y camareros los trata mal. Digamos que, excepto al director del hotel por la pasta que deja, no le cae bien a nadie. Sus guardaespaldas se alojan en habitaciones contiguas a la suya. En las horas calientes, hay dos de guardia.

    —¿Qué son esas horas calientes?

    —Cuando se pasa con la bebida. Por lo visto, pierde el norte.

    —¿Y los hombres?

    —Lo acompañan a todas partes. En ocasiones, sale a cenar y a divertirse con las chicas, pero son las menos. Cuando regresa y finaliza la juerga, se queda de guardia uno solamente. Se turnan cada tres horas. Por lo general, es a partir de las dos o las tres de la madrugada.

    —Está claro, él va a lo que va —intervino Santos.

    Erkan escuchaba en silencio. Más que intuir, veía con claridad lo que sucedía dentro y fuera de la habitación. Finalmente preguntó:

    —¿Cómo es el pasillo?

    —Amplio y corto, con pocas habitaciones. La suya está en el primer piso. Tiene una ventana con una especie de glorieta desde la que se ve Gibraltar. En un par de ocasiones han estado a punto de echarlo por escándalo, pero al final la pasta cerró la boca del director. Por lo visto, le gusta follar en la glorieta viendo Gibraltar.

    —¿Y esa información?

    —El camarero ha sido muy amable. «Me dejó» ver una igual que la suya.

    —La Roca le debe de poner —dijo irónico Santos.

    —¿Cómo es esa glorieta? —continuó Erkan.

    —Acristalada, con ventanas. Da sobre una zona solitaria del jardín. Digamos que es accesible desde fuera.

    —¿Has llegado a ver la habitación de sus hombres? —preguntó por preguntar sabiendo de antemano cuál sería la respuesta.

    —No, pero imagino que serán iguales o parecidas a la mía.

    —¿Los coches?

    —Se quedan toda la noche en la puerta del hotel.

    —¿Cómo son las chicas?

    —Las dos que yo he visto, guapas pero vulgares. La mejor, una morena con pinta agitanada.

    —¿Y la otra?

    —Normal. Tetas grandes y un buen culo.

    —¿Edad?

    —Yo diría que… treinta más o menos.

    —Le van las tías con experiencia —intervino Santos.

    —¿Has visto a los guardaespaldas?

    —Cuando he salido del hotel, estaban en la puerta.

    —¿Los tres?

    —Sí.

    Santos miró fugazmente por el retrovisor y se encontró con la mirada de Erkan.

    —Sería el momento —sugirió.

    Erkan negó con la cabeza, para decir a continuación:

    —El problema está en esas chicas. No podemos acabar con él y dejarlas a ellas vivas. Mehmet, ¿ese hombre es de fiar?

    —Es un camarero, efendi. Pero se ha expuesto para darme toda la información que le he pedido.

    —Se ha expuesto por pasta, como todo el mundo —matizó Santos.

    —No podemos arriesgarnos y volver a seguirlos. ¿Qué tal si le das un «regalito» y un número de teléfono para que nos llame?

    —Puede funcionar.

    —Tendrás que alojarte de nuevo.

    —No he dejado la habitación.

    La respuesta no le sorprendió: Mehmet siempre se adelantaba a sus pensamientos.

    4

    El regreso al hotel Alfonso XIII en Sevilla le trajo amargos recuerdos.

    Frente al majestuoso espejo que decoraba una de las paredes de la habitación se vio reflejada y, desde el otro lado, una chica de quince, dieciséis años con el pelo negro, largo, sobrepasando los hombros le devolvía la imagen.

    ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se alojó en el hotel? Una eternidad, pensó con la mirada fija en el fondo del espejo contemplando la imagen de su madre, joven, recogiéndose el pelo, rubia como una marea de trigo maduro.

    Negó con la cabeza. No, se dijo a sí misma, no estaba allí para recordar, todo pertenecía a un pasado lejano. Lo único que contaba es que ella continuaba viva, había vencido y como recompensa estaba allí de nuevo.

    Dio media vuelta y se dirigió al teléfono. Pocos segundos después, la inconfundible voz de la Trini sonó en sus oídos con el musical acento que tanto recordaba.

    —Soy yo.

    Al otro lado, un gritito ahogado.

    —¿Desde dónde llamas?

    —Estoy aquí, pero no puedo verte.

    —Pero… —fue a protestar y Valentina la interrumpió.

    —Te veré, pero no sé cuándo. Ahora escucha. Erkan te llamará, dale este número, es del hotel Alfonso XIII, dile que pregunte por Pauline Renault. Él comprenderá.

    —¿Tan grave es?

    —Apenas hemos podido hablar. Ya te contaré cuando nos veamos. Anota el número y recuerda lo que te he dicho. Es importante.

    Tras el breve lapso para anotar el número, la Trini preguntó:

    —¿Cuántos días te vas a quedar?

    —Lo sabré cuando llegue Erkan.

    —Yo también tengo cosas que contarte, ¿sabes?

    —Espero que sean buenas noticias.

    —Vuelvo a vivir sola.

    —¿Sola? ¿Y López?

    —Le di el pase.

    ¿Así, sin más?

    —Nos separamos como personas civilizadas, eso fue lo que él me dijo.

    ¿Estás bien o me he perdido algo?

    —Estoy bien, vuelvo a bailar y a mis cosas, ya sabes.

    —A tus cosas de siempre, ¿eh?

    —Cada vez menos, que una se vuelve muy especial en todo, no creas.

    Durante una fracción de segundo tuvo la tentación de continuar preguntando, pero, conociendo el carácter impulsivo de su amiga, si empezaba a hablar, ya no callaría, y decidió dejarlo para cuando se vieran.

    —Te dejo. Tengo que colgar.

    —¿No puedes hablar?

    —Sí, pero no. ¿Entiendes?

    —Tengo tantas ganas de verte.

    —Y yo a ti, pero ahora no puede ser.

    —¿Cuándo llamará?

    —Supongo que mañana, pero no estoy segura.

    —Vale, vale. No saldré de casa. Te quiero.

    —Igual, gitana.

    A Valentina la fugaz conversación le dejó en un estado de contenida excitación fácil de entender después del tiempo transcurrido lejos de la Trini, sin más contacto que las esporádicas llamadas y alguna que otra carta, pocas por temor a comprometerla. Ahora tenía la oportunidad de verla, de abrazarla, pero… Las órdenes de Erkan eran claras y, a pesar de que no acababa de comprender aquel obligado silencio, decidió esperar, porque, si de ella o de la Trini hubiera dependido, ahora estarían juntas celebrando su regreso.

    A vueltas con estos pensamientos, decidió permanecer en la habitación y pasar de la cena. El viaje había resultado largo y pesado, el tránsito en Barcelona con dos horas de retraso, y ahora, pasadas las once de la noche, lo único que deseaba era un baño caliente,

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