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El sastre de Mussolini
El sastre de Mussolini
El sastre de Mussolini
Libro electrónico550 páginas7 horas

El sastre de Mussolini

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¿Crees que existe alguna posibilidad de que empatices o de que, quizás, hasta llegues a enamorarte de un soldado fascista?

Existe, aunque quizás sea difícil de hallar, una clase de amor que está dispuesto a cruzar toda frontera, escalar toda montaña y derribar cualquier obstáculo.

Esa clase de amor existe, doy fe de ello, lo he visto, lo he escuchado de labios de uno de los protagonistas de esta historia. Un hombre increíble, alguien que fue capaz de jugarse hasta su propio pellejo y terminar viviendo una vida de novela solo por amor.

Ambientado principalmente en la convulsa Europa de principios y mediados del siglo XX, El sastre de Mussolini se transformará, sin duda, en una historia que jamás podrás olvidar.

Una novela para adultos, con todos los ingredientes necesarios para transformarse en el próximo best seller.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento24 jul 2020
ISBN9788418238765
El sastre de Mussolini
Autor

Carlos H. Aquino

Carlos Hubert Aquino Larbanois nació en el barrio de Piedras Blancas, en Montevideo (Uruguay), el 17 de junio de 1972. Hijo de un militar de la fuerza aérea y de una obrera textil, creció en una familia donde los debates políticos y los libros eran parte de lo cotidiano. Esto llevó a que desde muy joven comenzara a escribir. Primero, y aún cursando la escuela elemental, un semanario de tintes políticos escrito y copiado a mano, y luego historias breves. A la edad de diecisiete años emigra por primera vez y se establece en Buenos Aires. Es en la capital argentina donde hace sus primeras armas en los medios de comunicación, trabajando en diferentes emisoras de radio como locutor, conductor y periodista. Al cabo de cinco años regresa a Montevideo con la idea de establecerse definitivamente en la capital uruguaya, hasta que, en el año 2002, una profunda crisis económica lo lleva a emigrar una vez más. Desde ese año, se radica en el estado de Florida (Estados Unidos), donde vive hasta la actualidad. Está casado con Daniela Villanueva (Aquino), y tiene dos hijos, Nicolás Emanuel y Juan Pablo.

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    El sastre de Mussolini - Carlos H. Aquino

    I

    De todas, la piedra más certeramente arrojada fue la que impactó en la crisma. Fue aguda, punzante, dolorosa, tanto que lo despertó de la inconsciencia en la cual se encontraba inmerso.

    Al abrir los ojos, se vio prisionero de la misma y desesperante situación; atado a un poste que se encontraba fijado al centro de una plataforma con cuatro ruedas de la cual tiraban dos caballos.

    La gente, que siempre acostumbra a hacer leña del árbol caído, le gritaba, le escupía, le insultaba, le arrojaba piedras, palos, tomates…

    Se escuchó a sí mismo plañir como un animal, como si los ahogados sonidos que salían de sus entrañas y brotaban desordenadamente por su boca no fuesen de él; quiso articular palabras, pero no fue posible, quiso gritar, pero se ahogó con su propia sangre, quiso buscar escape, pero no había salida posible. Cuanta más fuerza hacía por intentar escapar, más se le clavaban en piernas y muñecas las fibras de las cuerdas que lo amarraban, ahondando más y más los surcos en la carne viva. Cuanto más quería escapar, más dolor, más sangre.

    La turba, presa de un delirio demencial, gritaba, abucheaba, reclamaba la inmediata muerte para el caído en desgracia.

    Uno de entre la multitud comenzó a repetir de forma hipnótica: «¡A la arena! ¡A la arena!». Muy pronto fueron dos, tres, veinte, cincuenta, cien, doscientos, quinientos, mil, quienes, sin parar de vituperar, de gritar, de lanzar piedras, se sumaron al repetitivo pedido-sentencia; «¡a la arena! ¡A la arena!».

    El jefe de lanceros que estaba a cargo de la partida que custodiaba el carromato en el cual se encontraba atado el infeliz, con un gesto de su brazo derecho, dio la orden de entrar al coliseo. Las enormes puertas se abrieron; carromato y multitud entraron en forma desordenada. Mientras que la chusma, ávida de circo y sangre, se acomodaba presurosa en las gradas, el carro avanzó hasta el centro de la arena. Dos lanceros cortaron las sogas que lo ataban y empujaron al desdichado pingajo, quien cayó sin fuerzas, exhausto, lleno de terror, bocabajo, mordiendo el polvo. Presurosos, escoltas y carromato se movieron hasta perderse en un túnel oscuro que nacía en uno de los ángulos, bajo las tribunas de piedra.

    Antonio había sobrevivido a la pedrea, a la chusma, pero sabía que ahora, malherido y exhausto, tendría que enfrentarse a algo mucho peor.

    La turba, hasta hace instantes enardecida, calló sus voces y un silencio expectante y aterrador se apoderó del enorme recinto.

    Un agudo chirrido de metales antiguos sonó desde el ángulo opuesto al túnel, mientras dos pesadas puertas de madera se abrían de par en par.

    Antonio se incorporó en el centro del coliseo. Con la cara exterior de su mano, apartó de su rostro la mezcla de arena, saliva, sangre y lágrimas. Tambaleante, temblando de miedo, quedó por unos eternos segundos mirando la oscura cavidad de puertas abiertas. La intensa luz del sol no dejaba ver el interior, pero sabía que lo que de allí saldría había sido pensado para darle la estocada final, para enloquecer a la multitud, para destazarlo miembro por miembro.

    La gentuza sostuvo la respiración, sabía que el final estaba cerca y quería disfrutar cada instante, deseaba embriagarse hasta la locura con el vino dulce de la muerte.

    Y al fin, desde el centro de la oscuridad, emergió la muerte en la forma de un enorme toro negro.

    El colosal animal avanzó lentamente algunos metros, como analizando a su víctima. La chusma explotó de júbilo, lanzando alaridos de excitación.

    El toro enfiló hacia el caído en desgracia y comenzó a correr como deseando que, de una sola topada, todo llegase a su fin.

    Antonio miró hacia todos lados y solo pudo divisar como ruta de escape un alto y enorme muro de piedra que cerraba la arena y terminaba de unir las gradas. Ambos, toro y pingajo, comenzaron su carrera desesperada: uno por sobrevivir, el otro por lograr el trofeo de engarzarse tripas y cueros en la cornamenta.

    Mientras la turba enloquecía, Antonio, decidido a sobrevivir, comenzó a correr tan rápido como sus descalzos y maltrechos pies le permitían. No fue hasta ese instante de desesperación cuando se dio cuenta de que estaba completamente desnudo.

    La frenética carrera no parecía rendir frutos, el enorme astado cada vez estaba más cerca y la inexpugnable muralla de piedra se veía más y más lejos. A pesar de todo, de la lejanía de la muralla, de la cercanía de su negra sentencia, de los gritos desde las gradas, Antonio no se daba por vencido. Su desesperación, su instinto primitivo era más fuerte que todo, más fuerte que su dolor, que la vergüenza de verse desnudo, más fuerte que las coyunturas dislocadas, más fuerte era el terror de sentirse enjaulado, sentenciado. Más fuerte que el deseo de atrapar la vida que se le escapaba era el pánico que encierra el dejar de existir, el ya no ser más, el pasar de un plumazo al olvido.

    Casi podía sentir la respiración enloquecida del toro a sus espaldas secándole el sudor, y la muralla de piedra, su salvación, cada vez más lejana, cada vez más alta e inexpugnable. Corría y corría, ya no había tiempo para mirar atrás; por los gritos más y más enloquecidos que caían a raudales desde las tribunas podía adivinar que el enorme y negro animal le ganaba terreno y estaba más y más cerca.

    Cayó una, dos y hasta tres veces, cada caída era una gotita de vida que se le escapaba del cuerpo. Sentía que sus temblorosas piernas le respondían cada vez menos; la fuerza vital se le escapaba sin remedio. Cada vez que se levantaba, sentía a su negra muerte más y más cerca. Una, y otra y otra vez se incorporaba y volvía a correr para volver a caer y una vez más levantarse.

    De pronto, se dio cuenta de que la muralla ya no estaba tan lejos, pero una vez alcanzada quedaba aún un reto quizá mayor: escalarla. Debía forzar su cuerpo para subir hasta la cima, buscar los pequeños orificios para incrustar sus dedos, las piedras salientes para usar de improvisada escalera.

    Llegó.

    Sus temblorosas manos acariciaron la superficie de la piedra. Escudriñó instintivamente hacia la derecha y hacia la izquierda, alzando los brazos hasta lo imposible, buscando orificios, escalones, buscando la ruta para escalar. El toro estaba a pocos metros y ya no quedaba tiempo, había que empezar a subir, ya que, de lo contrario, terminaría aplastado entre la masa taurina y la muralla, ensartado en la cornamenta, destrozado por el impacto del monstruo negro, destrozado por el impacto de la muerte misma.

    La multitud enmudeció. Era el momento esperado. El deseo del grueso de la gentuza era la muerte para el infeliz. Sin embargo, la determinación de Antonio por vivir despertó la admiración de unos pocos, que, muy en su interior, desearon la buenaventura para aquel estropajo humano.

    Al fin un hueco donde meter los dedos. Al fin una piedra saliente donde apoyar un pie. El improvisado escalón, en complicidad con la turba, dejó hacia arriba una afilada arista que desgarró el pie derecho de Antonio. El corte pudo ser profundo y doloroso, pero, en el fragor de la lucha por escalar, fue casi imperceptible.

    La multitud sostuvo la respiración.

    Antonio se elevó un poco, un poco más y otro poco más.

    El toro al fin alcanza el muro y comienza a lanzar cornadas rasantes a la piedra: hacia arriba, hacia los costados, intentando alcanzar las extremidades humanas que esquivan con solo sentir el viento producido por los movimientos de la colosal y negra cabeza.

    El desdichado mira hacia abajo, mira hacia arriba y comprende que hay una sola salida: aferrarse a la piedra y no caer, seguir escalando y no desfallecer. Arriba, la liberación; abajo, una muerte segura.

    No había notado la falta de piel en los brazos hasta que los usó como palanca para elevarse por encima del muro y el insoportable ardor le arrancó un grito sordo, pero eso no importó demasiado; al fin había llegado a la cima.

    Del otro lado de la enorme muralla no había día.

    Por unos instantes miró hacia el cielo. El azul infinito, coronado por un brillante sol, estaba casi al alcance de la mano. Sin embargo, al otro lado del muro todo era oscuridad. No había elección. Era saltar hacia el negro vacío o dejarse caer de espaldas y ser destrozado por el enorme toro. Tomó la decisión que menos le asustaba: se dejó caer hacia la tiniebla.

    La caída fue enorme y el golpe doloroso. En medio de la oscuridad, aún sintiendo los lejanos ecos de la turba, Antonio se agarró de la litera y lastimeramente se incorporó. Por los barrotes del calabozo apenas entraba una tenue claridad nocturna. Aún aturdido, tomó unos segundos para calmar su agitado diafragma, respiró profundo, secó el sudor de su frente y se dirigió, adivinando en la penumbra, a la esquina donde estaba el urinal.

    Liberó su afligida vejiga con el brazo izquierdo apoyado sobre la pared mientras sostenía su miembro con la mano derecha; ese mismo miembro que terminó siendo el causante de su desgracia presente.

    II

    El coronel Adriano Molinni sufrió la desgracia más deseada por los soldados fascistas destacados en África. Durante la madrugada del 3 de octubre de 1935, un certero disparo abisinio penetró por su hombro derecho, dejando su brazo paralizado. Inmediatamente, fue trasladado a un improvisado y poco preparado hospital de campaña, se le extrajo el proyectil, se le aplicaron las primeras curaciones y se le dio el lapidario diagnóstico: debería ser trasladado a Roma para recibir los cuidados pertinentes.

    —Una recuperación parcial es posible en los próximos días, pero la recuperación total puede llevar algunos meses —diagnosticó el médico—. Las cosas aquí en África se pondrán más y más difíciles, coronel Molinni. Pienso que debería tomarse todo el tiempo del mundo en su recuperación, esa es mi opinión profesional.

    Para el coronel Adriano Molinni, quien había llegado a la Somalia italiana hacía escasas veintidós semanas, la guerra había durado solo un par de horas, lo que, de seguro, por ser amigo personal del Duce, no evitaría que a su arribo recibiese una condecoración y reconocimientos como héroe de guerra.

    Ya en Roma, mientras se encontraba internado en el Policlínico Militare Celio, Molinni no podía dejar de pensar en las reuniones, cenas de gala y eventos a los cuales concurriría acompañado de su bella esposa, enfundado en su noble uniforme, contando sus heroicas hazañas, ya devenido en todo un héroe de la Italia fascista.

    Cinco días duró su estadía en el hospital. Durante ese tiempo fue sometido a toda clase de exámenes y comenzó sus primeras sesiones de fisioterapia a fin de recuperar la total funcionalidad del brazo.

    El tiempo de internación fue excesivo y el daño fue muy por debajo de lo esperado. Toda la situación fue más un pretexto para alejarse de la guerra que una causa real.

    Durante todo este tiempo, se abstuvo de comunicarse con su esposa Dinora. Las razones fueron dos: primero, no preocuparla y, segundo, darle la sorpresa del súbito y presto regreso a casa.

    La tarde en que fue dado de alta se sintió renovado y decidió dar una caminata por la ciudad. Salió de Piazza Celimontana, caminó hasta la Basílica di San Clemente, donde rezó algunos minutos, y luego se dirigió a una cafetería a encontrarse con dos viejos amigos a los cuales había invitado a tomar un café. La reunión se concretó al anochecer.

    Molinni y sus amigos conversaron de todo; de la marcha del conflicto en África, de política, de los sueños de una Italia victoriosa y potente. Nada en este mundo podría parar la arrolladora expansión italiana. La restauración del antiguo orden en el cual Roma sería nuevamente la capital del mundo era una realidad casi tangible.

    La charla se prolongó por varias horas. Casi a las cuatro de la mañana, el coronel les manifestó a sus amigos sus intenciones de usar el teléfono de la cafetería para solicitar un vehículo del ejército y así, por fin, llegar a su casa.

    Uno de sus amigos se negó rotundamente:

    —Vinimos dos en mi auto y nos iremos tres. ¡Mi amigo! ¡Deseo tener el honor de ser el chófer de un auténtico héroe de guerra!

    El coronel, quien a esas alturas ya se encontraba cansado, aceptó de buena gana, así que los tres se subieron al vehículo y emprendieron camino.

    La casa de Adriano Molinni estaba en las afueras de Roma. Era una mansión señorial de seis dormitorios con una enorme fuente y rodeada de esmerados jardines; demasiado grande para ser habitada solo por él y su esposa. Sin embargo, desde la asunción de Benito Mussolini, la casona había sido anfitriona de elegantes cenas de gala a las que concurrían coroneles y generales acompañados de sus esposas o amantes.

    Los tres amigos llegaron, estacionaron el vehículo y se propusieron una charla breve a modo de despedida. La luna estaba llena, el cielo aún estrellado y la noche, que ya tocaba su fin, muy clara. Esa fue la razón por la cual, entre despedidas y efusivos apretones de manos, el coronel Molinni descubrió entre los arbustos del jardín lateral un nítido reflejo color plata que salía de entre las hojas. Extrañado, se acercó y pudo ver el manillar de una bicicleta de hombre que se encontraba semioculta. Instintivamente, sacó su Beretta M-34. El dolor de su brazo lesionado fue anestesiado de inmediato por una súbita inyección interna de adrenalina.

    Sus amigos, quienes también eran miembros del Partido Fascista y estaban armados, sin entender muy bien aún lo que sucedía, al instante desenfundaron sus pistolas.

    Molinni dio instrucciones rápidas:

    —Tú, cubre la esquina trasera del lado izquierdo; tú, la delantera del lado derecho. Yo voy a entrar.

    Los dos hombres se apresuraron a cumplir las órdenes del coronel mientras este entraba sigilosamente a la mansión por una puerta lateral.

    El coronel avanzó en la penumbra. Primero la cocina, después inspeccionó la enorme sala de recepción, la biblioteca, la oficina, los baños de la planta baja, la cava, la sala del piano. Subió despacio las escaleras y se decidió a inspeccionar primero el dormitorio principal. Abrió la puerta muy despacio, miró a su alrededor y dirigió sus pasos hacia el lecho que compartía con su esposa.

    III

    El hierro frío del cañón apoyado en el centro de su frente hizo que Antonio quedara paralizado. Se despertó confuso, pero la sensación de tener una pistola apuntando a su cabeza le impidió moverse.

    El coronel encendió la lámpara de la mesa de noche, lo que hizo que su esposa Dinora diera un salto e instintivamente cubriera sus senos desnudos.

    Molinni miró a ambos con odio.

    Se alejó medio metro, apuntó directo a la cabeza de Antonio y quedó en suspenso.

    Dinora, quien aún no entendía qué hacía su esposo en el dormitorio cuando ella lo creía a miles de kilómetros de distancia, quería hablar, pero solo pronunciaba monosílabos. Solo atinaba a cubrir su desnudez enredándose en las sábanas, esperando, de un momento a otro, el súbito salpicón de sangre y masa encefálica.

    Antonio cerró los ojos y se encomendó a la Providencia, totalmente convencido de que sus días bajo el sol habían terminado.

    —Sastre maledetto —pensó el coronel en voz alta.

    Los segundos se hicieron eternos; el reloj de péndulo se sintió detener y un sudor frío comenzó a brotar en la frente del inminente condenado a muerte. El oído derecho del amante sastre recibió con confusión las palabras del coronel.

    Molinni se había acercado, situación que, por estar con los ojos cerrados, no había sido percibida por Antonio.

    —Vístete, sastre maledetto. Vienes conmigo—. ¡Y tú! —se dirigió a su mujer con voz potente—. ¡Apronta el equipaje, que cuando me despache de este vengo a buscarte a ti!

    En cuestión de segundos el coronel había evaluado muy bien la situación.

    Como «héroe» de guerra no solo le esperaban reconocimiento y honores, también fiestas y mujeres. No era necesario echarse encima una sombra de ese tipo; no era necesario un doble homicidio. Justificado o no, un doble crimen no estaba en sus planes. Y quizás hasta menos favorable aún era el hacer público el engaño de su esposa con su sastre; eso definitivamente sería demoledor para su imagen.

    —Sí, señor, la verdad es que estoy muy, muy acongojado… ¡Dieciocho años de matrimonio! La despedida al partir al frente de combate y, al volver, ¡encontrar a mi esposa con el principio de una enfermedad terrible e incurable! Claro que no mostraba síntomas mi estimada señora; ella recién estaba empezando a enfermar. El doctor le recomendó vida con su familia y, sobre todo, el aire limpio de la campiña. Yo doy mi vida por ella y ella por mí, pero mi deber está primero con Italia y ella lo entiende.

    »El Duce me necesita aquí, en Roma, y yo no le voy a fallar ni a él ni a todos los italianos. Además, hace mucho que no veía a sus padres y ahora podrán recuperar el tiempo perdido. Es cierto, mi amigo, sus padres son muy pobres, pero yo les envío constantemente dinero para que no les falte nada, ni a su familia ni a mi amada Dinora. La vida exige sacrificios, y yo, por Italia, ¡estoy dispuesto a sacrificar hasta mi propia vida!

    Por unos instantes, Molinni se asombró de lo rápido y perfecto que planificó todo.

    Cuando Antonio estuvo apenas a medio vestir, el coronel lo llevó del brazo y lo encerró en la cava. Salió a encontrarse con sus dos amigos y a decirles, entre risas, que la bicicleta escondida entre los arbustos no era de ningún intruso, sino que pertenecía a un empleado de la cocina y, al parecer, según le había contado su esposa, el jardinero se la había escondido para hacerle una broma.

    —¡El infeliz del cocinero se fue a pie!

    Los tres festejaron entre risas y ambos amigos despidieron al coronel, recordándole que Italia necesitaba nuevos hijos, y qué mejor oportunidad para cumplir con la patria que la noche en la cual un hombre, después de haberse ido siendo un soldado, ¡regresaba a casa siendo un héroe!

    Después de despacharse de sus amigos, Molinni regresó al interior de la casa. Fue directamente al garaje y dio arranque a su auto. Luego de comprobar que el vehículo funcionaba correctamente, regresó a la cava en busca de Antonio. El sastre permanecía de pie en la oscuridad, a la espera de su suerte. No podía dejar de moverse y hubiese dado cualquier cosa por tener un cigarrillo a la mano con el cual aplacar sus nervios.

    —No voy a morir, no voy a morir... —se repetía a sí mismo—. Si su idea fuese matarme, ya me habría disparado. No voy a morir, no voy a morir…

    Molinni, pistola en mano, abrió la cava, tomó al joven sastre del brazo, lo llevó hacia el garaje, abrió el baúl de su auto y lo obligó a introducirse dentro. Ya sentado al volante, un dolor le trajo a la memoria su reciente herida de bala.

    Para Antonio, la luz se esfumó con el golpe seco del metal y, en total oscuridad, pudo percibir cómo el vehículo se ponía en movimiento.

    No había escapatoria. Evaluó su situación presente. Su mente fue incapaz de crear un pronóstico en el cual pudiese salir con vida de semejante problema.

    —De seguro mi final será en las afueras de la ciudad, hincado sobre el pasto, recibiendo un disparo en la nuca. ¡Claro! ¡Sí! Eso es. Voy a morir como un perro, y por ser supuestamente un afiliado del Partido, de seguro les echarán la culpa a los Arditi del Popolo o a los comunistas. Clarísimo, moriré y mi muerte quedará impune.

    IV

    En ese momento de angustia y oscuridad, Antonio recordó cómo había empezado todo. Cómo de ser sastre de tercera generación terminó forzado a ser parte de las intrigas de los militares fascistas y cómo comenzó a confeccionar los uniformes a los altos mandos, a diseñar fastuosos vestidos para sus esposas y, sobre todo, cómo bajo el pretexto de conseguir información de interés y cumpliendo sus funciones de informante y espía terminó siendo paño de lágrimas y consuelo de soledades de distinguidas damas de la sociedad romana, quienes, en medio de su dolor y a la espera del pronto regreso de sus esposos mariscales y coroneles, se entregaban a los caprichos de hacerse confeccionar vestidos a medida y calmar la medida de sus deseos carnales.

    El auto se detuvo unos instantes y Antonio pudo escuchar una charla difusa que venía desde el exterior. El vehículo nuevamente se puso en marcha para posteriormente detenerse a los pocos minutos. La puerta del conductor sonó al cerrarse intempestivamente, e intempestivamente se abrió el baúl del auto.

    El sol ya reinaba.

    Al salir del baúl, Antonio se dio cuenta de que Molinni no estaba solo. A su lado había dos soldados armados con fusiles. Entre los dos soldados sacaron al sastre del vehículo.

    El coronel les dio claras instrucciones:

    —Lleven de inmediato a este traidor al calabozo y dejen su bolso en la comandancia.

    ¿Traidor?, ¿su bolso?

    Antonio comprendió de inmediato. Nuevamente un fascista usaba sus artimañas para inculparlo de algo que él no había hecho. Una vez más, al igual que tiempo atrás, terminaba siendo rehén de las huestes del Duce.

    Y fue así como Antonio, sin prácticamente haber tenido tiempo para entender su nueva realidad, se encontró a sí mismo terminando de orinar encerrado en el calabozo de algún cuartel del ejército.

    Su oficio de sastre lo había llevado a servir como espía, a conocer sobre intrigas y conspiraciones, a coleccionar numerosas conquistas amorosas, y ahora, como consecuencia de todo esto, terminaba prisionero del propio ejército para el cual trabajaba.

    Antonio no tenía dudas, conocía el método; había recibido entrenamiento. Su tiempo en el calabozo estaba sirviendo para que armaran una causa contra él y ya vislumbraba de qué se trataba.

    —El traidor soy yo, el bolso y su contenido es lo que me incriminan como traidor. El bolso sin duda debe tener panfletos de propaganda roja o algo así. ¿A quién contarle que no sé nada de ese bolso?, ¿cómo y a quién explicar las razones por las cuales terminé en esta situación? No, sin duda, estoy perdido. Si mi jefe, el coronel Monti, no me salva a tiempo, terminaré fusilado bajo acusaciones de traición.

    El día transcurrió sin novedad y la noche duró una eternidad.

    Alrededor del mediodía del siguiente día, un sargento, escoltado por dos soldados equipados con fusiles, hizo chirriar las bisagras de la pesada puerta ciega del calabozo. Antonio, quien se encontraba solo y durante su estancia había recibido un mísero rancho a través de una ranura en la puerta a nivel del piso, supo que venían a por él. El sargento, apenas entró al calabozo y con voz firme, le ordenó que lo acompañara.

    Recorrieron oscuros pasillos, bajaron escaleras, cruzaron puertas y portones. La caminata finalizó en una habitación sin ventanas y con una sola lámpara colgando del techo que caía en suspenso sobre el centro de una rústica mesa en la cual había dos sillas dispuestas frente a frente.

    En una esquina, un escritorio con una dactilográfica, papeles y una lámpara que ofrecía una óptima iluminación al escribiente.

    —¡Siéntese! —ordenó el sargento.

    Por la misma puerta, de espaldas a Antonio, ingresaron tres personas más. Rodearon la mesa y se fueron ubicando en sus respectivos lugares. Obedeciendo una muda orden de uno de los tres nuevos cohabitantes de la estrecha sala, sargento y escoltas desaparecieron.

    Antonio, si bien sastre, tenía instrucción militar en lo relacionado con la inteligencia e interrogatorios, así que, cuando las tres personas quedaron al alcance de su vista, supo al instante qué rol cumpliría cada uno en aquella hora.

    La joven delgada, de pelo corto, con rasgos fríos y vestimenta inmaculada, ocupó presurosa la silla del escritorio de la esquina, quedando sentada en sesgo con respecto a la mesa central. Encendió la lámpara, ordenó papeles, introdujo una hoja en blanco en la máquina de escribir y tecleó brevemente.

    «Sin duda, escribió la fecha; sin duda, ella es la escribiente», pensó el sastre.

    Uno de los hombres entró con el bolso negro de Molinni en una mano, lo dejó al costado del escritorio y se sentó frente a frente con Antonio. Bajo, con papada, peinado y afeitado. Con uniforme de oficial planchado con esmero. Piel con olor a mezcla de tabaco y perfume barato.

    Antonio dedujo que ese oficial de grado sería quien haría las preguntas. Y, apoyado contra una pared, fumando despreocupado, se mantenía guardando cierta distancia otro hombre; alto, fornido, de camisa con puños doblados hacia arriba, sin prestar demasiada atención a la situación.

    «Ese —pensó Antonio— es quien me va a quebrar todos los huesos».

    Por supuesto, del coronel Adriano Molinni ni rastro.

    El oficial que estaba sentado frente a Antonio recibió de manos de la escribiente una gruesa carpeta llena de papeles; la abrió, comenzó a ojearla y, sin mayores preámbulos, leyó en voz alta:

    —Antonio Iacovelli, Roma, mmm… mmm... Fue miembro de los Balilla, enrolado en el ejército, sastre. ¡Sastre! ¡Claro! ¡Sastre! —el oficial comenzó a condimentar sus palabras con exagerados ademanes histriónicos—. ¡Si escuchará conversaciones un sastre mientras toma medidas para sus confecciones! ¡Cuántos oficiales descuidados habrá que no se preocupan de hablar delante de un humilde sastre!

    »Le voy a ser sincero, señor Iacovelli, y terminaré el teatro del sastre que acaba de escuchar. En realidad, no tengo mucho tiempo para dedicarme a este tipo de cosas. Sé que el coronel Molinni es de los que ven enemigos hasta debajo de su cama y no dudo que ese bolso haya sido preparado con antelación para usarse contra el primer infeliz que le sea un estorbo a nuestro coronel.

    »En este caso, señor Iacovelli, no tengo idea de por qué ni me importa, pero el estorbo del coronel hoy es usted. Así que a mí se me encargó la tarea de eliminar el estorbo, es decir, de eliminarlo a usted.

    »Si bien un traidor merece caer bajo el pelotón de fusilamiento, porque, para su información, ese bolso contiene cientos de papeles sin ningún valor militar, pero convenientemente clasificados y etiquetados para supuestamente ser entregados a un supuesto contacto de la inteligencia británica, quiero, digamos, llegar a un arreglo con usted.

    Antonio continuaba mudo, sin moverse, sabiendo que una vez más lo tenían prisionero dentro de un puño.

    El oficial prosiguió:

    —¿Quiere un cigarrillo?

    —No, gracias —respondió el sastre.

    —¿Tiene hijos?

    Antonio negó con la cabeza.

    —¡Una lástima! —sentenció el oficial—. Yo tengo una hija de nueve años y hoy tiene una actividad en la escuela, exactamente dentro de dos horas y media. Debería verla, tiene la misma gracia que su madre para la danza y, además, un tono maravilloso para la declamación. En realidad, me hubiese gustado que mi primer hijo hubiese sido varón; sin duda, de haber sido varón, en un futuro hubiese sido militar como su padre, pero no, no le echaré la culpa a Dios.

    »Sé que toda la culpa recae sobre su madre, pero, bueno, pienso que tampoco las mujeres pueden elegir a voluntad el sexo de los hijos, ¿no? Aunque, pensándolo bien, en su situación está bien que no tenga hijos. Aunque no teniéndolos se pierde las hermosas experiencias que yo vivo a diario y usted no porque no los tiene.

    Antonio miraba sin escuchar, totalmente aturdido.

    —Bueno, discúlpeme, señor Iacovelli; uno cuando tiene hijos puede caer en este tipo de fascinaciones, aunque dudo que usted lo sepa. Bien, lo que quiero decirle es simple: deseo llegar a la escuela de mi hija lo más pronto posible, y al igual que vaya a saber por qué causa fue un estorbo para Molinni, ahora lo es para mí.

    »Le voy a ser sincero: en ese bolso hay más que suficiente para enviarlo al pelotón de fusilamiento bajo cargos de alta traición, y si no colabora de inmediato, eso haremos. Sin embargo, podemos llegar a un arreglo que puede ser muy beneficioso para ambos. Escuche bien mi propuesta.

    Antonio continuaba mudo, totalmente inmóvil, paralizado por el miedo, hastiado de ser llamado por su identidad falsa y no como Antonio Sprone, sus verdaderos nombre y apellido.

    —Tengo un documento previamente escrito que usted debe firmar. Mediante este documento, usted se declara culpable de intentar vender información al enemigo británico. ¡Fíjese bien! ¡Fíjese bien! ¡Ni siquiera lo estamos acusando de espionaje! Solo de intentar vender información, cosa que, desde todo punto de vista, es muy, pero muy beneficioso para usted, soldado Iacovelli.

    »Además, mediante la firma de dicho documento, usted incrimina a tres o cuatro personas de ser sus cómplices, cosa que, por otro lado, estoy seguro de que no le importará mucho. ¡Hablo de incriminar a tres o cuatro personas que usted ni siquiera conoce!

    El oficial le alcanza a Antonio una pluma y desliza hacia él el documento.

    —Puede leerlo si lo desea, pero no se tarde en firmar.

    Antonio comienza a leer los papeles tan rápido como su azorado cerebro le permite mientras el oficial permanece mirándolo fijo, golpeteando sus dedos sobre la mesa.

    —¿Puedo hacerle dos preguntas?

    —¡Adelante, soldado Iacovelli!

    —Primero quiero saber qué pena se me impondrá si firmo este documento.

    El oficial respondió presuroso, casi interrumpiendo al sastre:

    —Le doy mi palabra de honor de que no será enviado al pelotón de fusilamiento. ¡Claro que no! En su lugar, subsanaremos su error enviándolo a combatir a Abisinia.

    Antonio dejó de respirar. Todo comenzó a girar y, aunque lo pudo disimular, se sintió mareado. Todo su mundo se cayó de repente. Pensó si todo esto no sería nada más que un espantoso y desesperante sueño.

    Él sabía exactamente los horrores del frente de batalla. No se sentía preparado en absoluto para la guerra, ni le importaba el Partido Fascista, ni las colonias italianas, y mucho menos la locura suicida del Duce.

    De pronto, volvió a pensar que no podía ser posible que todo esto estuviese sucediendo. Respiró profundo, se pasó la mano por la frente y disparó la segunda pregunta.

    —¿Y por qué los nombres de mis supuestos cómplices no están escritos y en su lugar hay espacios en blanco?

    El oficial respondió:

    —¡Antonio! ¡Antonio! Demasiado curioso para un casi condenado a muerte. No debería, pero como estamos entre caballeros, le diré que sus cómplices aún no están confirmados. Poseemos una vasta lista negra con nombres de opositores, comerciantes no colaboracionistas, judíos, traidores, artistas rojos. En fin, veremos quiénes serán sus oportunos cómplices, ¡pero no se preocupe! No serán más de dos o tres nombres, ¡y usted ni siquiera los conoce!

    Antonio tomó coraje y respondió:

    —¡Lo siento, señor! En primer lugar, considero injusto mi encarcelamiento, este interrogatorio, este proceso llevado a cabo en mi contra y, sobre todo, considero injusto que se me use para incriminar a más inocentes.

    El oficial interrumpió:

    —Señor Iacovelli, señor Iacovelli, primero, yo digo quién es inocente y quién no. Segundo, usted no está en condiciones de decir o decidir absolutamente nada, es más, usted ya no existe, está acabado, muerto; usted está enterrado y olvidado. Aquí el único que cuenta soy yo, mi tiempo, y usted, señor Iacovelli, me está retrasando.

    El tono del oficial cambió repentinamente.

    —¡Le ordeno que inmediatamente firme su declaración de culpabilidad!

    El otro hombre, el que se encontraba de pie aguardando órdenes, mostró intenciones de acercarse, pero el oficial, levantando la mano, sin mirarlo y sin decir una sola palabra, lo detuvo.

    Antonio se mantuvo inmóvil, no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas, pero tampoco pudo evitar que su obstinado carácter calabrés aflorara por cada uno de sus poros.

    —¡No voy a incriminar a nadie! ¡Firmaré mi declaración de culpabilidad siempre y cuando no incrimine a nadie! ¡Solo yo soy culpable de espionaje! ¡Nadie más!

    El oficial cerró su puño y golpeó sonoramente la mesa; se levantó, se dio media vuelta, caminó dos pasos, se volvió a dar vuelta, se acomodó la chaqueta, se sentó y, con un gesto de odio, prosiguió:

    —Muy bien, muy bien. Sacamos la hoja en la cual incriminamos a dos o tres malnacidos y asunto solucionado. ¡Entiéndame! ¡Necesito llegar al colegio de mi hija ya!

    La secretaria y escribiente le acercó otra declaración de culpabilidad previamente escrita, en la cual no había espacios en blanco para llenar con nombres de supuestos cómplices. El oficial deslizó sobre la mesa los nuevos documentos.

    —Aquí los tiene, señor Iacovelli. ¡Firme de una buena vez!

    Antonio leyó, no encontró espacios para poder ser llenados y pensó que el firmar su declaración de culpabilidad lo salvaría de una segura golpiza y, sobre todo, podría ganar tiempo esperando a ser rescatado por su jefe. Por tanto, tomó la pluma y estampó su firma.

    De esta manera, el sastre de Mussolini se declaraba culpable de haber intentado vender información al enemigo británico, solicitaba al Duce un perdón y, como muestra de arrepentimiento, se ponía voluntariamente a inmediata disposición del ejército para ser enviado al frente de combate. A cambio, el ejército valoraba su colaboración en la investigación y se comprometía a evaluar un pedido de perdón para su vida.

    La escribiente ni siquiera labró actas.

    Antonio regresó al calabozo.

    El oficial corrió presuroso hacia la escuela de su hija y Roma permaneció ignorante de todo lo sucedido.

    V

    El hierro de las bisagras chirrió, los pasos de los carceleros se alejaron y todo quedó en silencio dentro del estrecho calabozo.

    Antonio permaneció de pie unos minutos, pensando qué sería de su vida ahora que se vería obligado a dejar la relativa tranquilidad de

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