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Confesiones de sofonías
Confesiones de sofonías
Confesiones de sofonías
Libro electrónico709 páginas11 horas

Confesiones de sofonías

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¿Qué tipo de hombre logra navegar una vida inundada por terror y muerte?.

Ahora en pleno siglo XX, el Sofonías de nuestra historia jamás le huyó a la verdad amenazante del destino. Aferrado misérrimo enfatigoso abrazo con su fortuna. Una que estrangula su tenue y tímido espíritu y le sonríe de lejos con muecas fantasmales, grotescas y ridículas. Los agravios envenenaron su alma y lo sumieron en torrentes de venganza, odio y desesperación. Su terco aferramiento al pasado causó heridas profundas que jamás cicatrizaron y forjaron su carácter díscolo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento7 jul 2020
ISBN9788417984649
Confesiones de sofonías
Autor

Jaime Enrique Ramírez Jaimes

Jaime Enrique Ramírez nació en Chinácota (Colombia) en 1941. Es graduado en Derecho de la Universidad Santiago de Cali y periodista. Después de años ejerciendo la profesión en Colombia, exiló a los Estados Unidos en los 90. Allí fundó y editó el periódico Punto Latino por más de veinte años en Elizabeth (Nueva Jersey). Confesiones de sofonías es su primer libro de género ficción. Sus otras obras poéticas incluyen Estigma, Alma de arcilla, y Un mundo oculto.

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    Confesiones de sofonías - Jaime Enrique Ramírez Jaimes

    Confesiones

    de sofonías

    Jaime Enrique

    Ramírez Jaimes

    Confesiones de sofonías

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788417984151

    ISBN eBook: 9788417984649

    © del texto:

    Jaime Enrique Ramírez Jaimes

    © de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    CALIGRAMA, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Dedico está obra a mi adorada esposa y mis amados hijos.

    Vocabulario

    Antena = Corbata.

    Ají = Soborno.

    Apartaco o apartacho = Apartamento, atraco en apartamento.

    Bobo = Reloj.

    Bajar = Quitar a la fuerza dinero o algo.

    Bandola = Banda criminal.

    Bacán = El rico.

    Balurdo = Tosco, incapaz.

    Bacano = Muy bueno.

    Biscocho, Chimba = Mujer bonita.

    Camaján = Holgazán.

    Campanero = El que vigila.

    Caneca = Media botella.

    Caspete = Tiendita de cárcel.

    Cayetano = Callado.

    Cuero = Forro del cigarrillo de marihuana.

    Cruce = Pacto, acción de una transacción.

    Colino o Corrido = Loco.

    Copera = Mujer que atiende en las mesas de cantinas.

    Cosquillero = Carterista, persona que hurta las billeteras.

    Cambuche = Lugar donde se guardan pertenencias.

    Chanchuyo = Trampa.

    Chicharra = Colilla, residuo de marihuana.

    Chumbimba = Bala.

    Chivato = Sapo o delator.

    Enfierrado = Armado.

    Firme = Leal.

    Fierro, cuete = Revólver o pistola.

    Flecha = Dato.

    Guaharaca = Ametralladora.

    Lelo = Atento, poner atención.

    Llavería = Amistad.

    Llave = Amigo.

    Marmaja = Dinero.

    Rata = Ladrón de poca monta.

    Rockola = Máquina tragamonedas, tocadiscos.

    Reco = Recompensa.

    Sano = Sin antecedentes judiciales.

    Sapo = Delator.

    Sardina = Mujer joven.

    Tartamuda = Ametralladora.

    Tirar paso = Bailar.

    Tocido = Negocio chueco.

    Tomasa = Escopolamina, burundanga.

    Zona = Peligro, cuidado.

    Zanahorio = Sano, tonto.

    Presentación

    Novela de ficción e histórica, costumbrista, ucrónica, basada en la vida de un personaje imaginario, inspirada por eventos reales y recuentos históricos, unos, e imaginarios otros, con algunas escenas, episodios, diálogos y personas producto de la imaginación del autor o de la vida real.

    Invierno del año 2003, Springfield,

    Nueva Jersey (Estados Unidos de América)

    Preámbulo

    Ha llegado la hora de escribir, de capturar la historia y convertirla en signos de color negro que plasmados sobre el blanco permanecerán más tiempo, para entregar en ellos un pedazo de alma, una migaja húmeda empapada de realidad doliente, trémula, perturbada por la indiferencia y el desamor. Partículas de un alma atormentada por tempranas tempestades que circundaron en extraños sortilegios de nostálgicas pesadumbres en la penumbra humillante de vergonzante orfandad.

    Allí el amor existió para lacerar ultrajante e inmisericorde, allí el dolor punzante fraguó el rictus de amargura entre el flagrante, mordaz, luctuoso, lento y cruel proceso transformativo del tiempo que se hizo crónico al paso de los lustros. En el fragoso sendero de intrascendentes episodios que solo han servido para lastimar al personaje que protagoniza esta historia. El dolor como línea paralela que le persigue sin cesar con su acoso y en noches disfrazadas o en los días tormentosos punza en sus adentros para infringir con desazón su voluntad y taladrar la médula en los huesos hasta tragarse el calcio haciendo estragos en el raquítico cuerpo, entorno que le sirve de hábitat.

    Sofonías fue el nombre que paradójicamente sus padres le escogieron, pensando tal vez en la venganza que, como el profeta aquel, el Sofonías de hace veintinueve siglos, difundió un mensaje de Jehová en el que decía: «Acontecerá en aquel tiempo que yo —Jehová— escudriñaré a Jerusalén con linterna y castigaré a los hombres que reposan tranquilos como el vino asentado, los cuales dicen en sus corazones: Jehová ni hará bien ni hará mal». «Día de ira aquel, día de angustia y de aprieto, día de alboroto y de asolamiento, día de tinieblas». Pero lo que ignoraba era que el mundo de aquel Jehová miope y precursor del terrorismo era muy chiquito y excluía China, Japón, el continente americano y otros territorios de ultramar.

    Ahora, en pleno siglo veinte, el Sofonías de nuestra historia, jamás le huyó a la verdad atenazante del destino que se aferró misérrimo en fatigoso abrazo para estrangular la tenue y tímida fortuna que le sonrió de lejos con muecas fantasmales, grotescas y ridículas para trastornar su turbada esperanza de vivir terminando con la aceptación de sí mismo para hacer bruscos cambios en la orientación de su vida según las circunstancias bajo agravios que envenenaron su alma y lo sumieron en torrentes de venganza, odio y desesperación, en terco aferramiento al pasado que causó heridas profundas que jamás cicatrizaron forjando así un carácter díscolo, fuerte, que lo convierte en aventurero entre la muerte y el terror.

    Taciturno, en el escabroso pendular del tiempo que le corroe, Sofo —como era llamado comúnmente— transita por el camino que se estrecha para hacerse más tortuoso hacia la eternidad, en espiral sin fin ni dirección, circundando en la nada del espacio con el todo de su ser y allí en la oquedad profunda de su abismo, saturado de condición humana, en la murria del recuerdo, surta el bajel de sus cantares y ya en estos parajes desolados inicia el final, este que muere y vive para contarlo.

    Capítulo I

    En una cantina de arrabal de las inmediaciones de una plaza de mercado en la periferia de la ciudad, entre mercaderes, caneca, bandidos y uno que otro campesino, sentado en un rincón dando la espalda a la pared nuestro personaje apura el contenido de media botella de aguardiente, vestido a la usanza, pantalón color caqui de dril, botas mediacaña y amplia camisa blanca de tela gruesa, de facciones regulares y complexión atlética, sus párpados entrecerrados esconden unos ojos amarillos y vivaces que analítica y detenidamente observan a quienes entran o salen del establecimiento, su posición estratégica le permite cubrir las dos entradas junto con la totalidad del espacio lleno de parroquianos, de mesas y sillas metálicas. Costumbre adquirida muchos años atrás, y con inusitada frecuencia, el sentarse solo, escuchar tangos y beberse hasta una botella de aguardiente, hábito que, según él, servía para resistir la prueba del tiempo, siempre pagaba por anticipado a la copera encargada de la hilera de mesas porque nunca sabía cuándo ni cómo iba a salir de allí y no quería que lo tildaran de conejero, era su decir, además, esto impedía llamar en demasía la atención de la encargada, ya que una vez pagado el importe del pedido, esta se desentendía y terminaba ignorándolo; esta vez había escogido la mesa aprovechando que por lo temprano del día estaba desocupada en una esquina del local a un lado de la rockola, «mejor ubicada no podía estar», pensó. Varias veces había pasado por el frente del negocio y le llamaba la atención el repertorio musical, era un lugar como todos los que se encuentran en los alrededores de las galerías o mercados donde se escucha música arrabalera y en los que algunos clientes habituales, amigos o pretendientes de las coperas suelen frecuentar en horas de descanso o cuando terminan su labor, pero también gentuza que por alguna razón se vinculan en negocios de cualquier índole; es fácil ver hombres de bien, dueños de negocios junto a proveedores que los surten, departiendo alegremente la culminación de un buen negocio o individuos del bajo mundo que esperan encontrarse con elementos que les vinculen con cualquier facineroso y uno que otro marginado o desplazado en busca del sustento para su familia. Sofonías, con mirada penetrante y desconfiada, escudriña los movimientos de cada individuo, aspira profundamente el humo del cigarrillo Lucky Strike sin filtro, compañero entrañable desde que tenía tan solo quince años, la cajetilla de círculo rojo contrastaba con el blanco amarillento de la mesa metálica donde reposaba dejando ver las letras L.S./M.F.T., impresas en la parte inferior y que servían como garantía de ser importados de contrabando, por ende, considerados de mejor calidad, las cinco letras significan Lucky Strike Means Fine Tobacco.

    El estridente sonido de la rockola taladra sus oídos… Juan D’Arienzo en el tango Cambalache que, según la historia publicada por Taringa, fue estrenado en una clásica obra de teatro de revista, en el teatro Maipo de Buenos Aires, hecho que ocasionó como consecuencia que el director de la película El alma del bandoneón —Mentasti— se enfureciera y presentara una enfática queja, ya que existía un acuerdo entre Enrique Santos Discépolo, autor de la música y letra del tango en 1935, y el director de cine para que este último fuera el titular exclusivo de este tango:

    Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil, también...

    Cuan vigente es este tango que fue escrito para el siglo veinte en la década de los treinta y vetado por todos los gobiernos. Década infame (1930-1943), pensaba Sofo, este mundo nunca cambiará, la especie humana está condenada a vivir entre la podredumbre, contradicciones y contravenciones.

    En este momento entra un hombre con sombrero negro de ala ancha, camina cauteloso hacia los baños, con penetrante mirada recorre el local en décimas de segundo como tratando de fijar en su retina la presencia de alguien que esperaba encontrar en el interior del establecimiento, Sofo lo observa con disimulo y se da cuenta que al lado izquierdo de la cintura lleva algo oculto entre la camisa que puede ser un arma, aunque el sombrero lo lleva inclinado hacia el lado derecho se alcanza a divisar una cicatriz en el pómulo, y sin perder tiempo, inmediatamente después que el sujeto entra en el baño, Sofo con paso apresurado sale del recinto, que en ese momento estaba atiborrado de clientes, en el umbral de la puerta sus ojos escudriñan cuanto en derredor se encuentra, cruza la calle y se sitúa en la acera al frente del café detrás de un toldo en el que una robusta mujer morena, fríe chicharrones y plátanos, pidió una porción y esperó sentado en una banquita agazapado detrás del toldo, palpó la culata de su pistola 7.65, respiró profundo, instintivamente buscó en el bolsillo de la camisa los cigarrillos.

    —¡Mierda! —masculló al percatarse de haberlos olvidado en la mesa junto al aguardiente, algo en su interior le decía que aquel hombre ensombrerado iba tras de algo, no estaba muy seguro que fuese su amigo Alfredo, pero si no era se parecía bastante, hacía más de quince años que no lo veía, la última vez fue en una población cercana a Ibagué, la capital del departamento del Tolima y la experiencia no resultó muy buena; en aquella ocasión seis fueron las personas que quedaron sin vida tendidas en el piso del burdel donde libaban con meretrices y todo porque uno de ellos miró con curiosidad y trató de burlarse de la manera que bailaba el joropo el hombre de sombrero de ala ancha que departía con otros dos y Sofo era uno de esos dos que lo acompañaban.

    —¿De qué te ríes, es que tengo monos en la cara? —le dijo Alfredo a uno de los que se encontraban en la mesa de al lado.

    —¿Y a vos qué te importa? Yo puedo cagarme de la risa delante de todos los que me venga y cuantas veces se me dé la malparida gana y no tengo por qué pedirle permiso a ningún hijueputa —respondió el aludido y esto bastó para que se armara la bronca, todos esgrimieron revólveres y el hedor a pólvora contaminó el lugar con los resultados descritos, luego Alfredo y sus compinches se internaron en el monte donde en una hacienda cercana se encontraban los compañeros de grupo.

    El tiempo transcurría sin que nada pasara y Sofonías permanecía atisbando tras la regordeta figura de la fritanguera, pidió otro chicharrón y un patacón, continuó esperando, pocas veces le fallaban sus presentimientos, la vida se había encargado de enseñarle a conocer a las personas que se movían en los bajos fondos, la gente de la calle sin Dios ni Ley, cuándo hay que evitarlos y cuándo enfrentarlos, cuándo el aire se enrarece en un presagio de muerte y cuándo aislarse para protegerse.

    La música continuaba en la cantina y esta vez el disco que sonó era un joropo, Guayabo negro, del autor Ignacio «Indio» Figueredo. ¡La canción que le gustaba a Alfredo!

    Guayabo negro nunca me digas adiós, digas adiós que es una palabra triste...

    «¡No hay duda, es él!», se dijo, la adrenalina se disparó electrizante recorriendo todo su cuerpo y el recuerdo de aquella época en la que como agentes especiales del Gobierno hacían parte de un comando armado perteneciente a la seguridad rural de los Llanos Orientales.

    Entonces vino sorprendentemente a su memoria esa institución creada para combatir el abigeato, pero que dentro de la misma había nacido otra para perseguir a aquellos que no se acogieron a la ley de amnistía en los años cincuenta y más bien se dedicaron al vandalismo organizado.

    Bandas o cuadrillas asaltaban los hatos y las haciendas de las que robaban numerosas cabezas de ganado y las llevaban a Venezuela; resultó otro comando más especializado, y fue después de que un coronel retirado, propietario de una hacienda conformara una guardia cívica en 1957 de la que nació esta institución que luego fue adscrita al DAS (Departamento Administrativo de Seguridad), la agencia de inteligencia del Gobierno dependiente directamente de la Presidencia de la República, y en ella fue entrenado este nuevo comando especial que se encargaría de abatir, ya no a los abigeos, si no a los reductos guerrilleros, unas cuarenta y tres cuadrillas con aproximadamente quinientos hombres que operaban en diferentes zonas del país sembrando muerte, desolación y pánico, y el jefe de ese especialísimo comando integrado por once hombres era precisamente Alfredo, y Sofonías su hombre de confianza. Para pertenecer a este escuadrón especial uno de los requisitos de más importancia era el haber pertenecido a los alzados en armas de los Llanos Orientales por ser estos hombres considerados veteranos, capaces de superar grandes jornadas a pie, expertos en cruzar andurriales, caños, hondonadas y pantanos; aparte de su arrojo y valentía, otro de los requerimientos era que debían contar con el indulto del Gobierno. De tal manera que todos los integrantes habían militado con Guadalupe Salcedo o con Dumar Aljure, dos legendarios guerrilleros de los Llanos Orientales desmovilizados¹ que entregaron armas en San Martín en el punto denominado Cantaclaro al general Alfredo Duarte Blum, quien comandaba al Ejército Nacional.

    En una carta escrita por los comandantes guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de los Llanos Orientales, el 8 de septiembre de 1953 entregada al presidente de facto teniente general Gustavo Rojas Pinilla, expresaron su «determinación sincera y espontánea de deponer las armas con decoro».

    Firman: José Guadalupe Salcedo, Jorge Enrique González, Humberto Paredes, Dumar Aljure, Rafael Calderón, Marco A. Torres, José Raúl Mogollón, Ignacio González, Marco A. Parra, Laurentino Rodríguez, Jorge Chaparro, Adán Chaparro, José Vicente Perilla, Jesús Feliciano, Antonio María Rincón, representante del pueblo civil, Carlos Neira Rodríguez, representante del pueblo civil, Maximiliano Ortega, Marco A. Torres, Miguel Trujillo. Aparece en blanco la firma de Eduardo Fonseca Galán, quien se encontraba en Bogotá en el momento de suscribirse la carta.

    En 1953, los jefes de la guerrilla liberal del llano aceptaron la propuesta de paz del presidente Rojas Pinilla, sin embargo, una vez después de ser firmada la paz, la mayoría de ellos fueron asesinados por órganos gubernamentales en una represión sin precedentes en confusos hechos que el tiempo se encargó de arrancar de la memoria de los colombianos y de los encargados de la persuasión de desmovilizados asesinados por el propio Gobierno.

    El 13 de junio de 1954, diez meses después del cese de hostilidades, el Gobierno de Rojas Pinilla promulga el Decreto 1823 de 1954 mediante el cual se declara la amnistía para todos los delitos políticos cometidos antes del 1 de enero de 1954, con motivo de la violencia partidista, y se indultó a todas aquellas personas procesadas o condenadas por hechos punibles. El carácter conciliador de este Decreto cobijaba a guerrillas liberales o conservadoras, a autodefensas y a miembros de la fuerza pública involucrados, dejando la discrecionalidad del indulto según la gravedad o atrocidad del delito al Tribunal Militar Superior mediante el Decreto 2062 del 8 de julio de 1954, y gracias a ello, Sofonías portaba el salvoconducto entregado en aquella ocasión en la casa de una finca abandonada por sus dueños, más un carné especial de la ANAPO, siglas del partido político Alianza Nacional Popular.

    Fundado por el teniente general Gustavo Rojas Pinilla, el binomio del pueblo una vez depuesto de su cargo después de una corta y cuestionada dictadura, en esta credencial se observaba la firma autógrafa del general Rojas Pinilla, pero además escrito con su puño y letra se apreciaba al final de un aparte de la credencial de Sofonías, escrito también con letras rojas y en mayúscula a manera de observación la siguiente oración:

    «INCANSABLE LUCHADOR DE NUESTRA CAUSA. MERITORIO HOMBRE».

    Estos documentos le servían a Sofonías como salvoconducto para desplazarse sin problemas por todo el territorio nacional.

    Los jefes guerrilleros que se destacaron entre los alzados en armas en la época de los cincuentas fueron:

    Guadalupe Salcedo, quien era caporal de los hatos de la vereda Los chorros en Arauca; Dumar Aljure Moncaleano, nacido en Girardot —Cundinamarca—, procedía de una familia de comerciantes libaneses, y cuando se vinculó a la guerrilla era cabo segundo del ejército; Eliseo Cheo Velázquez, era un campesino comerciante independiente de Junín —Cundinamarca—, que había sido sargento de la policía; los hermanos Bautista eran hacendados de Miraflores —Boyacá—, apenas tenían estudios de primaria, eran hijos de Rubén Bautista, un herrero que hizo parte de la burocracia local. Tulio fue propietario de fincas —el Vergel, el Arbolito, la Colonia—, y se dedicó a la ganadería, lo mismo que sus hermanos Roberto, Manuel y Rubén. Pablo se había desempeñado como guarda de rentas de Miraflores y Bogotá; Eduardo Franco Isaza, de Sogamoso —Boyacá—, fue profesor de educación física, actividad que alternó con el comercio de sal y ganado en Chámeza, tenía estudios de bachillerato en el colegio Boyacá de Tunja y era dueño del hato Marabare; Carlos Rodríguez el Pote, terrateniente y comerciante de sal en los hatos, era oriundo de Sogamoso; Eduardo Nossa, dependía de la rama judicial; Bernardo Giraldo el Tuerto, comerciante antioqueño, terminó como informante del ejército a través de la acción cívica; Rafael Sandoval Medina, Failache, estudiante de Medicina de Sogamoso.

    En vísperas del advenimiento del régimen militar que negoció con ellos, el número de guerrilleros se calculaba en unos diez mil, auxiliados por otras cinco mil personas entre campesinos, niños y mujeres, en un país de trece millones y medio de habitantes.

    Los sublevados tuvieron momentos exitosos y momentos negativos, no solo en sus confrontaciones contra las instituciones gubernamentales, sino también dentro de sus propias filas, destacándose, entre otros, la ruptura de la Dirección Nacional que los había apoyado desde su comienzo junto con los dirigentes del partido de la época, más que todo por el acto de desobediencia de los alzados en armas al dejar de reconocer al Gobierno central y convertirse en Gobierno alterno con el lanzamiento de una Constitución que organizaba su propia administración de justicia, mediante la cual dictaban sus propias leyes para el campesinado; unos días antes del golpe de opinión del general Gustavo Rojas Pinilla, Gurropín, como despectivamente fue llamado por algunos, a la toma del poder el 13 de junio de 1953, fecha en la cual Colombia batió un nuevo récord, ya que ese día tuvo tres presidentes, pues amaneció en el cargo el designado Roberto Urdaneta Arbeláez, al mediodía asumió el presidente titular, Laureano Gómez Castro y en la tarde quedó como presidente de facto, el teniente general Gustavo Rojas Pinilla.

    Dentro de la organización de la guerrilla en los Llanos estos institucionalizaron el movimiento subversivo mediante una ley dándole el nombre de «La Revolución de los Llanos Orientales de Colombia» demandando que nadie quedara excluido de la toma de decisiones en la política incluyendo a la mujer quien debería participar activamente en el campo político y a los derechos de las gentes en general, revolución que pretendía sustituir el Estado dictatorial y violento por un Estado democrático y popular.

    La mayoría de los guerrilleros de los Llanos que fueron amnistiados los asesinaron junto con los de Antioquia y el Tolima —también había habido resistencia armada en Boyacá, el antiguo Caldas, Cundinamarca, los Santanderes y el Valle del Cauca—, a pesar de que fueron los guerrilleros liberales quienes pidieron perdón por los crímenes que pudieran haber cometido desde el Bogotazo, solicitaron además incorporar a la economía nacional las regiones donde habían combatido, lo mismo se les concediera a los que huyeron de la persecución oficial la seguridad de que no se tomarían represalias en su contra, sin embargo, muchos de ellos fueron muertos en circunstancias no muy claras, aunque donde solo los gamonales actuaron contra sus rivales el regreso de los exiliados sí tuvo garantías y fueron acompañados por efectivos de las fuerzas armadas, pudiendo así algunos recuperar sus propiedades, tomar posesión de ellas y retornar a la vida rutinaria como sucedió en pueblos de Cundinamarca, Boyacá, Valle del Cauca, Caldas y Antioquia.

    En resumidas cuentas, con el eslogan de «Paz, Justicia y Libertad» de Rojas Pinilla se trataba de brindar los mismos derechos a todos los colombianos. El Gobierno militar pactó con quienes anunciaron que se acogían a la vida civil y conminó a aquellos que persistían en la rebelión para que depusieran las armas. El periódico El Tiempo publicó en aquella época un artículo en el que describía el momento histórico en el que las guerrillas liberales y conservadoras de los Llanos Orientales entregaron sus armas.²

    Crónica del corresponsal:

    Bogotá, septiembre 14 (AFP)

    Acabo de asistir a un espectáculo que solo se ve una vez en la vida: vi, en un rincón situado en el corazón de la enorme llanura que se extiende al oriente colombiano, un ejército fuera de la ley armado de fusiles, los más variados, inclusive grases del siglo pasado, vestidos sus componentes con las más abigarradas indumentarias, a veces sin camisa, descalzos y casi todos desdentados, puestos en guardia, haciendo el saludo militar, deponer sus armas y recibir el abrazo del general Duarte Blum, comandante en jefe de las fuerzas armadas colombianas. Vi entre los guerrilleros a niños blandiendo enormes cuchillos y exhibiendo sus mejillas con cicatrices impresionantes. La escena tuvo lugar en el sitio llamado Cantaclaro, cerca de San Martín, en los Llanos Orientales, en donde la paz ha tornado después de casi cuatro años de guerra, la más sangrienta que esta parte del mundo haya visto después de las guerrillas mexicanas de Pancho Villa.

    En las dependencias de una finca abandonada por sus habitantes, el alto comando había hecho levantar mesas e instalar la oficina provisional en donde se iban a distribuir salvoconductos que permitieran deambular libremente a esos hombres que, por espacio de largos años de aventura, habían vivido al abrigo de regiones inexploradas. El general Alfredo Duarte Blum, uno de los oficiales más inteligentes y humanos que el presidente teniente general Gustavo Rojas Pinilla cuenta entre sus colaboradores, llegó allá justo con su Estado Mayor. Eran las 14:05 locales y el sol del trópico ardía terriblemente cuando vi salir de uno de tantos caminos un espectáculo asombroso: vi al primer guerrillero que hizo su entrada. Llevaba un gorro rojo escarlata adornado de cintas con los colores de la bandera de Colombia. Lo seguía un joven.

    Los últimos en entrar fueron seis niños, el más joven de los cuales, uno que llevaba también un gorro escarlata y un chal rojo sangre que le caía hasta las rodillas.

    Tras ellos avanzaba un hombrecito encorvado que llevaba un casco de acero alemán de la Primera Guerra Mundial. Luego venían más de cien guerrilleros del grupo de Dumar Aljure, jefe insurgente de origen libanés. Ciento treinta y dos hombres en pingajos, con pantalones militares remendados y de todo color, gorros y sombreros desgarrados y todos descalzos, desfilaron al paso de ganso ante el general Duarte Blum, cuadrándose, formados en parada impecable, del lado izquierdo del campo preparado para la ceremonia.

    Un muchacho rubio de mirada torva y con la mejilla señalada por una roja cicatriz, hacía todo lo posible para mantener un aire de marcialidad. No obstante, cuando creía que nadie reparaba en él, asía la mano de su vecino, el cual solo tenía siete años... A continuación, Dumar Aljure, hombre esbelto y moreno, con la mirada penetrante, varonil y autoritaria, pasó revista a sus tropas; volvió sobre sus talones, hizo el saludo militar ante el general Duarte Blum, y dijo:

    —Mi general, los guerrilleros del grupo de Aljure se os presentan.

    Al mismo tiempo y del otro costado, un hombre se adelantó y dijo:

    —Mi general, los guerrilleros conservadores de la paz de la región de San Martín se presentan a vos.

    El general pasó revista a las dos tropas, estrechó la mano y abrazó a todos y cada uno; habló largo rato con el pequeño guerrillero de siete años, el cual se sonrojó; luego, dirigiéndose a los unos y a los otros, el general Duarte dijo:

    —La lucha ha terminado. Todos somos colombianos, debemos olvidar y perdonar a nuestros enemigos y todos de acuerdo debemos trabajar en la reconstrucción de nuestro país.

    Una vez más los guerrilleros presentaron las armas. Los que solo tenían revólveres y conservaban las manos libres aplaudieron, mientras los más jóvenes, con las manos sobre las costuras del pantalón, dieron un salto en su lugar. Aljure, el jefe de las guerrillas liberales, pasó al lado ocupado por sus enemigos conservadores de la víspera y les estrechó la mano.

    Entrega de las armas:

    El momento crucial de la ceremonia había llegado. Uno tras otro los insurgentes desfilaron ante las mesas, recibieron sus salvoconductos y entregaron a los oficiales sus fusiles, sus ametralladoras y sus revólveres. Todos parecían menos conmovidos de lo que se hubiera podido suponer porque, más allá de las armas de que se habían servido durante largo tiempo para matar como para defenderse, entreverían el porvenir: en efecto, del sitio en donde depusieron sus armas pasaron a un patio en donde se les dio vestimenta completa, alimentos y un utensilio de trabajo. En el patio de la finca, el general Duarte me mostró las armas y cartucheras que acababan de deponer los guerrilleros: al lado de fusiles y ametralladoras americanas de último modelo, se erguía una torcida, larga y solitaria carabina de fabricación belga de la fábrica nacional de Lieja, cuya culata estaba atada al cañón por medio de alambre.

    Entre las municiones de último modelo se encontraban grandes balas francesas, grases cargados con pólvora negra, los cuales, dijo el general, fueron importados a Colombia hacia fines del siglo

    xix

    . Se cree que al terminar la Guerra de los Mil Días fueron colocados en lugar seguro por los abuelos de los guerrilleros que más tarde los utilizaron.

    En aquella época, Sofo era apenas un muchacho de diecisiete años que aparentaba más y salió retratado en un periódico de la capital como el guerrillero más joven del grupo entregándole un fusil a María Eugenia Rojas, hija del presidente de facto.

    La primera fase de la violencia fue la más cruenta. Tres cuartos de las doscientas mil víctimas estimadas cayeron entre 1948 y 1953, con más de cincuenta mil en 1950. Los historiadores no se han puesto de acuerdo sobre las cifras y algunos hablan de más de trescientos mil; lo cierto es que por aquella época, la población colombiana era de solo aproximadamente cinco millones de habitantes, cuyo 70 % vivía en el campo y el 30 % restante en las ciudades, lo que significa que aproximadamente el 10 % de la población murió como consecuencia de la lucha patrocinada por los dirigentes liberales y conservadores, quienes además se quedaron con la mayoría de las propiedades vendidas por los liberales y conservadores pobres que migraron a las ciudades para salvar su vida, o de las que simplemente se robaron de los muertos o sus herederos.

    La duda de Sofonías sobre la identidad del sujeto de sombrero de ala ancha se disipaba a medida que ataba cabos y su pensamiento galopaba cargado de recuerdos por las pampas de los Llanos Orientales, recordó cuando aceptó la oferta de ingresar a las filas del Gobierno mediante un curso de contraguerrillas que se iniciaba en Aguazul; allí conoció a Alfredo, quien luego de saber que Sofo había participado en el asalto de la base de Apiay dirigido por Guadalupe Salcedo lo escogió para que integrara su escuadra compuesta por once hombres curtidos en combates de guerra de guerrillas y Sofo, a pesar de su corta edad, tenía un brillante historial que lo distinguía por su inteligencia, valentía y pasmosa sangre fría, atributos difíciles de encontrar juntos; terminado el curso de Aguazul fue enviado a Panamá al Latin American Training Center Ground Division junto con los demás integrantes de ese comando especial, para continuar con otro curso en el que se especializaban en Técnicas Contra Insurgencia, Operaciones de Comando, Tiro Franco, Inteligencia Militar y Tácticas de Interrogatorio, del que regresaron seis meses después listos para enfrentarse con las bandas de insurrectos que asolaban los campos del país. La dotación oficial de cada uno consistía en un revólver Magnum con cañón extralargo, 150 proyectiles para el mismo, una subametralladora Madsen con un proveedor para 52 proyectiles 9 mm con 400 tiros de repuesto.

    Vuelve la rockola a sonar arrastrando las notas de otro tango y los minutos pasan… de pronto, un jeep Nissan azul con cabina blanca y vidrios polarizados se detiene frente al toldo, donde se encuentra Sofo quien observa a cuatro hombres que bajan del jeep con revólveres en la mano, el auto se estaciona veinte metros adelante y espera con el motor en marcha, no hay tiempo que perder y Sofo se levanta siguiendo de cerca a los individuos que se dividen entrando uno por una puerta y otro por la otra, dos se quedan apostados en cada una de las dos únicas entradas del establecimiento en cuyo interior, y ya sin ninguna duda, se encontraba Alfredo Enriques, su amigo y excompañero de armas.

    La rockola grita desaforadamente el tango Sangre maleva, cuya letra es de Juan Miguel Velich y Pedro Platas, la música es de Dante Tortonese:

    ... sonaron tres balazos, y sobre la vereda

    caía un hombre herido blandiendo su puñal...

    ¡Pummm… pummm… pummm… pummm!

    Las detonaciones vienen del interior de la cantina, nadie sale y los hombres apostados en las entradas se apresuran a ingresar. Sofo tiene ya en su mano la pistola y entra junto con ellos disparándoles, es una ráfaga de nueve tiros que surcan el espacio llevando estertores de muerte, décimas de minutos se requieren para que las hábiles manos de Sofo retiren el proveedor vacío y sea remplazado por otro hechizo que porta dieciocho balas dun-dun hábilmente achatadas y con un orificio en la punta que las hace supermortales; estos proyectiles se deforman dentro del cuerpo ocasionando serios destrozos, pero también en una pericia balística, que no se puede comprobar el arma homicida ya que es imposible apreciar las huellas de las estrías del cañón del arma en el plomo del proyectil. Sofonías salta a un lado y rápidamente llega a un recodo donde el hombre del sombrero alón está sentado en el suelo y revólver en mano lo está mirando inquisitivamente

    —Alfredo, soy yo, Sofonías, ¿estás bien?

    —Como siempre —le respondió—. ¿Qué carajos hace aquí? ¡Güevón!

    —Lo mismo le pregunto, ¿y estos qué? —espetó Sofo señalando con un ademán de cabeza los cuerpos que yacían en el suelo cerca de la rockola y la mesa que aparentemente ocupaba Alfredo.

    —Luego te lo explico, ayúdame —respondió visiblemente adolorido. Hasta ese momento, Sofo no se había dado cuenta de la herida de Alfredo en la clavícula cerca del hombro izquierdo que le impedía incorporarse, diligentemente Sofonías le tendió su mano y sonriente le dijo—: Como en los viejos tiempos, hermano.

    Varias fueron las veces que en combate estos dos hombres expusieron sus vidas el uno por el otro y muchas en las que gracias a la pericia y valentía de Alfredo o a las temerarias y audaces acciones de Sofonías pudieron vivir para contarlo, eran dos seres que se compenetraban cuando entraban en combate, cada uno guardaba la espalda del otro y se entregaban a la batalla con furor.

    La fritanguera de enfrente que terminaba de lavar un limpión en un platón con agua mugrienta, al escuchar las detonaciones levantó la vista observando con curiosidad, luego paseó la mirada a su alrededor y comenzó a retirar los patacones y chicharrones de la manteca caliente que chisporroteaba al recibir unas gotas de agua que se escurrieron de sus manos formando un fogonazo en el momento en que sonaron más disparos. Se acurrucó detrás de la carretilla que sostenía el toldo, justo al pie de la butaca donde segundos antes estaba Sofonías y mirando de hito en hito por un lado de la mesa permaneció por un tiempo hasta que algunos empezaron a salir del establecimiento, entonces se apresuró a surtir el caldero con más chicharrones y plátanos, segura de que la venta se incrementaría.

    Mientras tanto, la confusión en el recinto era total, la gente se revolcaba en el piso tratando de reptar por debajo de mesas y sillas, otros esperaban que todo pasara, en su mayoría cubriéndose instintivamente con sus manos y brazos la cabeza; no había gritos, el terror los tenía enmudecidos. Alfredo, ya incorporado, se dirigió a una de las puertas que daban a la calle caminando con cierta premura pero sin correr, seguido de cerca por Sofo, quien al pasar por el lugar en el que estuvo sentado momentos antes, agarró de la mesa los cigarrillos y la caneca de aguardiente junto con la copa de cristal y un poncho que reposaba en el espaldar de una silla en la mesa contigua con el que limpió rápidamente la superficie y el espaldar de su silla, tratando no dejar nada de evidencias:

    —Por si las moscas —murmuró.

    Con Sofonías escoltando a su viejo amigo salieron a la calle, todo pasó como un relámpago, la gente no salía de su estupor y cuando los curiosos empezaron a amontonarse en la entrada, nuestros personajes ya se habían ido tomando la dirección contraria a la que se encontraba el vehículo estacionado con el motor en marcha; sus armas habían vuelto a su lugar de reposo en las pretinas de cada uno desde antes de salir y Sofo había colocado el poncho sobre el hombro herido de su amigo. Caminaban sin afán como si fueran dos transeúntes, tranquilos. Sin llamar la atención, prosiguieron hasta llegar a la plaza de mercado donde se confundieron entre la gente.

    Entretanto, en el café seguía el desconcierto, apenas empezaban a reaccionar algunos que, confundidos, no alcanzaban a entender lo sucedido, miraban con estupor los cuerpos sin vida tendidos boca arriba en el piso en el fondo del local cerca de la radiola, con sendos revólveres en la mano y los otros dos en la mitad del local, boca abajo, también armados. Una de las mujeres, encargada de atender las mesas del frente, dijo señalando a estos últimos.

    —Estos entraron disparándole a esos otros que estaban sentados frente a la rockola.

    —Sí —aseveró otro de los testigos—, pero aquellos se defendieron acribillándolos de frente. ¡Qué balacera tan jijuemadre, uy!

    —Esas balas pasaron rozando mi cabeza tan cerca que por poquito me matan —decía uno todo despelucado sentado en una silla en el centro del local.

    —Yo vi unos que estaban sentados cerca de esa puerta que salieron corriendo cagados de miedo.

    Juum, dígame, no es para menos, cómo no correr, a cualquiera le da pánico.

    Así empezaron todos a comentar y a exponer cada uno lo que no vio, y lo que se imaginó aparte de las fantasías que elucubraban, poco a poco fueron desfilando entre comentarios contemplando la escena para luego salir con recelo, nadie quería verse involucrado en los acontecimientos, algunos se retiraron del todo, otros esperaron cerca, y algunos pasaron al toldo de enfrente y pidieron chicharrones y patacones. La fritanguera escuchaba los comentarios sin decir nada, mirando a todos y tal vez tratando de identificar en alguno de ellos a los de los revólveres que se bajaron del jeep, pero de lo que sí estaba segura era que ella no había visto ni oído nada, en ese momento era ciega y sorda.

    —Yo no vi nada, todo pasó tan rápido, oiga, ¿ve, ve?

    —Yo, cuando sentí la balacera, me tiré al suelo; cuando levanté la cabeza, ya todos estaban muertos —dijo uno que acababa de salir del establecimiento.

    —Todo ocurrió muy rápido… —comentó otro.

    Al fin de cuentas, nadie vio nada, ni se dio cuenta de nada, y cuando llegaron las autoridades solo se encontraban los curiosos aglomerados y las cuatro coperas junto al administrador del negocio, quien, al escuchar las detonaciones, según él, se agazapó debajo del mostrador y vino a salir ya cuando oyó el alboroto de los clientes y las mujeres cobrando a quienes les debían.

    —Ese hijueputa se voló, mirá ve y no me pagó —dijo una, refiriéndose a alguien que estaba cerca de la puerta. Asomando la cabeza a la calle comentó—: Nooo, mija, ese conejero de mierda quién sabe dónde estará.

    Conejero malparido —replicó su interlocutora—, a mí sí no, mija, yo siempre estoy pilas.

    —A mí sí, todos me pagaron afortunadamente —medió otra.

    Entretanto, del jeep azul de cabina blanca y vidrios polarizados, que continuaba con el motor en marcha, bajó un quinto hombre descomunalmente obeso tratando de comunicarse mediante un radioteléfono, hablaba pausado:

    —No, mi capitán, no los veo, voy hacia allá, fueron muchos los disparos que se oyeron, desde aquí no se ve nada. —Y siguió caminando con dificultad acercándose al lugar de los hechos. Al entrar en el establecimiento, miró uno a uno los cuerpos de los caídos y regresó al vehículo—. Mi capitán, hay un problema. Tenemos cuatro bajas en los nuestros. Sí, sí, mi capitán, voy a comunicarme inmediatamente con la central… Sí, mi capitán, lo mantendré informado… Como usted lo ordene… No, no se preocupe por eso, nadie lo sabrá, cambio y fuera. —Luego tomó el radioteléfono del vehículo—. QTC, QTC. Unidad móvil B1, llamando a central… Unidad móvil B1, llamando a central, ¿me escuchan? Unidad móvil B1, llamando a central.

    —Aló, aló, aquí central, aquí central copiando fuerte y claro.

    —Unidad móvil B1 informa un R1 son varios, cuatro 51, posiblemente en un 57 y 56 todo con 59 en un 86 hubo 87, son cuatro 88, unidad móvil B1 informando un R1.37 el 2215, Tonelada.

    —QSL, QSL. ¿Cuál es su ubicación?

    —Aquí unidad móvil B1, calle 15 carrera 23, galería Santa Helena, repito, Santa Helena calle 15, carrera 23. Informar a 44, repito, informar a 44, quedo en 54, quedo en 54, cambio y fuera.

    Veinte minutos después cuatro unidades del DAS (Departamento Administrativo de Seguridad) llegaron al sitio de los acontecimientos. Una veintena de detectives portando brazaletes negros con letras blancas en las que se leía DAS y esgrimiendo subametralladoras Madsen acordonaron la zona impidiendo el acceso y la salida de personas. Media hora después la calle estaba controlada por la policía y los detectives se regaron entre los curiosos recabando información, mientras se esperaba la llegada del inspector y los médicos legistas para el levantamiento de los cadáveres, las sirenas de las ambulancias se escuchaban en la lejanía, la fritanguera seguía vendiendo chicharrones y patacones, escuchando los comentarios y diciendo:

    —Yo no vi nada cuando sonó eso, creí que era pólvora, hasta pensé que alguien estaba cumpliendo años y le estaban celebrando, ¿oye, ve, ve? —El todoterreno Nissan azul, con vidrios polarizados ya no se veía por ninguna parte.

    A varias manzanas del lugar de los hechos, siempre avanzando con paso seguro, comentó Alfredo:

    —¿No pudo ser más oportuna tu aparición?, ¿de dónde demonios saliste?

    Sofo le contó que el que apareció fue él, ya que desde hacía más de una hora estaba degustándose un aguardiente al compás de los tangos, le contó desde el comienzo, cuando lo vio entrar y sus dudas de si era él o no y su salida a la fritanga, la llegada de los hombres y su intervención.

    —El mundo es un pañuelo —terminó diciendo.

    —Sí, eso es —repuso Alfredo tratando de ocultar el dolor que le causaba la herida.

    —Recuerdo aquella reflexión de la guerra que nos enseñaron en uno de esos cursos en que los dos estuvimos, aquella del soldado que en plena guerra llega donde su superior y le dice:

    »—Mi amigo no ha regresado del campo de batalla, señor, solicito permiso para ir a buscarlo.

    »—Permiso denegado —replicó el oficial—. No quiero que arriesgue usted su vida por un hombre que probablemente ha muerto.

    »Y el soldado, importándole un culo la prohibición, se va al campo de batalla, y una hora más tarde regresó herido todo vuelto mierda, trayendo el cadáver de su amigo. Entonces el oficial todo piedro le dice:

    »—¡Ya le dije yo que estaba muerto! ¡¡Ahora he perdido a dos hombres!! Dígame, ¿valía la pena ir allá para traer un cadáver?

    »Y el soldado, maltrecho y jadeante, le responde:

    »—¡Claro que sí, señor!, cuando yo lo encontré, todavía estaba vivo y pudo decirme: Estaba seguro de que vendrías.

    »En mi caso, yo me sentía llevado del Putas, solo y en un lugar que no conozco, pero ¡cómo son las cosas, de la nada apareces justo a tiempo!, antes de que esos malparidos me hicieran mierda. Son muchas las cosas que han pasado en estos últimos años —continuó diciendo Alfredo acomodándose el poncho sobre el hombro herido sin poder ocultar una mueca de dolor—. Desde que saliste de la institución y eso hace ya más de… —Lanzó un sanguinolento escupitajo que se estrelló contra un palo de mango que bordeaba el andén.

    —Quince años —repuso Sofo—, sí, quince, que fue cuando tuve el altercado con el mayor Rodríguez a raíz de mi traslado al Valle. Me acuerdo como si fuera ayer, tú quedaste en Villavicencio y yo me fui a cumplir traslado.

    —Sí, supe de la baja tuya por la orden del día.

    —¡Ay, juelitas!, cómo vuela el tiempo. Sí, claro, a mí me tocó continuar en los Llanos y después me trasladaron para Bogotá; estando allá me dieron de baja, me declararon insubsistente, mejor dicho. Busqué la manera de que me nombraran detective porque yo seguía en la rural, pero me exigían el cartón de bachiller, yo qué bachiller ni qué mierda, y aparte de eso tenía que volver a hacer curso en Suba, los políticos me dieron todos la espalda, no valió nada ni el tremendo historial que yo tenía en mi hoja de vida con esos cursos de contraguerrillas y las condecoraciones de honor al mérito, todo eso resultó basura, moví palancas por cielo y tierra, pero todo fue inútil, ese mayorcito de mierda después que me jodí tanto por él y casi me quiebran la almorrana por andar al culo de ese HP se hizo el loco, me dio una carta de recomendación que no me sirve ni para limpiarme el culo.

    »Mientras tanto pasaban los meses, fui quedándome sin dinero, la cesantía se demoraba cada vez más y más, yo mantenía por ahí por la carrera 4 en las inmediaciones de las dependencias del DAS, donde solían permanecer los tiras y excompañeros que estaban activos y también los que estaban como yo fuera del servicio, y todos con la misma necesidad, unos eran amigos conocidos en varias seccionales y ahí me mantenía con ellos, pasando trabajos, haciendo negocios chimbos, chuecos, hasta que me entró la malparidés, no encontré trabajo en ninguna parte, pasé un tiempo en San Victorino, zona donde el asalto a mano armada, el robo, la vagancia y la drogadicción son comunes, con todos esos malandrines me codeaba, ya sabes cómo son esas ollas, allí conocí gente de toda clase, cosquilleros, estucheros, toqueros, apartamenteros, raponeros, jaladores, gentuza, delincuentes de poca monta que es lo que se encuentra en esos sitios. Es una larga historia que ya tendré tiempo de contártela.

    —Pues a mí me pasó algo parecido —repuso Sofonías—, uno se mete tanto en esa institución que le carcome el cerebro y cuando se desvincula de ella queda como ternero huérfano, es como si estuviese atado y como que se le cierran los espacios, entonces no encuentra otra cosa más que ese ambiente en el que uno se ha desenvuelto y como el trabajo se relaciona con el hampa termina uno metido, perteneciendo a esa misma letrina, revolcándose en la murria de la pobreza, el rebusque, el hambre, las drogas, el robo, la violencia, la inseguridad, el miedo, dentro esa dinámica social de odio y de necesidad compuesta por compañeros entrañables de la rockola, amigos del tango, concuñas de andrajosos, gentes de arrabales y de mal vivir, maleantes, embutidos en aquella subcultura criminal que pugna por convertirnos en lo que no somos estimulando la fuerza animal y oscura que llevamos todos los humanos en nuestro interior.

    Sofonías fue claro y se sintió vagando en las penumbras de su pobre vida, huyéndole al destino que se complacía en distorsionarla llenándole el camino de tempestades mientras trata de librarse, en la medida de lo posible, de su maldición.

    De hito en hito, Alfredo lo observaba, pensaba que, aunque avejentado, su amigo en nada había cambiado, siempre tan elocuente y bien expresado. «Definitivamente es un hombre inteligente», pensó.

    Habían caminado más de veinte manzanas, y se aproximaban a una autopista, Alfredo lanzó otro escupitajo, esputo que fue a estrellarse contra el zócalo de la pared, justo en la esquina. Esta vez paró para apoyarse de espaldas a la pared para continuar su relato:

    —Un pinta de aquí me enganchó para que le comprara un cargamento de pasta de coca que él había traído de Bolivia y del cual tenía que pagarle hoy la mitad, aquí traigo la marmaja pegada con cinta adhesiva debajo de la camisa, casi medio millón de dólares, pero me resultó un torcido, me querían bajar del billete esos malpas.

    Después de hacer otro gesto de dolor y acomodar los pies para lograr guardar el equilibrio, continuó:

    —Pero se equivocaron de bus y gracias a tu intervención se los llevó el Putas.

    Alfredo había palidecido y se veía agotado, él mismo había taponado la herida con un pañuelo y esto impedía que la sangre saliera, pero la respiración se hacía cada vez más agitada.

    —Bueno —comentó Sofo—, tengo una casa donde te puedes quedar y estar seguro, cuento con algunos médicos y enfermeros, amigos de confianza que pueden atender tu herida, yo puedo colaborar en lo que creas necesario sin que tengas que pagarme nada, tú sabes que puedes contar conmigo para lo que sea, no debes andar con ese billete encima por ahí dando papaya. Aquí no se puede confiar en nadie.

    —No, camarita, no necesito nada por ahora, lo de la herida no es nada grave, yo tengo a alguien que me puede curar. Confío en ti y te agradezco tu buena voluntad, siempre estaré en deuda contigo, pero no quiero comprometerte en esto hasta no estar muy seguro de que todo saldrá bien. Las épocas de las aventuras pasaron a la historia, quiero que nos reunamos cualquier día con tiempo y podamos conversar con tranquilidad y tomarnos aquellas copas que el pasado nos debe. —Trató de sonreír—. Me alegra que nos hayamos reencontrado después de tanto tiempo, es mucho lo que tenemos que contarnos, supongo que tú también tienes tus historias. Sé que te va a extrañar que no acepte tu hospitalidad, pero tengo que arreglar unos asuntos que solo a mí me atañen, no quiero que te metas en esto, espero que lo comprendas.

    —No, no lo comprendo —respondió Sofonías—, pero allá tú —dijo levantando los hombros.

    —Déjame anotarte entonces una dirección y un teléfono. Aquí me encontrarás a partir de hoy y esperaré por unas dos semanas, procura memorizar esta dirección, es una caleta que he conservado sana durante muchos años. Cuídate mucho, manito, me quedo preocupado por ti.

    Alfredo recibió el papel y sonrió al ver que Sofo había utilizado una clave que habían aprendido en la escuela de contraguerrillas en Panamá; en ese instante, los ojos de Alfredo comenzaron a ponerse vidriosos y entrecerrarse, sus piernas se doblaron y Sofonías lo agarró colocando uno de sus brazos sobre el cuello.

    —Alfredo, Alfredo, fuerza, canijo, no te puedes desmayar, pilas, pilas, te llevaré conmigo, nos haremos los borrachos, vamos, vamos. —Era notorio el esfuerzo de Alfredo por conservarse en pie—. Taxi, taxi —llamó Sofonías a un coche de servicio público que en ese preciso instante pasaba. Con algo de desconfianza el chofer detuvo el vehículo preguntando:

    —¿A dónde van?

    —Al centro —dijo rápido Sofonías, que abrió una de las puertas de atrás acomodando a su amigo y sentándose luego a su lado—. Qué borrachera tiene mi compadre. —Y sacando la caneca de aguardiente que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón le dijo—: Tómese otro, compadre. —Alfredo agarró la botella y de un trago apuró casi la mitad de su contenido. El efecto revitalizador no se hizo esperar y arrastrando las palabras comentó:

    —Creo que es hora de ir a casa, la mujer me debe estar esperando con la tranca de la puerta, je, je, je. Señor, a la avenida Sexta, por favor.

    Cuando llegaron al Batallón Pichincha, se apearon y continuaron caminando despacio hasta llegar al Café Los Turcos y allí tomaron otro taxi que los condujo a San Antonio, apeándose en la calle 3 con calle 2.

    —¿Falta mucho?

    —Una manzana —repuso Sofo—, ¿crees que podrás aguantar?

    —Eso y mucho más —contestó Alfredo, que se notaba cada vez más débil.

    Los dos sonrieron. Cuando el vehículo desapareció, caminaron hasta la calle 2 donde quedaba la casa de Sofonías. Alfredo pasó el brazo sobre el hombro de su amigo, caminaban como dos borrachos. Sofo sostenía la botella de aguardiente en su mano libre y así llegaron. Una vez en el interior de la casa, Sofonías recostó a su amigo en su cama diciéndole:

    —No te preocupes, compañero, nada te faltará, llamaré a un médico de inmediato, pero antes te voy a dar un pijama. —Buscó dentro de un armario, mientras tanto, Alfredo se quitaba la camisa; con la ayuda de Sofo desprendieron la cinta adhesiva que sujetaba el dinero. Sofonías, sin desacomodar los billetes, los enrolló en la misma cinta y guardó el paquete en el interior del armario, luego tomó el auricular del teléfono que descansaba en la mesita de noche y marcó un número—. Ahí quedan bien, ya sabes dónde están, ahora ponte el pijama, llamaré al médico. Rodolfo, te necesito para un Diez Once en la casa de mi mamá, está enfermita. —Cuando colgó el auricular se topó con la mirada de Alfredo—. No te preocupes, tranquilo, coloca tu revólver debajo de la almohada, así te sentirás mejor, esta casa es mía, vivo solo y únicamente la uso cuando necesito estar encaletado. El que viene se llama Rodolfo y es un médico cirujano, trabaja en la clínica de Occidente y es de mi entera confianza. Lo acompaña para estos casos siempre una enfermera muy eficiente, graduada, ella solo trabaja en casos especiales. Tengo que traer una mesa, debo de tener una pequeña en el patio de atrás.

    Al regresar, colocó la mesa cerca de la cama, la cubrió con un mantel blanco, trajo una silla y se sentó junto a su amigo que se resistía a cerrar los ojos.

    —Creo que me tomaré un trago.

    —Yo también —dijo el herido.

    Sofonías trajo una botella entera de aguardiente, dos vasos y una jarra con agua.

    —¿Tienes leche? —preguntó Alfredo.

    —Sí, claro —repuso Sofo, saliendo apresurado regresando con una botella de leche Salomia. Sirvió el aguardiente en los vasos y le preguntó a su amigo—: ¿Lo pasas con la leche o te la sirvo encima?

    —Llena el vaso con leche. —Alfredo trató de incorporarse para asir el vaso, pero no pudo. Su cabeza cayó desmadejada sobre la almohada, había perdido el conocimiento. Sofonías trató de acomodarlo, pero unos golpes en el portón de la calle lo hicieron salir apresurado.

    Sin saludar, Rodolfo preguntó:

    —¿Dónde está el herido?

    —En el cuarto principal, a mano izquierda.

    Seguido por la enfermera y llevando cada uno dos maletines grandes entraron apresuradamente.

    —Bien por la mesa —comentó el galeno, colocando los maletines en el piso—. ¿Cuánto hace que perdió el conocimiento?

    —Unos cuatro o cinco minutos —respondió Sofo.

    El médico comenzó a auscultar al paciente, levantó los párpados, le tomó el pulso, mientras ordenaba a la enfermera.

    —Plasma, rápido, ¿dónde encuentro una toma de corriente? —Dirigiéndose a Nancy le explicó—: Estricnina, 0,001 g cada hora. Cafeína, 0,25 g y aceite alcanforado, 5 c.c. Atropina, 0,001 g cada cuatro horas. Llenar la circulación inyección endovenosa de suero fisiológico o glucosado después del plasma. Tenemos que operar de emergencia. Prepare todo.

    Sofo señaló una toma de corriente múltiple que estaba cerca de la cama, rápidamente colocaron la mesa en el lado opuesto. Nancy le entregó a Sofo un trípode para que lo armara, mientras ella retiraba de una pequeña hielera el plasma que colocó sobre la cama, desnudó al paciente cubriendo su cuerpo con una sábana y, en segundos, el herido estaba conectado al sistema cardiovascular y empezaba a recibir las primeras gotas de plasma al que habían añadido la anestesia. El dormitorio de la casa de Sofonías se convirtió en un quirófano, Nancy había hecho un reconocimiento de la vivienda ubicando cocina, baños, lavadero, patios, armarios donde se guardaba la ropa de cama, toallas etc., volvió frente al paciente acercándose con un estuche dentro del cual había una máscara de oxígeno conectada a dos pequeños cilindros. Cuando estaba colocando la careta, trató de acomodar la almohada bajo la cual palpó el revólver, miro a Sofonías, quien estiró la mano en señal requisitoria. Nancy sacó el Magnum 357 y con naturalidad, sin inmutarse se lo entregó a Sofonías quien lo depositó dentro del armario.

    —Debo guardar su camioneta en el garaje y la entrada es por la otra calle, ¿me permite las llaves?

    El médico, quien ya tenía los guantes quirúrgicos colocados, miró a Nancy y esta sacó del bolsillo del galeno las llaves y se las entregó a Sofo. Al regresar, comentó:

    —La puerta que está al fondo del patio interior comunica con el garaje. —Y señalando una repisa indicó—: Allí están las llaves de toda la casa, ahí coloco estas. —Luego se dirigió al armario y después de asegurarlo retiró la llave y la guardó en un bolsillo de su pantalón.

    —Debo salir por un momento.

    —Demórese el tiempo que quiera, esto va pa largo —respondió el médico—. Ha perdido mucha sangre, tiene una hemorragia interna que debo detener inmediatamente, el proyectil hizo muchos estragos antes de salir, era una especie de dum-dum, al parecer hechizo porque no explotó del todo, el caso es grave, haré todo lo posible para salvarlo.

    Sofonías se dirigió al centro de la ciudad, caminó por la avenida Sexta dirigiéndose al puente Ortiz, se detuvo en una venta callejera de cucas, aquellas galleticas negras que tanto le gustaban, y después de armar un emparedado con queso crema y atisbar con disimulo en todas direcciones y no encontrar ningún indicio de que le siguieran, continuó caminando en dirección a la avenida primera, cruzó por enfrente de la iglesia la Ermita dirigiéndose al parque Caicedo, buscó entre las bancas a Guayo, un lustrabotas amigo que le servía de informante desde la época en que Sofonías era detective, lo encontró desocupado a la sombra de una palmera, sentado en una butaquita junto a su caja de embolar leyendo un periódico. Sofo se sentó en la banca diciéndole:

    Pilas, broder, que me pueden venir siguiendo, échele ojo a mi espalda que yo me encargo del frente. ¿Cómo van las cosas?

    —Tranquilo, mano —contestó el lustrabotas mirando disimuladamente a su alrededor y empezando a sacar de la caja de embolar cepillos y cajas de betún.

    —Lo último, manito, es que un empastre, puayá en la galemba le dio tostalina a dos tiras, quesque, hace como una hora y andan alborotaos, es que esos manes andan también en sus cochinadas, ¿diga? —comentó alzando las cejas y entornando

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