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Oliver Marz y el príncipe Krein
Oliver Marz y el príncipe Krein
Oliver Marz y el príncipe Krein
Libro electrónico470 páginas7 horas

Oliver Marz y el príncipe Krein

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Información de este libro electrónico

Un joven huérfano, una princesa desterrada, una guerrera solitaria y un hombre liberado. Con tantas diferencias, y en un mundo dividido por guerras y fronteras, ¿qué podrían tener en común ? Entre magia, aventuras y profecías, cuatro chicos completamente distintos cruzan sus historias cuando son elegidos para trabajar en una misma misión: vencer al
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 dic 2020
Oliver Marz y el príncipe Krein
Autor

Aldo García Heredia

Es egresado de la carrera de ciencias biológica de la UANL. Ésta es su primera novela.

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    Oliver Marz y el príncipe Krein - Aldo García Heredia

    Contenido

    Prólogo

    1. Oliver

    2. Una extraña enmienda

    3. Sofía

    4. Alice

    5. La primera misión

    6. La verdadera misión

    7. Un lugar muy extraño

    8. El Escape de Krun

    9. Caminos separados

    10. Vers Yogan

    11. Búsqueda

    12. Una chica muy especial

    13. El Coliseo de los Muertos

    14. Rescate

    15. La batalla por Paradiso

    16. El despertar del príncipe Krein

    17. La batalla por Tierra Nueva

    18. Un nuevo comienzo

    Prólogo

    Cersius, el rey de Tresthos, dijo.

    —¿Están seguros de lo que soñaron?

    —Muerte —respondió Tesio, rey de Saperthos.

    —Una bestia —especificó Johansen, rey de Northos.

    —Oscuridad —agregó Adamanthos, rey de Kalthos.

    —Entonces, Tierra Nueva corre peligro —declaró Cersius.

    —¿Qué haremos para detener esto? —preguntó Johansen sumamente confundido, intentando esconder su temor— ¿O acaso somos capaces de escondernos detrás de nuestras murallas para poder evitar esta inminente masacre?

    —A pesar de que mi reino vive en las nubes —comenzó a decir Tesio en tono desesperanzado—, no sé si seremos capaces de detener a la bestia.

    —Mi imperio vive del mar —comentó Johansen pensativo—, pero aun así no creo que el mar pueda resguardarnos de lo que se avecina.

    —Mi gente ha cavado túneles por miles de años —dijo Adamanthos con orgullo—, mas no estoy seguro de que seamos capaces de escondernos frente a la oscuridad que se avecina.

    —Tresthos es el imperio más accesible para la bestia —dijo Cersius apesadumbrado—, no soportaremos ni un solo día contra ella.

    Los hombres se quedaron silenciosos por un momento, cayendo en la cuenta de que, a pesar de las diferencias ancestrales, debían unir fuerzas entre ellos para sobrevivir.

    —¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Cersius, arrepintiéndose casi inmediatamente de haberlo pensado.

    —El cometa Fate vendrá en unos treinta años —respondió Tesio con gran desilusión dentro de sí—, y con ello el sol rojo inundará nuestro mundo.

    El silencio volvió a reinar en la habitación, mientras los soberanos se percataban de lo perdidos que estaban. Era muy poco tiempo, y ninguno sabía qué hacer para evitar la eventual tragedia; excepto Cersius, quien formulaba un plan, uno poco usual, pero un plan.

    —Tendremos que unir nuestras casas —confesó Cersius con cierta amargura en su tono.

    —¿Unirnos? —preguntó Tesio extrañado—, jamás se ha logrado en nuestra historia.

    —Y jamás nos hemos enfrentado a una oscuridad como lo que se avecina — respondió Cersius con severidad.

    La sala enmudeció una vez más, mientras los emperadores se miraban entre sí, llenos de angustia e incertidumbre. ¿Qué elegir?,

    ¿la permanencia de sus prístinas descendencias y el honor de sus casas?, ¿o la supervivencia de sus imperios?.

    —Estoy de acuerdo —accedió Adamanthos con firmeza.

    —Yo también —siguió Johansen.

    —Veo que no hay otra alternativa —dijo Tesio sin remedio.

    —El heredero de toda Tierra Nueva se llamará Krein —proclamó Cersius.

    1. Oliver

    La mañana era cálida, con un sol brillante. El campo se extendía colorido, entre una gran variedad de plantas; era un terreno inmenso, y solamente una reducida parte de éste había sido trabajada. En su corazón se erigía una rústica y solitaria cabaña de madera.

    Mia se percató de la presencia de un adolescente acostado sobre la hierba, observó golpes en sus pómulos, y un par de moretones en sus piernas. Permaneció quieta mientras se preguntaba qué era lo que debía hacer con él. En otras ocasiones había ocurrido algo similar con ese mismo muchacho, pero esta vez faltaban frutos a su alrededor.

    —Creo que te tendré que llevar con el señor Beasmir —le dijo Mia al adolescente manco, mirándolo fijamente—, sé que no robaste ganzanias, pero aún así debo reportárselo al jefe.

    Se echó al adolescente sobre la espalda, dirigiéndose hacia la cabaña. El chico permanecía inconsciente, cosa que le extrañaba, pues lo sentía respirar agitadamente, pero infirió que debía de estar sumido en un profundo trance.

    Mia entró a la casa y colocó al manco sobre una mesa de madera que se encontraba en la sala, para después sentarse en una silla a un lado de esta, con el propósito de esperar al señor Beasmir. Aún era temprano, pues ella encontraba cierta satisfacción en madrugar, dedicándose a algo sumamente distinto a lo que hacía en su pasado.

    Observó detenidamente al pálido adolescente, le faltaba desde el codo hasta los dedos del brazo izquierdo. Su cabello era largo y liso, de un profundo color castaño; sus ojos eran aún más oscuros, cosa de la que pudo percatarse después de haberle abierto cuidadosamente los párpados con las manos. El pantalón que llevaba, la única prenda que poseía, se encontraba sucia y llena de tierra.

    —¿Quién eres? —preguntó Mia en voz baja, sabiendo que no recibiría respuesta.

    Tras una hora de espera, el señor Beasmir llegó a la cabaña cansado y algo ajetreado por el trayecto. La edad le pesaba, sesenta y dos años no eran algo que pudiera tomarse a la ligera. Vestía un hábito blanco que le cubría todo el cuerpo, ceñido en la cintura con una cuerda celeste.

    —Supongo que se trata de Oliver —dijo el hombre tras haber escuchado la explicación de Mia—, ya una pequeña celebridad.

    —¿De qué habla? —preguntó ella incrédula.

    —Se ha hecho un nombre por recibir palizas de otros.

    —¿Se embriaga con frecuencia? —Mia estaba confundida.

    —No —respondió el señor mientras se giraba para mirarla—, suele recibir golpes por defender a un grupo de huérfanos, o a cualquier persona que se esté siendo abusada.

    La sorpresa se reflejó en el rostro de la mujer, no esperaba esa respuesta. No sabía nada sobre lo que pasaba aquél adolescente en su día a día, pero suponía que debía de tener alguna razón personal para estarse metiendo constantemente en defensa de otros. Le parecía algo loable pero sin trascendencia.

    —¿Sabe por qué lo hace?

    —En realidad no —respondió Beasmir— pero supongo que la vida no ha de ser benevolente con los huérfanos, y considerando que éste chico es manco…

    —Entiendo, ¿qué hará con él?

    ***

    Cuando Oliver despertó, no se podía mover. No recordaba con quién se había peleado, pues ya había pasado por demasiadas palizas como para aprenderse los nombres de todos. Comenzó a prestar atención a su alrededor. Se encontraba sobre algo duro, y con la mirada en el techo dedujo que estaba sobre una mesa o tal vez una banca.

    Después de media hora ya había recuperado la fuerza suficiente para ser capaz de mover el cuello. Volteó su cara hacia la derecha y hacia la izquierda, pudiendo observar dos puertas rústicas y una mesa de madera. De pronto, escuchó pasos provenientes de una de las puertas, y fingió estar dormido.

    —Ya deja de hacerte el dormido y levántate.

    Oliver se giró, y se encontró con un hombre ya mayor, con abundantes canas y un abultado vientre que le caía hasta la mitad de sus muslos. No parecía estar molesto, pero tampoco suponía que se encontrara feliz.

    —Perdón por las molestias, señor —dijo Oliver apenado.

    —No tienes porqué pedir perdón, chico —contestó Beasmir mirándolo—, pero te aconsejo que intentes disuadir antes de volver a pelear, o, en su defecto, fortalecerte.

    El señor Beasmir le dio al muchacho un líquido cristalino para beber. Poco después, el muchacho recobró la energía y la movilidad en el cuerpo. Agradeció al dueño de la cabaña por su generosidad mientras cargaba frutos en una mochila que le había entregado el hombre; también le dio ropa y unos zapatos para que usara antes de partir.

    —Cuídate, chico.

    Horas después, tras caminar nervioso por las calles de Linfach, Oliver tuvo que detenerse frente al palacio del rey. Un monje se encontraba acaparando a un cúmulo de feligreses.

    —¡Arrepiéntanse, que el fin está cerca! —gritaba mientras su público lo ovacionaba—. El regreso del príncipe Krein ocurrirá pronto. El manco permaneció ahí por un momento, observando cómo las palabras del monje atraían e ilusionaban a una gran cantidad de personas, aunque él no era devoto de aquella religión. Pronto decidió reanudar su trayecto hacia el orfanato, pues estaba seguro de que quien sea que le hubiera dado una paliza la noche anterior, lo volvería a hacer si lo veía por ahí.

    Las calles de Linfach eran espaciosas, pero estaban muy transitadas esos días porque la gente solía ir al río Leido a bañarse. Era una tradición centenaria, la cual surgió cuando los colonizadores habían llegado a aquella zona por primera vez, y lo primero que hicieron fue ir a bañarse y beber de aquella agua, exhaustos y sedientos tras los desiertos que tuvieron que atravesar. Oliver sabía que las calles no eran seguras, y aunque no tenía miedo de volver a pelearse, sabía que en esos momentos no se encontraba tan fuerte como para luchar. Pasar desapercibido en la ciudad no le resultaría difícil, pues decidió subirse al techo de una casa para comenzar a trasladarse sobre las azoteas de los edificios.

    Después de varias calles, Oliver descendió y se metió por una ventana abierta a un edificio muy espacioso: el orfanato Benti. La multitud de niños en la habitación se llenaron de felicidad al verlo. El muchacho estaba claramente exhausto, pero al ver a los infantes una alegría llenó su alma. Abrió la mochila de cuero que el señor Beasmir le había regalado y comenzó a repartir los frutos que tenía adentro. Cuando terminó, se echó a dormir.

    ***

    Se encontraba en un lugar blanco y vacío y, por alguna razón, poseía su extremidad izquierda completa. El paisaje cambió repentinamente: delante de él había una inmensa tormenta, a su izquierda estaba el desierto, a su derecha había grandes llamaradas, y al voltear hacia atrás vio un tornado. Elevó su vista al cielo y vio que era rojo. Miró sus pies y se dio cuenta de que se encontraba parado sobre una piedra negra con cuatro líneas horizontales: de izquierda a derecha una roja, una verde, una azul y una amarilla. A lo lejos escuchaba gritos humanos que cada vez se hacían más fuertes. Y en un instante, dejó de llover, el calor se convirtió en frío, el fuego se apagó y el remolino desapareció. El panorama se oscureció, y Oliver murió.

    ***

    Despertó abruptamente, empapado en sudor. Todo se había sentido tan real en aquel sueño: su mano izquierda, el calor, los gritos de las personas. Trató de dormir otra vez, pero no pudo. Se puso de pie para lavarse la cara, cosa que le resultó muy difícil, pues mientras más pensaba en su sueño, más terror sentía. De repente comenzó a escuchar sonidos extraños, como nada que hubiera escuchado antes. Intentó calmarse, pero se dio cuenta de que alguien estaba hablándole, aunque no lograba entender muy bien sus palabras. Miró a los niños, pensando en que tal vez era alguno de ellos, pero estaban todos dormidos.

    —No entiendo.

    La voz cambió rotundamente, y Oliver se percató que estaba diciendo palabras que había escuchado una vez que pasó por el palacio, seguramente era el idioma de la realeza. Después de unos largos segundos, comenzó a entender lo que la voz le decía.

    —Debes de irte de aquí y dirigirte a Laqua ahora mismo.

    —¿Por qué? ¿Quién eres? ¿Cómo entraste a mi cabeza?

    Pero nadie respondió. Se escuchó la puerta frontal del orfanato abrirse abruptamente, así como a dos personas discutir. Poco después, se oyó una multitud que subía las escaleras hacia el cuarto donde estaba Oliver. Una voz habló detrás de la puerta:

    —Soy el sargento Nier, estoy buscando a un prófugo manco de quince a dieciocho. Según testigos, se le ha visto refugiarse en este edificio. Demando que abran la puerta o la tumbaré.

    —¿Por qué lo buscan? —preguntó uno de los niños.

    —Por haber agredido a un oficial durante una trifulca hace dos semanas.

    —Si abro, ¿podría unirme a la militarizada? —preguntó otro.

    —Te doy mi palabra —afirmó el capitán—, pero abre la puerta.

    El niño abrió la puerta y entraron los soldados con sus espadas desenvainadas, registrando el lugar. Los niños se maravillaron de lo limpios que lucían su uniformes, para después deslumbrarse con las espadas. Tras varios minutos de búsqueda, concluyeron que el chico había logrado escapar. El sargento se molestó, y al ver al niño que le había abierto la puerta, lo llevó con él.

    Oliver había podido escabullirse con su mochila nueva por la ventana segundos antes de que el sargento Nier abriese la puerta. Era ya medianoche, y el chico tenía que buscar dónde dormir. El gobierno había impuesto un toque de queda por supuesta seguridad, con el fin de cuidar la reputación de Linfach, principal motor comercial del imperio de Thrania.

    Oliver recordó haber escuchado de un lugar llamado Faren Juk, donde los comerciantes podían pasar la noche si es que no habían encontrado otro lugar donde hospedarse. El problema era que solamente se hospedaba a extranjeros, además de que el gobierno lo controlaba, por lo que habría militares custodiándolo.

    Trató de verse lo más elegante posible, tratando de disimular su aspecto descuidado, pues de la primera impresión dependería si era aceptado o no. Exhausto, comenzó a caminar hacia Faren Juk, esperando lograr convencer a los soldados de que era un comerciante, o de que tal vez sintiesen lástima por él y lo dejaran entrar. Con algo de dificultad, se puso la ropa que le había dado el señor Beasmir: una camisa blanca de algodón abotonada, un par de pantalones púrpuras de lino, y unas sandalias de cuero. Era lo más caro que alguna vez había vestido, ideal para encontrar alojamiento en Faren Juk.

    Llegó y se paró frente a la puerta, admirándola. No había soldados cuidandola, lo cual era buena señal. Parecía más una casa cualquiera, a excepción por el letrero amarillo de madera con su nombre, colocado encima de las dos ventanas del segundo piso. En una de ellas había una vela encendida, lo cual indicaba que alguien la habitaba. La otra habitación estaba a oscuras. El edificio era gris, y la puerta principal estaba pintada de rojo. Oliver se acercó y tocó la puerta para después intentar abrirla con cuidado, pero se encontraba cerrada por el otro lado. Volvió a tratar, pero no tuvo éxito. Decepcionado, dio media vuelta y se retiró.

    De pronto, escuchó un golpe desde adentro de la casa, y un vidrio se rompió. Al girarse, vio a una persona con una máscara correr desesperadamente desde la casa. Corría con una daga teñida de rojo. No entendía lo que estaba pasando, pero temía encontrarse en el lugar y momento equivocados. Instantes después, dos hombres se asomaron por la ventana rota y pudieron ver a Oliver.

    Uno de los hombres salió de la casa y corrió alborotado hacia el chico. Era corpulento y calvo, y vestía una camisa café y un pantalón a juego.

    —¿Manco, qué ha sucedido aquí? ¿No viste a alguien salir por esa ventana?

    —Vi a alguien vestido de negro con una máscara, se fue rumbo a la avenida Werni.

    —Gracias manco —respondió—. Por cierto, me llamo Falk.

    —Mi nombre es Oliver.

    El hombre le entregó un machete y le dijo que, si lo ayudaba a detenerlo, le dejaría quedarse en Faren Juk todo el tiempo que él quisiera. Oliver aceptó y se echaron a correr, alcanzando a verlo a una distancia no muy lejana. Apretaron el paso y se escondieron cerca de él, pensando que el maleante no se había percatado de su persecución. Después giró hacia un callejón sin salida, se dio media vuelta, y sacó dos dagas.

    Falk y Oliver entraron al callejón únicamente iluminado por la luz de la luna. Ahí fue donde el joven manco pudo observar mejor al malhechor: su máscara era rígida, mitad roja y mitad negra, con una línea naranja entre ambos colores. Su atuendo negro consistía en una camisa de manga larga y un pantalón. Su calzado también era negro.

    —Pagarás por lo que le has hecho a mi padre, ¡juro que te mataré tan cierto como que me llamo Falk! —amenazó con ira mientras señalaba al asesino.

    Oliver se quedó atónito. No esperaba algo así, pero después comprendió que este momento habría de ser muy triste para su compañero, y decidió no hablar por respeto. Falk, en su momento de suma tristeza, comenzó a correr para atacar al asesino con una espada. Oliver se echó a correr también, pero sin poder alcanzarlo. El asesino no se movió, y en un instante había lanzado sus dos dagas. Una se enterró en el pecho de Falk, y la otra en el de Oliver. Los dos cayeron al suelo. Oliver escuchaba a su compañero con dificultades para respirar.

    El asesino se quitó la máscara. Falk, todavía vivo, comenzó a maldecir al malhechor, pero este lo mató rápidamente con un solo movimiento. Ya había recuperado una de sus armas, ahora iba por la otra. Oliver, al saber que sería asesinado, comenzó a recordar todas las golpizas que había recibido tratando de salvar o defender a los débiles, a sus padres atacándolo y discutiendo, siendo asesinados por unos desconocidos. Recordó cuando fue vendido como esclavo y cuando escapó. Su llegada a Linfach, y cuando conoció a los chicos del orfanato. Toda su vida pasó frente a sus ojos.

    Cuando Oliver vio al asesino se dio cuenta de que no era un hombre, sino una mujer. Con la piel más blanca que la suya y tal vez de su misma edad, con unos ojos naranjas enojados. Su cabello era largo y amarillo, y sus mejillas estaban enrojecidas. Oliver, por alguna razón, le sonrió. La mujer lo vio con curiosidad. Después puso un pie sobre la costilla izquierda de Oliver, y tomó la daga con las manos. Al observar la punta de su arma, el chico notó sorpresa en su rostro. Parecía que iba a preguntarle algo, pero comenzó a escucharse gente preguntando por Falk. La adolescente salió al encuentro de las personas, un grupo de soldados.

    —Aquí está Falk, ese manco lo mató.

    —Muchas gracias, señorita —respondieron los soldados.

    Oliver trató de levantarse, pero estaba paralizado. La asesina había sido astuta. Al ver al manco, los soldados corrieron para golpearlo. La chica comenzó a alejarse disimuladamente, pero al escuchar los gritos de dolor de Oliver, se devolvió un momento.

    —Señores, yo vi que ese chico solamente actuó en defensa propia porque le querían robar.

    —Tal vez lo hizo —respondió uno de los soldados—, pero acaba de matar a una de las personas más importantes para el comercio. Sin Falk, todo podría caerse a la ruina.

    La joven, al ver que sus intentos de evitar la violencia serían en vano, se alejó sin que nadie se percatara, fundiéndose entre las sombras de aquella noche.

    Oliver estaba aturdido, no sabía qué hacer. Por una parte le tenía un inmenso odio a la asesina por haber matado al señor Falk y haberlo culpado del asesinato, pero por otra, se sentía confundido, pues había tratado de convencer a los soldados que había actuado en defensa personal. Algo había hecho que la mujer se arrepintiera.

    ¿Qué pudo haber sido? ¿Lástima? Su mente no dejaba de pensar.

    ¿Y cómo era posible que siguiera vivo? Una daga le había atravesado el pecho, y ya no sentía dolor en esa parte del cuerpo. La sangre había dejado de bañar su tórax y su abdomen.

    El imperio quería hacer creer que la justicia siempre era llevada a cabo. Así que, en casos como el de Oliver, la ley solía imponerse de forma ejemplar. El manco relató los hechos, y esperó que el testigo de la ventana lo defendiera, pero no lo hizo. En cambio, dijo que Oliver también había matado al padre de Falk. Al escuchar el veredicto del ya muy anciano juez, sucedió lo que más temía: se le condenó a siete años en prisión y muerte por guillotina al terminarlos.

    Oliver solamente quería un lugar donde dormir, pero se encontró en el momento equivocado. Sus días estaban contados. Un joven manco como él probablemente sería víctima de burlas y abusos en la cárcel. Estaba triste, pero jamás dejó de pensar en aquella voz, ligera como el viento, que le había dicho que partiera a Laqua. Tal vez la había imaginado, tal vez no; lo único cierto era que le resultaba muy familiar…

    Al día siguiente, Oliver fue trasladado a la cárcel de Krun.

    2. Una extraña enmienda

    Frente al palacio del rey hay una plaza llena de comerciantes ofreciendo todo tipo de productos, sobre todo alimentos. Todos los vendedores se conocen entre sí, cada uno ocupando su propio lugar. Mia terminaba de vender la mercancía del campo del señor Beasmir, y a pesar de su agotamiento, no quería fallar en su trabajo. Súbitamente la plaza se llenó de militares que comenzaron a interrogar a los puesteros. La mujer pensó que probablemente se encontraban en la búsqueda de algún sujeto sin la suficiente trascendencia como para ejecutarlo de manera privada.

    —Buen día, señorita —uno de los uniformados se dirigió a Mia—, estamos en la búsqueda de un adolescente manco, de cabello castaño. ¿Tendrá usted alguna idea de su paradero?

    Mia se mantuvo callada por unos instantes mientras organizaba sus ideas, intentando poder decir la verdad sin meter al señor Beasmir.

    —En la mañana creí haber visto a un manco por el campo del señor Beasmir, pero se fue corriendo en dirección a la ciudad.

    —Ya veo… ¿es toda la información que tiene?

    —Me temo que sí, oficial.

    Los militares abandonaron aquella plaza para reanudar su búsqueda en otro lugar, lo cual reconfortó a Mia, pues la oleada de uniformados había ahuyentado a los comensales. Terminó la jornada laboral, y se fue a dormir a casa.

    ***

    —Mia, hay algo que no entiendo —dijo Beasmir tras haberla saludado en la mañana del día siguiente, antes de que se fuera al mercado—, ¿por qué una cazarrecompensas de treinta años decide dejar su antiguo empleo y dedicarse a la agricultura?

    La pregunta tomó por sorpresa a Mia. Jamás le había negado a su jefe su pasado como mercenaria, pero no era un tema del hablara normalmente.

    —Decidí vivir a costa mía y no de los demás.

    —Antes de que te vayas, necesito que vayas a Linfach a vender unas ganzanias —Beasmir no preguntaría más.

    Mia asintió y comenzó su camino hacia la ciudad.

    ***

    Al terminar un muy productivo día de trabajo, Mia guardó la copiosa ganancia, y emprendió su ruta de regreso a casa. Mientras caminaba, un mendigo se le acercó cuidadosamente, intentando no alterar la prisa con la que caminaba aquella mujer.

    —Si yo fuera usted, no tomaría la avenida Jens.

    —¿Por qué no habría de tomarla? —respondió Mia algo sobresaltada.

    —Siguen con lo del homicidio del señor Falk.

    —¿Mataron al señor Falk? —preguntó sorprendida.

    —Sí, dicen que fue un joven manco.

    Aceleró el paso, alejándose del hombre, y rodeó la avenida de la que había sido advertida. Estaba extrañada, pues no consideraba al adolescente con la fuerza suficiente como para derrotar a un adulto. Dedujo que probablemente era un invento del imperio para encontrar a un culpable por la muerte de Falk. Después de pensarlo un momento, comenzó a temer por la estabilidad económica de la ciudad, pues la gran cantidad de alimentos, textiles y armas que eran producidas por el ahora difunto no eran poca cosa.

    Entonces empezó a temer, y no por ella, sino por su jefe. ¿Y si fuera el inicio de un ataque contra los magnates de Linfach? Si bien Beasmir no era de la clase más alta, sus influencias en la rama de los metales en otras ciudades le habían otorgado una gran influencia política y comercial.

    Beasmir nunca cambiaba su rutina. Todas las mañanas, al despertar en la cabaña en el campo, tomaba un vaso de leche mientras esperaba que su única trabajadora de campo se reportara. Habiéndolo hecho, iba a su habitación y pasaba todo el día ahí. En algunas ocasiones caminaba por el campo, y cada dos días iba a Linfach, quedándose una noche allá.

    Siguieron pasando los días, en los cuales la carga de trabajo seguía siendo sumamente intensa. Pero Mia permaneció alerta, en la búsqueda de cualquier indicio que pudiera sugerirle algo. Le había comentado sus sospechas a su jefe, pero éste las había descartado, mencionando que su razón para tener solamente a una trabajadora en el campo era para que se pensara que se encontraba en crisis económica.

    Un día, mientras recogía su puesto en la plaza, vio que un soldado se dirigía hacia los comerciantes montado sobre un krank adiestrado, un animal de cabeza alargada y unos colmillos que sobresalían de su hocico (incluso cuando lo cerraba). Era de color café, enorme y con unas patas a juego.

    —Disculpe señorita —dijo el soldado—, ¿de casualidad no le queda aunque sea una ganzania?

    —Lo lamento señor —respondió ella—, se han llevado hasta la última.

    —Entiendo —dijo éste decepcionado—, le agradezco su atención.

    —Disculpe, ¿qué tipo de animal es sobre el que está montado?

    —preguntó fingiendo no saber.

    —¿Jamás lo había visto? Es un krank, una cruza de nuestros mejores perros y caballos. Tienen lo mejor de ambos, pero desafortunadamente no viven mucho.

    —Increíble, pero, ¿cómo lo consiguió?

    —La verdad no tengo idea, un criador loco en Threinan comenzó a producirlos, y después el rey los empezó a comprar para utilizarlos con fines militares.

    —Impresionante, muchas gracias oficial.

    —Hasta entonces —se despidió el sargento.

    Mia emprendió su viaje de regreso al campo pensativa, pues ya habían sido varias ocasiones en las que la milicia daba rondines por los puestos de venta agricultora. Suponía que estaban buscando a alguien, lo cual no hacía más que alertarla y mantenerla ansiosa.

    Permaneció ensimismada hasta encontrarse con el señor Beasmir a unos metros, quien ataba su caballo sobre un pedazo de madera frente a una desvencijada casa de colores, con la puerta frontal algo rota y caída. No tenía ventanas y el techo era plano. Ahora sé dónde duerme cuando no lo hace en la cabaña, pensó Mia.

    —Mia necesito que vengas rápido —gritó el hombre girándose para verla.

    La mujer se sobresaltó al percatarse que su jefe la había visto, e institntivamente acató la orden. Beasmir le hizo un ademán indicándole que se metiera a la casa. Ya dentro, la puerta se cerró sin que Mia pudiese haber hecho algo, trató de volverla a abrir, pero esta no cedió. Buscó al señor Beasmir sin éxito. Todo estaba oscuro a excepción de un sendero de velas encendidas. Aquello la espantó, pero sabía que era el único camino que podía seguir.

    —Me arriesgaré —se dijo con poca fe.

    Paso a paso comenzó a acercarse, intentando no tropezarse con las cosas que estaban tiradas en el suelo. Siguió avanzando silenciosamente hasta que escuchó un ruido. El sonido provenía de arriba, lo cual era curioso, pues la casa, al ser vista desde afuera, no tenía segundo piso. Se apresuró por el camino iluminado y se encontró con unas escaleras, las cuales ascendió mientras contaba los peldaños que le parecían interminables.

    Finalmente, se topó con algo que la detuvo en su camino, y en ese momento las velas que iluminaban el sendero se apagaron. Colocando las manos delante de sí misma, Mia utilizó el sentido del tacto para saber lo que tenía enfrente. Percibió que era una puerta de metal. La tocó, como si esperara a que alguien le respondiera. Después la abrió llevándose la sorpresa de que había una pared del otro lado. Segundos después, una voz femenina exclamó:

    —¡Largo de aquí, intrusa!

    —No suenas como Beasmir —dijo Mia confundida.

    —Tranquila, Clara —escuchó a Beasmir decir justo detrás suyo—, la necesito.

    Mia se giró rápidamente para tratar de encarar a su jefe en medio de la oscuridad.

    —¿Qué está pasando aquí? —preguntó Mia.

    —Te necesitamos Mia.

    —¿Para qué?

    —Pronto lo verás.

    En aquel instante, la habitación se iluminó como si no tuviera un techo que los cubriese del sol. Mia por fin pudo distinguir el rostro de su jefe, el cual reflejaba temor y angustia. Mia supo instantáneamente que algo había ocurrido. Después intentó buscar a la dueña de la voz femenina que la había rechazado al inicio, pero no vio a nadie.

    —Hola, ¿dónde estás?

    —Aquí —gritó la voz—, me estas apachurrando la cara. Asustada, Mia cerró la puerta y vió que había una cara sobre ella.

    La mujer sentía que se iba a desmayar.

    —¿Extrañada de hablar con una puerta?

    —¿Qué está pasando aquí?

    —Te explicaré en el camino Mia —dijo Beasmir—, pero necesito que vengas conmigo. Ya.

    —¿A dónde?

    El señor Beasmir abrió a Clara mostrando un gran sendero que había aparecido justo donde antes había existido una pared. Mia estaba atónita, lo que fue aprovechado por su jefe para tomarla de la mano y adentrarse en el camino.

    El sendero hubiera sido completamente oscuro si no fuera por el techo que parecía tener una lluvia de estrellas que iluminaban el paisaje. La temperatura había descendido, pero no les incomodaba. Al otro extremo se comenzaba a distinguir la silueta de una puerta que la agricultora pensó que debía ser la salida. Mia se encontraba anonadada por la majestuosa escena frente a ella, aunque intentaba disimularlo frente a su jefe, quien caminaba lento para que ella pudiera apreciar mejor aquel edén visual.

    —Me está persiguiendo, Mia —comenzó a decir Beasmir—. Y ésta vez no seré capaz de huir.

    —¿De qué habla?

    —Necesito que ocultes algo por mí, lo reconocerás cuando lo veas.

    —No entiendo...

    Llegaron a la salida y abrieron la puerta, encontrándose con un corredor que Mia pudo reconocer: estaban dentro del museo Shrap, un antiguo edificio que el imperio había decidido mantener y cuidar como muestra de respeto al pasado; en sí ya no tenía valor, pues ya había sido saqueado muchas veces por delincuentes. El señor Beasmir la guió por un pasillo que terminaba en una habitación con una pared oscura. Mia seguía confundida y temerosa, y deseaba que se tratara de una mala broma por parte de su jefe.

    —El cuarto oscuro nunca ha sido abierto. La leyenda dice que el emperador se quitó la vida al ver que su reino iba a ser aniquilado.

    —¿Así que mataron a su gente? —preguntó ella.

    Beasmir hizo caso omiso a la pregunta, y Mia decidió ponerle atención a lo que tenía enfrente: una puerta de metal opaco que parecía absorber la poca luz que había en el ambiente. La mujer giraba su rostro en distintas direcciones, preguntándose qué estaba pasando en realidad.

    —Lamento haberte metido en esto, Mia.

    Acto seguido, Beasmir recitó palabras en un idioma que a Mia le era desconocido. Jamás había escuchado algún lenguaje siquiera similar, por lo que dedujo que se debía de tratar de alguna lengua muerta, o quizá una especie de código. La puerta comenzó a abrirse ante el asombro de la agricultora, quien empezaba a creer que todo aquello era un sueño.

    —Finalmente te encontré —dijo una voz detrás de ellos.

    Ambos se giraron para ver a un hombre vestido completamente de rojo y una capucha que le cubría el rostro. Les apuntaba con una espada que sostenía con la mano derecha; Beasmir se colocó delante de ella, y el sable se tornó color sangre. Mia fue empujada por su jefe hacia la habitación recién abierta, y mientras la puerta se cerraba, vio al cuerpo del señor Beasmir descender rápidamente cuando una flama que salió de la espada le quemaba directamente el pecho.

    La mujer no había podido reaccionar ante los hechos tan repentinos, y se había limitado a sentir una enorme impotencia por no poder ayudar a su jefe. Se encontró encerrada en el cuarto, mientras el sonido de los golpes desaparecía tan abruptamente como había surgido.

    Mia temblaba de miedo, e intentó calmarse observando la habitación iluminada por velas: había una cama, dos espadas viejas, y una máscara con una Y invertida grabada. La letra dividía a la máscara: en la parte derecha era negra con las líneas rojas, y en la izquierda era de un blanco que resplandecía y las líneas eran doradas. Al tomarla, una sombra surgió de ella y se posó frente a la mujer.

    Era una oscura silueta humana que permanecía parada ahí, sin moverse. Después se le acercó sin tocarla, para luego retroceder y apuntar a la máscara en el suelo. Una voz comenzó a sonar dentro de su cabeza, y el sonido le causaba dolor. No podía entenderle, hasta que pasado un tiempo los ruidos comenzaron a escucharse muy diferentes. Por fin escuchó algo que le sonaba familiar, y el dolor desapareció.

    —Usted no debería de estar aquí, debió de haber sido aquel hombre, el impuro. Te debió de haber matado y ganado su presencia en este lugar.

    —No, no entiendo...

    La parte blanca de la máscara comenzó a brillar con más intensidad, y una figura salió de ésta para pararse al lado de la sombra. Hacían un intenso contraste.

    —Estás aquí porque el guardián te pidió esconder algo, ¿no es así? Intenta arreglar su futuro.

    Mia no creía lo que pasaba. No podía ver directamente a la figura de luz, pues su luminosidad la encandilaba, resplandeciendo de una manera que jamás había visto.

    —¿De qué futuro hablas?

    —El futuro en el que todos ustedes mueren.

    —¿Mueren? ¿Cómo se supone que lo voy a arreglar?

    —La sombra y yo —dijo la figura radiante—, habíamos previsto que la batalla que comenzó hace mucho tiempo terminaría en estos días, pero no se suponía que fueses tú quién entrara.

    —Entonces...

    —Usted le ha dado una nueva oportunidad a su gente —respondió la sombra.

    —La sombra y yo —dijo la figura de luz—, somos protectores de la máscara, y solamente dos personas pueden portarla —Ninguna de esas personas es de este reino —siguió la sombra—, pero no pueden entrar aquí y llevarse la máscara. Están atrapadas en un lugar por ahora fuera de su alcance. Uno se encuentra aprisionado por una antigua maldición, esperando a que una estrella lo libere y pueda destruir a quien lo ha maldecido. Desconocemos si la otra persona sigue con vida.

    —Entonces, ¿qué hago con la máscara? —preguntó Mia.

    —Eso depende de usted —respondió la sombra—. Vaya y busque la manera de encontrar al que está maldito, y él someterá y destruirá a los pueblos, dándole a usted la recompensa de reinar lo que él deje con vida.

    —O podrías buscar a la otra persona —respondió la figura de luz—, y si es que lo encuentras y sigue con vida, podrías ayudarlo a enfrentar al hombre aprisionado.

    —El destino de su mundo, está en sus manos —dijeron la sombra y la luz al mismo tiempo.

    Mia estaba confundida, y dudaba de todo lo que le habían dicho aquellos seres.

    —Ahora —dijo la luz con tono urgente— vete, este cuarto ya no está protegido. Una vez que alguien entra, sus muros caerán rápidamente y hay gente esperándote afuera.

    La sombra y la luz regresaron a la máscara, a cada uno de sus respectivos lados. Mia comenzó a escuchar ruidos: gritos desesperados e iracundos, los cuales pudo identificar que no eran de su jefe. Beasmir había escapado o perecido.

    Mia se sobresaltó cuando una espada atravesó uno de los muros. Comenzó a buscar una salida de la habitación, hasta que vio una puerta dibujada en la pared con esquinas que comenzaban a brillar. No dudó ni un segundo y, tras tomar las espadas y la máscara, abrió el dibujo y entró en él.

    La mujer llegó corriendo desenfrenada a la habitación, todavía nerviosa por lo que le acababa de ocurrir. El cuarto le parecía muy familiar.

    —Llámame Clara —dijo la puerta —. ¿Qué sucedió? ¿Y Beasmir?

    —Un hombre de rojo nos encontró, y… y él me arrojó a un cuarto donde obtuve esto —dijo mientras le enseñaba la máscara y las espadas.

    —Tiene que ser Venick —musitó Clara aterrada—. Entonces pronto vendrá por ti.

    —¿De qué hablas?

    —No hay tiempo para explicar, tienes que huir.

    Mia comenzó a sollozar en el suelo. Pensó en dejar la máscara y las espadas, pero decidió no hacerlo al recordar las palabras

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