Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Batallas por el Viejo Mundo: Escudo zafiro
Batallas por el Viejo Mundo: Escudo zafiro
Batallas por el Viejo Mundo: Escudo zafiro
Libro electrónico790 páginas11 horas

Batallas por el Viejo Mundo: Escudo zafiro

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Cuando el sistema falla y las facciones se enfrentan, una nueva era nace.

¿Qué es el Viejo Mundo sino el pasado hecho presente? La lucha entre dos mundos compartiendo el mismo planeta, reclamando la superioridad.

«Tradición y Justicia» es el lema de una arcaica pero bien organizada fuerza aristocrática; «Libertad y Democracia» es el lema de una naciente pero pujante civilización burguesa. Ambos grupos desean la paz, pero sus diferencias agotan la diplomacia en un mundo que ya ha visto bastante conflicto.

Una historia contada a través de los sucesos de cuatro de sus personajes, sus aspiraciones y anhelos que marcarán el futuro, de lo que creen, es lo mejor para su Viejo Mundo y que no en toda revolución se pierde.

Dos mundos, dos frentes, un planeta. La lucha por el Viejo Mundo apenas comienza. Una novela que fusiona originalmente una trama político-histórica con la tecnología y un mundo inventado, siendo llamativa la mezcla de tantos momentos históricos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 dic 2019
ISBN9788417856878
Batallas por el Viejo Mundo: Escudo zafiro
Autor

André SaGa

André SaGa nació en 1990, en la ciudad de Tijuana (México). Una ciudad fronteriza con la riqueza de dos culturas, criándose en una simbiosis de tradiciones y costumbres entre dos naciones. Con el amor a la diversidad cultural, no se conformó con la cultura viva del presente, sino también del pasado, estudió Historia y se especializó en Patrimonio Cultural. Ha participado en varios concursos literarios, fue finalista publicado en el I Certamen Mundial de Excelencia Literaria (Seattle, 2015), y tercer lugar en el XII Concurso de Guion para Cortometrajes (Pamplona, 2017). Además de novela y guion, ha escrito ensayo, cuento y relato. Actualmente reside en la ciudad de Querétaro.

Relacionado con Batallas por el Viejo Mundo

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Batallas por el Viejo Mundo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Batallas por el Viejo Mundo - André SaGa

    Prólogo

    Tieven fue un planeta distante, lejos de cualquier galaxia que se haya visto antes, en algún tiempo perdido de nuestra historia.

    Un mundo dos veces más grande que el nuestro, meses con más días para completar un ciclo a su astro, habitado por humanos en una civilización avanzada, pero con fuertes lazos tradicionales en todos los ámbitos culturales.

    Por 600 años, Tieven fue administrado bajo el liderazgo de poderosos imperios, pero hasta la ceguera patriótica tiene sus límites ante la naturaleza humana de llegar a la ambición que trae problemas en donde no los había.

    La guerra, enemistad entre pueblos y naciones enteras. Son sus líderes que desean poseer lo que es de otros, lejos de lo que sus fronteras les pueden proveer, o el hecho de presumir que sus tierras abarcan tanto en el mapa que pueden recorrerla con la mano.

    La era de las seis centurias se le conoció como la era Imperial, un tiempo en que los pueblos de Tieven fueron gobernados por las incuestionables decisiones de sus soberanos, ocho imponentes imperios repartidos por el orbe. Durante centurias trajeron paz y estabilidad, llevando a cabo acuerdos entre ellos sin recurrir a la directa violencia.

    A cambio, siempre se buscó la supremacía en la cultura, la economía y la tecnología. Pero una vez controlado el planeta bajo las ocho banderas y sobrellevado juntos diferentes obstáculos, las tensiones comenzaron a surgir. La carrera armamentística se abrió paso para transitar a una nueva etapa de supremacía y ofensiva nunca experimentada en el Viejo Mundo —como se le nombraba popularmente a su planeta—.

    Cuando la chispa de la guerra comenzó entre dos naciones nunca se pensó que se expandiría tan rápido, como una ficha cayendo sobre otra en una delicada hilera. No tardó en considerársele un conflicto a gran escala. El poder de las grandes máquinas de metal y la potencia de las energías fósiles dieron protagonismo en los múltiples campos de batalla. Muchos lugares quedaron devastados por tierra y mar, y posteriormente por aire, el conflicto se propagó como una epidemia, llevando su terror y miseria.

    Para el undécimo año de comenzada la guerra, el pueblo estaba dividido por radicales y fieles, ambos deseaban que el conflicto terminase, pero con diferentes propuestas para alcanzarlo. Estos movimientos sociales darían paso a una nueva era que se propuso ser de una paz duradera, una que se le conocería como la era de la Libertad influenciada por un nuevo estilo de gobierno nacido de los horrores de la guerra, estas fueron las repúblicas democráticas lideradas por burgueses y no aristócratas.

    El nuevo orden que se construyó trajo la tan deseada paz, pero el Viejo Mundo quedaría dividido entre dos tipos de autoridades, los burgueses representados en las repúblicas, buscadores de la Libertad y la Democracia, y los aristócratas representados en las monarquías, buscadores de la Tradición y la Justicia.

    Primera parte

    La era de la Libertad

    «El agua limpia, la distancia libera, el fuego purifica y el tiempo lo cambia todo».

    León de León

    «Los deberes de una princesa no alcanzan con saber sonreír y saludar, es reconocer que está en juego el porvenir de una nación».

    Blanca de Niev

    I

    El dilema

    Después de la Gran Guerra, el Viejo Mundo quedó devastado y ansioso de un cambio para sentirse vivos, sobrevivientes del terror y la muerte; a esa nueva era se le nombró la era de la Libertad.

    —Joven León, ¿siempre tan activo? —dijo la ronca voz de una anciana que parecía cargar todo el peso del mercado en sus cansados brazos—. Deberías tomarte un descanso y buscarte una bella chica —continuó la anciana que, aunque realmente agradecida de recibir ayuda de un guapo joven, le inquietaba ver solo al hombre.

    —No se preocupe por mí —indicó León con una sonrisa de alegría y cansancio a la vez, la compra había sido abundante—. ¿Piensa tener una fiesta?

    —Oh, no, ¿a quién invitaría, mi joven duque?, es para mi trabajo de la venta de panes y galletas.

    —Ya, ya —dijo León—, y cuántas veces le debo recordar que no me llame duque, eso déjeselo para los aristócratas.

    La anciana rio, sus arrugas en el rostro se estiraron como nunca había visto León desde los seis años que conocía a la mujer.

    —Lo entiendo, no sé cómo, pero lo entiendo —dijo ella, pasando su flaco brazo por la frente para quitarse el sudor, el ambiente húmedo y cálido de la región era suficiente para agotarse con solo caminar.

    Cuando llegaron a la casa de la anciana, esta le indicó que dejara los sacos al frente de la puerta, algún sobrino se encargaría. Antes de que se retirara León, la mujer le hizo una seña confidente, su huesuda mano le indicó que se acercara y con cansada voz le quiso dar un consejo.

    —Te lo agradezco, sabes que sí. Pero te daré mi humilde opinión, desde que has llegado a cumplir los veinte, tu actitud no ha sido la que me gustaría que fuera, y a veces son cosas que no se necesitan hablar para encontrar ayuda, ¿sabes por qué?

    Y esperó la mujer, recibiendo la negativa de León.

    —Porque nadie te la dará.

    —Entonces, ¿qué debo hacer? —comentó en tono juguetón León.

    —Lo que te dije antes, consíguete esa chica.

    León y la anciana se rieron.

    —No, no. No es broma —replicó la anciana—, prueba y verás.

    Acabando de hablar la mujer, miró fijamente a León; este casi explotaba de la risa, pero algo le dijo que no debía tomarlo a broma, antes de que se amargara con esa advertencia de la sabia mujer que tenía al frente, fue ella la que estalló en carcajadas, haciendo aliviar a León.

    —Ya vete, bello chamaco. Seguro tendrás mejores cosas que hacer que oír a esta vieja panadera sin nobleza ni dinero.

    —Que eso no le quite el sueño —dijo León.

    La anciana realizó un chasquido y un ademán de que se retirara, luego continuó riéndose mientras entraba en su casa. León se retiró del barrio por la empedrada callejuela evadiendo algunos charcos de agua sucia que tiraban a la calle las amas que limpiaban sus casas.

    León vivía alejado de la zona céntrica de la ciudad, cerca de una de las murallas internas en un lugar residencial entre casonas y palacios, todas con espaciosos jardines, así que era una zona arbolada y compartían en la parte trasera un canal, y enfrente, una calle empedrada.

    En la jardinera central del palacio se encontraba el hermano de León, Leoso Dreso se llamaba y era un estudioso de cualquier cosa, observaba una flor local de nombre Vermuda, realizaba apuntes en un cuaderno con forro de cuero y escribía con lo que parecía ser un bolígrafo en toda su forma, pero no liberaba tinta, tan solo se deslizaba sobre un cuarzo inteligente e iba escribiendo o dibujando, realizando un bosquejo de la planta para detallar sobre esta. Leoso tenía veinticinco años, se rascaba su cenizo cabello cada vez que oía la voz de su hermano, sus azulados ojos se paseaban de un lado a otro viendo la flor y de vez en cuando se perdían en un blanco al poner atención a las palabras de León, su piel era blanca, tomaba mucha precaución de los rayos del sol al pasar largo tiempo estudiando diversas plantas que crecían dentro de la ciudad; de ese modo, evadía a su hermano de salir a cabalgar por los prados, era alto y se mantenía en forma, aunque no era activo ni hacía deporte, pero las caminatas por la ciudad y centros educativos le servían como ejercicio. Siendo adulto por más tiempo y combinado con la frialdad del conocimiento sabía mejor de la vida que su hermano León.

    León recordaba anécdotas del pasado de cuando eran niños, en ciertos momentos se dejaba llevar por la actividad de su hermano. Era singular verlo con un sencillo sombrero de paja para cubrirse del sol, parecía un granjero académico. También se fascinaba de la calidad de los bocetos de Leoso, ya que su lado artístico no era de lo mejor, luego se acarició la cola de caballo que traía natural, centellante todavía en algunos cabellos al sol como fibras de oro a pesar de tenerlo mayormente oscurecido. A diferencia de su hermano, León prefería pasar el tiempo en actividades gimnásticas, esgrima y equitación, que le gustaba mucho.

    Luego de un satisfactorio trance, León recordó que estaba ahí para hablar, pero su hermano no le prestaba atención, tenía tantas dudas sobre su pasado que la transición a la adultez era algo que inconformaba a León, no deseaba olvidar sus raíces.

    —¿Crees que la Asamblea del Mundo Libre nos dará la libertad de movernos? Podríamos salir de la región —comentó León.

    —Se supone que podemos salir de la región, el asunto es… que puede sernos contraproducente para nuestra inmunidad —aclaró Leoso sin contacto visual.

    —Pero, de decidir la asamblea nuestro destino de forma favorable, entonces sería más seguro.

    —Probable… —indicó Leoso con flojera.

    —Eso sería genial. Podríamos visitar otros lugares en el orbe.

    —¿Cómo cuáles? —dijo Leoso, interrumpiendo su pasatiempo.

    —Podríamos ir a Besmorot —indicó León ilusionado—, ya casi no recuerdo lo que era vivir en Besmorot, ¿cómo será ahora? Y podríamos ir a visitar la tumba de nuestro señor padre. Aunque no sé realmente dónde se encuentra.

    —¡Suficiente! Simplemente no entiendes la situación, León. Es imposible regresar a esa nación traicionera —agregó Leoso, poniéndose súbitamente de pie.

    —Pero tan solo deseo saber. Debiéramos comentarlo, ¿no crees?

    —Por mi parte, ya acepté lo sucedido. Tal vez por ello no pienso en regresar. Pero tú, sigues recordando, lo cual refleja bien que no lo has digerido aún.

    Leoso se mantuvo callado por un momento, esperando una respuesta de León. Al no escucharla sintió pena, un tanto de lástima por su hermano, pues no pensaba ser su consejero como para ayudarle en sus inquietudes del pasado.

    —Me retiro —dijo—, leeré un libro en la biblioteca, por favor, no vayas a seguirme, estoy casi seguro de qué tema de conversación tendrás en mente.

    Tras su ida, León tuvo un minuto para reflexionar en todo lo dicho, tratando de encontrar el momento en que su hermano se molestó, pero estaba cansado de tratar de entender la lógica de Leoso, suspiró para despejar la mente y sin querer miró la fuente del patio. Una fuente fabricada de piedra blanca, decorada en la base con detalles de pájaros sobre ramas floreadas y en la parte superior una joven mujer vestida con prenda ligera, sosteniendo un cántaro en las manos de donde brotaba agua fresca.

    El ambiente de tranquilidad que producía la fuente era el sentimiento que deseaba el duque León. Se levantó de un salto ágil y caminó hacia esta, ahí se sentó y con la mano comenzó a tocar el agua de un lado a otro como un pez, sintiéndola tibia por el constante contacto al sol.

    Eso lo calmó, recordó los buenos momentos que le había dado el agua, de niño le gustaba mucho nadar, difícil olvidarlo. Si no era en las albercas deportivas que había en Besmorot, era en alguno de los lagos y ríos de Navarret cuando visitaba a su abuelo, el monarca Ponte. Pero en Trisõcsani, donde vivía ahora, no fue posible continuar con ese gusto, si bien, en la ciudad donde les dieron asilo se encontraba sobre manantiales y no había lugares que ofrecieran albercas para nado libre, únicamente centros acuáticos de deporte, para relajación y curación con las aguas termales; además, León estaba acostumbrado a un agua de temperatura fresca, nunca se adaptó a las cálidas aguas de Trisõcsani. Esa fue la principal razón por la que tuvo que optar por otras actividades deportivas.

    El momento en la fuente había resurgido del pasado como un maremoto inundando la mente de León, robándole totalmente la atención, recordar lo que algún día fue y disfrutarlo otra vez en la memoria. Un trance placentero que a simple vista podía ocultarse le fue interrumpido, escuchó pasos que se acercaban, venían de afuera sobre el empedrado, a la vez se oían risas y comentarios burlones en voz femenina, fue tanta la distracción que recuperó la atención del presente y miró hacia el enrejado del zaguán, fue el instante en que pasaron varias señoritas entre los diecisiete y veintiún años; reconoció que eran de la alta nobleza del reino, hijas de los principales nobles en la ciudad, y a la vez, eran damas de compañía de la princesa. Ninguna que no conociera: Beraner, Cherét, Brani Dary, Day Deay, y Bere Teré, todas vestían con una tela ligera y falda de libre caída, en tonalidades rojo y naranja, como el atardecer. Algunas traían sombrero de ala ancha. Paseaban en lo que se reían entre ellas, jugueteando con un pañuelo traslúcido en la mano.

    León no tardó en darse cuenta de que rodeaban a otra joven de veintiún años, vestida igual que el resto, solo que de amarillo y zapatos azul cielo. Caminaba con porte y seguridad, de vez en cuando miraba a sus acompañantes con una blanca sonrisa como respuesta a sus comentarios, pero parecía estar sumida en sus propios pensamientos como lo estaba León.

    Era una bella señorita de un cabello muy oscuro, una piel blanca como la porcelana, ojos verdes como aceitunas maduras, de mejillas sonrosadas como el tono de una rosa, y unos labios delgados y rojos, como la gota de una fresa.

    León no pudo evitar seguir sus pasos, si fue el mirarla tan fijamente o porque León sacó la mano del agua y la sacudió, la joven de cabello oscuro percibió la presencia del joven de cabello cenizo. Ambos no apartaron la mirada y se observaron a los ojos sin parpadear, fue un momento tan corto que pareció eterno, suficiente como para haberse conocido. Luego, las señoritas se retiraron y volvió a quedar solo el joven duque. León suspiró como tratando de regresar a la realidad después de ver un delicado espejismo y continuó con el entretenimiento del agua; la señorita le había parecido familiar, pero era difícil saberlo, conocía a mucha gente, ahora chapoteaba con la mano, haciendo olas.

    De repente, se puso justo enfrente de él un hombre joven.

    —¿Qué estás haciendo con el agua? ¿Sigues soñando despierto? —preguntó.

    Era su hermano menor, Monteverd Palestri, el único de ojos verdes como su madre, tenía dieciocho años, de piel tostada debido a las muchas horas que disponía de actividades al aire libre, su cabello era brillante, de corte militar y rubio. Su rostro era como el de un niño, sin vello en este y pueda que el carácter tuviera algo que ver, pues le gustaba que lo consintieran.

    Al escuchar a Monteverd, León se asustó de momento, tan distraído estaba que no lo vio venir.

    —Ah… Monteverd. ¿Dónde estabas? ¿Sabes que nuestra madre está preocupada por ti? —dijo León, tapando el susto con molestia.

    —Siempre lo está —indicó tranquilo, Monteverd—, así que eso no es novedad alguna, hermano mío. Sin embargo, sí hay otras noticias. Como que el real colegio de aviación ya me ha dado el certificado de piloto y puedo comenzar a aspirar al grado de sargento, facilidades de nobleza y que soy realmente bueno. —León sonrió al escucharlo y deseó felicitarlo—. Pero igual —agregó inesperadamente— podríamos hablar de la bella joven que acaba de pasar.

    Al escucharlo, León dudó.

    —¿Me estabas espiando? —dijo.

    —Ha sido inevitable, llegando por la puerta externa de la cocina te veo sin pestañar ni un momento, y no creo que te hayas ido por nadie más que la joven del vestido amarillo —aclaró Monteverd.

    —¿Por qué piensas así?

    —Porque sé que mi hermano se va por la más hermosa. ¿No es así?

    —Bueno, no es como para haber tenido tiempo de mirar a las que le hacían compañía —respondió León.

    —¡Ya ves! Tus ojos no tienen lugar si no es la más bella, ese es mi hermano.

    —Puede que tengas razón.

    —Siempre tengo la razón. ¿Te acuerdas de su nombre? —comentó Monteverd, dejando claro en su rostro que sabía la respuesta.

    —¿De la señorita? ¿Por qué he de saberlo?

    —¿No la reconoces? Esto se pone mejor.

    —¿Qué?, ¿tú la conoces? Entonces, dime quién es.

    —Ay, León —chasqueó Monteverd, riéndose por un instante—, concéntrate más aquí y ahora. Mira lo que pierdes por tus sueños. Te diré, es más, te refrescaré la memoria. Y con ello calarás quién es tu mejor hermano. Si yo, o esos gemelos. Por cierto, nunca había conocido a gemelos que se pasaran tanto tiempo separados.

    —Ya, dime —dijo León, con una falsa seriedad.

    —Por supuesto, se llama Blanca de Niev, estuvo en el mismo Real Colegio donde ibas de niño, solo que del área de niñas. ¿Ya recuerdas? Tú, que tanto vives en el pasado —dijo Monteverd, viendo la reacción de su hermano.

    León no tardó en reaccionar, los ojos se le saltaron al oír tan solo el nombre.

    —¡Blanca! ¿Blanca? Quise decir, hace tiempo que no la veía. Hace mucho, diría yo.

    —No podía esperar otra reacción. La princesa regresó al reino de su padre, nuestro monarca Breff de Niev ha de estar como pavo real en su castillo. Hermano, dime una cosa, ¿no llevabas correspondencia con ella como los buenos viejos saben hacer desde hace años?

    —Así fue, poco tiempo después de que se fuera a estudiar al extranjero, pero hace unos meses que dejé de recibir cartas de ella, no sé qué sucedió.

    —La princesa ha sido discreta con su regreso, así que no te culpo que lo ignoraras, no puedo creer que no la reconocieras, pero sumado a que tu mente se pierde en cosas menos interesantes y además la princesa ya no te escribía, lo entiendo.

    —Así que la princesa regresó —suspiró León.

    —Mmm… tienes razón. No solo te gustan bellas, también con títulos altos. —agregó Monteverd.

    —¡Somos amigos! Por eso nos escribimos —replicó León.

    —¡Somos amigos! —imitó Monteverd en tono burlón—. Solo nos escribimos cartas porque queremos que el rey no lo sepa, así que en lo secreto y en la discreción redactamos nuestra amistad.

    Al terminar León se rio, provocando a su hermano a ridiculizarse así mismo con su parodia, tomándolo desprevenido, León abrazó a su hermano, como lucha grecorromana mantuvo su brazo izquierdo sobre el cuello, con la mano libre le dio un coscorrón áspero.

    —¡Basta! —indicó sonriente Monteverd.

    Al ser liberado, Monteverd se mantuvo recostado sobre el regazo de su hermano.

    —Extrañaba eso —dijo Monteverd.

    —¿El coscorrón? —comentó León.

    —El momento, este preciso momento en que por fin retomáramos algo que compartir entre nosotros. ¿Crees que vendrán grandes cambios en nuestras vidas?

    —Creo que llegará mejores tiempos —indicó León.

    —Espero que tengas voz de profeta —suspiró Monteverd, añorándolo.

    Primer interludio

    Historias del Viejo Mundo

    La familia imperial 1/3

    «La guerra es el instrumento de las almas inquietas. La paz, de los corazones tranquilos».

    León VIII de León

    Fisteria, Casa Aquatoria, Confederación Imperial. 1687 de la nueva era.

    En el primer mes de la Pluviosa, hemisferio norte

    El Viejo Mundo se caía a pedazos, la Gran Guerra dejaba inestabilidad en cada continente y como una contagiosa enfermedad, desolación y muerte. La sociedad estaba militarizada y si se deseaba llegar a ser alguien lo mejor era estar en la lucha, la vida continuaba y cada cual se adaptaba a la realidad, o eso era lo que todas las dinastías imperiales deseaban creer.

    Para el undécimo año de comenzada la guerra, los pueblos de los imperios más fuertes estaban divididos por radicales y fieles, ambos deseaban que el conflicto terminase, pero con diferentes propuestas para alcanzarlo. Los radicales buscaban derrocar a las cortes imperiales según donde vivían y crear un gobierno del pueblo sin aristócratas y los fieles buscaban regresar al mundo antes de la era Imperial, es decir, que los reinos que conformaban los imperios —conocidos como Casas en esta Era— se separasen para evitar en el futuro grandes conflictos como el que les afectaba y vivir en paz.

    En este tiempo, Margari de Navarrell fue una emperatriz, una mujer allegada a su marido que difícilmente podía pensar en dejarlo ir, no era raro que lo acompañase en visitas oficiales. Y así como no dejaba que su marido se fuese a otra tierra sin ella, tampoco a sus dos hijos menores que la Corte llamaba, no sin razón, los ojos de la emperatriz.

    Los blanquísimos dedos de la emperatriz se paseaban por un enmarañado cabello al son de los reflejos rojizos de la chimenea en una cómoda habitación. En la cama gemela de a un lado, un niño de nombre León veía a su madre cantarle una melodía con solo el murmullo de su voz a su pequeño hermano, el canto y la expedición de sus uñas raspando con placer el cráneo no eran dirigidas a él, pero eso no evitaba que sintiera delicioso cosquilleo subiendo de su vértebra a la cabeza, era relajante y medicinal ver la escena antes de dormir.

    Viendo dormido a su hijo, la emperatriz dejó de acariciar a su pequeño y decidió abandonar la habitación; percibió que León seguía despierto, le señaló con su dedo índice la expresión de que guardara silencio y León sonrió, pareciéndole divertida su mueca. La familia imperial solo seguía el protocolo de levantar la moral a las Casas que componían al imperio, eso los llevaba a viajar de vez en cuando a los territorios más afectados por la guerra, uno de esos lugares era, sin duda, la Casa Aquatoria que sostuvo las batallas más fieras en mar para evitar a toda costa la invasión terrestre, así que la visita oficial se daba para conocer la situación del frente. Una visita que se consideraba «soportable» dada la relativa lejanía con el frente directo donde se estancaba el conflicto entre fronteras divididas ahora por interminables trincheras acuáticas, esto eran minas submarinas y vallas explosivas sobre las aguas del mar.

    Durante la noche, León y su hermano dormían plácidamente cuando la ventana entre las dos amplias camas se iluminó con una parpadeante luz amarilla; después, un ensordecedor ruido de multitud alborotó la oscuridad.

    León se despertó primero, nunca olvidaría esa noche, viendo la parpadeante luz proceder de afuera se levantó para asomarse, observó a una enfurecida multitud con antorchas, vitoreando consignas negativas contra la familia imperial. El niño trató de levantar a su hermano llamándole; aquel se despertó enfurecido, rápidamente cambiaría de malhumor a miedo cuando un ladrillo golpeó la ventana sin éxito de romperse, pero fue suficiente para que se echara a la cama con su hermano León, que se acercó para abrazarle.

    —¿Qué pasa? —dijo.

    —No lo sé —comentó León.

    —Tengo miedo —replicó el pequeño, ciego por su enmarañado cabello rubio que le obstaculizaba la vista, pero no le importaba mientras su hermano continuase abrazándolo.

    —Lo sé —sostuvo León, no era la mejor respuesta, pero sabía de algún modo que las palabras sobraban en una situación así.

    En ese momento la puerta de la habitación se abrió azotándose, asustando al más pequeño Monteverd, pero no había nada que temer, era la guardia del emperador; a su paso entró la emperatriz, agitando su galante vestido oscuro y los bucles de su estilizado cabello de castaño a rojizo. Los emperadores estaban en una cena con la nobleza de la región cuando se amotinó la gente de afuera.

    —¡Madre! —gritaron los infantes.

    Ella los abrazó, mirando a la distancia a los amotinados descubrió la rajadura sobre el cristal de la ventana.

    —¿Cómo se atreve a poner en peligro así a los Príncipes Imperiales? —comentó la emperatriz en tono irritado, exagerando su ánimo.

    Entre los presentes que abrieron la puerta estaba el anfitrión del palacio, un noble de mediana edad, con ropa refinada de cuello alto, peluca rizada de tono marrón, estilizada barba de candado y maquillado con exagerado polvo blanco y rubor rojo ocre. El maquillaje entre los nobles se usaba en contadas Casas alrededor del Viejo Mundo, Aquatoria era una de ellas.

    —Lo siento tanto, su imperial majestad. Son el grupo de fieles que demandan la restauración del poder a las Casas —explicó avergonzado por la situación.

    —Pues su nombre no les corresponde, atentan contra la soberanía del imperio y se atreven a llamarse «fieles» —agregó la emperatriz.

    —Su imperial majestad, es tiempo de irnos —indicó un hombre que ingresaba a la habitación, vestido con ropa austera, sombrero de ala ancha y con un paliacate rojo tapándole parte del rostro, portando una espada delgada, dos pistolas y algunas otras armas ocultas, se trataba del guardaespaldas personal de la familia imperial, de nombre Francisco Guerrero.

    —Es correcto —dijo la emperatriz, manteniendo a sus hijos cerca de ella.

    Apresurados, se acercaron dos sirvientes y alzaron cada uno a los príncipes para retirarse con premura de la habitación, detrás de ellos iban la emperatriz, el guardaespaldas imperial y un pálido noble.

    —Lo mejor es que salgan por detrás, la multitud se aglomeró al frente, si todavía no han rodeado la residencia, podrán tomar el vector que los aleje —señaló el noble.

    El emperador se acercó al grupo, León VIII, un hombre que además de estar vestido de gala esplendorosa, portaba una peluca de larga cabellera negra. A diferencia de algunos nobles regionales que comenzaban a utilizar maquillaje en la Confederación Imperial este era prácticamente nulo, incluso entre las damas.

    —Qué humillación tener que huir bajo la protección de la noche, tendrá usted que salir a calmar a su gente —señaló la emperatriz al noble.

    —Estoy de acuerdo, así nos dará tiempo en todo caso —expresó el emperador.

    Al oírlo, el noble agachó la mirada, la vergüenza comenzaba a consumirlo.

    —Muy bien, su imperial alteza. Espero regresen con bien a la capital Imperial.

    Diciendo esto último, el noble se retiró.

    El resto del grupo fue guiado por la servidumbre a la parte trasera del palacio, donde los esperaba una comitiva de tres vectores —vehículos metálicos como estilizados carruajes, pero funcionales, con energía fósil y alumbrados con electricidad— en ese momento con las luces apagadas para no llamar la atención innecesaria.

    La familia imperial se subió a un vector, mientras el resto de los guardias se colocaban en los otros dos, pero quien dirigió el vector de los emperadores fue el guardaespaldas de confianza, quien viendo que el momento era oportuno, dio marcha para escapar. En su paso que rodeó al palacio tras un camino de frondosos árboles cobijados por la oscuridad, vieron que la multitud respondía a las palabras del noble, pero un minuto después un grupo de fieles le pasó de largo, que siendo aquatoriano no deseaban dañarlo, e ingresaron bruscamente a palacio.

    La comitiva que huía no tuvo duda de que buscaban a la familia imperial, habían logrado escapar a tiempo, pero esa actitud manchó la relación entre ambas Casas del imperio.

    Pasada una semana del percance en la Casa Aquatoria, la vida continuó para la familia imperial con relativa normalidad, a pesar de que un grupo de radicales dentro de la Casa Besmorot se declararon los «libertadores y representantes del pueblo contra la tiranía de la aristocracia» , autonombrados Nuevo Amanecer prometían resurgir al imperio en un gobierno para el pueblo por el pueblo. Pero seguían siendo débiles tanto en cantidad de seguidores activos como en ideología, la mayoría de los habitantes del imperio abogaban por los fieles —fragmentar el imperio en sus antiguas Casas— incluso los habitantes besmorotianos veían con buenos ojos tal idea y lo manifestaban, sin éxito de que su propia dinastía, los León, aceptase tal deseo de su natural pueblo.

    Al contrario, los cortesanos festejaron en Ronten —ciudad capital del imperio— el aniversario de los once años de iniciada la Gran Guerra y el «buen rumbo» que llevaba esta en la residencia oficial del emperador, conocida como el Palacio de las Fieras. Toda la noche hasta entrada la madrugada la comilona, el vino espumoso de durazno y el lujo disfrazó de exitosa una ridícula guerra.

    A la mañana siguiente, el emperador desayunaba, mientras apreciaba los imponentes jardines de su palacio, en una mesilla sobre la terraza principal que daba a los aposentos imperiales y tenía vista a los jardines geométricos donde abundaban flamantes flores. Por su parte, la emperatriz observaba a sus pequeños jugar. Un ministro se acercó presuroso al emperador y sin mayor revuelo de reverencia le comunicó una noticia, su voz pareció un susurro incómodo.

    —Su imperial alteza, durante la noche, de madrugada, el grueso del ejército que envió de la capital a combatir los radicales fueron atacados por naves aéreas de fuerzas enemigas reixanas.

    —Que se recuperen y continúen con su misión —ordenó en seco el emperador.

    —No hemos tenido contacto directo con ellos —señaló el ministro— únicamente lo que en los pueblos cercanos dicen que oyeron durante esa trágica noche. Lo que sí tenemos razón, es que durante la mañana de hoy hubo un enfrentamiento en la ciudad minera de Galeito, mi señor, la plaza ha caído, está en manos ahora de los radicales Nuevo Amanecer. Se espera que continúen tomando plazas ahora que obtuvieron de dónde sacar recursos. Además, varios ciudadanos conociendo la noticia del ataque contra el ejército imperial avanzan hacia la capital irritados por la situación y demandan el cese al fuego para pacificar a la Casa Besmorot. Son del grupo de los fieles.

    El emperador permaneció callado, miró a su alrededor como si fuese la última vez que vería los jardines reposar en el cielo azul, vio a sus hijos, como si fuese la última vez que los vería jugar tranquilos, y miró a su esposa, quien oyendo la noticia se mantenía a la espera.

    —¿Su alteza? —intervino el ministro.

    —¿Me está diciendo que no dispongo de ejército para acabar con un grupo de incendiarios?, ¿me dice que, de algún modo, los reixanos supieron del avance de mis tropas durante la madrugada y ahora nadie sabe qué fue de ellos? —señaló el emperador, su voz fue ahogada, de no ser por la durísima etiqueta de la época hubiera gritado a todo pulmón, pero, por otro lado, sabía que eso no cambiaría nada.

    —Mi gran señor, creo sería bueno llamar de emergencia a una sesión con los ministros de guerra.

    —Eso, y que vayan evacuando la nobleza cercana a Galeito —sugirió el emperador.

    —Y ¿su alteza?

    —Me quedaré en la capital Imperial, ¡a dónde más puedo ir! La guerra consume ahora todo, por lo menos desde aquí podré liderar la ofensiva contra estos insurrectos. Haremos de esta urbe una fortaleza contra esos traidores y en sesión se decidirá qué prosigue en la guerra contra Reix.

    —Muy bien, su alteza. Y… ¿los fieles?

    —Si tan «fieles» son, como se hacen llamar, no serán un problema al ser yo besmorotiano. No los provocaré para que ahora se vuelvan partícipes de los radicales —observó el emperador, luego miró a su esposa y antes de que dijese una palabra, ella supo lo que diría.

    —No, su alteza. Yo permaneceré contigo. No iré a ningún lado, si la ciudad será una fortaleza, confío en que nos protegerá de cualquier mal. Pero, por favor, no pidas que me aleje de ti —explicó Margari.

    —No puedo negarme —suspiró el emperador—; está bien, te refugiarás en el palacio hasta que termine el infortunio. Recuerda que los fieles no te aprecian por ser hija foránea.

    Haciendo referencia a un término que el pueblo besmorotiano le había puesto a la emperatriz, al provenir de cuna noble, pero de otra Casa dentro del imperio.

    —Entonces, prepararé la evacuación de los príncipes —expresó el ministro.

    —No, mis ojos, su alteza, no los aparte de mí… —intervino rápidamente la emperatriz, sosteniendo la mano de su marido.

    —Se quedarán contigo. Con nosotros —determinó el emperador sonriendo mientras la miraba a los ojos para demostrarle que decía la verdad.

    —Pero, su alteza —expuso el ministro—, los príncipes Imperiales tienen que resguardarse. Si los radicales llegasen a la ciudad…

    —¡No! Eso no pasará —declaró el emperador, convencido de su idea—. Además, el príncipe Imperial Eusebius Alberto está fuera de la ciudad, entre aliados. Mejor allá que acá con nosotros. Siendo el heredero directo, no requerimos de más príncipes en el extranjero.

    El ministro se inclinó un poco y comenzó a alejarse, contrariado dio la media vuelta y se fue.

    —Todo saldrá bien —clamó la emperatriz sonriendo para bajar la tensión, mientras acariciaba la mejilla del emperador.

    El pueblo de la Casa Besmorot no le agradaba la emperatriz dado que era «extranjera de estas tierras», y el aumento de los fieles respondía cada vez menos a ella, considerándola la verdadera causa por la que el rey emperador León VIII de la Confederación Imperial y xviii de Besmorot, se negaba a aceptar la separación de las Casas. La emperatriz era hija de la Casa Navarret de la dinastía Navarell, un matrimonio de conveniencia para acercar a las dos dinastías distanciadas por diferencias entre ellas. Como mejor medida, el matrimonio calmó esos malentendidos. Quién diría que las dinastías Navarell y León calmadas por dicha unión ahora se envolvía en desventaja para el emperador León VIII contra su natural pueblo.

    Esa misma noche, conociendo lo cerca que estaba el grupo de fieles a la Capital Imperial, la nobleza proveniente de varias Casas del imperio decidieron que debían de irse de palacio y regresar a sus respectivas Casas, hasta que, por lo menos, se calmara la situación, en todo caso, la fiesta había terminado y la realidad volvió con fuerza para todos los cortesanos del imperio.

    Los nobles salieron por uno de los recibidores no oficiales del palacio, no deseaban llamar la atención de la servidumbre de su ida. En esta humilde salida, envuelta por la oscuridad, la emperatriz Margari se despidió personalmente de sus más allegados cortesanos, incluyendo el anciano embajador de su Casa presente en palacio. Cuando le tocó a este personaje despedirse de Margari, le comentó:

    —¿Está segura la dama de no querer ir a casa de su padre en Navarret? Sabe que estaría gustoso de verla de nuevo.

    —Estoy segura, Darrell. Mi lugar está con el emperador, no lo voy a abandonar en esta situación —declaró.

    Sin poder evitarlo, el embajador lagrimeó y ella lo abrazó, consolándose a la vez, porque por dentro se hallaba desolada, sentía que se le desgarraba el alma, temía mucho, no solo por ella y la situación desastrosa del imperio, también por sus hijos, por sus dulces ojos. Pero nada de eso podía demostrarlo, su posición se lo impedía reaciamente.

    —No puedo creer lo mucho que ha madurado la hija de Navarret —expresó Darrell en lo que la abrazaba— la que vino con temor de si podría ser la esposa del próximo emperador de la Confederación Imperial y de adaptarse a las costumbres de la Corte Imperial. Ahora, es quien pone la voluntad.

    —Así es —dijo Margari, secándose rápidamente las lágrimas como si nunca estuvieran ahí—, es tiempo, mejor ser fuerte y continuar. Que no me vean llorar ninguno de los cortesanos, no sea que vayan con la noticia a sus respectivas Casas.

    —Tiene toda la razón, una dama de la Corte Imperial nunca se debilita frente a nadie. Ni mucho menos la emperatriz —aclaró Darrell, sonriendo ahora, reconocía que había aprendido bien sus lecciones y eso lo ponía orgulloso.

    Con una reverencia que se apoyó de su bastón de caoba y una ligera sonrisa final, el embajador se alejó de ella y se perdió entre un tumulto de cortesanos y sirvientes propios cargando baúles hacia los vectores de afuera, listos para emprender camino. Nunca la volvería a ver.

    Margari, la emperatriz, al hallarse sola respiró hondo y con la tranquilidad obtenida cerró los ojos para pensar en sus hijos, a los que ahora debía de cuidar como su única y nueva responsabilidad.

    II

    La gran duquesa

    Luego de dejar León a su hermano Monteverd en el comedor alimentándose, fue a buscar a su madre para avisarle que ya había llegado su hijo menor.

    La encontró con ayuda de las mucamas, antiguas servidoras de la emperatriz en tiempos de la era Imperial, la mayoría todavía trabajaban para la familia León. «Está en el salón de estudio», le dijeron al preguntarles, en lo que un dúo de ellas limpiaba los muebles.

    Llegó a un cuarto de regular tamaño, con paredes de un tono olivo decoradas con frescos alusivos a tallos y hojas, un balcón con doble puerta que daba al patio central y amueblada según su uso. Ahí vio a su madre sentada frente a una mediana mesa redonda, escribiendo en papeles blanquísimos y hechos con material entre bulbosa de árbol y algodón, lo que las hacía un tanto gruesa y suave al tacto. En el centro de la mesa también había un pequeño reflectorio en forma de triángulo, donde se estaba transmitiendo el canal de noticias.

    La gran duquesa Margari de Navarell, el título que le había ofrecido e inventado el rey Breff para mediar la pérdida de los títulos que alguna vez poseyó, reina de Besmorot y emperatriz de la Confederación Imperial.

    Margari era una mujer de cuarenta y nueve años, de un cabello castaño rojizo, algo aclarado con tonos brillantes, lo usaba rizado y esponjado, una moda recurrente en las monarquías del momento. Sus ojos eran verdes como los de su hijo más chico, y una piel clara que no tocaba los rayos del sol, dado que nunca se desprendía de una sombrilla de tela aun con sombrero. Su estatura era baja y los años demostraban algunas arrugas en el rostro.

    Se mantuvo viuda con el transcurrir de los años desde que murió su marido y nunca deseó mantener una conversación sobre el proceder de su cuerpo, prefiriendo hablar de aquellos momentos en que estaba vivo.

    Algo que no había cambiado de cuando fue emperatriz era el gusto por la moda y el vestido ampón que traía hablaba por sí solo, se trataba de un vestido de los mejores modistas dentro de la capital y con telas traídas de las finas fábricas de textiles en el reino. De igual modo vestía algunas joyas para adornarse, las mismas que logró llevarse tras la caída de Ronten —unas joyas no tan pretenciosas, las más finas habían estado saliendo de su hogar para venderse, una pequeña fortuna que pagaba lo necesario, pues aunque recibían pensión del rey cerverdiano, no podían depender de esa entrada en todo momento— unos lentes de delgado marco con cadenita de plata para colgarse en el cuello y escribía con un bolígrafo de la marca Drago, procedente de la mancomunidad de Todomonte, artículos tan eficientes como finos.

    —Hijo, qué bueno que estás aquí —dijo Margari mientras se retiraba los lentes—. Estoy redactando varias invitaciones, haremos una tertulia en el palacio, va a ser inolvidable.

    —¿Por qué las haces a mano? Sabes que puedes redactar una en el reflectorio y enviarlas a todos los que desees —comentó León.

    —¿En esos aparatos? No, esto es algo serio —dijo Margari.

    —Hacer invitaciones electrónicas también lo es, no cambia nada, igual aparenta un sobre y tu letra, la diferencia es que no tienes que escribir tantas. Solo cambias el nombre del invitado —explicó León.

    —No, simplemente no. Nada como que llegue el cartero a tu casa e indique que tienes un sobre —agregó Margari, con cierto brillo en los ojos.

    —Está bien, madre. Y ¿cuál es la ocasión especial?

    —Nuestra reindicación dentro de la sociedad, verás que se nos quitará cualquier imputación. La Asamblea del Mundo Libre no puede continuar calumniando nuestro nombre, podremos viajar, salir de esta húmeda ciudad. Tener una vida, más normal.

    —Sí, todos estamos ansiosos por saber la decisión final. ¿Has visto a Leoso? —comentó León.

    —Creo que está en la biblioteca. Ya sabes cómo es él. Reservado y estudioso.

    —¿Sabes algo de la princesa? —aprovechó León, aparentando que no tenía importancia.

    —¿De qué princesa, hijo? ¡Oh! ¿Acaso te enteraste del chisme de la princesa de Aquatoria? —dijo Margari.

    —No, ella no.

    —Entonces… ¿de la princesa de Cresto? Ha tenido una hermosísima boda, ¿sabes que nos invitaron? De lo que nos perdemos por estar aquí.

    —Tampoco es ella —indicó León.

    —¿La de Wüttenben? Ella se peleó con la de Reix, ¿puedes creer que compitieron por quién luciría el mejor vestido en la boda de la princesa de Cresto?

    —Estás bien informada, madre.

    —Debo estarlo, es mi ambiente.

    —Entonces sabrás que la princesa Blanca regresó al reino —agregó León, con rostro inexpresivo.

    —Pero, por supuesto, hará poco más de una semana que regresó.

    —Fíjate que no lo sabía —dijo León rascándose el cuero cabelludo.

    —Ay, hijo, no sé qué decirte, creí que ya lo sabías. Recuerdo que tú y la princesa eran muy cercanos en el Real Colegio, aún recuerdo verla en el patio central de este palacio, tan dulce y bonita. Correteándose uno al otro. Deberíamos invitarla uno de estos días.

    —No lo creo, madre. Ha de estar muy ocupada, es la princesa y ya no es una niña.

    —Oh, eso es cierto. También recuerdo que una vez Monteverd le jaló el cabello a la princesa, celoso porque le prestabas menos atención desde que la princesa y tú se hicieron amigos. —Tapándose la boca para reír, terminó en un suspiro—. La niñez, ahora que se atreviera hacer eso, Trino no lo quiera.

    —Hablando de Monteverd, ya está en casa.

    —¿Ah, sí? ¿Ya está en casa?

    —Sí, en el comedor.

    —Bien, sabías que toman juntos clases de pintura, con esa nueva técnica de pintur, en el Real Colegio de Bellas Artes de la ciudad.

    —No, eso no me lo dijo. Se le debió pasar. Ah, lo que sí me dijo es que se irá nada más termine de lonchar para cabalgar un rato por las praderas.

    —¡Ay! Ese muchacho, cómo le gusta hacerme preocupar. Pero tengo que aceptarlo, ya está creciendo y se hace independiente poco a poco —suspiró—, cómo pasan los años tan rápido. Y tú hijo, ¿cómo estás?

    —Bien, solo vine a verte, igual saber cómo estabas o si requerías de algo —aclaró León.

    —Ay, hijo. Muchas gracias, pero estoy bien.

    De repente, en el noticiero local indicaron una noticia de última hora.

    La Asamblea del Mundo Libre ha dado a conocer el veredicto de una de las decisiones más trascendentales en los últimos años. Aprobado por la Gran República Delicuss, se definió el caso de perdonar a la noble familia León. Quienes han vivido exiliados durante una década en la ciudad capital, desde el Golpe de Estado que los obligó a retirarse, eso, en la Era de los Imperios.

    Entre las nuevas disposiciones, se les otorga libertad de movimiento, bajo la única consideración de que siempre mantengan los títulos de duques y que, bajo ninguna circunstancia, reclamen el trono en Besmorot. Esta prórroga se extiende a los duques: Monteverd Palestri de León, León de León, Leoso Dreso de León y Eusebius Alberto de León. Sin embargo, la gran duquesa Margari de Navarell no ha entrado en este acuerdo, y se dice que continuarán negociando la inmediata extradición para su debido juicio.

    Cuando se había dicho la resolución de perdón, Margari y su hijo se exaltaron de emoción y júbilo y se dieron un abrazo. Pero cuando León decidía salir del cuarto a decírselo a sus hermanos, en ese momento se indicó que Margari de Navarell no estaba «perdonada». Eso entristeció a León, que sabía lo mucho que deseaba su madre salir de la ciudad. Por su parte, Margari se tragó las palabras y trató de evitar cualquier debilidad.

    —No pasa nada, hijo. No pasa nada —dijo Margari tapándose la boca—. ¡Mis hijos ahora podrán salir! Eso es lo justo.

    —Madre… —susurró León.

    —¡No!, no arruines el momento —señaló Margari a la defensiva—. Estoy contenta. Mi caso algún día se resolverá. Pero ahora, la fiesta debe continuar —y terminando de hablar, tomó el bolígrafo y continuó escribiendo—. Estas cartas no se van a escribir solas.

    —Te amo, madre —dijo León.

    —Lo sé, tanto como yo. Ahora, ve con tus hermanos y diles la nueva buena.

    León le sonrió y se retiró. En ese momento, Margari dejó de escribir, suspiró y observó a su alrededor como persiguiendo fantasmas, se percató del bailar de las cortinas transparentes en las puertas abiertas del balcón, quedó prendida hasta que sus pensamientos se ahogaron. Con un suspiro de resignación, continuó escribiendo.

    III

    La invitación

    Pasada una semana del anuncio de la Asamblea del Mundo Libre, la familia León recibió durante esos días gran variedad de mensajes de diferentes nobles, no solo dentro de la ciudad, incluso de varios reinos en el Viejo Mundo.

    Se trataba de felicitaciones por la decisión final que liberaba a los jóvenes duques del exilio e invitaban a que algún día los tuvieran de visita. Por otro lado, en algunos mensajes se lamentaban de que Margari de Navarell no estuviera incluida.

    Entre las naciones más ofendidas por esa decisión estaba Navarret, de donde era originaria Margari. La gran duquesa ya se había perdido de eventos exclusivos para la nobleza en muchos lugares del mundo, pero le hacía sentir realmente mal el no poder regresar a su país de origen. Eventos de relevancia que se había perdido por el exilio estaba el funeral y entierro de su padre, el rey Ponte, y la eventual coronación de su hermano.

    Con la esperanza de que la asamblea decidiera el caso a su favor tenía planes para viajar a Roiss-Canna, la capital real de Navarret. Ahora, ella no podía seguir con sus planes, pero sus hijos sí. La gran duquesa Margari determinó que viajarían todos, incluyendo los hermanos gemelos, para que, además de visitar a su tío, comenzaran a tener una visión amplia del mundo al estar recluidos por diez años en una ciudad.

    El viaje se llevaría a cabo en pocos días, pero mientras sucedía, León se sentía acosado, sus pensamientos no lo dejaban descansar. Tenía ahora la preocupación de que nunca dejaran libre a su madre las naciones de la asamblea, y si no era por la vía de la detención, nunca saldría del reino Cȇrverd.

    Era difícil desahogar ese tipo de presión, pero León conocía un lugar dentro de la ciudad donde reflexionar y relajarse. Se ubicaba en el centro de la urbe, detrás del Castillo Real y terminaba hasta el río en el norte, abarcando una gran extensión de terreno que se conocía como los Jardines Centrales.

    Un espacio de cultura y conocimiento para todas las clases sociales, la distinción social se perdía, porque todos podían disfrutar de lo que se ofrecía.

    Cuando León deseaba relajarse, iba a la Real Alameda Central, ubicada exactamente en el centro de los Jardines Centrales. Su forma era un decágono que se componía de caminos peatonales con jardines interiores, ríos artificiales, canales pequeños donde corría agua de manantial, muchas fuentes y puentes de piedra o madera, enormes árboles que ofrecían sombra e islotes culturales. Estos fueron hechos para dar eventos artísticos rodeados de agua y conectados por un ligero y curvo puente.

    León se detuvo al ver un espectáculo artístico dentro de uno de los islotes, tocaban música de Tzo-Tzu, una nación del lejano Oriente. Se trataba de una música instrumental que se tocaba principalmente con flauta, arpa y cítara. Los veía tocar de lejos, no se acercó a sentarse en alguna de las bancas de madera que había dentro del islote donde otras personas escuchaban la música.

    Estaba sumergido en la melodía, León observaba la forma en que los intérpretes hacían uso de los instrumentos, la agilidad de sus manos, la armonía de la composición con el ambiente natural le resultaba mágica y relajante. Pero la carga que traía consigo era más pesada y aunque la música le hacía olvidar por momentos los problemas, no lograba despejarle la mente, llegando como una avalancha las voces internas que discutían entre sí lo que deparaba el presente y el futuro con gotas del pasado. Era evidente que comenzara a sentirse deprimido y confundido con lo que debiera hacer para mejorar la situación, no solo la de su madre, también la de su existencia. Se cuestionaba muchas veces lo que el destino le había deparado y del trágico final de su padre, deseaba tanto tener respuestas que la sociedad global se negaba a contestar. Tan solo un discurso bien planeado y retórico era lo que encontraba en cualquier lugar de estudio y fuente informativa de lo sucedido en aquella revolución, que acabó con el reinado de la dinastía León.

    Siendo inútil acallar la discusión interna, León decidió retirarse a un lugar donde pudiera reflexionar y darle rienda suelta al capricho de sus pensamientos. Al ir caminando mantuvo la mirada en el suelo y aceleró el paso en la medida que la pelea interna se volvía contra él en insultos, cuanto más deseaba encontrar una solución más se hundía en un ruido interno que no lo dejaba huir de todo, la realidad era más rápida y no importaba cuánto tratara de alejarse de ella, siempre estaría un paso adelante para mostrarse tan cruda como siempre.

    Sumido en ese debate sin fin provocó que se topara de golpe contra alguien, León se asustó inmediatamente y lo primero que hizo fue disculparse en lo que se sobaba la cabeza, al menos, el debate interno había terminado.

    —Cuánto lo siento —dijo la persona.

    —Insisto —indicó León cuando levantó la mirada—. He sido yo.

    León reconoció de inmediato de quién se trataba, era la princesa Blanca, no pudo evitar ponerse rojo de vergüenza y enojo al mismo tiempo, aquella vieja amiga a la que había apreciado tanto ya no le escribía, para aparentarlo indicó:

    —¡Qué pena! La princesa, no ha sido mi intención. Discúlpeme.

    —No, por favor. No se apene. Yo iba distraída. No lo vi venir —agregó Blanca, que traía en manos un reflectorio portátil, lo mostró como responsable de su distracción y luego se lo guardó en un morralito que traía colgado al hombro.

    León mantuvo una pose de reverencia mirando hacia arriba, no deseaba mirar el escote de la princesa, pero le fue imposible, no solo la curiosidad masculina, también llevaba la princesa un artefacto interesante en su collar, se trataba a simple vista de un reloj redondo, de curiosa, sofisticada y lujosa apariencia mecánica a tonos pasteles en durazno y verde pistacho, que a su vez funcionaba como un comunicador inteligente. León también usaba uno similar, el suyo como reloj de bolsillo a tonos rojo y negro.

    —¿Eres uno de los hijos de la gran duquesa Margari? —preguntó Blanca, al recordar esa mirada de ojos azules que no pestañaba ni un segundo.

    —Así es. Soy León de León —dijo, dejando la reverencia y pudiendo regresar la mirada al rostro de la princesa.

    —¡León! ¡No puede ser! —dijo Blanca, siendo ella ahora la que se ponía roja—. Cómo has crecido en los últimos años. Tengo el recuerdo de ti siendo un niño.

    Cambiando la postura en confianza, León se acomodó a la conversación sin formalidades.

    —También me acuerdo de ti cuando eras niña que al verte frente al jardín de mi casa no supe que eras tú —comentó León.

    —¡Es cierto! —explotó asombrada Blanca al recordarlo—. Claro que eras tú, pasé por tu casa hace unos días y me pregunté, ¿quién es ese joven? No puedo creerlo. ¡Eras tú! Cuántos años sin vernos.

    —Creo que seis años —indicó León.

    —Sí, son bastantes…

    —Tal vez si en algún momento hubiéramos pasado de las cartas a videollamada nos reconoceríamos. No eres muy amante de las cámaras y las noticias.

    —León, estuve estudiando en el extranjero, lo sabes bien, no de fiesta. Además, con poco tiempo a la mano, las cartas fueron lo mejor para mantener viva nuestra amistad.

    —Lo entiendo —indicó una voz con sonrisa boba de León, al parecer no podía mantenerse enojado con ella—. ¿Y qué pasó en los últimos meses? Ya no recibí carta tuya a pesar de que te envié varias —dijo con una risa ahogada al final.

    —Lo sé, lo siento de veras. Estuve muy ocupada, finalizando mis estudios, teniendo visitas diplomáticas a nombre de mi padre y luego planeando el regreso a casa, apenas me estoy poniendo al corriente con mis viejas amistades y las cosas de mi padre en el reino.

    —Cierto, cierto. Siempre olvido la carga que traes por herencia, te veo siempre como la niña que conocí en el colegio y que me aceptó tan rápido a diferencia de los otros chicos.

    —León, deja eso ya. Pasabas por un trauma muy normal dadas las circunstancias, pero no hablaré de eso, ya pasaron diez años, ¿no?

    —Solo decía, puedes contarme de tu experiencia en el extranjero, aquellos países que conociste.

    —¡Claro! Conocí principalmente tres países. Laroban, el principado Rojo y los últimos años terminé mi carrera en Reinos Unidos. Mi padre busca ampliar sus relaciones comerciales con estas naciones, así que me usa de ese modo.

    —Mejor que sea estudiando entre eruditos, que enlazándose en matrimonio —dijo León con inocencia.

    Blanca se quedó callada por un momento, mirándolo detenidamente para asegurarse que el comentario había sido libre de malacia.

    —Tienes toda la razón —señaló después de ver que León no entendía la causa de su silencio.

    —¡Pero mira! Ya toda una profesional. ¡Y tan joven! —dijo León, empezando a comprender su malestar.

    —Lo sé, adelanté semestres. Creo que ansiaba mucho regresar a mi tierra, con mi gente. Que me esforcé.

    —Eso habla bien de ti. Y dime de tus estudios. ¿qué tal la experiencia?

    —Relaciones exteriores, talleres de diplomacia, leyes… ya sabes, las cosas que demandan mi posición. Pero aproveché a tomar un taller de agricultura y sistemas hidráulicos.

    —Oh, vaya. Siempre suena a que te esfuerzas —agregó León.

    Blanca sonrió, eran cosas que le había redactado en sus cartas, pero mostraba interés en oírla, así que decidió darle otra perspectiva.

    —Nuestro país tiene muchos afluentes de agua, deseo conocer su funcionamiento. Y de igual modo la agricultura es una de las necesidades más importantes en nuestra especie. Muchos me habrían dicho que aprovechara a tomar clases de industria y mecánica en Laroban, pero nadie en tiempos de hambre comerá tuercas o latas. Por eso he decidido instruirme en ello, y algún día revolucionar el campo para hacer la producción más amigable con el medio ambiente —dijo Blanca.

    —Ya suenas como toda una líder —indicó León, regresando esa misma sonrisa inocente que hizo dudar a la princesa.

    Una vez más quedaron en silencio, viéndose uno al otro, Blanca percibió que ninguno de los dos parpadeaba.

    —Y tú, ¿cómo has estado en estos meses?, ¿qué has hecho? Hay algunas cartas que no tuve tiempo de leer —dijo Blanca.

    —Igual, terminé de estudiar en el colegio militar. Me gradué con honores en comando militar terrestre, me especialicé en artillería.

    —Y ¿de verdad eso querías?

    —No del todo —dijo León, sonriendo al pensarlo—, pero tomé talleres en otras áreas. Por mi parte sí, en industria y mecánica. También una introducción en bioquímica. Me interesa conocer lo que se está desarrollando en el mundo.

    —Es cierto, es lo nuevo. La bioquímica está ganando terreno en la industria actual, incluso sobrevalorando la mecánica. Mi padre me comentó que fuera a la Gran República a estudiar eso, pero me negué. Ni me gusta el tema y no deseo alejarme tanto de mi país. Pero dime, ya eres libre de salir del país, a ti que te interesa el tema, ¿no te gustaría ir a estudiar a

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1