El Elemento Tiempo
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Nuestro personaje ficticio, nos muestra la eficacia de algunas leyes naturales, que si bien, sus efectos se pueden verificar en la dimensin de las cosas fsicas, en realidad tienen su origen en la esencia espiritual. As que, la aceptacin de las mismas nos conduce de triunfo en triunfo en esta vida, y al final, que es tambin un nuevo principio, el alma se fusiona a la fuente inclusiva. En caso contrario, quienes vivieren esta experiencia humana como destructores, oponindonos a las leyes eternas, o peor an, utilizando sus capacidades con propsitos egostas, irremisiblemente, sus tendencias perniciosas los alejaran del Gran Constructor, para, al final de su existencia, integrarse a la energa destructiva, la cual como tuvo un principio, tambin tendr un fin. Jos nos dice que se puede alcanzar la sabidura aun habiendo nacido en la ignorancia, que la libertad es un proceso gradual y continuo, pero condicionado a la aceptacin, que los humanos somos una gran familia aun sin conocernos, que la felicidad es una decisin y no una condicin. Tambin nos dice que el verdadero hogar es el resultado del amor que prodigas y no del falso concepto de derecho. Que la experiencia humana puede ser, sencillamente, maravillosa.
Jos Naranjo.
José Naranjo Delgadillo
José Naranjo Delgadillo. Nació el 20 de julio de 1960 en la ciudad de Tulancingo, Estado de Hidalgo, México. De origen muy humilde y el primero de doce hermanos, desde temprana edad hubo de aprender a ganarse la vida contribuyendo al gasto familiar. Creció en el estado de Veracruz, donde cursó la educación básica. Desde niño manifestó su gusto por la literatura, la Teología y la filosofía. Autodidacta por naturaleza, incursiona en los campos de la música, poesía, pintura y construcción. Es consejero espiritual desde 1995 y ha participado como director o colaborador en trabajos misioneros en las Repúblicas de Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Belice y catorce Estados de la República Mexicana.
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El Elemento Tiempo - José Naranjo Delgadillo
PROLOGO
Mucho se ha dicho en relación al factor tiempo y a los efectos y posibilidades en la vida de los seres humanos; y mucho se ha intentado para detener o dominar el tiempo, pues regularmente, cuanto más transcurre, suele ser causa de tristeza y aflicción. Sin embargo, el tiempo no es la causa de los aciertos o desaciertos del hombre, sino la oportunidad presente para encausar la existencia, y la mejor manera de asumirlo, es aprovecharlo y disfrutarlo. Para lograrlo, es necesario primero entenderlo.
Esta historia se ambienta en la antigua Babilonia en el reinado de Ciro el Grande, antes del retorno de los judíos a la ciudad Santa en cumplimiento a los augurios del profeta Jeremías, quien anunció setenta años de cautiverio del pueblo de Dios en Babilonia. Nuestro personaje es un hombre de unos ochenta años de edad, quien muy joven llegó con los transportados a la ciudad más poderosa del mundo en calidad de esclavo, situación que sufrió gran parte de su vida, hasta que el rey Evil-merodach alivianó las penurias de los esclavos.
El viejo José solía contar historias a los niños, quienes lo escuchaban con atención y respeto. Un día, los rumores de esas historias llegaron a los oídos de rey, quien envía a su escriba personal con la orden de que José se presentase en La Casa de la Sabiduría, en donde se han reunido todos los sabios de la poderosa metrópoli. Entonces José diserta sobre las leyes eternas y en forma sencilla nos enseña a valorar y amar lo que para muchos suele parecer una desgracia: el tiempo.
CAPITULO UNO
EL VIEJO JOSE CUENTA UNA HISTORIA
Aquel verano había sido de los más difíciles, la lluvia había escaseado en forma alarmante, los canales de riego en los campos de cultivo casi se habían secado, los pastizales y los sembrados que en otros años lucían un colorido verdor, ahora estaban casi secos. Los animales sufrían también los efectos de la sequía y los llanos eran solo parajes yermos y desolados.
En cambio, en el interior de la ciudad de Babilonia, todo era esplendor, las grandes murallas se erguían poderosas, como gigantes dormidos en el lecho de los tiempos, sus grandes piedras permanecían allí desde que los miles de esclavos las habían colocado apurados por los látigos de los capataces.
Dentro de los muros, se contemplaban los edificios de cantera y mármol, y ahí, en lugares donde todos pudieran admirarlos, estaban los famosos jardines colgantes; con las más variadas especies de plantas exóticas traídas de tierras lejanas, la sola vista era un verdadero placer a los sentidos, los exquisitos aromas impregnaban el ambiente, deleitando a los que por allí pasaban.
Las calles de la ciudad eran en su gran mayoría empedradas de cantera y baldosas, solo cruzando el muro se podían ver antiguas y bien cuidadas casas de adobe o ladrillo con artesonado de maderas de ciprés, de cedro, de encino y roble; las cuales pertenecían a los soldados o a los comerciantes viajeros, algunas lucían pequeños jardines.
Llegando por la avenida principal casi en el centro de la ciudad, se hallaban los templos de los dioses caldeos y allá, donde todos podían verle, se erigía imponente el templo de Bell. Había también allí lujosas mansiones de los nobles y de los sacerdotes. En lugares estratégicos, se encontraban los mercados donde se ofrecían los más variados enseres, así como viandas de toda clase y frutas sin contar. A pesar del sofocante calor, la gente iba y venía con sus canastillos de variadas mercancías. ¿Cuál era el secreto de ese marcado contraste entre la ciudad de Babilonia y las campiñas vecinas? era sencillo, la riqueza de la ciudad se debía a los tributos pagados por los pueblos que habían sido subyugados por los caldeos. A lo largo de los años, las caravanas de soldados y esclavos, iban y venían de tierras lejanas trayendo aquella riqueza para regocijo de los numerosos habitantes de la ciudad más opulenta del mundo.
No lejos de una de las grandes puertas de bronce empotradas en el gran muro, un hombre de edad mayor se refugiaba del candente sol debajo de un frondoso árbol, la copa del cual parecía extenderse a propósito para cubrir lo más posible a quienes vinieran debajo de sus ramas, el hombre era de unos ochenta años, su rostro ya lucia algunas arrugas, una larga barba, en su mayoría cana, caía en cascada sobre su pecho. Sus facciones impávidas, y su mirada serena y penetrante, denotaban un carácter recio y a la vez amable. Un turbante de lino de color oscuro cubría su cabeza y su túnica era de un gris claro, ceñida por una cinta de lino blanco alrededor de su cintura y calzaba unas babuchas de cuero y lino; sentado en una piedra labrada, disfrutaba del fugas vientecillo cálido que de vez en cuando llegaba hasta allí.
Cualquier persona que mirara a ese hombre, no podría adivinar que la mayor parte de su vida la había vivido como esclavo, trabajando sin descanso de sol a sol, tan solo por una mísera ración de comida; al mirar su atuendo limpio y hasta elegante nadie habría adivinado que debajo de sus ropas, las carnes dejaban ver muchas marcas que el implacable látigo había dejado para siempre. Si, el viejo José, había sido un esclavo.
Jamás olvidó aquel trágico día, era apenas un muchacho que cumplía escasos once años. Los ejércitos del temible Nabuzaradán, habían cercado la ciudad de Jerusalem, y en medio del pavor y la desesperación del pueblo, habían acometido con gran ímpetu por las calles, destruyendo todo a su paso, capturando al rey Sedequías y a sus grandes y familiares a quienes el rey Nabucodonosor ordeno matar públicamente, más a Sedequías le habían sacado los ojos. No, no era posible olvidar tan crueles recuerdos.
Desde aquel día y durante muchas noches, los tormentos recurrían a José en forma de sueños fantasmales, podía ver en las terribles escenas de sus sueños aquella realidad vivida en su mocedad: Gente correr de un lado a otro tratando de salvar la vida: mujeres y niños, fuertes o viejos, en un frenesí desesperado, unos por matar y otros por huir de la muerte. Y al final, las largas filas de esclavos, alejándose de lo que había sido su hogar, sus pies y manos llevaban cadenas de hierro, sucios, polvorientos, llenos de miedo y vergüenza. Atrás, solo quedaron ruinas de la ciudad, ruinas del majestuoso templo, de la ciudad amada, la gloria de Jerusalén y sus fiestas solemnes habían terminado para ellos, lo último que recordaba José, era una columna de humo que subía hasta el cielo desde las ruinas de lo que había sido su hogar. ¿Porque no habían escuchado sus padres a la voz del profeta Jeremías? ¿Porque el rey se había dejado engañar por los augurios de falsos profetas? ¿Porque habían desechado las advertencias del Señor su Dios? no podía entenderlo, era entonces apenas un muchacho, pero nunca olvido las palabras que los adultos repetían a menudo cuando lamentaban sus penurias y, cuando él mismo se convirtió en adulto, las repitió a los jóvenes y a los niños: Serian setenta años de cautiverio y después vendría la liberación. Ahora, a casi setenta años de distancia, las condiciones de la esclavitud habían sido alivianadas por Evil-merodach, otrora rey de babilonia; desde entonces, aunque seguían siendo esclavos, ya no eran tratados con la misma dureza y se les permitía tener una familia, casa y cierta tranquilidad; pero la gran mayoría de ellos no era plenamente feliz, todos los días, miraban hacia el camino de las montañas rocosas por donde habían oído se llegaba a Jerusalem, la ciudad amada y, más de uno lloraba acordándose de Sion.
Tan absorto estaba José en sus recuerdos que no advirtió que un grupito de muchachos se acercaba mirándolo con regocijo, quienes se dirigieron a él rápidamente. ¡José! ¡José! ¿Nos contarás una historia? el hombre levanto la mirada y contemplo tiernamente a los que le llamaban, eran unos siete chiquillos sudorosos y alegres que al llegar, inmediatamente le rodearon, y acomodándose en la sombra se sentaron en el suelo.
José los miro, eran de distintas edades que oscilaban entre los seis y doce años, y todos curiosos por naturaleza, estaban atentos a la respuesta de José. Está bien. –Respondió. Los ojos de todos se iluminaron de regocijo, y el mayor de todos, que se llamaba Ádar, pregunto: ¿Qué nos contaras hoy José? No sé…-respondió éste. ¿Qué quieren que les cuente? Rehuél, un niño de unos ocho años, de pelo ensortijado y ojos grandes dijo: -cuéntanos del rey David, y de su combate con el gigante… ¡No! -grito Manahén el niño de ojos celestes y cabellos rubios- cuéntanos del diluvio y del señor que se llamaba Noé ¿sí? –bueno…déjenme ver… dijo José aclarando sus pensamientos. En ese momento, la más pequeña del grupo, de nombre Damaris, quien lo miraba fijamente, con inocencia dijo: -José, ¿Cuántos años tienes? Todos volvieron a mirarla y Manahén, su humano, con reproche la reconvino: ¡Niña, no hagas preguntas tontas! ella les miro con sus ojos claros como el azul