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El año que viene en Jerusalén
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El año que viene en Jerusalén
Libro electrónico319 páginas4 horas

El año que viene en Jerusalén

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Reimaginando brutalmente la historia del Evangelio, ​El año que viene en Jerusalén ​sigue los pasos de Jesús, hijo de José, el hijo bastardo, analfabeto y epiléptico de un soldado romano, en su malhadado viaje por una tierra azotada por el terror.

Mientras la Judea del siglo I sangra bajo la opresión de la dominación romana y los violentos levantamientos contra la misma, Jesús, atormentado por la culpa familiar por haber abandonado a su madre, acaba formando su propia familia de viajeros que predican la paz y la compasión frente a un inhumano salvajismo. Sus vagabundeos les llevan a encontrarse con falsos profetas, asesinos y un veloz y creciente movimiento de rebeldes extremistas, cuyo líder, Barrabás, tiene la misión de expulsar a los romanos y establecer una teocracia etnocéntrica. 

El destino acaba enviando a Jesús y Barrabás a la corte de Poncio Pilato, el gobernador dipsomaníaco obsesionado con hacerse un nombre en los libros de historia. El resultado de ese encuentro alterará el destino del mundo durante los dos milenios siguientes.

Con paralelismos urgentes a los temas contemporáneos de la guerra religiosa, este libro es tanto un lamento como una advertencia. También es una historia sobre el paso del tiempo, la naturaleza de la memoria y el inherente anhelo de la humanidad por la vida eterna.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 feb 2018
ISBN9781547512966
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    Vista previa del libro

    El año que viene en Jerusalén - John Kolchak

    CONTENTS

    EL NACIMIENTO

    HAMSIN

    EL REY DEL MUNDO

    CONCEPCIÓN

    INVASIÓN

    ANUNCIACIÓN

    EL GNOMO

    REVELACIÓN

    CIEGO EN CESAREA

    LA VIDA

    ¿QUO VADIS?

    EL CUCHILLO

    EL SOÑADOR DE DÍA

    EL INFANTIL MAR AZUL

    LA GRUTA

    EL PROFETA

    EL ACUEDUCTO

    LOS VIAJES

    PESCADORES DE HOMBRES

    LOS PROBLEMAS DE LA ARQUITECTURA

    LAS ENSEÑANZAS DE JESÚS

    LA VACA

    TODOS ESOS BONITOS CADÁVERES

    EL ENEMIGO DE MI ENEMIGO

    LA OVEJA PERDIDA

    ROMPIENDO LADRILLOS Y MANOS

    UN JINETE CON UNA HIGUERA

    EL ANIMAL

    POLVO DE ESTRELLAS

    LA CAÍDA

    LA MUERTE

    UN BEL DÌ

    CADENAS Y CANCIONES

    EL DÍA DEL JUICIO

    MÁS CERCA, OH DIOS, DE TI

    EL FANTASMA

    EL AÑO QUE VIENE EN JERUSALÉN

    LA ESTRELLA DE AJENJO

    EVANGELIUM

    En el nombre de Dios, Señor, no me habléis más de ese hombre, y dejadme morir en paz

    — Voltaire en su lecho de muerte.

    "Cómo pasa el tiempo… más rápido que en un abrir y cerrar de ojos…"

    PARA MI MADRE

    EL NACIMIENTO

    HAMSIN

    —¡Todo viene de Dios, y todo cuanto viene de Dios es bueno! —gritó Elías al mercader que le arrastraba al interior de su tienda, ofreciéndole cobijo de la tormenta de granizo. El tintineo del hielo celestial trepanaba los oídos y volvía a ambos hombres sordos y mudos. Por más que Elías forzaba sus cuerdas vocales, el mercader no podía oír una sola palabra y casi se había resignado a la futilidad cuando finalmente, con la ayuda de miradas y gestos mudos, con sus dedos apuntando hacia el cielo, intercambiaron sonrisas propias de dos personas que se entendían y asintieron poniéndose de acuerdo en que la tormenta de granizo era de hecho una bendición.

    Durante semanas, Judea se había visto azotada por violentas tormentas de polvo y arena. El Hamsin, traído desde las yermas llanuras del desierto de Arabia, se había abierto camino hacia el norte y había atacado sin piedad. Al alba, la atmósfera se volvía naranja como las ascuas de una hoguera. Objetos a metros de distancia desaparecían como si se hubiera corrido una cortina frente a ellos. Los nazarenos se levantaban con un gusto agrio en sus bocas y una película de polvo formada bajo los muebles y sobre sus lechos. Durante días, Elías se despertaba luchando por respirar.

    Los lugareños permanecían en la seguridad y oscuridad de sus casas, con las ventanas cerradas y selladas, quemando el valioso aceite sólo cuando era necesario, cantando y rezando a Yahvé para que pasara la tormenta. En casa de Elías, las peticiones desesperadas por la misericordia de Dios se veían a veces felizmente interrumpidas por pasajes del Cantar de los Cantares. La hija de Elías, María, iba a casarse pronto, y la desesperación de la naturaleza se volvía menos fatal con pensamientos de alegrías futuras.

    Y ahora llegaba el Hamsin. Llegaron el polvo y la arena, primero fue un viento frío y ahora, finalmente, la tormenta y el granizo. Empezaron a extenderse rumores salvajes de que la tormenta era tan poderosa y el granizo tan denso que el burro de un vecino fue derribado por un pedazo de hielo y murió sin moverse del sitio. Elías se carcajeó al oír el rumor, porque sabía cuánto les gustaba exagerar a los judaicos (y eso incluía a los judíos, los griegos y los romanos). Miró al cielo y vio la luz del sol conforme la tormenta de granizo retrocedía y finalmente perdía todas sus armas. Sólo quedaba una fina lluvia, y al cabo de poco tiempo, el sol empezó a asomarse.

    Elías sonrió. No recordaba con exactitud la primera vez que vio sol y lluvia juntos, pero conservaba un vago recuerdo de un momento así en su niñez. Había un caballo en una pradera, bebiendo tranquilamente de un arroyo, recordaba haber mirado al caballo y su reacción cuando empezaron a abrirse las nubes de lluvia. Observando desde lejos, el joven Elías tuvo miedo, la bestia, por muy pacífica que fuera, también era grande y daba miedo. Su familia era pobre, y no podía permitirse comprar caballos, sólo los romanos y los ricos colonos griegos tenían medios para mantener animales como aquellos; y entonces vio, o quizás imaginó, cómo el caballo levantaba la cabeza hacia el cielo, como si diera gracias a Dios, cuando las nubes empezaron a alejarse. Vio al sol abrirse camino por entre el cielo, y allí estaba; el sol y la lluvia juntos, aparentemente enemigos irreconciliables, león y cordero. De hecho, Elías lloró cuando el caballo se sacudió cuidadosamente la indiferencia mientras las pequeñas nubes que quedaban dejaban caer la lluvia y desaparecían, y el sol brillaba… Hasta puede que hubiera un arcoíris.

    Luego llegó el trabajo, el trabajo manual, la lucha por ganarse el pan; hubo más lluvias con sol que se perdió cuando se hizo adulto, pero no importaba porque nunca reproducían la magia de la primera vez. El recuerdo era borroso, pero Elías siempre se detenía en ese momento con cariño y bebía todo lo que quedaba. Todo lo que podía recordar realmente eran las palabras caballo lluvia y luz del sol, y existía un doloroso sentimiento de lástima por el hecho de que al recuerdo le faltaran hilos de los que tirar. Caballo… lluvia… luz de sol… arcoíris… y entonces volvió al presente. Soy viejo, No puedo recordar mucho y Pero puedo recordar lo bonito que fue todo una vez….

    No hubo arcoíris para Elías mientras salía de la tienda y se despedía del amable halconero que le había dado refugio del granizo. Miró hacia el cielo y sonrió, parecía abierto. La tormenta había pasado, y tristemente, el futuro parecía haber desaparecido. Incluso si otra lluvia con sol u otro arcoíris volvieran a aparecer ahora para Elías, no sería igual que aquel primer destello de misterio, y él se mordió el labio y se preguntó de nuevo: ¿Adónde ha ido todo?. En una melancolía silenciosa, con el Hamsin desaparecido, empezó a caminar de vuelta a su casa. Su hija se casaría pronto y necesitaba estar allí por ella. Se movía rápido, acechando las sombras, pues una vez que la tormenta había pasado, había algunas personas reptando por allí a las que casi todos los judaicos deseaban evitar.

    Por todo el país, los frutos amargos de la ira y la indignación caían al suelo y brotaban en tierra fértil. Retoños jóvenes y tallos de altura media, alimentados por la sangre que mojaba la tierra, crecían altos y fuertes, fieros y orgullosos, y sólo tenían una cosa en la cabeza; la gloria de la muerte a través del asesinato y el autosacrificio. Así sucedía que el puñado de arena en la mano del niño se veía pronto reemplazado por una espada para las decapitaciones. Los retoños ganaban fuerza, y de su semilla nacían hierbas más venenosas, había nombres para definirlas; los cananeos, los zelotes, pero mucho más a menudo se les llamaba los sicarios, por la daga romana, la que clavaban en las entrañas de los policías romanos, los oficiales mimados, los judíos que consideraban que estaban vendidos y colaboraban con el invasor y algunas veces hasta de extraños elegidos al azar.

    Llevaban a cabo sus asesinatos con una eficacia ingeniosa. Se hacía de manera que una multitud se formaba alrededor del apuñalamiento, normalmente en un mercado abierto o en un lugar de culto. Luego, el asesino tiraba su arma y, en los pocos instantes que tenía antes de que la policía cayera sobre él, gritaba y se dejaba los pulmones, exhortando a los lugareños a rebelarse contra la ocupación romana. Su tiempo, por supuesto, era limitado, porque cuando la policía llegaba al escenario, su primera prioridad era silenciarlo, azotarlo hasta dejarle medio muerto, estrellarle la boca contra los adoquines y arrastrar al maldito a la mazmorra donde, inevitablemente, moriría. El oficial al mando ordenaba después a los tenderos que limpiaran la sangre y barrieran los dientes.

    Recientemente, antes de que la tormenta de arena forzara a todos a refugiarse en el interior, un mercader fue asesinado por vender melones en el shabbat, y el sumo sacerdote fue apuñalado nada más salir del Templo, acusado de colaborar con los romanos.

    Judea era una región marginal, un pedazo polvoriento y casi olvidado del Imperio. Pero estos ataques homicidas se multiplicaban con tal fervor y frecuencia que habían llegado a oídos del mismísimo emperador. Después de algunas deliberaciones, el César intentó reemplazar a su actual, débil e incompetente gobernador por un hombre más fuerte.

    —¿Quieren su libertad? ¿Su tierra? ¡Les daré tierra suficiente para cubrir a un judío medio y poner algo más encima! —decidió el emperador, y convocó a sus oficiales para empezar a buscar al hombre adecuado para el trabajo.

    EL REY DEL MUNDO

    Aturdido por el calor, Pilato observó con perezosa indiferencia cómo una mosca aterrizaba en su vaso de cerveza. Hizo un valiente intento para liberarse, pero las pequeñas y delgadas alas estaban empapadas, y el insecto se ahogó rápidamente. No hubo asco en la mente ni en la garganta de Pilato. La cerveza, en cualquier caso, se había vuelto demasiado caliente, y las pocas copas que ya había bebido estaban haciendo que se adormilara. De hecho casi se sentía agradecido con la mosca. Le había arrancado de su confusión ebria y le había hecho crecer de forma filosófica, pensando para sí mismo, reflexionando sobre la brevedad de la vida. Sonrió mientras se preguntaba si un océano de cerveza no sería un lugar raro para morir y cómo no era tan malo si uno pensaba en ello, pero ese pedacito de sabiduría se fue tan rápido como había llegado. La melancolía estaba a la orden del día, y Pilato no quería luchar contra ella. Es extraño cómo llega hasta en los días perfectos pensó. Sí, hace demasiado calor, pero el sol, el mar…. Hizo un gesto de dolor al recordar sus días trabajando en las provincias germanas y lo repulsivas que le parecían la nieve y la oscuridad, concluyendo con el consejo a sí mismo de que debería estar agradecido por lo que le había tocado.

    La mosca le hizo pensar en su madre y en cómo le había dicho una vez, cuando era niño, que el ciclo de vida de una polilla duraba un día humano. ¡Qué broma tan asquerosa! ¡Nace y muere casi inmediatamente!. La historia permaneció con él durante años. Sintió pena por la polilla y se convenció de que era la criatura más triste del mundo. Recordaba haber luchado, con los ojos llenos de lágrimas, contra el hecho de creer a su madre cuando le hablaba de la crueldad de una vida tan corta. Hasta después de darles gracias a los dioses y confiar en su gloriosa misericordia, que le concedían al mundo y a Roma en particular, se negaba a creer en la historia de la polilla. Era demasiado cruel. ¿Qué es un día? Durante días, si no semanas, intentó capturar una polilla y mantenerla cautiva para probar que su madre estaba equivocada. Al final acabó capturando una y murió al cabo de unas horas; la teoría se vio confirmada, la vida es un parpadeo. Más tarde, después de ser nombrado gobernador, recordó a menudo aquella cita de los libros santos judíos: Todo es vanidad.

    El mar bañaba generosamente las costas y lamía la arena una y otra vez, de forma maternal, como una gata lava a sus gatitos, mientras los ojos del sol y también los de Pilato estaban cada vez más cansados. Y el agua parecía caliente, tan caliente…

    Por supuesto, Pilato no echaba de menos la Germania, donde había pasado casi toda su carrera militar, pero a veces el calor de Judea era demasiado, incluso para él, pese a ser un romano de pura sangre caliente. A menudo descubría que necesitaba dormir, muriéndose de calor, esto le hacía preguntarse si era sólo por la temperatura o si había algo que no iba bien con su hígado, o quizás aquel problema con la melancolía con que luchaba, y si era así, de qué humor era la culpa (¿Bilis, quizás?) Casi nunca se echaba la siesta —que garantizaría que estaría de muy mal humor al despertarse— así que las evitaba cuanto le era posible. Las más de las veces sentía que nunca podía dormir lo suficiente ni descansar una noche como era debido. Parecía como si casi cada noche, unos minutos después de haberse forzado a soñar, tuviera que levantarse de nuevo, ya fuera para mear, beber agua o, algunas veces, sólo para sentarse y pensar.

    No estaba solo. Tenía a su esposa Claudia, y sus carnes regordetas y su aliento dulce siempre hacían que su corazón se sintiera cálido, apretar su culo carnoso por la mañana, probar su sudor cuando se despertaban con el calor farragoso del verano israelí. Pero desde hacía semanas, Claudia ni siquiera existía para él. Atendía las tareas de la casa, dando órdenes a los esclavos y a los jardineros; tenía su propia vida, y él estaba tocado por la soledad.

    Cuando Pilato se levantaba por la mañana, con el corazón desbocado, completamente despierto y agotado, salía lentamente de la cama, se sentaba durante unos minutos y luego se daba cuenta de lo cansado que estaba de verdad. Inmediatamente se acostaba de nuevo y se forzaba a cerrar los ojos, pero los párpados se abrían casi automáticamente. Los pensamientos sobre su madre pesaban mucho sobre su habilidad para dormir, lo que más le molestaba eran algunas frases que le decía siendo niño, después de adolescente y hasta cuando era un joven soldado en el ejército romano, años más tarde. —Algún día serás famoso… famoso en todo el mundo…—. Y así había llegado a ser, cerca de los cincuenta años, un burócrata odiado y mediocre que controlaba como gobernador el cuarto de baño del imperio.

    He visto a judíos que han vivido hasta una edad muy avanzada, pero quizás tengan suerte o quizás su sangre pueda soportar este lugar. Yo no… Podría morir en cualquier momento y mis logros no significarán nada. ¿Qué logros? ¡Ja! Otra cerveza fría estaría bien….

    Miró al cementerio de moscas en su copa. Durante un breve instante, la vergüenza lo invadió. ¿Quién era él para quejarse? Vivía en lo que en esencia era un palacio según los estándares judaicos y había conseguido llegar al puesto de gobernador a una edad relativamente temprana. Y luego estaba Claudia, ocupada con todas sus tareas…  No se atrevía  a interrumpirla ni a decirle cómo se sentía, no le parecía propio de un hombre que supuestamente poseía el poder que él tenía. La vergüenza volvió a dejar paso a la autocompasión y Pilato se sintió débil y viejo.

    Cumpliré los cincuenta este año, y no he logrado nada. Y quizás… No, no quizás, casi seguro que ha sido por mi propia culpa. He mamado de la teta protegida del emperador. Debería estarle agradecido, y supongo que a Claudia también, pero la verdad es que nunca llegaré a mucho. Nunca seré famoso. He llegado a ser algo por derecho propio pero…. Golpeó la mesa de roble con el puño, lleno de la rabia que le daba detestarse a sí mismo. Haga lo que haga, seré olvidado tan rápidamente como he sido recordado. No soy nada. Todo es vanidad… vacío.

    El vacío del universo le daba perversamente a Pilato esperanza cada poco tiempo. Al mirar hacia arriba, al espacio sin significado alguno, en las horas del crepúsculo, y ver brillar a las estrellas, algunas veces esperaba a la muerte sólo para ver cómo sería experimentar finalmente la vida en el otro lado.

    A sus cuarenta y nueve años, era demasiado joven o estaba demasiado poco preparado para enfrentarse a la muerte. Sabía que aún podía hacer algo, podía renunciar a su puesto, dejar a Claudia, encontrar quizás otra esposa, retirarse, quizás trasladarse de nuevo a Italia, o hasta quedarse en Judea y comprar una granja o un viñedo. ¿Qué eran cincuenta años, después de todo? Los emperadores habían vivido hasta llegar a los ochenta, pero él no era emperador y nunca lo sería. La duda y el odio a sí mismo corrieron al mismo tiempo por sus venas como el vino y el agua, como los mezclaban los griegos.

    Cumpliré cincuenta este año. Medio siglo… los mundos, el mundo gira. Mi tiempo. Debería amar cada día que poseo, cada día que me es dado, pero todo lo que siento es arena en la boca, dolor en mis entrañas y a un extraño en mi corazón. Debería estar agradecido pero quiero escupir. Es demasiado breve. Es una broma. Esto no puede ser real.

    Un día serás famoso. Las palabras de su madre seguían persiguiéndole. ¿Famoso por qué? ¿Por obedecer órdenes? No he tenido nada a lo que contribuir. Una provincia apestosa. Una tierra quemada por el sol que no produce nada excepto basura y criminales. Dejadme volver a Italia y morir en Roma, y haced que mi madre muera antes que yo para que nunca tenga que sufrir la vergüenza de que el hijo que ella decía que sería famoso la decepcionó de una manera tan vil.

    Volvió a mirar la copa de cerveza. Otra mosca se había suicidado buceando en el líquido, también ella luchó por liberarse pero pereció aún más rápidamente que las primeras víctimas, otra cosa rabiosa y viva se derrumbó. En ese momento, Pilato sintió repulsión por todos los pequeños cadáveres. Cogió la copa, la vertió junto con sus víctimas por el balcón y fue adentro.

    Mañana sería otro día de vida.

    El palacio era fresco y oscuro, y aunque ofrecía alivio del calor, nunca podía quedarse dentro demasiado tiempo. Le recordaba a una tumba, y aunque a menudo, en el pasado, le habían acunado hasta dormirse ideas románticas sobre la muerte, ahora sintió que no podía respirar y volvió a salir a su balcón.

    Al mirar hacia la playa, contempló una escena peculiar. Una mujer estaba dando a luz a un niño sobre la arena, gritando y sujetándose su enorme barriga. —¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritaba, seguido por una sarta de obscenidades. Pilato nunca había llegado a aprender arameo del todo, pero sabía lo suficiente para entender sus gritos, particularmente los fragmentos que conocía, y eso le hizo reír. De repente, como si apareciera de la nada, un joven judío, quizás un pescador, llegó corriendo en ayuda de la mujer. El muchacho debía saber lo que estaba haciendo, porque poco después apareció el bebé, cubierto de moco, pidiendo vida a gritos mientras la cálida agua del mar extendía sus generosas olas.

    El mar era cálido y parecía no tener fin. Seguiría estando allí para siempre, y habría innumerables niños más que nacerían en sus orillas. Plus ultra, non plus ultra, quid est differentia?

    Este raro episodio, presenciar el nacimiento de un ser humano, sacó brevemente a Pilato de su melancolía. Le gustaban los niños. En un giro brusco de su cerebro, le hizo pensar en tiempos más felices. Se preguntó qué vida le tocaría vivir a ese niño y consideró que quizás su propia vida no estuviera tan vacía de oportunidades como la imaginaba. Su nombramiento como gobernador de Judea por el mismo emperador era un alto honor, balanceó la cabeza y cerró los ojos, volviendo a pensar en aquel soleado día de primavera en Roma, tantos años antes…

    Cuando Pilato supo por vez primera que era candidato al puesto de gobernador, tuvo miedo, que ahora le parecía una locura cuando lo pensaba, de que el palacio del emperador probablemente estuviera hecho de mármol y que no habría tierra a su alrededor para que cavara un hoyo y enterrara su cara cuando fuera admitido a la presencia de la luz divina de la Majestad Imperial. Afortunadamente, su entrenamiento militar y su disciplina (recientemente había puesto el punto final a veinte años de servicio en la Germania) eran la prueba de que en esta situación podría mantenerse recto, con el culo apretado, y humilde con su profesionalidad militar, pero nunca humillándose.

    Recordaba ese día con perfecta claridad, y lo que más recordaba eran los colores. De pie en el palacio del emperador, se sintió como si todo el universo estuviera hecho únicamente de oro y blanco. Hasta el cielo, que normalmente era azul, parecía atravesado por el Sol Invictus, la yema de un huevo, una gota de miel en un vaso de leche. Era impresionante.

    Mientras permanecía de pie en medio de esa blancura cegadora, el pensamiento que danzaba por entre el laberinto craneal dio otra vuelta y él se transportó a otras escenas. Recordó cómo a veces, en Germania, en las arboledas profundamente verdes, una hoguera brillaba en la distancia. Mientras se celebraba un ritual pagano, apartó las ramas en silencio y, maravillado, contempló la orgía desde lejos, la arboleda y el color dorado de la hoguera permanecían aún vagamente en el océano lodoso de la memoria y en el estanque del tiempo. Ese estanque se vio obligado apartar su manto verde cuando Pilato recordó dónde estaba.

    Lo que más sorprendió a Pilato cuando entró en la sala de audiencias del palacio del emperador fue el mismo emperador. Era un anciano flaco, de pelo gris, afable y placentero, parecido a un abuelo, se podría decir, y aun así, era el gobernante del mundo conocido, desde las tierras de los escitas al este hasta los germanos al norte, y de todo lo que estaba al sur y al oeste de allí hasta las Columnas de Hércules. Tanto poder en una forma tan pequeña, y sin embargo sólo era otro hombre y no un dios, a no ser que fuera una de aquellas ocasiones en las que Dios se esconde bajo la apariencia de una mariposa o de un pájaro, pero las historias hablaban de mayores encarnaciones, un toro o un cisne, por ejemplo.

    De hecho, Pilato se sintió algo decepcionado a primera vista, pero cuando empezaron a hablar se olvidó inmediatamente del físico y las maneras del emperador, que contrastaban tanto con la vastedad de sus posesiones. El emperador era anciano, pero no estaba senil, su mente estaba tan afilada como una espada, recordaba cómo Su Majestad le explicaba las tareas, tomándose su tiempo, calibrando si el hombre sería bueno para el trabajo.

    —Ven, soldado.

    El emperador sonrió y cogió amablemente a Pilato del bíceps, y le hizo salir al balcón que dominaba la milagrosa ciudad de Roma, en verdad una maravilla moderna y del mundo. Entre las instrucciones y el parloteo, el emperador necesitaba tomarse algunos descansos. —Disculpa —decía—. Ven por aquí y espérame, volveré en un momento. Las entrañas del emperador estaban podridas y tuvo que interrumpir varias veces su conversación con el candidato a gobernador para ir a la letrina. Pilato se sentía avergonzado al escuchar los sonidos de los excrementos del dios emperador salpicando las paredes del cuarto de baño imperial. Se recordaba a sí mismo que no había necesidad de estar avergonzado hasta que se dio cuenta de que aquello pretendía avergonzarle. La mierda del emperador era la mierda de Dios, y debería estar agradecido por estar en presencia de tales sonidos divinos. Cuando acabó con sus asuntos, el emperador volvió a coger a Pilato por el brazo y regresaron a la balaustrada para atender un asunto más importante que las aguas mayores.

    —¿Cuán bien conoces a los judíos, soldado?

    —Los conozco… pero no muy bien. Lo siento, Majestad, mi período de servicio fue en Germania.

    Pilato tartamudeaba, su corazón estaba desbocado, no esperaba que le preguntaran sobre los judíos. Nunca había visto a ninguno y no sabía nada de ellos. El emperador sonrió amablemente. No estaba poniéndole a prueba, sólo sentía curiosidad

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