El Guerrero Uteh En El Reino De Ramses Ii
Por Hector Fernandez
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Hector Fernandez
Hector Fernandez- Cuba, Junio 1965; es un joven estudioso de las culturas antiguas; y fruto de abundantes complicaciones historicas y de casi diez años de labor, es su Novela de recreacion de la Historia del Antiguo Egipto, “El Guerrero Uteh en el Reino de Ramses II”. Este libro narra las eventuras del joven guerreo Uteh, hijo de una estirpe gloriosam que arde por entrar en combate a las ordenes del su Faraon contra los Hititas, y que culmina en la primera Tregua de Paz, el primer Tratado, que recuerdan los anales. Escrita con un lenguaje colloquial y directo, sin rebuscamiento barrocos, el texto de Fernandez incerta imediatamente al lector dentro de un mundo fascinante y exotico. Literatura que tiene un largo expediente contemporaneo, recordemos a Mika Waltari y “Sinuhue el egipcio”, esta Novela se añade con su presencia singular al monto total de la nueva literature cubana escrita en.el.exerior.
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El Guerrero Uteh En El Reino De Ramses Ii - Hector Fernandez
NOTA PRELIMINAR:
Un agradecimiento especial a mi familia a mi tia mi abuela mis padres mis hijos a mi amigo Julio A Pino, al periodista Imeldo Alvarez, Emilio Andani la doctora Era Acuna, mi buen amigo y traductor Sebastian Machado, Consejero Carlos Marino en fin todos aquellos que de una forma u otra me ayudaron con una sonrisa un aliento les estoy infinitamente agradecido.
Escritor Hector A Ferr.
ESTIMADO LECTOR:
La Obra que leeran a continuacion fue escrita hace ya mucho tiempo, llevado por un gran interes en la arqueologia y la historia me di a la tarea de recopilar un monton de datos los cuales fui colocando con sumo cuidado como si fuese un enorme rompecabezas cuando todo estaba listo mire el rompecabezas y me dije solo falta darle forma. tenia escasamente 18 abriles, era aun muy joven para haber hecho algo asi, mi abuela y mi tia se conmovieron, la anciana me dijo emocionada… .Es pequena pero enorme en sabiduria
. . . podia narrar parte de los sucesos que acaecieron durante la dinastia diecinueve del gran Astradon (Ramses II) casi como si hubiera estado alli me parecio tan fantastico que salte del asiento de la biblioteca y corriendo me diriji a contarle todo a mi abuela, sin notar el tiempo fui escribiendo line tras linea pero era perezoso y solo atine a hacer 180 paginas (menos en format de internet) me parecio tedioso hacer un manuscrito de mas de 180 paginas pues me aburria cuando leia mas de 400 paginas a la 401 empezaba a bostezar asi que pense que nunca haria bostesar a nadie haciendo un libro increiblemente largo por aquel entonces tenia serios problemas como estudiante llege a ser suspendido en varias asignaturas incluyendo literatura, espanol, quimica y la profesora de matematica llego a decirme que era inutil continuar ensenandome una materia que nunca entenderia en fin era un completo desastre como estudiante, para resumir la historia de mi vida les dire que si mi padre y un buen amigo mio no me hubieran ayudado esta obra jamas hubiera llegado a las manos de ustedes les agradecere mucho si perdonan cualquier error de la obra la cual esta originalmente como la hize hace mas de tres decadas.
TEMA CENTRAL DE LA OBRA
A finales del Reinado de Seti I las viejas contiendas contra el Libano y Asiria habian quedado abandonadas en polvorientos rollos. La casa Real en su maximo explendor escogia a uno de sus favoritos el cuarto hijo de Seti, quien subiria al trono con esperanzas de poner el nombre de su padre en alto glorificando asi su nombre y el de Egipto, Las castas militares que otrora dedicabanse a faenas sedentarias preparaban a sus hijos para tiempos malos. He ahi que el nuevo Faraon hace un llamado a su pueblo y a las huestes aliadas del Mediterraneo, entre los veteranos corre la voz y Uteh un joven é inexperto guerrero decide acudir al llamado.
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I
LA CIUDAD DE JETUARET
El Dios sol surgió entre las virgenes aguas del Nilo é ilumino los húmedos juncos, entonces se escuchó un chasquido en la margen opuesta del río sagrado; era un enorme saurio, que perezoso, se sumergía dejando tras de sí una estela de burbujas. Mientras pájaros de extraños colores alzaban el vuelo, emitiendo agudos chillidos, describiendo círculos en el aire, y desapareciendo después en el horizonte.
A golpe de remos, una embarcación de tosca ensambladura avanzaba hacia la ciudad de Jetuaret también conocida con el nombre de la Acrópolis de Tebas. En el timón un hombre de aproximadamente veintitrés años, de aspecto formidable y poderoso, anchos hombros, músculos que se dibujaban en su tez trigueña… En su mirada había el regocijo de quién se aproxima a un lugar mucho tiempo deseado. Por eso cuando la visión de la ciudad se hizo más nítida, sus ojos brillaron de alegría. Estaba llegando a la espléndida Dióspolis, ciudad sagrada de los dioses egipcios y desde donde partían miles de aguerridos aurígas en busca de conquistas, más allá del Valle del Nilo.
Uteh, pues este era su nombre, arqueó la cabeza y empuñó con mayor vigor los remos. El recuerdo de la guerra atenazó a su joven corazón con la visión de las arenas teñidas de rojo y la contemplación de los cadáveres. Su padre había muerto en combate, luchando contra las tribus tehenas y él hubiera querido estar allí para acariciar su rostro ya sin vida y correr su misma suerte.
La pequeña barca hendió un espeso ramal de hojas de papiro, y Uteh saltó a la orilla no sin antes coger la cesta donde llevaba las provisiones del viaje: pescado ahumado, vino, y pan. Tomó también la espada, el arco, y el carjac lleno de flechas de puntas afiladas. Arrimó la embarcación y echó a andar por el camino arenoso bordeado de palmeras y de bellos cocoteros.
Las puertas de la ciudad estaban frente a él. Dos jóvenes egipcias se dirigían en esos momentos hacia el río, vestidas con unas túnicas que casi rozaban el suelo, las finas curvas del cuerpo de las muchachas resaltaban al ritmo de sus pasos.
Uteh siempre había admirado a las hijas del Nilo, especialmente le llamaba la atención en ellas su carácter tímido que contrastaba con la vitalidad y energía que sin embargo poseían. Desde muy temprano las mujeres de esa tierra recibían todo el peso de una tradición milenaria, que las conducía a respetar y a obedecer al hombre con que se desposaran. Las jóvenes traían unos bulto de ropas dentro de una cesta de mimbre encima de sus cabezas, y a pesar del ondulante contoneo de sus caderas, estos se sostenían firmes sin riesgo de caerse. Iban al río a lavar, repitiendo así la costumbre ancestral de sus madres y abuelas.
La ciudad lo recibió con su alboroto acostumbrado. Los chicos corrían descalzos vociferando a voz en cuello. Y uno de ellos le gritaba en son de mofa a un gentil adolescente que por sus atavíos y maneras elegantes, denotaba pertenecer a la casta noble, asi el niño harapiento ensayaba su peculiar ajuste de cuentas.
Las casas egipcias, que eran en su mayoría de baja altura, construidas con ladrillos de barro, y no tenían ventanas ni aberturas para la ventilación. Tan sólo poseían una entrada, cubierta por una tenue tela para protegerla de la mirada de curiosos. Uteh vio un hombre delgado y vestido con desaliño que hablaba en voz alta y se quejaba de su miseria. Se trataba, comprendió el joven, de un paria que en opinión de los egipcios estaba poseído por los espíritus malignos, por lo que lo repudiaban.
Al llegar al umbral de un antiguo taller de alfarería, Uteh se sentó a comer el pan y a tomar el vino que llevaba en la cesta. El viejo alfarero, de facciones duras y mirar inquieto, lo saludó mientras se quitaba con el dorso de la mano el sudor que le corría por la frente. El anciano vestía una tela a modo de delantal, que le protegía el pecho del sucio barro.
—Que Ra ilumine tu camino.—dijo el alfarero.
—Ra y Amón estén también contigo—respondió Uteh.
Inclinándose sobre el horno el alfarero pareció continuar su labor, pero curioso, pregunto enseguida:
—¿Andas en busca de trabajo y cobija? ¡Para esas cosas estos son tiempos difíciles!
Uteh se demoró en responder, finalmente señaló:—He oído que el Faraón prepara el ejército para una nueva campaña. ¿Es así?
—Has oído bien. Dicen que quienes se le unan regresarán llenos de gloria y riquezas. El nombre del poderoso Ramsés correrá de boca en boca y Hapi desbordará el Nilo, las tierras se irrigarán, los pescadores tendrán buena pesca y los labradores buena cosecha…
—¡Que así sea! Que la paz sea contigo—dijo Uteh entre tanto se ponía de pie. Recogió el cesto, se echó el arco al hombro y se despidió con una leve inclinación de cabeza. Rápidamente se internó por una de las callejuelas de la gran ciudad. No había dado un centenar de pasos cuando se encontró con un grupo de soldados chardanos, que conducían en una silla de andas a quien parecía ser un personaje importante, un hombre gordo de nutridos cachetes, cubierto con una piel de leopardo, distintivo de las clases altas; sus macizos brazos mostraban opulentos brazaletes de plata de muy variadas formas.
Uteh observó que la comitiva se detuvo delante de una herrería. Los soldados, armados con espadas y pequeños escudos, penetraron en el lugar. De repente cesaron los martillazos que venían de adentro. El herrero, un asirio de blanca caballera y piernas nervudas, se apresuró a saludar al singular visitante. Los chardanos a una señal del hombre obeso ayudaron a este a descender de la silla.
—¡Loado sea el gran jefe chardano!—dijo el herrero—ya están la espada y el escudo encargados por el señor. La espada es dura, tan dura y formidable que partiría cien lanzas enemigas a la vez.
—Bien, bien—respondió sonriendo el visitante—tráela, que quiero probarla.
El herrero caminó hasta el fondo de su herrería y regresó con una espada corta de ancha hoja y un escudo de forma redonda, revestido con piel de cabra.
—Aquí tiene mi señor—expresó el hombre de cabellos blancos en tono bajo y respetuoso. El jefe chardano, contrayendo la enorme barriga y abriendo las piernas levantó la espada hasta la altura de sus ojos y mirando a uno de los soldados le ordenó:
—¡Eh, tú, atácame!
El soldado, tras una breve vacilación, desenvainó la espada y se abalanzó contra su jefe, quién a pesar de su corpulencia logró parar diestramente el golpe, entonces fue el señor el que ripostó y las espadas chocaron con estruendo. El Noble se movía asombrosamente con agilidad y rapidez al