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En busca de Bernabé
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Libro electrónico227 páginas3 horas

En busca de Bernabé

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The Spanish version of Limón's American Book Award-winning novel, In Search of Bernabé, humanizes the political turmoil of contemporary Central America by focusing on one woman’s anguish when she is separated from her son in the chaos that follows the assassination of Archbishop Romero in El Salvador.
Against incredible odds, Luz Delcano is determined to find her son, Bernabé. Her unshakeable conviction that her son has fled to the north as so many other Salvadorans were doing leads her on an odyssey through Mexico and into the United States. Meanwhile, Bernabé finds himself almost unwillingly pulled into the life of a guerrilla fighter in the mountains. Repulsed by the violent life of the guerrillas, he is unable to return to the seminary where he was to be ordained as a priest for fear of being murdered. Intertwined with the story of the Salvadorans is the story of Father Hugh, an American priest struggling with his conscience as he watches the horrors committed in El Salvador with weapons he sold to the Salvadoran military.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ago 2018
ISBN9781611926507
En busca de Bernabé
Autor

Graciela Limón

Graciela Limón is the author of eight widely read novels: In Search of Bernabé, The Memories of Ana Calderón, The Song of the Hummingbird, Day of the Moon, Erased Faces, Left Alive, The River Flows North and The Madness of Mamá Carlota. Her writing has received reviews from Publishers Weekly, library Journals and scholarly journals. The Los Angeles Times, The New York Times, Houston Chronicle and other leading newspapers have reviewed her work, as well as several anthologies. She was the recipient of the prestigious award for U.S. Literature: The Luis Leal Literary Award. The Los Angeles Times listed her as a notable writer for the year 1993. The Life of Ximena Godoy is due to be published in the spring of 2015. Graciela was born in Los Angeles, California, where she has resided until recently relocating to Simi Valley, California. Los Angeles plays a major role in many of her novels.

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    En busca de Bernabé - Graciela Limón

    I

    Prólogo

    Has llegado a viejo en la maldad… la belleza te ha seducido, la lujuria te ha descarrilado el corazón. Es así como te has comportado con las hijas de Israel y ellas tuvieron demasiado miedo para resistir.

    Daniel, Capítulo 13

    I

    Santiago de Nonualco - 1941.

    Todo comenzó cuando Don Lucio Delcano estaba por cumplir sus setenta años y su único consuelo era vagar por sus tierras queriendo escapar al tedio. El día en que ocurrió por primera vez, el viejo entró al azar en uno de los establos y encontró a una niña sentada en un taburete, ordeñando una vaca. Sorprendido de repente por ella, Don Lucio se detuvo hasta que los ojos se le acostumbraron a la penumbra. Entonces miró detenidamente a la muchacha y vio que era bella. Tenía la cara ovalada y sus ojos eran grandes y luminosos, rodeados de largas pestañas negras. Calculó que tenía unos trece, quizás catorce años. Sus pequeños senos empezaban apenas a abultarse debajo del vestido de percal que traía, y el viejo pudo imaginarse que sus pezones eran color de canela. Sintió un arranque de vergüenza causado por sus pensamientos, aun cuando se agachaba para mejor distinguir a la niña.

    —¿Cómo te llamas?

    —Luz, Patrón.

    Al susurrar su nombre, él se dio cuenta que la niña era su nieta por medio de un hijo que había tenido con una sirvienta india. Había sucedido años antes, pero se había mantenido al corriente de la mujer y del muchacho. Mientras se fijaba en los ojos negros de la muchacha, Don Lucio recordó que su hijo se había casado con una mujer de ascendencia africana y que la muchacha que ahora lo miraba con azoro era fruto de esa unión. Se acordó también que cuando nació la niña, su hijo le había pedido permiso para nombrarla Luz, en su honor.

    Se sintió fascinado por la niña, y se llenó de deseo. Cerró los ojos, esperando que esa urgencia le pasara, pero en vez, tomó a la niña entre sus manos y apretó su piel color de caoba contra su cuerpo hinchado. Confundido por sus sentimientos, el viejo hizo un esfuerzo por salir, incapaz de controlar la emoción que se estaba apoderando de él. Ella era todavía una niña, más aun su nieta, pero le había cautivado su imaginación fatigada, y despertado en él sentimientos que no había tenido en décadas. Salió luchando por olvidarla, pero pensó en la niña toda la noche. Al día siguiente se dirigió al establo con la esperanza de volver a verla.

    La encontró agachada sobre un balde de líquido blanco, hirviente, y cuando ella le dirigió la mirada, le sonrió tímidamente. Don Lucio la miró fijamente por largo tiempo haciendo que ella se moviera incómodamente en el taburete. El viejo no había tenido intención de hacer lo que hizo luego, pero se le acercó, abrió la bragueta de los pantalones, y sin hablar, le indicó que metiera la mano y lo tocara.

    Luz se estremeció mientras se le agrandaban los ojos de miedo. Sabía que nadie le negaba al patrón sus deseos. También sabía que era su abuelo porque desde que tenía memoria, todo el mundo se lo había dicho. Aterrorizada, la muchacha levantó el brazo y metió la mano en el boquete negro donde quedó rígida e inmóvil al lado de los testículos. Él le hizo señas que lo agarrara, y Luz se estremeció otra vez al tocar la carne inerte.

    La cabeza del viejo se le tambaleó hacia atrás y la boca se le abrió grotescamente, aspirando una bocanada de aire cuando sintió que Luz lo tocaba, pero aún sentía su cuerpo flojo e insensible. Entonces le pidió que lo acariciara, pero aunque Luz cumplió lo que pedía, Don Lucio permaneció inerte, y se dio cuenta que se había puesto en verdad viejo. Se apartó de la mano de la muchacha, y se retiró lleno de ansiedad.

    Después de esto, el viejo se obsesionó con la niña, y sus costumbres de siempre cambiaron. Sabía que se había enamorado de la niña, y defendía sus emociones negando que lo que hacía era malo. Soñaba con Luz día y noche, bloqueándolo todo, aún el hecho de que era su nieta. Soñaba irse lejos con ella a un lugar donde nadie supiera que era rico y poderoso. En sus sueños, la muchacha y él vagaban por campos verdes al pie de los volcanes, copulando en una cueva escondida, y Luz amándolo sobre todo, prometiéndole siempre permanecer a su lado.

    Llegó el día en que Don Lucio sintió que el poder de su sueño le invadía el cuerpo, y supo que esta vez le probaría su amor a Luz. Se le arrimó a la muchacha en el establo, la levantó en brazos, llevándola a un rincón donde se arrodilló. Apretó a Luz contra la pared, y con los ojos cerrados en la penumbra, se quedó ahí por largo tiempo.

    Le temblaban las manos al levantarle el vestido. Entonces metió las manos entre las piernas de la niña, subiendo sus dedos lentamente hasta meterlos dentro de la vagina. Cuando Don Lucio sintió que los dos estaban listos, la penetró, y Luz, paralizada por el miedo, se entregó. Después que el viejo terminó, le preguntó si le permitiría hacerle la misma cosa cuando fuera mujer. Sin saber por qué, ella le contestó que sí, que le permitiría hacerle lo que él quisiera cuando lo quisiera.

    Después de esto, la muchacha tuvo mucho cuidado en esconder sus encuentros con Don Lucio de los ojos curiosos de los sirvientes. El secreto de Luz, sin embargo, la llenaba de ansiedad. Estaba convencida que lo que había provocado en su abuelo era vergonzoso, y que todo había sido culpa suya.

    II

    Don Lucio Delcano parecía una momia abultada; sentado, rodeado de su prole aduladora y servil. La piel de Delcano había sido blanca en su juventud, pero las décadas de sol tropical la habían bronceado, así que su cara parecía ahora del mismo color de las de sus sirvientes indígenas. La nariz voluminosa parecía encajársele en el bigote blanco, y ya no tenía el pelo rubio como lo había tenido en su juventud, sino canoso. Tenía las mejillas hinchadas, y por mucho que tratara de estirar la barbilla en un esfuerzo de apretar su quijada, los pellejos se le amontonaban sobre el cuello. Una vez altos y musculosos, los hombros de Don Lucio ahora estaban caídos. Cada vez que se movía del sillón, arrastraba los pies, y los brazos le colgaban de la barriga inflada.

    —¡Que Dios lo bendiga, Padre. Está usted tan fuerte como un toro y tan guapo como un jovenzuelo de veinte años!

    —¡Feliz cumpleaños, abuelo!

    —¡Alegría y felicidades, éste es mi deseo para ti, Padre!

    La fila de los descendientes de Lucio Delcano pasaba, saludándolo. Las caras sonreían, pero el viejo sabía que detrás de esas máscaras había rencor y odio. Sabía que sus hijos y nietos le deseaban la muerte, y se dio cuenta que él también los odiaba con la misma intensidad.

    —Abuelo, te ves fabuloso en tu día. ¡Qué ejemplo de príncipe eres! Debes tener el secreto del elixir de la juventud.

    Don Lucio sentía una repugnancia por su familia que concordaba con el aborrecimiento de sí mismo. Según contemplaba esas caras, sentía que cada uno de ellos, desde el mayor de sus hijos hasta el más joven de sus nietos, parecían animales.

    —¡Excremento! ¡Mentiras! ¡Adulación podrida! Una colección de tipos miserables. He engendrado un circo.

    El viejo refunfuñaba mientras sus ojos apagados recorrían la vasta sala hasta posarlos en su primogénito, Damián. Parece un camello, pensó el viejo. Uno de los más estúpidos. Ojos de pescado, jeta babosa, nariz aplastada.

    Don Lucio lanzó la mirada al otro lado de la sala, y se concentró en una mujer obesa. —Hortensia. Una yegua. Pura gordura.— El patriarca se fijó en su hija mientras ella atravesaba la sala, meciendo el cuerpo de un lado para otro. —Agrietaría el estuco de las paredes con ese culo si esta sala fuera más pequeña.

    Delcano acomodó su cuerpo en el sillón. Miró hacia un lado y vio a su hijo más joven parado junto a la mesa al lado de Hortensia. Anastasio. El sol le chamuscó los sesos hace mucho. Es un tapir; todo pezuñas y hocico.

    Al lado de Anastasio, Don Lucio dio con Fulgencio. —¡Ah! El hocico de una comadreja. El cura de la familia. ¡Ja!

    Delcano sabía por qué su hijo había decidido ser sacerdote. Fulgencio prefería la libertad que le daba la falda que le cubría las piernas. El viejo gruñó quedamente porque sentía que le ardía el estómago.

    ¡Animales! Todos y cada uno!

    Los ojos le saltaban de Ricarda, a Eliseo, a César. Esas caras comenzaron a mezclarse, confundiéndose una con la otra, cuando Don Lucio se dio cuenta de que si ellos eran bestias y torpes, era él la causa de esa deformidad. Dejó salir un ronquido fuerte, y la prole, creyendo que el viejo se carcajeaba, rió junto con él. Don Lucio alcanzó a ver esas lenguas amoratadas y sintió una mareada de disgusto. Ninguno de ellos tenía la inteligencia ni la valentía de ganar un solo colón. Ninguno merecía la tierra y la plata que él había acumulado mediante años de trabajo.

    ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Pura porquería!

    Don Lucio bajó la cabeza contra el pecho. Como siempre, traía puesto el sombrero panamá de alas anchas, y nadie podía verle los ojos ni adivinar que se había escapado a los placeres de sus recuerdos.

    Luz, has sido mía. Sólo mía. ¿Por qué me miras con esos ojos de terror?

    —¿Algo para comer o beber, Lalo?

    La voz chillona de la esposa de Don Lucio lo trajo al presente. Resentía el nombre que su mujer le ponía porque lo usaba para recalcar su devoción hacia él. Sin embargo, él sabía que ella nunca lo había querido y ese apodo le desgarraba los nervios como cuchillo filoso.

    ¡Me casé con una vaca! El viejo refunfuñaba sin que nadie lo oyera mientras ella le ofrecía una bandeja de albóndigas repulsivas que alguien había fabricado en su honor. Con el estómago revuelto, decidió escaparse regresando a la muchacha.

    Cuando estoy contigo, sólo siento amor por ti. No oigo nada. No veo nada. Me llenas el alma. Me haces olvidar quien soy.

    Entonces los recuerdos de Don Lucio se trasladaron a un pasado aún más distante. Él había sido uno de varios hermanos nacidos en un pequeño pueblo cerca de Santander en la costa nordeste de España. Su padre había sido marinero; un borracho que les pegaba a los niños y a la esposa. Lucio llegó a la adolescencia vestido con harapos, y con la barriga siempre padeciendo los dolores del hambre.

    En cuanto llegó a los quince años, el abuso de su padre y el tufo a pescado podrido se le habían hecho intolerables. Fue durante ese tiempo que escuchó las voces que corrían por las calles con noticias de las oportunidades que le esperaban en América a los listos e ingeniosos. Y así un día Lucio bajó al puerto donde se estaba alistando un barco para su viaje transoceánico.

    —¡Amigos! ¡Vámonos a América! ¡Vámonos!

    Sin saber el destino de la nave, el muchacho saltó abordo y obtuvo pasaje a cambio de trabajar en las galeras. La travesía fue larga y difícil, y Lucio sufrió ataques de náusea constantemente. La escasez de comida durante el viaje lo enflaqueció, y cuando desembarcó en El Salvador en Bahía de Fonseca, llegó con el cuerpo esquelético y la cara demacrada. También se había puesto más alto, y aunque apenas tenía dieciséis años, Lucio sabía que tenía que actuar como un hombre.

    Encontró en El Salvador un mundo de diversos colores; la mayoría eran campesinos empobrecidos. Nunca más pensó en su madre, ni en sus hermanos y hermanas. En vez, se dedicó a esa tierra nueva, sin dudar de sus acciones o motivos, sabiendo todo el tiempo que algún día él sería inmensamente rico. Y así, poco a poco, fue almacenado fincas, minas, ganado y sirvientes.

    —Abuelo, ¿un café?

    Los ojos abotagados del viejo percibieron la cara animada de uno de sus nietos. Fastidiado, despidió al chico con la mano, rehusando aceptar comida o bebida de nadie. Encaprichado, cerró los ojos, y en esa oscuridad, vio el cuerpo de la muchacha; sus pequeños senos, sus pequeños pezones.

    Me dicen que pronto serás mujer. ¡Ven! Déjame besarte el pecho. No tengas miedo. ¡Por favor!

    —El Padre Manuel está aquí para desearle un feliz cumpleaños.

    Un criado le informó a Don Lucio que el sacerdote había llegado, y el viejo se resintió de que lo interrumpieran. Al levantar la mirada hacia su familia se dio cuenta de que habían dejado de cotorrear y que todos los ojos se dirigían hacia él. Hortensia, Damián y Josefina inclinaban las orejas hacia él, tratando de pescar una palabra de lo que el sirviente había susurrado. Cerrando los ojos, Don Lucio se desplomó todavía más en el sillón, sabiendo que el silencio les despertaría la curiosidad aún más.

    Encorvado en su trono, con los ojos herméticamente cerrados, los codos cruzados sobre el vientre hinchado, Don Lucio Delcano comenzó a sentir un sentimiento desconocido. Leve y suave al principio, la idea pronto cobró fuerza; el viejo se dio cuenta de que iba a morir, y que no había recibido el perdón por todos los pecados y ofensas que había cometido.

    Para ser perdonado tengo que arrepentirme de lo que he hecho.

    El aliento se le atrapó en la garganta. Se daba cuenta de que no se arrepentía de nada, y supo que se complacía al saber que iba a morir como si fuera un animal. Sonrió primero, entonces se le escaparon unas carcajadas entrecortadas, causando que el vientre le temblara, y su familia reaccionó, riendo al igual que él. Entre más reía Don Lucio, más lo imitaban los otros, haciendo muecas como idiotas.

    De repente, sintió que perdía el aliento. Sentía que la camisa le estaba apretando los pellejos del cuello; que los botones de la camisa y del chaleco lo comprimían, como si fueran serpientes enroscándole el corazón. Dedos puntiagudos le oprimían los pulmones. Ya no se estaba riendo, y tenía los ojos llenos de pánico mientras trataba de gritar, pero la celebración continuaba a su alrededor. La camada no comprendía, o simulaba no comprender, y su risa se intensificaba.

    El bullicio comenzó a alejarse de Don Lucio, y en su lugar oía tintinear desde muy lejos unas campanitas, seguidas por el chirrido de un acordeón desafinado, acompañado por notas discordantes de un violín chillón. Reconoció la música de la taberna del pueblo de su juventud. Ante la muerte, Lucio Delcano era otra vez aquel joven de quince años, rodeado de viejos desdentados y narizones, con las mismas boinas sucias puestas en la calva.

    Don Lucio pestañeó tratando de concentrarse en aquellas caras de antaño, pero ya no podía ver. El aire empezó a salírsele del cuerpo, y los párpados se le cerraron. Jadeaba y gorjeaba, y frenéticamente se agarraba el pecho con las manos, mientras perdía el conocimiento.

    Primera Parte

    Miles se acercaban a la Basílica del Sagrado Corazón… y se unían a una procesión silenciosa detrás del cortejo mientras lo conducían a la Catedral Metropolitana. El féretro gris del arzobispo asesinado, Oscar Arnulfo Romero, permanecía en los escalones de la inmensa Catedral de San Salvador, con una corona de rosas rojas en la cabecera. De repente, el funeral se transformó en un cuadro de terror: la explosión de bombas, descargas de fuego al azar, la muchedumbre horrorizada en una estampida de pánico. Antes de que terminara, 35 personas habían muerto, 185 otras habían sido hospitalizadas… otras habían desaparecido.

    Time Magazine, el 14 de abril de 1980

    I

    San Salvador - Marzo de 1980.

    Aunque la muchedumbre era inmensa, un silencio raro prevalecía. Sólo las pisadas calladas de los dolientes y las intermitentes plegarias rompían el vacío. Las calles alrededor de la catedral estaban atascadas de gente que había venido de cada sector de la ciudad y hasta de más allá de San Salvador. Había aquéllos que habían abandonado cocinas, fábricas y salas de clase. Los campesinos habían caminado distancias desde valles y volcanes, desde cafetales y sembradíos de algodón.

    Todos venían a acompañar al arzobispo en su último peregrinaje por la ciudad. Muchos lloraban, agachados, apeñuscados unos a otros, algunos con angustia

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