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La vida de Julián Berri
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Libro electrónico177 páginas2 horas

La vida de Julián Berri

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«La vida es una despedida continua de la vida». Sentencia y realidad de nuestro protagonista, Julián Berri, quien nos devuelve a ese carpe diem a través de su vida, cargada de amor y desamor, esperanzas y frustraciones, anhelos, deseos, dudas e incertidumbres. Un camino de búsqueda de la felicidad personal, de la libertad, del adiós a los encajonamientos sociales y a las reglas y patrones de lo que se considera políticamente correcto a ojos de una sociedad marcada por el qué dirán y el artificio. ¿Conseguirá Julián Berri romper las cadenas que parecen querer esclavizarle o volará más allá de ese horizonte que acaricia el mar al que tanto apego tiene?

José María Mínguez. Portugalujo de 77 años. Estudió Ingeniería en Bilbao y realizó su tesis doctoral en la Universidad de Bath (UK). Ya de joven, aunque optó por una carrera científico-técnica, empezó a cultivar sus aficiones literarias. Luego, su vida ha sido muy estable. Casado y padre de tres hijos, ha desarrollado su actividad académica como profesor de Física en la Universidad del País Vasco y en la Universidad Nacional de Educación a Distancia durante más de 40 años, manteniendo siempre su colaboración con la Universidad de Bath, adonde ha viajado asiduamente. En la actualidad, está jubilado, vive con su mujer en Las Arenas, junto al Puente Colgante, que lo conecta a sus raíces en Portugalete, y ha retomado su vocación literaria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 sept 2022
ISBN9791220132732
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    La vida de Julián Berri - José María Mínguez

    PRIMERA EDAD

    «¡Vaya niño!», exclamaban las señoras al verlo.

    Julianín tenía muchas cosas llamativas para las señoras. Era un niño guapo y veleidoso, como suelen ser los niños que han crecido en la abundancia de caprichos. Estos caprichos se los proporcionaban su madre y sus tías. Su padre no, porque lo veía poco.

    En casa de los Berri, en Portugalete, vivía una familia adinerada cuando nació el cuarto hijo del matrimonio, el cuarto que fueron dos, porque el parto fue doble. Detrás de Julianín, salió a la oscuridad del mundo una preciosidad de niña. Por ello, Andoni hubo de comprar a su mujer dos medallas para su pulsera maternal, en la que llevaba prendido un colgante por cada hijo e hija. Así Lupe se hacía la ilusión de que los tenía siempre en la mano.

    La vida se les preparaba a los niños facilona, como si la vida dependiera de los designios de los hombres.

    Julianín dio sus primeros pasos entre los almohadones de unos divanes que había en el salón de su casa. Allí sus pasitos causaron la admiración y los elogios de su madre, de sus tías y de las amigas de su madre y de sus tías. Para entonces, ya llevaba el pelo muy bien peinado. Era la ocupación maternal que más empeño exigía de su progenitora. Sería poco literario ilustrar su imagen con una fotografía, pero los cabellos de Julianín por entonces eran tan suaves y ondulados como los del santo más niño de la hagiografía.

    Después, su infancia corrió muy rápidamente. Su madre cayó en la cuenta un buen día de que su hijo más pequeño ya tenía cinco añitos. Al principio se impresionó con la sorpresa. Estaba haciéndose la manicura cuando, de repente, sintió el aguijón de un pensamiento etéreo, pero punzante. Había pasado la primera infancia del último de sus retoños. Sin embargo, embebida como estaba en su quehacer a primeras horas de la mañana, desechó esta ocurrencia y siguió con la mano izquierda.

    Luego, se atusó y estiró el cabello varias veces frente al espejo de su tocador, sacudió la cabeza y recogió a Julianín para dar un paseo por Portugalete, haciendo unas compras. Julianín iba de su mano. De cuando en cuando, se detenía y tiraba de su madre para atrás, como suelen hacerlo todos los niños. Parecía distraído, pero no. Quería observar alguna particularidad del entorno, un escaparate de juguetes, o el de una librería de muchos colores, o pretendía mirar a alguna niña parecida a su hermana que pasaba junto a él. Después de dos o tres intentos, su madre se lo llevaba adelante.

    Con estas incidencias insignificantes, Lupe averiguó que la cabeza de su hijo comenzaba a dar vueltas y a discurrir a su aire. Eran los primeros pasos de la independencia de su niño.

    Otro día, Julianín prefirió quedarse en casa a ir con su madre a la calle. Cuando regresó a casa al mediodía, Lupe encontró que su niño estaba en la cocina con Flora, la cocinera.

    Flora era un ama de casi cincuenta años, que, antes de servir a los Berri, había servido a los padres de los Berri. Su actividad era constante, pero siempre infundía una impresión de calma que pacificaba a los que la veían trabajar.

    En la cocina ordenada y entre los pitidos de alguna olla, allí estaba sentado Julianín al regresar su madre.

    En otra ocasión, Lupe lo halló con Nati, otra sirvienta, pero esta más joven. Nati estaba tendiendo ropa de una línea aérea y Julianín la agarraba las piernas abrazándoselas con las dos manos.

    Decididamente, despegaba la independencia de

    Julianín y su cerebro corría hacia la vida. En su porvenir asomaba ya la incertidumbre que arrulla la mirada de todos los hombres.

    Cuando, después de comer, Julianín veía en un salón de su casa a varias señoras reunidas con su madre, él se escapaba para ir a jugar con otros niños. Pedía a Nati que le abriera la puerta y se despedía de ella dándole un beso.

    Así empezaron sus relaciones extrafamiliares. A Lupe no se le escaparon desapercibidos estos inicios. Pero ¡qué iba a hacer ella! Los hijos no son ni tienen que ser exclusivamente para sus padres.

    En esta época de la vida de Julianín, hubo un personaje que captó su atención especialmente. Se trataba del mayordomo de su abuela Asunción, la madre de su padre. Esta señora mayor, de casi setenta y cinco años, era una dama distinguida de Las Arenas y del siglo diecinueve que vivía en un castillo de marfil. Su mayordomo, un caballero de cuarenta y tantos años, vestía calzón corto a rayas sobre medias de color azul de seda y usaba la solemnidad más llamativa para atender a la señora. Julianín seguía sus pasos con la mirada asombrada de un niño atónito.

    Habría disfrutado lo indecible si su abuela le hubiera consentido hablar con él igual que en su casa hablaba con Flora, con Nati y con la tercera chica, que se llamaba Rosa. Pero nada. En casa de su abuela, las formas estaban mucho más almidonadas y no había manera de traspasar ciertos umbrales. Esto mismo seguramente contribuyó a que los ojos ávidos del niño no se despegaran de aquel hombre.

    La postura del mayordomo era tan hierática, sus andares tan rectos y la sonrisa de su boca, al responder a cualquier insinuación indiferente de doña Asunción, tan acicalada, que Julianín tenía con él suficiente espectáculo para distraerse mientras merendaba en casa de su abuela.

    Por otra parte, doña Asunción le atendía tan bien que no es extraño que al niño le agradara frecuentar su compañía. En su casa solía merendar chocolate con churros, una tostada exquisita con mermelada de albaricoque, otra con mantequilla y jamón, o mortadela, y fruta de un plato multicolor. Este plato, de cristal oriental, lo había comprado su abuelo en un puerto árabe juntamente con una alfombra marroquí y una lámpara de velas rojas, que nunca vio arder.

    Sin embargo, lo que a Julianín le impresionaba más en casa de su abuela no eran las meriendas, ni las cortinas solemnes y onduladas, que caían con ritmo lento, ni los tapices, que forraban las paredes con dibujos insinuados levemente, ni los adornos y estatuillas, que su abuelo había traído de los puertos más exóticos del mundo. Nada de eso. El brillo de la madera africana del suelo y sus mosaicos de geometrías difíciles y perfectas tampoco lo cautivaban. Su atención infantil se concentraba en el mayordomo, que, como una pintura de otro mundo, atendía todos los deseos de su abuela Asunción. Aquella figura de mármol imantaba sus ojos.

    Por fin, un día, cuando el mayordomo se colaba por los cortinajes más elegantes del comedor, Julianín se levantó rápidamente e iba a correr detrás de él, pero su abuela le ordenó dulcemente:

    —Ven aquí.

    No tuvo más remedio que obedecer. Volvió a sentarse delante de la merienda y preguntó un poco aturdido:

    —¿Cómo se llama el mayordomo?

    —Tobías —le respondió ella bajando la voz.

    Julianín quedó colgado del misterio mágico y dejó sus ojos interrogantes en el aire.

    —¡Ah!

    Doña Asunción comprendió que su nieto deseaba saber más acerca de su encopetado servidor y le contó una historia a media voz.

    —Cuando tu abuelo hizo el último viaje navegando por el Oriente, vio en un puerto de Egipto un mercado de esclavos. Allí los hombres ricos vendían muchachos y muchachas.

    —Y ellos, ¿dónde los compraban? —la interrumpió el niño.

    —Los traen de muy lejos. Verás. En aquel zoco, tu abuelo descubrió a Tobías, que tenía las manos atadas, y lo compró para liberarlo. Luego, a la vuelta de aquella campaña, tu abuelo se murió. Entonces tú no habías nacido todavía. De aquello han pasado ya quince años.

    ¿Y tú cuántos tienes?

    —Siete, abuela. Pero sigue. ¿Y sabe hablar Tobías?

    —Sabía hablar en árabe y nosotros le enseñamos castellano. Lo vestimos y lo trajimos a trabajar y a vivir en nuestra casa.

    —¡Ah! —se maravilló Julianín descansando.

    Y en seguida volvió a preguntar:

    —¿Y cómo vinieron desde tan lejos a Las Arenas?

    —En barco, hijo —sonrió la abuela, preparándole otra tostada de mermelada—. Cuando navegaban hacia Bilbao, en un barco muy grande y muy bonito, naufragaron y tu abuelo se habría ahogado de no ser por Tobías, que lo salvó en una lancha pequeña. Él era muy fuerte y remó hasta que otro barco igual de grande los recogió a los dos. Cuando llegaron a Portugalete y pisaron en firme, tu abuelo estaba eufórico. Yo lo estaba esperando en el muelle, pero no sabía el regalo que me traía. Él me enseñó emocionado a Tobías. «Un mayordomo para que te atienda», me dijo. Y este es Tobías.

    Doña Asunción se entristeció en un instante y continuó:

    —Pero ya ves, Julianín, lo poco que dura la vida. Justamente dos meses después de aquel viaje, tu abuelo murió en esta habitación de al lado.

    .    .    .    .    .    .    .    .    .

    En la memoria de Julianín subsisten muchos recuerdos de aquella infancia feliz. Algunos pertenecen a esa región difusa del pensamiento en la cual el hombre navega a su gusto, rememorándose a sí mismo, como si se eternizara. En realidad, sin embargo, esos diseños del pretérito no son más que bocetos muy vívidos, sí, a fuerza de revivirlos, pero a medio dibujar por causa de la tantas veces maldita incertidumbre. Seguramente provienen de sucesos realmente ocurridos, pero es muy difícil esclarecerlos y delimitar su veracidad.

    ¡Ay, ilusiones!

    Un día estaba jugando el niño con unos amiguitos en el campo de la iglesia de Portugalete. Allí, soltaron una cometa de papel y cañas de una escoba y disfrutaron muchísimo viendo que subía y subía empujada por el viento. El aire soplaba del oeste gallego. Los tres muchachitos miraban atónitos a la cometa cada vez más lejana, mientras le daban cuerda. Cuando quisieron darse cuenta, se les había acabado el hilo del carrete y Julianín dio la libertad al juguete volador.

    Un abuelo que tomaba el sol dejó de leer su periódico, se entusiasmó con el artificio de los chavales y les dijo que la cometa estaba ya muy lejos, que probablemente llegaría hasta Madrid. Naturalmente, los niños volvieron a sus casas convencidos de su hazaña prodigiosa.

    La fantasía de Julianín se alargó por el espacio del cielo y todavía ahora recuerda cómo volaba la cometa a una distancia incalculable.

    Otra imagen del cúmulo borroso de la memoria de Julianín lo retrotrae a la noche que pasó con Nati.

    Lupe y Andoni habían salido a cenar fuera de casa. El niño se quedó al cuidado de esta doncella hermosa y joven. Natividad le preparó la cena, pero, a la hora de dársela, el niño oponía una resistencia furiosa. Ella comenzó a formularle promesas increíbles, que, efectivamente, el niño no creía. Lo iba a llevar a París. Le compraría un barco igual que los que había tenido su abuelo. Pedirían otro hermanito pequeño a su mamá. Pero la terquedad de Julianín no se quebraba.

    Después Natividad descendió en sus promesas a la realidad. Le dijo que irían a buscar a sus papás después de cenar. Entonces el niño ingirió alguna cucharada, pero en seguida volvió a desechar el puré.

    La pobre Nati no sabía qué invención añadir.

    —Te meto conmigo a la cama si cenas bien —le invitó de improviso en un arrebato.

    Julianín aceptó al punto su cariñosa promesa. Cenó hasta un plátano y un vaso de leche y exigió el cumplimiento de lo dicho.

    Pues todavía recuerda lo bien que se durmió aquella noche dichosa, acurrucado contra el cuerpo blando de Nati y palpando y reconociendo su carne con las dos manitas.

    También recuerda una mañana radiante de sol y de alegría en que su padre lo sacó a pasear por la ría de Portugalete en una lancha. Y sucedió que se alejaron del puerto, lejos, muy lejos. Pero ¿es verdad que lo recuerda?, ¿o se lo figura?

    El caso es que Julianín sería capaz de pintar la última visión que tuvo de Punta Galea antes de que la roca gigante y vertical se perdiera en la lejanía.

    Estas imágenes inseguras son flores que de tiempo en tiempo reverdecen en su memoria, pero Julianín cada vez es más consciente de lo incierto de su pasado. ¿Dónde iría a parar aquella cometa? ¿Llegaría hasta Madrid? Ya no se atreve a afirmarlo, a pesar de haber estado convencido de ello durante años.

    Esta ruptura con el pasado feliz, aunque sea imaginario, es el primer desencanto serio de la vida, la desilusión de nosotros mismos.

    ¿Sería tan tierno el regazo de Nati como se lo pinta su imaginación todavía? ¿O aquella suavidad está galvanizada con la luz incierta

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