La sonrisa perdida de Paolo Malatesta
Por Ana Alcolea
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La sonrisa perdida de Paolo Malatesta - Ana Alcolea
milagros.
Carolina
Carolina había llegado a Zúrich muy temprano aquella mañana. Iba a pasar el verano en casa de sus tíos. Sus padres se habían separado unos meses antes y estaban resolviendo ciertos papeleos de los que la querían alejar. Pretendían evitarle más sufrimientos de los estrictamente necesarios. Por eso habían decidido enviarla a la ciudad suiza. Allí vivía la hermana de su madre con su familia. El abuelo de Carolina había emigrado desde España en el año 1962, en Suiza se había casado y allí habían nacido sus dos hijas, Patricia y María. Patricia seguía viviendo en la ciudad donde nació.
Carolina había visitado Zúrich un par de veces cuando era pequeña. Pero esta iba a ser la primera vez que estaría allí sin sus padres. No era un buen momento ni para ella ni para nadie. Su padre vivía en otra casa desde hacía unos meses. Pasaba con él fines de semana alternos y las tardes de los miércoles. La habitación que había sido su despacho estaba vacía, y cada vez que pasaba ante su puerta, a Carolina se le hacía un nudo en el estómago. Compartir el verano con su tía suponía una buena alternativa. Patricia era cinco años más joven que su madre; su marido y ella eran intérpretes y traductores, y tenían una niña de un año y medio. Vivían en un apartamento en la zona alta de la ciudad, con unos grandes ventanales y una enorme terraza llena de glicinias.
El vuelo había sido un tanto accidentado: soplaba mucho viento, y cuando el avión estaba ya a punto de tocar la pista, volvió a ascender asustando a todos los pasajeros. El piloto no había podido nivelar las alas a causa de las ráfagas de aire, y se había visto obligado a elevar de nuevo la aeronave. Carolina apenas se había enterado. Estaba medio dormida y su asiento daba al pasillo, así que no había sido consciente de que aterrizaban ni de que habían estado a punto de estrellarse. Su compañero de asiento, un hombre de unos treinta y dos años con una corbata rabiosamente verde, creyó que estaba viviendo sus últimos segundos en este mundo. Pero ella salió al vestíbulo tan tranquila, con su maleta naranja de ruedas, su mochila y sus auriculares puestos. En cuanto vio a su tía se los quitó para abrazarla mejor.
—¡Pero qué mayor estás ya! ¡Cuánto has crecido desde la última vez! —eso le decía todo el mundo. Algo que a la chica le disgustaba enormemente. Era la más alta de su clase y ninguno de sus compañeros se fijaban en ella para salir. Les sacaba una cabeza a todos.
—Sí, tía, muy alta —respondió intentando disimular su contrariedad ante el comentario—. También la pequeña Mónica está muy mayor.
Y tomó en sus brazos a su prima. Rubita con unos mofletes sonrosados que invitaban a darle un mordisco. Carolina le dio un beso que no recibió respuesta por parte de la pequeña.
—Aún no sabe dar besos —explicó su madre—. Es muy suya. Tampoco habla. Pero sonríe mucho. Eso sí.
Y efectivamente, le lanzó una enorme sonrisa que dejó entrever sus dientecillos dispuestos en orden en su boquita. Los ojos se le estrecharon tanto al sonreír que se escondieron por encima de los bollitos que tenía como mejillas.
—¡Qué mona es! —dijo Carolina, dejándola en el suelo, apenas llegaron al aparcamiento.
—¿Cómo está tu madre? —le preguntó su tía.
—Bien. Bueno, más o menos bien. A veces la oigo llorar en el dormitorio. Pero delante de mí disimula. Y papá también. Ambos intentan que yo crea que están estupendamente. Pero es mentira. Los dos están hechos polvo. Cada uno a su manera, pero hechos polvo.
—¿Y tú?
—Yo estoy bien. Bueno, no, no lo estoy. Echo de menos a papá. Echo de menos cenar los tres juntos, ver la tele y comentar las películas. Ir al campo los domingos por la mañana en bicicleta. Íbamos siempre los tres juntos, yo en medio de los dos. Lo pasábamos muy bien. No he vuelto a coger la bicicleta. Y mamá tampoco. Papá aún no se la ha llevado del trastero. El otro día bajé para guardar los zapatos de invierno y allí estaba todavía. Es lo único que sigue igual que antes.
Los ojos de Carolina se humedecieron al hablar con Patricia de la separación de sus padres.
—Creo que es muy buena idea que pases el verano en Zúrich con nosotros. Lo pasaremos bien. Hay sitios preciosos donde ir. Haremos excursiones y podrás conocer mejor la tierra donde nacimos tu madre y yo.
—¿En qué idioma habláis en casa, tía?
—Depende. Hablamos un poco de todo: español, suizo-alemán, a veces, italiano. Entre nosotros, Markus y yo hablamos suizo-alemán. Con la niña cada uno le hablamos en nuestra lengua materna. Y con nuestros amigos depende: con unos, hablamos francés; con otros, italiano; con algunos, inglés. Vamos cambiando, a veces incluso según el tema. Es muy divertido.
¿Divertido? Carolina pensó que aquello iba a parecerse a la Torre de Babel. Esa que salía en la Biblia, durante cuya construcción Dios había decidido crear las diferentes lenguas para que la gente no se entendiese y no se pudiera terminar una torre que llegara al cielo. La ventaja de vivir dentro de Babel era que así podría practicar otros idiomas.
En el instituto había estudiado inglés y francés. Pero el nivel de 3.º de ESO no le permitía hablar fluidamente ninguna de las dos lenguas. En casa hablaban español, pero su madre le había enseñado suizo-alemán. Se sentía una privilegiada por ser bilingüe, pero también le había acarreado algún que otro problema: a veces confundía algunas palabras y tenía faltas de ortografía. Leía en castellano y en alemán, no solía mezclarlos, pero en algunos exámenes, especialmente en los de Ciencias Sociales, cometía errores muy extraños. Por ejemplo, escribía Reichtag en vez de Parlamento, y Geboren en lugar de nacimiento. Y así con algunas otras palabras. Cuando escribía un sms a alguna de sus amigas, en lugar de terminar con el «tkm» habitual entre su grupo, ella escribía «ild», que corresponde al alemán Ich liebe dich, que significa «te quiero». Eran una serie de vocablos que tenía fijos en la lengua de su madre y que utilizaba cuando hablaba o escribía castellano. Nunca la llevaron al psicólogo por eso, pero debía de tener alguna extraña fijación, motivada por alguna misteriosa razón que se les escapaba a todos. A ella también…
La casa de la tía Patricia estaba a media hora del aeropuerto. Tenían que seguir la ruta del tranvía número 10 y luego bajar por una de las numerosas calles con pendiente que jalonan toda la ciudad. Aquella era una de las pocas cosas que Carolina recordaba de cuando era pequeña: que en Zúrich uno se pasaba el día subiendo y bajando cuestas. A ella le gustaba caminar por calles llanas, como en Zaragoza, su ciudad natal, o en Sevilla, de donde era su padre. Zúrich era muy diferente: callejones estrechos, adoquinados y llenos de escaleras. Un lugar para hacer ejercicio y estar en forma. Eso sin duda.
Cuando llegaron a casa, Markus estaba haciendo la comida. Era buen cocinero y todos sus amigos se aprovechaban de esta cualidad. Cuando se juntaban, siempre era él quien hacía espléndidos manjares. Estaba especializado en comida tailandesa. Su padre había sido agregado militar en la embajada suiza en Tailandia y él había pasado una buena parte de su infancia en ese país. Hablaba perfectamente una de las lenguas tailandesas y eso le había ayudado mucho en su trabajo como traductor e intérprete. Y, por supuesto, conocía bien la cocina tai. Para Carolina había preparado unos exquisitos espaguetis de arroz con verduras, que la chica empezó a comer con avidez. Tenía hambre, no había probado bocado desde el desayuno. De pronto, empezó a notar que un calor le llenaba toda la boca y le bajaba hasta el estómago.
—Esto..., esto pica mucho —se atrevió a decir—. Y se sacó una guindilla gigantesca de la boca.
—¿No te gusta el picante? —le preguntó su tío.
—Un poco sí, pero esto es imposible. ¿Qué demonios es esta cosa roja tan grande?
—Una guindilla.
—En mi país son más pequeñas y se quitan antes de servir el plato en la mesa —explicó, silabeando. Le costaba trabajo articular las palabras en una boca de la que estaban a punto de salir llamas.
—Bebe agua y ya está —le sugirió su tía—. La comida tailandesa es así. Ya te irás acostumbrando.
—Prefiero la tortilla de patata —protestó.
—Markus la hace muy rica. También le pone algo de picante, ¿no?
—Sí, pero poco. Una guindilla troceada. Le da color y sabor. Está riquísima.
Carolina tenía sus dudas, pero no dijo nada. Se limitó a beber media jarra de agua y a intentar comer los espaguetis sin acercarse a ninguna verdura de color rojo. Mónica la miraba sonriente. A ella le habían hecho un puré de verduras que se comía con muchas ganas. Carolina se preguntaba si también le habrían puesto guindillas trituradas y por eso tenía los mofletes tan coloraditos.
—¿Te acuerdas de Valentín? —le preguntó su tía cuando llegaron al postre, un yogur casero con fresas y nueces. Sin guindillas.
—¿Valentín? No, no sé, ¿quién es?
—Es el sobrino de Markus. Solíais jugar las veces que viniste cuando eras pequeña.
—No, no me acuerdo. Hace tanto tiempo ya desde la última vez...
—Sí, demasiado. Al menos siete años. Eras muy niña. Él te tiraba del pelo.
—¡Pues vaya! —replicó la chica.
—Lo verás esta tarde.
—¿Va a venir aquí? —Carolina no sentía demasiada curiosidad por el tal Valentín. No conocía a nadie con ese nombre, que le recordaba al día de los enamorados. Un día que nunca había celebrado porque ningún chico se había fijado en ella como candidata.
—No, tiene campeonato de remo. Es remero. Iremos al lago esta tarde y veremos la competición.
¿Te parece bien?
—Sí, claro —afirmó Carolina, muy poco convencida. Pero ¿qué otra cosa podía decir?
Patricia había programado algunas actividades para entretener a su sobrina, al menos al principio. Conforme pasaran los días, todo se iría haciendo más natural, pero de momento, había que llenarle el tiempo para que no se aburriera, y para que no pensara demasiado en la separación de sus padres. Patricia se había dado cuenta de que la mirada de Carolina tenía un punto de melancolía que nunca antes había observado, ni cuando visitaba a su hermana en Zaragoza, ni en ninguna de las fotos que iban y venían a través del correo electrónico. La mirada de la niña siempre había sido chispeante, alegre, vivaz. Y ahora estaba teñida por una sombra de tristeza. Patricia miró a su sobrina y luego a su hija, y pensó que ojalá la pequeña Mónica nunca tuviera que sufrir la misma experiencia por la que estaba pasando Carolina. Le dio un escalofrío. Se levantó de la mesa y se acercó a Markus, que estaba colocando los platos en el lavavajillas. Lo rodeó con sus brazos, se puso de puntillas y le dio un beso en el cuello. Él se dio la vuelta y le estampó otro beso en la mejilla. Mónica se echó a reír. Y Carolina se acordó de cuando también ocurrían esas cosas en su casa. Se fue a su cuarto y se puso a llorar en silencio para que nadie se diera cuenta. Deshizo la maleta y sacó los regalos que había llevado para su familia. Se preguntó cómo sería Valentín y se tumbó encima de la cama.
Valentín
Aquella mañana había llovido mucho. Era sábado y Valentín tenía entrenamiento. Cuando se levantó, miró por la ventana y vio cómo el agua caía sobre la terraza. Salió todavía en pijama y descalzo. Le gustaba pisar los charcos de agua recién caída y quedarse quieto bajo la lluvia un par de minutos. Sentía cómo las gotas de agua atravesaban la ropa, y llegaban hasta su piel todavía caliente del sueño. Cerraba los ojos y escuchaba la melodía del agua sobre el suelo, sobre las hojas de los árboles y sobre su cuerpo. Así hacía cada vez que llovía en sábado y no tenía que ir corriendo al instituto.
En el umbral de su habitación se quitó el pijama y se secó los pies. No quería mojar el suelo ni que su madre lo riñera por ensuciar más de la cuenta y por dejar sus huellas sobre la madera barnizada. Metió el pijama en la lavadora y entró en la ducha. Se puso a cantar una vieja melodía que su madre le había enseñado, una canción titulada «Sueño» y que, paradójicamente, le servía para despertarse cada mañana. Una canción que alguien había escrito precisamente en su ciudad, hacía muchísimos años.
Se vistió rápidamente y se preparó el desayuno. Su madre había salido muy temprano, como su padre, que trabajaba en Bruselas, a varias horas de tren. Le había prometido que acudiría a ver la competición por la tarde, pero Valentín no confiaba en su presencia: muchas veces sus promesas se estrellaban contra la realidad. Se había acostumbrado a que, también muchas veces, la vida no es como le gustaría que fuera. Se sirvió un vaso de zumo de naranja, un tazón enorme de cereales con leche y una manzana. Metió ropa en la mochila y salió de casa, en el segundo piso de un viejo edificio reconstruido en la parte alta de la ciudad. Bajó los escalones de tres en tres y enseguida llegó al portal. Allí se encontró con la vecina del primero, una antigua actriz del Teatro Nacional que todavía interpretaba algún pequeño papel y que venía, como todas las mañanas, de pasear a su perro, de nombre Rolando. «Un nombre muy pretencioso para un perro, pero qué se le iba a hacer, cada uno ponía los nombres que le daba la gana», pensaba Valentín. El suyo tampoco era su preferido. Así se llamaba su abuelo paterno y con su nombre se había quedado. «Las cosas son como son y no siempre se pueden cambiar»,