Lucila y Joan, detectives viajeros
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Lucila y Joan, detectives viajeros - Griselda Gálmez
Índice de contenido
Lucila y Joan, detectives viajeros
Portada
1. Una amistad prometedora
2. Todos son sospechosos
3. La victoria de los caramelos
4. Un caso con alas
5. Dos ladrones y una bruja
6. Elisenda de Foix y Vidaurre
7. Mare de Déu
8. Un murciélago en el Aventino
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
Lucila y Joan
Dectectives viajeros
Griselda Gálmez
Ilustraciones:
Gabriela Varela
A mi hija Clara,
que me regala su luz y Barcelona una y otra vez.
A María y Elvio Gagliardi,
que no se cansan de llevarme a pasear por Cataluña.
A Lidia Valli,
que me ayudó a descubrir Roma.
A Zoe y Uma Sued,
que desde siempre me encantan e inspiran.
Y a todos los viajeros sin remedio,
porque desplegar las alas ayuda a abrir las mentes.
Una amistad prometedora
Lucila visitaba Barcelona por primera vez.
Cuando sus padres se separaron, hacía ya un año, ella siguió viviendo en Argentina con su mamá y su hermanita Uma. Su papá, en cambio, se había radicado en Barcelona por cuestiones de trabajo y extrañaba a sus hijas. Uma era demasiado chica para viajar en avión a cargo de una azafata, pero Lucila ya había cumplido los once años y bien podía hacerlo. Por eso ahora estaba visitando a su papá. Aprovechaba las vacaciones de un verano que, cuando descendió del avión, se había convertido en un frío y transparente invierno al lado del mar más azul.
A Lucila no le importó cambiar de estación. Le encantaba tener al papá todo para ella y compartir con él un antiguo pero cómodo departamento con balcones que se abrían a la Plaza del Duque de Medinaceli. Es cierto que por las tardes se quedaba sola porque él se iba a trabajar, pero eso tampoco le importó porque a los pocos días de su llegada había encontrado un amigo y una aventura.
—¿Puedo pasear por la Plaza, pa? –le había preguntado.
—Bueno, andá –le contestó él después de dudar un poco–. Pero ni se te ocurra alejarte, todavía no conocés la ciudad.
Lucila se abrigó bien y bajó los tres pisos por escalera de un tirón.
Hacía frío pero no tanto. Al recorrer con su mirada la plaza y los edificios que la rodeaban, una vez más sintió que todo allí era deliciosamente viejo. Le parecía estar viviendo dentro de las páginas de un libro de historia.
Luego sus ojos fueron atraídos por un gran monumento. En la parte superior de una columna altísima se veía la estatua de un hombre con aspecto altivo y aire importante. Debe ser el duque de Medinaceli
, le indicó su gusto por la lógica. Veamos, razonó, estaba ubicado en el centro de la Plaza del Duque de Medinaceli y allí había un solo monumento en honor a un señor bastante antiguo, tipo los conquistadores. ¿Quién iba a ser sino el que le dio el nombre a la plaza?
¡Elemental, Watson!
, se dijo. Y seguro que lo había pronunciado en voz alta porque un chico más o menos de su edad, de ojos azules y mirada risueña le estaba aclarando:
—Pues no tan elemental, Sherlock, porque ese tío no es el duque sino el almirante Galcerán Marquet, siglo XIV. Cinco siglos después un Medinaceli donó este lugar para la plaza y por eso se llama así.
Lucila lo observó con sus grandes ojos castaños y apartó un rulo que le caía justo entre ellos.
—Disculpa –seguía diciendo el entrometido–. Yo también suelo hablar solo y creo que hemos leído el mismo autor. Me llamo Joan.
Un nombre raro, y más para un varón, pensó Lucila. Pero se guardó el comentario y en su lugar dijo:
—Y yo Lucila. Es cierto, me gustan los cuentos de detectives y las deducciones lógicas. Pero prefiero Edgar Allan Poe, tiene casos más extraños que los de Conan Doyle…
—Pues mira qué coincidencia, yo también prefiero a Poe y lógicamente deduzco que no eres de aquí. En primer lugar porque te sorprendió mi nombre, que es común en catalán…
—Y en segundo lugar porque pronuncio la letra y
griega como ye. Ya me lo dijo papá.
Los dos chicos se rieron como si se conocieran desde siempre y, comenzaron a caminar juntos hacia el monumento. Era impactante. Cada tramo de la columna estaba esculpido y alrededor de su base, cuatro tritones cabalgaban sobre cuatro inmensos peces cuyas bocazas vomitaban chorros de agua en una fuente circular.
—Te