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Cómo derroté a… y otros cuentos
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Cómo derroté a… y otros cuentos
Libro electrónico218 páginas3 horas

Cómo derroté a… y otros cuentos

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El volumen reúne una serie de cuentos de temas que siempre han sido del interés del autor: la comida ("Noblesse oblige"), el sexo ("La investigación"), el arte ("El futurista"), la ópera ("El gran atraco de Glyndebourne"), la camaradería humana ("Maskenfreiheit"), los juegos de palabras ("Los Cantos del Toyota") y, por supuesto, la ciencia ("Cómo derroté a Coca-Cola"). Dice el autor: "Buena parte de lo que narro en estos 13 cuentos es autobiográfica, aunque en muy poco sea biográfica: las cosas no pasaron como las relato, pero podría haber sido así. En esa medida, es mucho más sincero que la autobiografía convencional, que en sí misma es una forma de ficción automitológica a la que me he entregado en el pasado."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2014
ISBN9786071624703
Cómo derroté a… y otros cuentos

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    Cómo derroté a… y otros cuentos - Carl Djerassi

    2000.

    CÓMO DERROTÉ A LA COCA-COLA

    La American Telephone & Telegraph Co., al señalar que no quiere implicarse en la política sobre el aborto, dejará de financiar a la Federación de Paternidad Planificada de Estados Unidos. La Fundación AT&T ha estado otorgando fondos a la organización no lucrativa durante unos 25 años… alrededor de 50 000 dólares al año.

    The Wall Street Journal,

    26 de marzo de 1990

    En anuncios pagados de página completa y cartas a los defensores, la presidenta de Paternidad Planificada, Faye Wattleton, convoca a los estadounidenses a manifestar su oposición a este acto por cobardía corporativa, y a donar las acciones o procuraciones de AT&T para que Paternidad Planificada pueda influir en las políticas de la corporación.

    The New York Times,

    5 de abril de 1990

    EN REALIDAD, no era del todo tan difícil, en cuanto ellos se hubieran dado cuenta de que yo hablaba en serio y no estaba dispuesto a negociar. Levanté la mano y dije tranquilamente: ¡Por favor, señor! Por favor, esto no se trata de un bazar, ni de una de sus sesiones sindicales de negociación. (Esto fue una metida de pata; en ese momento yo no sabía que Coca-Cola no tenía sindicato.) Si considera usted lo que está en juego aquí, estoy pidiendo algo bastante moderado: 25 millones al año, después de impuestos…, de por vida, desde luego. Al principio, yo no había considerado el ángulo fiscal, pero cuando empezó a regatear, supe que lo tenía atrapado. ¿Moderado?, farfulló mientras su cara adquiría el color del papel tornasol cuando se sumerge en una sustancia ácida. Seguro no tiene usted más de treinta… Treinta y uno, lo interrumpí. …y a lo mejor vivirá usted otros cincuenta años… A lo mejor, concedí. Mi abuelo tiene noventa y seis y sigue paseándose por el parque a diario. Mi padre tiene sesenta y uno, y sigue jugando aceptablemente al tenis. ¡Moderado!, repitió. Jovencito, eso es mil doscientos cincuenta millones. Si los impuestos permanecen como están ahora, eso da… —abrió el cajón de su escritorio y pulsó unas teclas en su calculadora electrónica— …41344 945 dólares de ingreso anual bruto. Y eso que no sumé su impuesto al autoempleo, lo cual aún no sé cuánto arroje. No olvide los impuestos estatales, dije, pero luego me compadecí. Señor, continué, imaginando que podía yo ser cortés, porque en cuanto Coca-Cola firmara el contrato, él sería ‘Doug’ y yo sería ‘Russ’, "cuarenta y un millones y pico al año es una bagatela para una corporación del tamaño de la suya. (Nunca antes usé la palabra bagatela", pero la manera en que surgió debió de ser porque yo esperaba que apareciera en mi subconsciente para esa ocasión. Pensé que era lo suficientemente elegante, con el pertinente toque de petulancia, una real ocurrencia para los cuarenta y un millones antes de impuestos. También me complació que nunca pronuncié la palabra dólares.)

    Pero me estoy adelantando. Debo decirles cómo empezó todo. Fue en el último año de la primaria, en una feria de ciencias. En ese entonces la ciencia me interesaba un bledo. El futbol* lo era todo para mí. El futbol y la Coca-Cola: Coca-Cola en el desayuno, Coca-Cola en el almuerzo, Coca-Cola antes del futbol, varias Coca-Colas después del juego, Coca-Cola en la cena… Russ, querido, solía decir mi madre preocupada, "todas esas Coca-Colas no son buenas para la salud de un jovencito que está creciendo. No te extrañe que no tengas el tamaño necesario para el futbol americano. Tus huesos necesitan leche. Nada más piensa en lo que hará todo ese ácido fosfórico en el revestimiento de tu estómago. Repliqué en un tono que sólo un afligido adolescente sabe cómo musitar: Ácido fosfórico, ¡por favoooor!"

    Pero en esa feria un muchacho de mi clase realizó un experimento que cambió mi vida, y al mismo tiempo me ató permanentemente a la Coca-Cola. Desde luego, no lo sabía entonces. De hecho, al principio todo el asunto me ponía furioso. El muchacho se llevó el primer premio, pero debería haber sido evidente para todos —en especial para la juez— que el experimento no podía ser su idea. Con el tiempo descubrí que yo estaba en lo correcto: su padre, químico en una compañía farmacéutica, lo había concebido e incluso había proporcionado el equipo. ¿Cuántos alumnos de último de primaria tienen un destilador, con un estupendo condensador en forma de serpentín, con junturas de vidrio adecuadas (no los tapones de corcho o caucho para este prometedor genio de la química), y un dispositivo de calentamiento eléctrico? Hasta contaba con una centralita eléctrica, de la cual el padre ni siquiera se había molestado en retirar la etiqueta de inventario con el nombre de la compañía farmacéutica. ¿Cómo puedo recordar todo eso? Porque a fin de cuentas me fascinó tanto el experimento que volví a ayudar al muchacho a desmontarlo todo después de que obtuvo el primer premio.

    En realidad fue muy simple. El muchacho tomó algo de café (apuesto que su madre lo preparó) de unos termos, pidió a la juez que lo probara (, asintió la hipócrita fingiendo interés, es un café delicioso, y ¿ahora qué?) y luego lo vertió en el matraz de destilación. Unió el extremo de la destilación y el condensador, hizo correr agua fría desde una llave cercana a través del serpentín de condensación, puso en su más alto punto la central de energía y se sentó, con aspecto complacido. Tras pocos minutos, el café empezó a hervir; muy pronto empezó a gotear un líquido incoloro desde el otro extremo del condensador. Contemplen el destilado en el Erlenmeyer, indicó sentenciosamente, conforme sacudía el matraz en el otro extremo del condensador. ¿Pueden imaginar un muchacho que diga contemplen o Erlenmeyer? Estoy seguro de que ni siquiera sabía cómo escribirlo.

    Junto a su equipo tenía dos tazas con sus platitos (con el tipo de diseño de volutas que tanto detesto), una azucarera y una jarrita de crema (con volutas que hacían juego, claro), y dos cucharillas grabadas preciosas (del tipo de las que dan las tías a sus sobrinitos). Por lo menos la madre del muchacho debe haber hecho seis tazas de café. Cuando se hubo destilado más o menos la mitad en el matraz de Erlenmeyer (a la fecha, yo —todo un doctor en química analítica— pienso en esa escena escolar cada vez que tomo un Erlenmeyer en el laboratorio), el muchacho vertió algo del destilado incoloro en una taza y llenó la otra con el líquido negro que quedaba en el matraz de destilación original, de fondo redondo. ¿Cómo quiere su café, señora?, preguntó a la juez. ¿Azúcar?, ¿crema?, o tan sólo… Solo, replicó ella, alcanzándose la segunda taza con el líquido color café, e hizo una mueca cuando le dio un sorbo. Tal vez quisiera su café incoloro, sugirió el engreído pequeño idiota cuando le acercó la taza con el destilado transparente. La expresión del jovencito era tan complacida que me sentí tentado a tirarle la taza de la mano, pero era demasiado tarde. La mujer ni siquiera le había dado un sorbo —apenas si la había olfateado con afectación— y ya sabía yo que él había ganado el primer premio. ¡Dios mío!, exclamó ella.

    Él sacó de debajo de la mesa un esquema muy profesional, no manuscrito ni a máquina, sino impreso en una fuente tipográfica especial (lo más seguro es que proviniera del Departamento Audiovisual de su padre). En lenguaje conciso resumía la lección que supuestamente todos debíamos haber aprendido: lo que puedes oler —en este caso el aroma del café— por definición debe ser volátil. El color negro residual es sólo un signo psicológico sin sabor ni olor, y es la cafeína la que da el estímulo fisiológico. Todos los constituyentes volátiles habían pasado al matraz de Erlenmeyer durante el proceso de destilación, dejando atrás sólo la nada de color café.

    ¿De qué se compone el aroma?, pregunté al padre químico cuando lo ayudaba a desensamblar el equipo. Es demasiado complicado, murmuró. No lo entenderías. Incluso entonces pensé que quien me respondía tampoco lo sabía.

    ¿Qué tiene esto que ver con la Coca-Cola? A eso voy. Seis años después, como estudiante novato en la universidad, tenía que cursar dos semestres de ciencia. Había seguido biología, pero nada de química en los estudios preparatorios, y creía que la biología sería más fácil. Aun siendo novato estaba seguro de que me dedicaría a la administración de empresas, así que quise cumplir con mis requisitos de ciencia en la forma más rápida y sin problemas. Pero para entonces me había prendado de una pelirroja rolliza y pecosa, que además era inteligente y había decidido convertirse en una segunda Madame Curie. Así que la seguí a los cursos de química de primer año y me quedé enganchado. El instructor era joven y, como dicen los británicos, agudo. Además era paciente y un docente de primera. Cuando hicimos nuestros primeros experimentos en el laboratorio y nos iniciamos en la destilación, recordé el episodio del café y repetí mi pregunta de hacía seis años. Russell, es extremadamente complicado, empezó a decir el instructor. A la fecha, los químicos han aislado e identificado más de quinientos componentes volátiles del café. Por supuesto, no todos contribuyen al aroma o el sabor característicos del café. Y luego se puso a mencionar más de una docena de nombres químicos. En esa época yo sólo había oído hablar de algunos ácidos: acético, propiónico, butírico… Pero aun en ese entonces se me quedó pegado en la mente un nombre: furfurilo mercaptano. ¿Mercaptano?, dije con asombro. ¡Pero si los mercaptanos hieden! ¿Cómo pueden estar en el café?

    Una de las razones de que el doctor Brauman fuera un maestro tan bueno era porque embellecía temas químicos aparentemente desabridos con comentarios fascinantes y a menudo relevantes. (Cuando yo era novato decía que eso era exceleeente.) Cuando empezó a enseñar sobre los mercaptanos —una clase de compuestos de sulfuros orgánicos— trajo a cuento los mercaptanos de isoamilo y de crotilo, los ingredientes que causan el repelente aroma de los zorrillos.

    Muchos mercaptanos hieden, pero ello también depende de la cantidad y la calidad de aquello con lo que están mezclados. Un par de gotas de furfurilo mercaptano harán que medio litro de agua huela como una muy aceptable taza de café. Ese mercaptano se forma durante el proceso de tostado de los azúcares que están presentes en las semillas de café. Pero ¿cómo logran identificar todos estos compuestos?, pregunté. "¿De veras quiere saber?, y sólo asentí. Tras lo cual él sólo me indicó el camino que todavía sigo. Curse química de segundo año. Es entonces cuando empezará a aprender química analítica moderna: métodos de separación sofisticados como CG, CCD y CLAD; detección sensible y metodología de caracterización como EM y RMN. Es por eso que ahora podemos detectar partes por mil millones de la mayoría de las sustancias químicas, cuando apenas hace dos décadas teníamos suerte si podíamos hacerlo con unas pocas partes por millón. ¿CG, CCD, CLAD, EM, RMN?, repetí. Ahora pueden despertarme a las tres de la mañana y yo murmuraré la información que entonces me dio el doctor Brauman: cromatografía de gases, cromatografía de capa delgada, cromatografía de líquidos de alto desempeño, espectrometría de masas, resonancia magnética nuclear".

    Ahora pasaré a la Coca-Cola Company. Cuando concluí los estudios primarios mi abuelo me regaló cien acciones ordinarias de la Coca-Cola. Si bebes tanta Coca, bien podrías sacar algún provecho de sus utilidades, dijo. Cuando me gradué de la preparatoria, me obsequió otras cien acciones, haciéndome la observación de que durante mis estudios de preparatoria mis acciones originales de Coca-Cola habían elevado su valor un doscientos por ciento. Mi abuelo, recientemente retirado de cuarenta y cinco años de práctica como abogado de patentes, tenía un rostro espléndido: bronceado (debido a sus largas caminatas), con arrugas alrededor de los ojos y la boca que sólo pueden grabar décadas de buen humor, y unos ojos que siempre miraban directo a los de uno. El verdadero secreto del éxito de la Coca-Cola, dijo, inclinándose hacia delante para mirarme a la cara más de cerca, es cómo sacan provecho de la esencia de la Coca-Cola, ese jarabe que contiene todo el sabor y el aroma que hace que muchachos como tú se enganchen de por vida. El jarabe que John Pemberton, un farmacéutico de Atlanta, formuló en 1886. (Y entonces comenzó una digresión: ¿sabía yo que en 1935 el rabino ortodoxo Tobias Geffen de Atlanta había convencido a la todopoderosa Coca-Cola Company de cambiar uno de los ingredientes derivado de animales para volver kosher la Coca y, por tanto, hacerla aceptable para la Pascua?) Pero en vez de patentar el jarabe, decidieron mantenerlo en el más estricto secreto comercial. ¿Por qué? Porque si patentas algo, tendrás que publicar los detalles en tu solicitud de patente. A cambio de divulgar la información de propiedad al público, el gobierno te otorga un monopolio limitado sobre tu invento, que no va más allá de veinte años. Pero después de ese periodo, cualquiera puede usarlo. La Coca-Cola quería mantener su monopolio por mucho más tiempo —para siempre, al parecer—, así que optaron por la vía del secreto comercial, sin límite fijo de vigencia, pero mucho más arriesgado.

    Hice la pregunta obvia: ¿Entonces por qué la gente patenta sus inventos? ¿Por qué no los tratan todos como secretos comerciales? Como los de la Coca. ¡Ah!, repuso mi abuelo. ¿Y dónde quedaríamos los abogados de patentes, Russ? Para nuestra suerte, si la gente hiciera eso, y realmente mantuviera sus inventos fuera del alcance de los demás, volvió a inclinarse hacia mí y me picó con su índice de la mano derecha en el pecho hasta que me dolió, "alguien más podría llegar, redescubrir ese secreto, patentarlo y evitar que el descubridor original utilizara su propio descubrimiento, o bien exigir una licencia o regalías".

    Nueve años después de mi graduación de preparatoria, recibí mi doctorado en química analítica y vendí todas mis acciones de la Coca-Cola, que ya eran mucho más que las doscientas originales, habida cuenta de todas las particiones de las acciones que se habían dado. Había obtenido una considerable ganancia, aunque era una friolera en comparación con lo que necesitaba. Pero mi abuelo me prestó lo que me hacía falta para poder establecer un pequeño laboratorio analítico, eso sí, completamente moderno, en la ciudad universitaria donde me gradué. De ese modo, pensé, tendría acceso a la biblioteca de la facultad de química y a parte del equipo realmente costoso —el espectrómetro de resonancia magnética nuclear de alto campo o el espectrómetro de masas de alta resolución y doble enfoque— que podría requerir de tiempo en tiempo pero no podría conseguir. (Por sí solos estos dos instrumentos nos costarían mucho más de un millón de dólares.)

    Me tomó mucho más de lo esperado —casi cuatro años—, pero mi abuelo no perdió la fe. Lo estructuramos como un trato de negocios de plazo discrecional: todas las pérdidas iniciales serían deducibles de impuestos para mi abuelo, y las ganancias potenciales de mi patente se usarían primero para pagar los préstamos a interés con tasa preferencial más dos por ciento, antes de que yo pudiera recibir un céntimo. Por supuesto, me daba cuenta de que el acuerdo comercial era una especie de mascarada porque yo era su heredero principal. Mi abuelo tenía más de noventa años y era bastante adinerado. ¿Qué haría con todo ese dinero adicional en el caso de que yo tuviera éxito? De todos modos, pensamos que adoptar el principio del préstamo, más que una donación directa, era preferible desde el punto de vista fiscal.

    Nunca calculé cuántas Coca-Colas compré durante esos cuatro años, cosa que hoy me interesa más para fines de concentración y experimentación que por lo que constituya el consumo personal. Pero al cabo lo descifré. Revelé mi tesoro químico en la casa de mi abuelo, con mis padres y mis abuelos paternos sentados en

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