El gran escape
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¿Qué pasa cuando te enteras de que el mundo que conoces no es lo que parece? ¿Qué hacer cuando el llamado de la libertad toca a tu puerta
inesperadamente? Estas son las preguntas a las que Hugo el canguro y Nuria la nutria tendrán que responder cuando un hallazgo fortuito cambie su vida para siempre.
Con este libro, Santiago Roncagliolo nos invita a reflexionar sobre la importancia de la amistad, la solidaridad y el valor para defender la verdad.
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El gran escape - Santiago Roncagliolo
Roncagliolo, Santiago
El gran escape / Santiago Roncagliolo ; ilustraciones de Juan José Colsa. – México : Ediciones SM, 2020 El Barco de Vapor. Naranja
ISBN : 978-607-243-861-3
1. Literatura peruana. 2. Amistad – Literatura infantil. 3. Libertad – Litera-tura infantil
Dewey 863 R63
A Tío Chato y Tío Pere,
mis hermanos de Barcelona
1
HUGO EL CANGURO VIVÍA EN UN ZOOLÓGICO. Bueno, no exactamente en un zoológico: en una reserva. Era un lugar muy grande y sin jaulas, donde los animales podían caminar por todas partes. Las plantas y los árboles eran como los de la sabana africana. Todo estaba tan bien hecho que los animales creían vivir en medio del África. Los rinocerontes, las cebras, las jirafas pensaban que ahí habían crecido, ellos y sus padres y sus abuelos. Incluso Hugo se lo creía. Y eso que en África no hay canguros.
Por las noches, todos se reunían alrededor del Capitán Krupp, el viejo león, y escuchaban sus aventuras. El Capitán estaba ahí desde mucho antes que cualquiera de ellos. Y aunque era ya muy mayor, aún narraba sus historias con una energía que hechizaba a su auditorio. Por ejemplo, decía:
—Un día, hace ya muchos años, llegaron a la sabana los humanos.
—¿Los enanos
? —preguntaba uno de los avestruces, que estaba medio sordo.
—No. Ha dicho los rumanos
—respondía el otro avestruz, que estaba igual de sordo pero siempre creía tener la razón.
—¡Silencio! —gruñía el jabalí, que siempre andaba de mal humor.
—¡Tú cállate, cochino!
—¿A quién le has dicho cochino, plumero con patas?
El león guardaba silencio mientras los demás discutían. Y cuando al fin se callaban, se aclaraba la garganta y continuaba con su historia:
—Los humanos que digo eran muy malos, y querían comerse a todas nuestras crías...
Entonces, todos dejaban escapar un rumor de miedo, aunque en realidad, ahí nadie tenía crías. Y el león, satisfecho por la acogida de su historia, terminaba:
—Pero llegué yo, y les dije: ¡Alto ahí! Quien se mete con mis animales, se mete conmigo
. Y me enfrenté a ellos con ardor y sin piedad, hasta que se rindieron. Desde entonces, son nuestros esclavos. Nos traen comida todos los días. Nos curan cuando nos enfermamos. Y siguen considerándome el rey de la sabana.
—¡Sí! —decía el avestruz—. Yo también quiero bananas.
Pero ya nadie lo oía, porque todo el mundo estaba aplaudiendo y coreando:
—¡Ca-pi-tán! ¡Ca-pi-tán!
El león respondía a los aplausos con rugidos de orgullo y poder.
Como todos los demás, Hugo el canguro disfrutaba de estas historias. Hugo jamás se había metido en una pelea, pero le gustaba pensar que él también era muy valiente y jugar a las luchas. Mientras escuchaba al Capitán, soñaba con que él mismo derrotaba a los humanos, a los buitres y a todos los enemigos que el león mencionaba. Y frecuentemente se perdía por el campo, presa de su imaginación, dando golpes al aire, como si estuviese luchando.
Una noche, después de una de esas historias, Hugo fue mucho más lejos. El león había contado cómo expulsó de su territorio a una cobra, y Hugo se revolcó por el suelo peleando con miles de serpientes de su imaginación. Corrió de un lado a otro, jugando a que lo perseguían, y se escabulló entre las plantas más alejadas, gritando:
—¡Tomen, tomen y tomen! Las derrotaré, las venceré y también les ganaré, malditas serpientes, no saben con quién se han metido; soy el terror de las...
Cuando terminó de jugar y decidió volver a su guarida, se había perdido. No sabía qué camino tomar, ni veía a los demás animales por ninguna parte. Pasó toda la noche caminando sin saber a dónde, asustado por los insectos nocturnos y por la oscuridad. Hasta que se dio de bruces contra algo muy duro y plano.
Trató de rodear esa cosa plana, pero por mucho que caminó, no llegó al final. Después de un par de horas intentándolo, al fin salió el sol y pudo ver qué era. Era un muro enorme, que él jamás había visto antes. Y era más grande que cualquier otra cosa que hubiese visto. Se extendía por ambos lados hasta donde alcanzaba la vista. Al fin, Hugo comprendió por qué no había llegado al final. ¡Porque no lo había!
Aunque le gustaba jugar a ser valiente, Hugo salió despavorido de ahí, temiendo que esa cosa enorme estuviese viva. Y no se detuvo en todo el día, hasta encontrar el camino de regreso.
2
EN LA PUERTA DE LA RESERVA había un cartel para los visitantes:
PROHIBIDO BAJAR DEL AUTO
PROHIBIDO BAJAR LAS VENTANILLAS
RECUERDE QUE LOS ANIMALES ESTÁN SUELTOS
Los visitantes debían cumplir estas reglas rigurosamente. Pero podían detenerse en el camino para admirar a los rinocerontes, que se revolcaban en el barro, o a los chimpancés, que tenían unos árboles altos y secos para trepar y jugar. O a cualquier otro animal.
Los animales, por su parte, pensaban que los autos eran animales como ellos: fieras de colores que rugían salvajemente, y que venían a invadirlos. Nunca se acercaban a ellos.
Los autos solían detenerse para ver al Capitán Krupp, que se pasaba el día tumbado en sus