Contrabando de perversidades
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Colección de cuentos escritos con las influencias de la cuentística cubana de los años noventa y las nuevas tendencias de la narrativa de habla hispana.
La Habana es el escenario escogido por el autor y que podría ser cualquier espacio citadino de un país que vive, desea, siente y se cuestiona cambios sociopolíticos y económicos; la emigración, la exclusión social, la diversidad sexual, la prostitución, entre otros tópicos son mostrados en la piel de personajes pintorescos, personajes mínimos, perdedores, marginales, ahogados en sus ilusiones y desesperanzas.
¿Género negro?, ¿neopoliciaco?, ¿realismo sucio? En estas historias hay sexo, violencia, muerte y naufragios sicológicos de personajes que no saben qué hacer con sus destinos.
Luis A. Vaillant Rebollar
Luis Alfredo Vaillant Rebollar (La Habana, 1968) es narrador, poeta y promotor literario. Graduado como médico, profesión que ejerció durante trece años, egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, es miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Inició su acercamiento a la escritura en el Taller Literario del Cotorro, su pueblo natal. Escribe para niños y adultos, ha obtenido diferentes premios y menciones y ha sido finalista en importantes certámenes literarios nacionales e internacionales, como el Premio Nacional de Cuentos de Amor de Las Tunas, Cuba, en 2002, la Beca de creación Caballo de Coral y finalista del Premio César Galeano del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso de La Habana. En 2005 obtiene en Cuba el importante Premio David de la UNEAC en cuento, por el libro Náufragos; en 2016 logra el Premio Nacional Félix Pita Rodríguez, de Cuba por el libro Alguien te mira. Aparece publicado en revistas cubanas y extranjeras y en varias antologías de poesía y cuentos para niños y adultos. En estos momentos tiene varios libros en proceso de edición en Cuba y el extranjero.
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Contrabando de perversidades - Luis A. Vaillant Rebollar
Los cuadros de mamá o El día que
Marat me visitó por primera vez durante una caravana de los desnudos
Desde que mamá pinta hombres desnudos vende muchos cuadros, al principio no me gustaban los cuadros, pero mamá es como un gorrión que revolotea de un lado a otro, un ser especial más allá de lo que significa que sea mi madre, es también particularmente modesta y equilibrada, para dedicar su talento a algo tan evidente y perdurable como los artistas plásticos, creo. Yo pretendía eliminarlos todos, desaparecerlos de mi vida, de mi historia, a menos que ella los tuviera como un borrador, pero se hizo muy famosa y la fama para los artistas generalmente está acompañada por el dinero. Ahora me gustan mucho los cuadros, y los hombres desnudos, por lo que vivimos muy bien, mamá, sus hombres y yo.
Se especializó en hacer versiones de obras clásicas, las pinturas más conocidas donde aparecen mujeres las lleva a su versión masculina pero en desnudo, algo así como desvestir a un travestido. Los pinta primero con ropas y atuendos, después va eliminando cada pieza: tocados, sombreros, sostenes, brasiers, hasta dejarlos completamente desnudos, es divertido. Obras únicas son renovadas como los originales. Tiene mucho éxito, compradores exclusivos, coleccionistas famosos, diplomáticos, galerías en el exterior. Ella es feliz.
Mamá, igual que los gorriones, nunca fue estable con sus novios, sus realsexboy, como los llama. Dura con ellos tres meses o hasta un año, después se aburre y los deja, los olvida, pero antes pasa por una crisis emocional y afectiva; durante un mes, deja de comer, de bañarse, se encierra en su cuarto, sólo toma té y pinta, pinta hombres muertos. Es grande su colección pictórica de novios muertos, generales, guerreros, campesinos, obreros.
Sus novios vivos se parecen a sus hombres, quiero decir a los hombres desnudos de sus cuadros, o al revés, sus cuadros se parecen a sus hombres, no sé. Cuando comienza un pintor nuevo, un estilo o una época es que ha cambiado de novio, entonces vuelve a ser como los gorriones.
Mamá no sabe cuanto odio los sábados, especialmente el último de cada mes, el día de caravana, como dice ella. Vienen todos sus modelos y los ex-novios, pintores famosos, diplomáticos, amigos y amigas; hacen una gran fiesta, comen, beben, fuman, se desnudan, bailan, desfilan uno tras otro, caminan por la casa envueltos en sábanas, a cualquier hora invaden mi espacio, mojan el baño, llenan la casa de humo con sus cigarros, escuchan mi música, toman ron, miran a través de mi puerta, muestran las piernas, los pechos, las nalgas y sus penes como un trofeo, como la carta de triunfo.
También odio los gorriones, mamá dice que son libres, que están en todas partes y hacen lo que quieren, sobretodo que no se esconden para hacer el amor, también dice que son como la alegría y el humo que llenan los rincones, contaminándolo todo, te contagian. El humo se trasmite, penetra, es inevitable, te asfixia, te agobia, te borra los sentidos. Los gorriones entran a mi cuarto, revolotean, se comen las migajas de pan que dejo en los rincones, cargan en el pico cualquier cosa, una hebra de hilo, un pedacito de algodón, todo sirve para hacer su nido, en la mañana se despiertan a la misma hora y comienzan a cantar a la vez, como una alocada sinfonía sin ensayar, y siempre me pasa lo mismo, me despierto sobresaltado.
Yo no salía del cuarto hasta que conocí a Javier. El día que lo vi por primera vez supe que me iba a acostar con él, era 28 de diciembre, faltaban tres días para mi cumpleaños, llovía, eran las seis de la tarde, escuchaba música hindú y me encontraba en una soledad profunda y peligrosa que anunciaba un suicidio la víspera de mi nacimiento; la depresión me comía. Sonó el timbre. Abrí. Lo miré de arriba abajo; él casi no me miró, quiero decir no me miró a los ojos. Me pareció seguro, confiado, imponente. Estaba mojado. El pulóver se le pegaba al cuerpo, se le marcaban sus buenos pectorales y una barriguita de intelectual de 30 años.
―Buenas tardes, dijo, las gotas caían desde su pelo, corrían por la cara y dibujaban la silueta de sus cejas, de la boca mojada. Sus labios gruesos, húmedos y pálidos preguntaron si Camila estaba en casa, no respondí, olvidé que ese era el nombre artístico de mamá, también olvidé, como muy a menudo, que Juana María Pérez era mi madre y que era pintora, ¿cómo se puede ser artista en este siglo con ese nombre? Era algo en lo que estábamos de acuerdo mamá y yo, en su nombre artístico.
―¿Camila?, no, no, ella no está.
―Bueno dile que Javier estuvo aquí.
―Pero pase y espérela, así se seca un poco, hace mucho frío.
―No gracias, estoy apurado.
No vi más a Javier, quiero decir en carne y hueso. Se convirtió en un fantasma, en una amenaza sexual, en una ilusión óptica de perspectiva, color, luz y sombra, se convirtió en el fetiche de Juana María Pérez, alias Camila, mi madre. Ella comenzó a imaginarlo, a hacer estudios de color, de formatos. Bocetos, dibujos y pinturas se veían por toda la casa. La imagen de Javier se repetía en cada rincón. Personajes destravestidos, desfeminizados y desnudados pasaban por la imaginación de Camila, desde una galería universal de mujeres hasta la imagen viril de Javier. Madonnas, bailarinas, geishas, damas, prostitutas.
Tenía cinco bastidores montados y pintaba en todos a la vez, una hora para cada uno. Su vida se convirtió en Javier, llenó todas sus expectativas, artísticas y personales. Giocondo, le dice ella, habla de él, de lo bello que es, de su cuerpo, que cómo no lo conoció antes, que él sería un niño cuando ella tenía veinte años, que a veces se le olvida que se llama Javier, y habla y habla. Él nunca venía a la casa, indudablemente se veían en otro sitio donde él posaba para ella, después solo esbozaba y pintaba.
A veces cuando suena el teléfono y ella está en casa yo no respondo, entonces ella sale de su cuarto-taller-seudo-harén-masculino con el pincel en la mano, siempre lleva un pincel, si es él quien está al teléfono comienzan a brillarle los ojos, sonríe y mira el techo como buscando la respuesta que contraste con la frase cursi o la propuesta sexual que seguro escucha, sonríe, instintivamente como un impulso el pincel deja de ser un apéndice de su cuerpo y se convierte en el más perfecto explorador y objeto sadomasoquista femenino, sonríe, mueve el cuello hacia los lados, se rasca la cabeza, apoya el pincel en la cadera, lo sube, lo muerde, lo vuelve a morder, sonríe, asiente, da una respuesta, si, claro, eso mismo, frunce el ceño, no eso no, lo chupa, lo baja, comienza a moverlo alrededor del pezón, lo mueve, lo gira suave, eleva una ceja, sonríe, se ríe a carcajadas y responde: allí estaré, y cuelga. Entonces entra al cuarto, sabe que la observo, cierra la puerta, imagino lo que hace ya no con el pincel, a la hora sale del cuarto lista y perfumada a encontrarse con él.
Comencé a odiarlos a los dos y como venganza me masturbaba pensando en Javier, frente a Javier, tocando a Javier. Por la noche me llevaba algún cuadro a mi cuarto. Ella pasaba de un estilo a otro y yo pasaba de un amante a otro como el más fiel porno adicto, pero siempre imaginando a Javier. Sus pectorales, las manos grandes, firmes y seguras, las piernas rectas, pálidas, velludas y musculosas aparecían en las telas que ganaban colores cada día.
El primer amante fue El Giocondo. Camila como una reencarnación de DaVinci reproducía su cuerpo desnudo, sonrisa incluida. Javier sonreía serenamente como pensando en el vacío, burlándose de la gente, esbozaba una mueca de la ironía o complacía a la pintora que le dijo que pusiera esa expresión de placer postcoito, pero más allá de la capacidad de Camila para reproducir aquella universal sonrisa, Javier pensaba en mi, yo era el vacío, me miraba a mi, sólo a mi. Estábamos solos, en una noche silenciosa. Javier frente a mi cama. Puse un disco de música antigua y encendí un palito de incienso, me acerqué, olfateé, el pelo le caía sobre los hombros, parecía mojado. Era buena Camila, éramos El Giocondo y yo. Lo besé, sus labios seguían sonriéndome, roce sus párpados, no cerró los ojos, me miraba, toqué su cuello, me ericé, su pecho es lindo, es realmente lindo, blanco y limpio como el de un niño, lo besé, intenté morderlo, acariciarlo, apretarlo, tenerlo entre mis manos. Fue mi primera noche con Javier. Después vinieron otros cuadros, pero siempre era Javier el que me acompañaba. Gracias al pincel de mamá estuve una noche con Eros ante el espejo y ahora pasa la Caravana de los de desnudos, con los que bailo, fumo, sueño, y siempre Javier, se convierte en un hombre gordo de Rubens, en los bailarines de Degas o Los señoritos de Avignon de Picasso. Todo es como una repetición de ideas premeditadas, vividas, como si se cumpliera una sentencia, una visión anunciada, Javier y yo en un parque, Javier