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El umbral de la melancolía
El umbral de la melancolía
El umbral de la melancolía
Libro electrónico231 páginas3 horas

El umbral de la melancolía

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Información de este libro electrónico

Dotada de una gran imaginación, Mar recurrirá a todo tipo de artilugios para rescatar a su abuela de las trampas de la melancolía y la tristeza.
Mar es una pequeña niña que mantiene una entrañable relación con su abuela, quien la inició en las fantasías y los secretos del mundo mágico.
Como buena niña que es, Mar está dispuesta a aceptar a todos lo
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento31 ene 2019
El umbral de la melancolía
Autor

Dolores Carbonell Iturburu

Dolores Carbonell es comunicóloga de formación y se dedica a la literatura fantástica y vampirismo para niños y adolescentes con la profunda convicción de que eso es lo que más le gusta . Nuestra autora cuenta con más 40 años de experiencia en labores periodísticas y editoriales; convencida de que resultan más graciosas las disquisiciones entre vampiros, brujas y sapos, que las discusiones sobre el contenido de algún mensaje mercadológico, alterna la escritura de los diálogos de sus personajes con su trabajo en Imagen y Comunicación Organizacional empresa especializada en la elaboración de soluciones de comunicación y mensajes de la que es socia y fundadora desde 1990. En 1985 fue galardonada con el Premio Nacional de Periodismo Cultural del Instituto de Bellas Artes. Entre sus ensayos publicados encontramos: Tres Crónicas del Teatro en México, Periodismo Interpretativo, 7 Entrevistas con 7 escritores mexicanos. Los Primeros Años de Escuela (libro de orientación integrado a partir de material periodístico). Itinerario de una Mujer Embarazada. Editorial, El Dramaturgo entre Cuatro Telones, editado en la colección Escenología de Editorial Gaceta (Estilo y Dramaturgia II/ Hugo Argüelles). De su obra literaria destaca: La Rama que Imaginaba. Entre vampiros anda el Cuento (12 preguntas y respuestas para conocerlos mejor), Entre Brujas anda el Cuento (12 preguntas y respuetas para conocerlas mejor) y El Umbral de la Melancolía, una historia de duendes, hadas y otros seres extraños (novela juvenil).

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    El umbral de la melancolía - Dolores Carbonell Iturburu

    El umbral de la melancolia

    Dolores Carbonell Iturburu

    Su dispositivo no permite reproducir audio.

    Esta historia busca rescatar a una abuela de las garras de la tristeza, y lleva a una nieta a recuperar un universo de sueños fantásticos.

    I

    Abra, el hada del roble

    Cuando la abuela cumplió los 65 y Mar apenas tenía unos cuantos meses de nacida, alguien le dio un pasaporte permanente para viajar, sin mayores trámites, entre el mundo donde vivían el abuelo, ella y sus papás, y uno al que Mar —que ahora ya tenía 10 años— deseaba ir con todas sus fuerzas.

    Paloma, la mamá de Mar, decía que en realidad la abuela había comenzado a hacer esos viajes desde mucho tiempo atrás, sólo que al principio eran esporádicos y cortos. Cuando tu Bela era más joven —le contaba a su hija con un brillo en los ojos que hacía pensar que también ella había visitado ese otro mundo algunas veces hacía mucho, mucho tiempo— se perdía de repente. Estaba en otro lado, cómoda y contenta. Pero sus viajes eran muy cortos. A veces de apenas segundos. Otros duraban un par de minutos, pero poco a poco se fueron haciendo más largos y más frecuentes. Cuando cumpliste tu primer año, la abuela comenzó a viajar ‘allá’ con mucha mayor frecuencia. A veces hasta se queda al otro lado por algunas horas. ¿Te has fijado, cuando tiene esa sonrisa serena y tranquila?.

    Si, Mar se había fijado y más de una vez había envidiado a su Bela, como ella solía llamarle desde que aprendió a decir sus primeras palabras. Cuando Bela regresaba de su mundo y Mar le preguntaba dónde había estado, se limitaba a mirar amorosamente a su nieta: Por ahí Mar, vagando con Abra.

    Mar se había llegado a sentir celosa de esa Abra, con la que su Bela se iba en aquellos viajes misteriosos, cuando parecía estar en otra parte sin haberse movido de lugar. ¿Quién sería esa Abra, que tan unida estaba a su abuela y a la que, por añadidura, jamás había visto? Al menos, no hasta que cumplió los 11.

    Un poco después de su cumpleaños, Mar supo que Abra era un hada minúscula, pero por más que miraba a donde su abuela le indicaba, nomás no la veía. Muchas tardes se desesperó buscando aunque sea el indicio de una presencia… pero por más que se esforzaba no veía ni las alas, ni su vestido, ni nada de lo que su abuela describía.

    —A los espíritus sutiles hay que aprender a verlos. Ten paciencia — le decía su abuela después de cada tarde de infructuosos esfuerzos.

    Y en efecto, poco a poco Mar aprendió a ver.

    Aunque no lo supo hasta la tarde en que empezó a percibir realmente la presencia del hada, su entrenamiento para desarrollar la capacidad de ver más allá de lo evidente había comenzado hacía largo tiempo… Y es que, casi desde que pudo entender y seguir el hilo de una historia, su abuela comenzó a entrenarla para que viera otras cosas, para que desarrollara —como ella decía— una segunda vista, un don que parecía tocar a las mujeres de la familia de vez en vez.

    Para despertar aquel don, muchas tardes, sentadas en el jardín, y también en las noches antes de dormir, aquella abuela había alimentado a su nieta con cuentos y narraciones de todo tipo. También la había instruido cuidadosamente en cuestiones de brujas, hadas, unicornios, elfos, duendes, gnomos y seres inimaginables. Y fue así como, desde muy pequeña, Mar comenzó a esconder bajo la cama pequeños dragones, elfos de luz, unicornios, hadas y seres de otro mundo, toda una cohorte que solía acompañarla día y noche, y que crecía permanentemente con los nuevos personajes que la abuela sacaba de su propia cabeza y de una inacabable colección de libros que había comenzado a formar aún antes de que la mamá de Mar naciera.

    Por eso, el hilo que unía a la abuela y a la nieta era de acero. Por eso, no pasaba una tarde en que al terminar la tarea, Mar no corriera hacia la parte posterior de su casa para cruzar la puerta que separaba el pequeño jardín de sus padres del de su Bela. Una vez ahí, se adentraba en una atmósfera en la que, desde muy chica, intuyó la presencia de seres invisibles y espíritus sutiles que animaban el crecimiento de las flores y se encargaban de que los verdes jamás abandonaran las tupidas plantas que trepaban por las paredes.

    Cuando hacía buen clima, era seguro que la abuela estaría sentada en su columpio, esperándola con un libro en la mano y un separador que señalaba donde se habían quedado la tarde anterior en el relato en turno. Así leyeron cientos de libros, y así compartieron historias con los que aquella singular abuela se venía alimentando desde hacia muchos, muchos años.

    Con ese entrenamiento, Mar fue descubriendo, lentamente pero cada vez con mayor precisión, el sutil perfil de Abra. Primero vio sólo vapores, luego comenzó a distinguir una silueta cambiante. Poco a poco esa formas, que a veces le recordaba la consistencia de las nubes, fue definiéndose, sobre todo a la hora del crepúsculo.

    Y llegó un momento en que fue capaz de ver el brillo nervioso de unas alas translúcidas que no dejaban de agitarse. Luego, el ondear de un vestido casi transparente y con ligeros tonos lilas. Al final pudo ver el cuadro completo: una pequeña mujercita de unos 12 centímetros de altura, de rasgos delicados y figura estilizada, que le sonreía y la miraba encantada de ser descubierta.

    Todo eso sucedió una tarde de verano cuando, a la luz de los rayos de sol que ya desaparecían en la pequeña fuente que armonizaba con su caída de agua el jardincito de la casa de los abuelos, Bela pudo presentarle formalmente a Abra, esa pequeña, pequeñísima hada, cuya silueta vaporosa se confundía a cada momento entre el borboteo del agua, las flores y las plantas.

    En esos afortunados instantes, el entrenamiento recibido durante años y la imaginación alocada que distinguía a algunos miembros de la familia de Mar abrieron definitivamente una ventana en su mente, y por ahí se le coló la imagen etérea de Abra.

    A partir de ese momento, Mar comenzó a compartir más que nunca la rutina diaria de Bela y Abra. Cada tarde —su tiempo favorito porque solía dormir hasta muy entrada la mañana—, Abra salía bostezando del pequeño bosque de bonsáis que la abuela había creado sobre una gran losa de cemento cuadrada y que cuidaba con esmero, para conversar con la abuela. Durante horas, y a lo largo de muchos años, aquella hada le había contado cientos de historias del otro mundo, ese en el que Bela pasaba ahora tantos momentos. Mar entendió entonces, mejor que nunca, los desconectes de su abuela.

    Nadie, salvo Bela y Mar habían sido capaces de descubrir a Abra entre el verde de su bosque, el agua de la fuente y el jardín. Si bien, las dos estaban más que seguras que Neva, la gata, también la veía, porque cuando la pequeña hada salía de entre el enjambre de bonsáis y se posaba sobre una de las flores para libar, como hacían los colibríes, algo de néctar; o se sentaba cómodamente a hilar en su rueca mientras escuchaba la historia en turno, el animal se mantenía quieto como una esfinge, mirando fijamente ahí donde Abra estaba.

    Como Mar, su mamá también había sido presentada con Abra hacia ya muchos años, pero al parecer lo había olvidado. Y es que el vínculo que unía a Paloma con Abra nunca llegó a ser tan sólido y fuerte como el que ligaba al hada con Bela, quizá porque no había sido ella la que la descubriera en aquella inolvidable iglesia, triste y desorientada…hacía ya tanto tiempo.

    II

    Un hada venida del otro lado del mar

    Abra había llegado del otro lado del mar. Había venido con Bela desde Europa, poco tiempo antes de que ella cumpliera sus 55. Entonces, los abuelos de Mar habían viajado a España, Italia e Inglaterra para celebrar uno de sus aniversarios de boda, y fue en esa ocasión que Bela visitó la Catedral de Barcelona y se enamoró de ella.

    Había entrado en la iglesia como quien entra a otra más, después de haber visitado muchas y muy bellas luego de 15 días de viaje por el continente. Sin embargo, la de Barcelona constituiría, para siempre, un capítulo aparte.

    Algo respiró en el ambiente que desde el primer momento la cautivó. Era el recogimiento, la majestuosidad de un edificio gótico con reminiscencias de románico, el aire, las pinturas, el coro y el órgano…quien sabe, pero algo le agarró el alma ahí dentro y la dejó con sed. Tanta, que al caer la tarde, y mientras su marido dormía la siesta en el hotel después de una comida espectacular, Bela regresó al Barrio Gótico y se dirigió de nuevo a la Catedral.

    Ahí, y con un libro en mano, quiso sentir el peso de los seis largos siglos que llevó la construcción del edificio. Se imaginó a reyes y princesas, obispos y confesores, transitando por sus naves; a los miles de rezadores que se habrían arrodillado en aquel templo para hablar con Dios y con sus santos; a los devotos visitantes de la cripta de Santa Eulalia, aquella mujer que había sido martirizada durante 13 largos años; y casi escuchó las voces de los coristas —solemnemente apoltronados en las espléndidas sillas de madera labrada del coro— resonando entre aquellas paredes.

    A esas horas la iglesia estaba casi vacía, en comparación con las hordas de turistas que esa misma mañana habían deambulado por sus pasillos, impidiéndole descubrir los detalles que componían la atmósfera y el encanto por los que se había visto tocada.

    Por eso, disfrutando de la relativa soledad, aprovechó para hojear con calma, sentada en una banca, las páginas de la guía ilustrada que había comprado antes de entrar de nuevo en el templo. Y fue en esas páginas que descubrió dos altorrelieves —que el libro llamaba impostas procedentes de la catedral románica—, en los que un soldado peleaba con un grifo.

    Con un presentimiento en el alma dio vuelta a la página, para encontrarse con ¡gárgolas!, esos seres de piedra que siempre la habían atraído tanto. Una de ellas, para colmo, era un unicornio que miraba desde las alturas hacia las mínimas calles del barrio gótico. También había un primitivo elefante, y otro animal de cuatro patas y especie indefinida. Al pie de las fotos se relataba que, según la tradición popular, aquellas piedras con formas fantásticas eran brujas y malos espíritus que escupían cuando pasaba la procesión del Corpus, y que ahí habían quedado, petrificadas con formas horrendas, para lanzar el agua de los tejados cuando llueve siglo tras siglo.

    Por toda la eternidad, había completado Bela para sus adentros, mientras seguía hojeando con mayor interés las páginas del libro. Con él bajo el brazo, acudió a casi todos los rincones que le prometieron descubrimientos; contempló con ansia las esculturas de un artista que tal vez fuera su tataratataratatara abuelo, porque llevaba su mismo apellido catalán; se dejó envolver en polvos milenarios y rezó con mayor fervor que nunca una oración íntima y personal que dejó escapar para que se sumara a los millones de rezos y a las corrientes de aire que circulaban entre aquellos viejísimos muros. Serena, se levantó satisfecha: ahora estaba segura que una parte de sí misma se quedaba ahí, flotando entre las gruesas paredes.

    Comenzaba ya a bajar el sol y sonaban plácidamente las campanas cuando llegó al claustro para disfrutar de nuevo del espacio mágico y lleno de paz que conformaban sus pasillos y las antiguas rejas de hierro que separaban a visitantes y devotos de 13 soñolientas ocas. Las aves, todas blancas, vagaban alrededor de un estanque y una fuente custodiada por una tupida vegetación y altísimas palmeras. Y en las alturas, vigilaban las gárgolas.

    El sonido cristalino del agua pegando contra una musgosa roca, coronada por una escultura de San Jorge matando al dragón, le atenazó el alma y la plantó frente a la reja del patio interior como un imán. ¡También había un dragón!

    Bela se quedó clavada ante la fuente, hipnotizada por el sonido del caer del agua, que a esa hora se dejaba escuchar de una manera muy distinta que en la mañana, cuando aquellos pasillos estaban atestados de paseantes.

    Cuando comenzó a sentirse cansada, buscó —sin encontrarlo— un lugar donde sentarse. Desde la entrada de la tienda de souvenirs de la catedral —que se encontraba en una de los pasillos del claustro— una mujer la había estado observando sin que se diera cuenta.

    Todos los días, miles pasaban por ese claustro, pero a ojos de aquella dependienta en pocos podía descubrirse la emoción que se reflejaba en el rostro de aquella mujer, quien parecía querer grabar en su memoria cada detalle de aquel espacio.

    La mujer entró por un momento a la tienda y unos segundos después salió con un pequeño banco. Bela entendió el gesto y se lo agradeció. Colocó el banco junto a la pared para no estorbar el paso de los últimos visitantes del claustro y se sentó para continuar disfrutando el cuadro que tenía delante.

    A la abuela de Mar no le faltaba razón para aquella contemplación extática. No por nada algunos afirmaban que aquel claustro, así lo mencionaba el libro, era el último reducto del paraíso terrenal. En aquel momento, para Bela parecía serlo, atrapada entre la visión del dragón, las gárgolas, el chapoteo de las ocas, la vegetación y el cristalino caer del agua en la fuente.

    Fue entonces —justo en esos momentos en que los rayos del sol dan una luz pálida y naranja, dulcemente melancólica— cuando creyó ver por el rabillo del ojo una pequeña figura luminosa que se movía con extraordinaria rapidez de un lado para otro.

    Bela volteó bruscamente para descubrir qué era eso que se movía tan frenéticamente, deslizándose sobre uno de esos pocos rayos de sol que aún se colaban limpiamente entre los huecos que dejaba el follaje del patio.

    Primero creyó que se trataba de una mariposa, luego de un pequeño colibrí, pero no vio ni a uno ni a otro. Pensó entonces que aquello que había percibido era un simple efecto óptico cuando, de pronto, sintió en el hombro un levísimo cosquilleo y, otra vez, el movimiento nervioso, rápido ¡de unas alas!

    El susto la hizo mover el hombro, al tiempo que ahuyentaba aquello que la rondaba. Bela sentía terror por los moscardones grandes y todo insecto volador no identificado, así que de un salto se hizo a un lado y casi se cae del banco, que se tambaleó peligrosamente cuando se puso de pie, pero siguió sin descubrir nada.

    Decidió sentarse de nuevo y continuar disfrutando el momento. Se relajó y dejó caer sus manos sobre las piernas. Llevaba ya unos minutos, tranquila y olvidada del insecto, cuando sintió un leve, muy leve cosquilleo sobre el dorso de la mano derecha. Estaba a punto de rascarse cuando la vio…

    El corazón le dio un vuelco —una pequeñísima figura humana, de unos ocho centímetros más o menos, envuelta en delicados jirones de tela tornasol y lila, agitaba dos delicadas alas translucidas con la rapidez de un colibrí, posando apenas sus delicadísimos pies sobre la palma de su mano. A punto estuvo la mujer de lanzarla por los aires del susto y la sorpresa. Pero antes de que lo hiciera, y para mayor asombro, el ser con consistencia de nube habló.

    —¿Me ves? — le preguntó a la mujer con la misma incredulidad que la abuela de Mar la veía frente a su rostro.

    —¿Si? — contestó Bela dubitativa y mirando a los lados para comprobar que las pocas personas que quedaban en el claustro no escucharan aquella conversación de locos.

    —¿Estás segura? ¿De qué color es mi vestido? — le preguntó el pequeño ser.

    —Lila…creo.

    —¿Y mi cabello?

    —Castaño, castaño oscuro…con unos leves tonos dorados.

    —¿Y ahora dónde estoy? — repreguntó la pequeñita mientras volaba hacia el hombro de Bela.

    —Estás caminando sobre mi hombro, muy cerca de mi oído.

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