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Los Huesos De La Noche
Los Huesos De La Noche
Los Huesos De La Noche
Libro electrónico275 páginas4 horas

Los Huesos De La Noche

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Mateo, apstol de Jess, relata en primera persona los hechos del jueves 14 de nisn, y los angustiosos sucesos del viernes 15 en Jerusaln. Nisn es el mes inicial del ao judo, cuando se celebra la Pascua y los prados reverdecen. Es el mes de la cebada y del lino. En una recreacin imponente, Mateo describe el ambiente que se cerna sobre el Maestro y los discpulos desde el domingo 10 de nisn, cuatro das antes, cuando Jess recibi la proclamacin de Mesas por los regocijados habitantes de Jerusaln.

La novela fascina por la minuciosa descripcin del Jerusaln del siglo I: el Templo, enorme y sobrecogedor, el comercio, la sociedad dividida y las costumbres infranqueables de la clase dirigente, los sacerdotes, quienes forzaron el desenlace del viernes. Se reproducen las dramticas horas del juicio de Jess, los esfuerzos de Herodes y de Pilato para desprenderse de la responsabilidad de la condena y el despiadado suplicio.

La humanidad de la obra penetra en el lector a travs de los apstoles en la cena de la Pascua, suceso maravilloso y diferente de todo lo que el arte y las leyendas nos han inculcado durante siglos. Conoceremos el mar de Genesaret, el bosque diverso del Monte de los Olivos, el dolor de Getseman, la aspereza del Glgota y los caminos polvorientos de Samaria. Viviremos el miedo cerval de la noche del jueves, entre las sombras de Jerusaln y las patrullas de bsqueda. Ante tanto sacrifi cio, esta novela nos dejar la sensacin de un despertar, de una culminacin. LOS HUESOS DE LA NOCHE no es slo una reconstruccin histrica. La riqueza de la narracin y el alcance de los personajes nos convocan ante una conmovedora creacin literaria.

IdiomaEspañol
EditorialWestBow Press
Fecha de lanzamiento19 abr 2012
ISBN9781449743116
Los Huesos De La Noche
Autor

ELVIO RENÉ

Elvio René nació en Argentina. Actualmente reside en Barcelona, España, donde ha transcurrido gran parte de su vida. Su inquietud por la historia antigua lo sitúan como una nueva referencia en la novela histórica. LOS HUESOS DE LA NOCHE es su segunda novela.

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    Los Huesos De La Noche - ELVIO RENÉ

    INDICE

    EPÍSTOLA PREVIA

    I

    LIBRO

    DEL PARESCEVE

    DOMINGO 10 DE NISÁN

    UNO

    LUNES 11 DE NISÁN

    DOS

    MARTES 12 DE NISÁN

    TRES

    MIÉRCOLES 13 DE NISÁN

    CUATRO

    JUEVES 14 DE NISÁN

    CINCO

    II

    LIBRO

    DEL APOSENTO

    VIERNES 15 DE NISÁN

    SEIS

    SIETE

    OCHO

    NUEVE

    DIEZ

    III

    LIBRO

    DE GETSEMANÍ

    VIERNES 15 DE NISÁN

    ONCE

    DOCE

    TRECE

    CATORCE

    IV

    LIBRO

    DEL SUPLICIO

    QUINCE

    DIECISÉIS

    DIECISIETE

    POST LIBER

    001_a_reigun.jpgimg153.jpg

    A la memoria de mi querido hermano Artemio,

    que me indicó el Camino.

    EPÍSTOLA PREVIA

    No recuerdo un comienzo preciso para la sospecha, el momento crítico donde un dedo señalara a nadie. El pesar había ido penetrando en la textura de la dicha confundiéndose sin rumor, pero desde hacía tiempo lo notábamos. La congoja se intoducía en las miradas; se disfrazaba en el polvoriento resplandor de los caminos que pisábamos. Se presentaba también en el interior de cada uno de nosotros, instalándose en el corazón como un visitante intruso. En ocasiones, el presagio lastimaba como una garra. Otras veces, adquiría un peso insoportable que entorpecía los latidos. De algún modo, esa acechanza era un hábito familiar desde hacía casi tres años, cuando los labios del Maestro pronunciaron el vaticinio por primera vez junto al agua cantarina del mar de Galilea. Este mar interior (o lago) de Genesaret, siempre había sido para nosotros, los doce, el lugar donde el puñado de semillas de un sembrador cayó en tierra fértil. La costa norte del lago tuvo el privilegio de ver los primeros brotes de esa germinación.

    Bañada por el Genesaret estaba Betsaida, aldea natal de Simón Pedro, de Andrés y de Felipe. Estaba Capernaum (donde yo había nacido), ciudad natal también de Santiago el mayor y de Juan. Capernaum era la ciudad amada de Jesús, donde vivió cuando dejó para siempre Nazaret. En esa zona hizo milagros. A los doce años había deslumbrado a los sacerdotes del Templo, en Jerusalén, pero cumplidos los treinta, en Capernaum irritó por vez primera a los fariseos, que dominaban la Asamblea de la ciudad. En un paraje de la ribera llamado Tabgha, trece estadios¹ al este de Capernaum, el Salvador alimentó con siete peces y con algunos panes a cuatro mil hombres, sin contar las mujeres y los niños que los acompañaban. En la ribera occidental del lago estaba Magdala, donde una mujer piadosa llamada María dio aposento al Señor cuando los fariseos de la ciudad lo acosaban pidiéndole una señal del cielo. Esta magdalena se sintió tan maravillada por las enseñanzas de Jesús que desde entonces lo siguió como una discípula más. Y en esa ribera, en ese mar de Galilea, el Salvador nos mostró el asombroso prodigio de andar sobre las aguas, una noche de oleaje.

    Aquella primera revelación que refiero había pasado, entonces, sin demasiada huella, al hallarnos abrumados por el influjo irresistible de aquel hombre que profetizaba con una luz nueva. De cualquier modo, toda esa inquietud de fondo convivía con la dicha de hollar el paso de Jesús. Sólo había que mirarlo a los ojos para creerle y aceptar el reino que predicaba.

    En un principio fueron dos las almas que Jesús reclamó para que le ayudaran en su tarea, dos almas con nombre. Luego se añadieron dos nombres más, luego uno más y luego otro. Al poco tiempo éramos muchos, hasta que un día Jesús se retiró al monte y oró toda la noche. Cuando llegó la mañana, convocó a todos (que sumaban un gran número) y escogió a doce, para encargarles una misión y para que siempre estuviesen con Él. Yo estaba entre los doce. Verdaderamente aprendimos a caminar en la luz. Gracias a ella pudimos realizar la tarea requerida.

    Antes de partir a la misión Jesús nos dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echásemos fuera y para sanar toda enfermedad y toda dolencia. Sin esa imposición habríamos vagado desarmados por los caminos de Israel. Pero logramos el propósito sin que un solo hueso del cuerpo se nos quebrantara. Por toda la tierra de Israel donde el Señor nos envió sanamos enfermos, limpiamos leprosos, resucitamos muertos y echamos fuera demonios. Hubo tropiezos y sinsabores, mas el látigo y el escarnio pasaron sin daño, porque el reino de los cielos se acercaba con nosotros. Mudas se quedaban las cárceles cuando nos abrían las puertas. Disponíamos de un antídoto, de una armadura inexpugnable, un escudo llamado fe que nos abrió paso ante todo y que nos hizo conocer la gloria del cielo y la esperanza en la tierra.

    Este preámbulo concierne al espíritu más que a la carne. El espíritu es el soplo que confiere volumen a la existencia, aunque sea el cuerpo el que la contenga. El cometido de mi mente es destacar, esta vez, la brusca contradicción entre la dicha y la desgracia. Los cinco días que hablan por mi mente testimonian el presagio aparente de un final. Cierto es que el dolor señorea el recuerdo, pero cierto es también que ese final es una culminación, un despertar, un pináculo más alto que todo el esplendor que felizmente conocimos.

    Los cinco días que refiero transcurren desde el domingo 10 de nisán hasta el plateado jueves 14 de nisán, que anuncia el comienzo de la Pascua porque es el primer plenilunio del año. Nisán es el mes inicial del año judío, el que reverdece los prados y recoge la cebada y el lino. Es el mes de los primeros vientos cálidos que avivan la esperada naturaleza. Pero hago notar que la esencia de aquellos cinco días se condensan en la impostura de una noche, la última (que iniciaba el viernes 15), cuando el grito de Dios estremeció los rincones del cielo y de la tierra.

    I

    LIBRO

    DEL PARESCEVE

    DOMINGO 10 DE NISÁN

    UNO

    El primer día que menciono, aquel domingo 10 de nisán, fue precisamente uno de esos días de gloria, porque estuvo cargado de sucesos inauditos. Centenares de personas procedentes de las aldeas cercanas a Jerusalén se iban congregando en la ladera occidental del monte de los Olivos. El camino que salía de Betania corría hacia el oeste por la cima del Monte y bajaba por la otra pendiente hacia el valle del Cedrón. Era el trayecto más corto entre Betania y Jerusalén, unos quince estadios ².

    Tres caminos salían de Betania y se unían delante de Jerusalén. El más septentrional pasaba por el norte del monte de los Olivos, y tras rodearlo, buscaba el sur para cruzar el Cedrón. El camino central, el más corto, era también el más escarpado; atravesaba la cima del Monte y resultaba inaccesible para las cabalgaduras. El tercer camino, el más largo de los tres, rodeaba el Monte por el sur y era el más usado, pues al salir de Betania se bifurcaba; al oeste, se dirigía a Jerusalén; al este, hacia Jericó y hacia el Jordán. Entre el monte de los Olivos y Jerusalén había una larga herida que sajaba, de norte a sur, la tierra y la historia de Israel: el valle o torrente del Cedrón.

    Los tres caminos salvaban el Cedrón con el recurso de tres puentes bajos, y ascendían después, con recodos y rampas, hacia las tres puertas orientales de Jerusalén, en lo alto de la escarpa que asentaba la muralla. El lecho del torrente era una cicatriz oscura en la tierra estéril. El propio nombre de Cedrón evocaba su lóbrego color cenizo, peligrosamente crecido en la temporada invernal de lluvias y moribundo ahora, apenas con un hálito de agua. El valle, con pendiente al sur, se componía de dos lechos superpuestos: el exterior, amplísimo, semejaba un derruido barranco, con una anchura mínima de un estadio, ascendiendo en la margen occidental hasta la propia muralla. La orilla oriental, más amable para la marcha, se disolvía contra el monte de los Olivos, cuyas laderas plateadas de frondosos olivos disculpaban al viajero la pedregosa aspereza del terreno. El lecho menor serpenteaba por el centro de la depresión exterior, pero contenía tramos de cierta profundidad que aun sin agua justificaba los puentes.

    Ese domingo, la gente esperaba por la vertiente occidental del Monte, frente al escuálido torrente, cuya escasez era propia de la estación templada en que estábamos. Se contaban allí quienes el día anterior, sábado, y aun el viernes, habían caminado desde el este los sesenta estadios³ que separaban Jericó de Betania. Querían acompañar a Jesús ese día porque la proclamación del Mesías era incontenible. Ya el día anterior, sábado, el entusiasmo los había congregado en los alrededores de la casa de Lázaro y de sus hermanas, Marta y María, esperando ver al Salvador. La resurrección de Lázaro (varias semanas atrás) atraía no sólo a la gente de Betania y de Jericó, sino a judíos de Jerusalén y a forasteros de paso. Acaso nada sabían de las resurrecciones realizadas por Jesús en Galilea, como la de la hija de Jairo, un hombre principal de Capernaum, y la del muchacho de Naín, en la llanura de Esdrelón. Quizás por haber acontecido en Galilea no habían tenido difusión fuera de la provincia, pero llevábamos varias semanas por Judea, y Lázaro era conocido en la región de Jerusalén por su sólida posición en los negocios. Era frecuente ver a comerciantes de Jerusalén y de Jericó llegando a casa de Lázaro en visita de trabajo.

    Dos días antes de la resurrección, un criado había llegado corriendo a Jericó, donde Jesús predicaba en la sinagoga. Habíamos ido a esa ciudad porque en Jerusalén los irritados judíos querían apedrear al Maestro por blasfemo, pues no creían en Él. Jesús nos reunió para decirnos que Lázaro estaba enfermo, y que antes de ir a verlo estaríamos en Jericó dos días más.

    -Maestro, los judíos te esperan para apedrearte -le dijimos-. ¿Y otra vez vas allá?

    -¿No tiene el día doce horas? -respondió-. El que anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo. Pero el que anda de noche, tropieza, porque no hay luz en él. Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy a despertarlo.

    -Señor, si duerme, sanará -dijimos, sin saber la verdad.

    Entonces, Jesús dijo:

    -Lázaro ha muerto; y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis; mas vamos a él.

    Cuando llegamos a Betania, dos días después, María apareció corriendo, seguida de mucha gente que quería consolarla, y se postró a los pies del Maestro.

    -Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano -le dijo.

    -¿Dónde lo habéis puesto? -preguntó Jesús, conmovido por el llanto de María.

    -Señor, ven y ve.

    Jesús empezó a llorar por Lázaro, y los judíos murmuraron:

    -¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?

    En la gruta del sepulcro, dijo Jesús:

    -Quitad la piedra -Y alzando los ojos a lo alto, dijo-: Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado.

    El Salvador gritó una orden. Lázaro, que llevaba cuatro días muerto, volvió entre los vivos. Muchos de los judíos que habían venido para acompañar a María, viendo lo que hizo Jesús, creyeron en él.

    Betania constituía para nosotros el lugar donde pernoctábamos, pues sólo el monte de los Olivos nos separaba de Jerusalén. Si la noche nos sorprendía antes de atravesar el Monte, entonces dormíamos en la ladera baja, mirando a las murallas, en un huerto con olivos cuyo simple nombre era Getsemaní (Molino de aceite). Esa ladera fértil instalaba varios lagares donde se prensaban aceitunas traídas de Perea, ya que las prensas no estaban permitidas dentro de Jerusalén. Pero a Jesús le agradaba Betania más que cualquier otra población cercana. Por costumbre y por afecto, siempre que la distancia lo permitía, se acercaba a la casa de sus amigos para pasar la noche.

    El día anterior, sábado 9, cuando Jesús y Lázaro estaban a la mesa y Marta servía, María apareció con una libra de perfume de nardo puro, de gran precio, en un vaso de alabastro. María ungió la cabeza de Jesús y el perfume se derramó en los pies del Maestro. Entonces ella se los enjugó con sus cabellos. El aroma del nardo llenó la casa.

    Cuando Jesús salió, al cabo de la comida, la fragancia lo envolvía. Judas Iscariote protestó ante María:

    -¿Por qué este desperdicio? Este perfume podría haberse vendido por trescientos denarios, y haberse dado a los pobres.

    -¿Por qué molestáis a esta mujer? -intervino el Maestro-. Pues ha hecho conmigo una buena obra. Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura -Nosotros nada entendimos en esa frase. Él prosiguió-: De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella.

    A mitad del descenso del Monte, con Jerusalén llenando la vista al otro lado del Cedrón, Jesús señaló una pequeña aldea próxima al sendero. A Judas Tadeo y a mí nos encomendó una tarea:

    -Mateo, Tadeo; id a esa aldea que está frente a vosotros, y luego que entrareis en ella veréis una asna atada, y con ella su pollino, sobre el cual nunca se sentó hombre alguno. Desatadla y traédmela.

    -¿Sin el permiso del dueño, Maestro? -pregunté, acariciado por el olor a nardos que todavía emanaba de Jesús.

    -Si alguno os dijere: ¿Qué hacéis?, respondedle: El Señor los necesita. Antes que caiga la noche los devolverá.

    Estábamos seguros que Jesús profetizaba, pues de ninguna manera conocía el lugar adonde nos enviaba. De modo que sin extrañeza llegamos hasta el caserío, el cual se conocía como Betfagué (Casa de los higos verdes), en una zona rica en olivos y palmeras. Los animales parecían esperarnos, atados a la puerta de una vivienda humilde.

    Los aldeanos que nos interpelaron aceptaron nuestra explicación no sin felicidad, viendo el número de personas que esperaba en el sendero. Sin reproche alguno trasladamos los animales. Judas Tadeo y yo acomodamos los mantos sobre el lomo del pollino. Jesús montó en él, bajo la tranquila mirada de la asna que lo seguía. Se alzó entonces una exclamación de júbilo en el copioso cortejo, que no cesaba de crecer con gente de las aldeas próximas, y los pechos gritaron:

    -¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto!

    Hosanna era un ruego de salvación. Significaba Sálvanos ya, pero junto con el Aleluya (Alabad al Señor) manifestaba un deseo de salud y de gloria. El día anterior, en Betania, habíamos oído exclamaciones parecidas, incluso exigiendo la coronación de Jesús como rey, pero el Salvador tenía el camino marcado por su Padre y permaneció en la casa. Ahora Lázaro, Marta y María formaban parte de la comitiva, así como las madres y las hermanas de algunos discípulos. Los cuatro hermanos de Jesús: Santiago, José, Judas y Simón, no se separaban de su hermano mayor.

    Al principio del ministerio, cuando Jesús predicaba en Nazaret, sus hermanos no creyeron en el poder del Salvador, y por causa de eso Jesús se fue de Nazaret (para que la Escritura se cumpliera). Pero los milagros de las aldeas de Genesaret los maravillaron. La gente trajo hasta Jesús a todos los que tenían dolencias, los atormentados, los paralíticos, y Él sanaba toda enfermedad. Empezó a seguirlo gente de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán, como la Decápolis, cuyas diez ciudades seguían bajo jurisdicción romana. Desde ese tiempo, sus cuatro hermanos y su madre María ya no se separaron de Él.

    La multitud comenzó a extender los mantos por el suelo al paso del Maestro y a saludarlo con ramas arrancadas de olivos, de higueras y de palmeras, abundantes en el Monte. Era una manifestación de gloriosa alegría, semejante a la que se ofrecía a los reyes victoriosos. El suelo que pisaba el pollino se cubría de follaje y de hierba. Nosotros, los perplejos discípulos, soportábamos con alborozado asombro la proclamación del Mesías. Habíamos presenciado milagros innúmeros por boca de Jesús, pero nunca habíamos asistido a tanta aclamación unificada. El propio Jesús, compungido por aquel festejo espontáneo (erróneamente así lo creímos), bajó la cabeza y lloró con amargura.

    -El Maestro está llorando, Leví -observó Juan, cuyo recíproco amor por el Salvador lo mantenía siempre vigilante.

    Juan se aproximó al pollino y caminó al lado de Jesús.

    -¿Algo te aflige, Maestro, o lloras de alegría? -preguntó.

    -Veo la historia de esta ciudad, Juan, que no reconoce el amor que mi Padre tuvo con ella. La colmó de beneficios, y no devuelve más que ingratitud. Jerusalén incrédula, Jerusalén de los profetas, que no imaginas las represalias del cielo.

    Con gran aflicción pronunció Jesús esas palabras sobre la merecida suerte que le esperaba a la ciudad culpable, que se obstinaba en cerrar los ojos a la luz. Jesús sabía que Jerusalén no entendería la gracia de ese día, donde el pueblo y el cielo proclamaban al Mesías del vaticinio.

    Delante de nosotros, hacia el valle del Cedrón, se desplomaba el poderoso antemural que sostenía la muralla central, cuya altura inaccesible se duplicaba debido a la profundidad del torrente. Entre el punto más profundo del Cedrón y la coronación de la muralla, la diferencia era de trescientos codos⁴.

    Dentro de la muralla se alzaba el Templo, en la cima del monte Moria. El edificio del Templo ocupaba el centro de una explanada rectangular de novecientos codos de largo por seiscientos codos⁵ de ancho, cuyo espacio interior configuraba el atrio de los Gentiles. Toda la ciudad se extendía hacia el occidente del Templo. Al oriente sólo estaba la hondura del Cedrón. Los diversos edificios del Templo resplandecían de oro y de mármoles sobrepasando la altura de la muralla, con vastas galerías que circundaban el perímetro con columnas. En la vertiente occidental, palacios y jardines regalaban esplendor a la ciudad, la cual abigarraba casas, escaleras y plazas de piedra superponiéndose en las suaves colinas que la ondulaban. Aun por sus enemigos, Jerusalén era considerada una de las maravillas del mundo, ceñida por espléndidas murallas y una docena de puertas.

    El Señor lloraba por los dolorosos sentimientos causados por la ciudad ingrata, la capital de su reino. Veía representada la historia de su pasado y también de su futura ruina; veía la Uru-Salim de los acadios, transformada y amurallada hasta llegar a ser la ciudad santa de su Padre; veía los reyes que, desde ella, con obediencia a Dios habían conquistado ciudades y reinos; veía a David, arrebatando la ciudad a los jebuseos, mil años atrás, cuando el nombre de ella era Jebús; veía las huestes babilónicas, demoliendo piedra por piedra la ciudad y entregando las puertas al fuego. Con los dientes apretados, sacudido de sollozos, proclamó Jesús el aterrador enigma que sólo Él sabía entonces:

    -¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! ¡Ah!, si tú conocieras siquiera en éste tu día lo que podría procurarte la paz. Mas ahora eso está encubierto a tus ojos. Vendrán sobre ti días en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes, y te derribarán en tierra a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.

    No volvió a hablar. Cruzamos el Cedrón. Al entrar en la ciudad, el gentío de la comitiva crecía. La voz había corrido ya hasta el último rincón, y los peregrinos se contagiaban de júbilo tanto como los mendigos, los cuales eran muchos en Jerusalén. Todos querían ver al Mesías. Algunos, principalmente los mendigos y los enfermos, ya conocían al Salvador. Lisiados, cojos, ciegos, solían esperar al Maestro en las escalinatas del Templo y habían presenciado curaciones y milagros.

    -¿Quién es ése? -preguntaban los forasteros.

    -Es Jesús -respondíamos-, profeta de Nazaret.

    -¿Es cierto que cura? ¿Que resucita a los muertos?

    -Es cierto.

    -¿Y será vuestro rey?

    -Será rey de todos.

    Yo nunca había visto tanta alegría en los discípulos de Jesús, de los cuales yo era parte. Hablábamos con la gente imbuidos de entusiasmo, alabando al Mesías, adelantándonos al cortejo para anunciarlo. Treinta y tres años antes se había conmovido también Jerusalén por causa de Jesús, pero en aquella ocasión había sido por el anuncio de su nacimiento. Hoy venía Él mismo proclamado ungido de Dios, y una agitación desconocida nos expandía el corazón. Sin ocultaciones, la multitud exclamaba alabanzas desde los balcones y las azoteas, y no cesaban las palmas de inclinarse y los forasteros de asombrarse:

    -¡Aleluya, aleluya! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!

    La mayor parte de las aclamaciones repetían los salmos que se cantaban en la fiesta de los Tabernáculos, cuando se daba la vuelta procesional alrededor del altar del los holocaustos, pero en esta ocasión se añadían expresiones significativamente mesiánicas:

    -¡Bendito sea el rey de Israel! ¡Bendito sea el reino de nuestro padre David!

    Ofrecer tanto honor a un hombre montado en un pollino enaltecía la profecía

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