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Un Verdadero Padre
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Libro electrónico448 páginas7 horas

Un Verdadero Padre

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Esta novela est basada en experiencias vividas a lo largo de los aos con familiares y amigos adoptivos, en sus relaciones con sus padres adoptivos y sus padres biolgicos. Es la vida de un muchacho que se enamora de una joven embarazada, y por amor a ella decide hacerse cargo de la beb como si fuese su padre biolgico, haciendo uso de las antiguas creencias de ocultar la verdad a los hijos. Este hecho le trae consecuencias y sufrimientos, pero tambin recompensas inesperadas.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento1 feb 2012
ISBN9781463315214
Un Verdadero Padre
Autor

Jorge Eduardo González

Nacido en la ciudad de San Luis Potosí, el 7 de Septiembre de 1971, quiso realizar sus sueños en el deporte sin éxito. Se graduó como Ing. Mecánico en 1995 en la UASLP y actualmente es el Gerente del Departamento de Producción de una compañía local. Su pasatiempos ha sido la escritura siendo esta su primera Publicación, más no su primer novela escrita.

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    Un Verdadero Padre - Jorge Eduardo González

    DEDICACION Y AGRADECIMIENTO

    No soy un hombre de fáciles palabras de manera verbal, siempre me ha sido más fácil escribir, y es por ello, que esta obra, en la que se habla de la relación entre padres e hijos, quiero dedicarla a mis padres. Quiero agradecerles todo lo que nos han dado, la educación, sus consejos y los valores que nos han ayudado a luchar, a mi y a mis hermanos, en este mundo lleno de materialismo.

    Dios los bendiga y los cuide,

    Jorge González

    CAPITULO I

    Lourdes entró a su habitación, la luz estaba apagada y la poca luz que iluminaba la habitación provenía de la luna que atravesaba las delgadas y transparentes cortinas de la ventana; caminó hasta ella y abriéndolas observó la luna, y en ese instante brotaron varias lágrimas de sus ojos. Ese debía haber sido el día más perfecto de su vida, había empezado con una maravillosa y soleada mañana; con un suculento desayuno que le había preparado su madre, especialmente para aquel día en que cumplía la mayoría de edad; luego había asistido a la escuela en donde sus amigas le habían celebrado con un pastel; a la hora de la comida su padre la había llevado a comer a un restaurante de gran lujo; y por la tarde, aquella maravillosa tarde, había visto a su novio que le había dedicado una cena magistral y exclusiva para ella; pero al caer la noche, pocos instantes antes de que el sol se ocultara, todo se había derrumbado. Su novio la había hecho hacer algo que en su casa le habían dicho que era malo y aunque deseaba haber estado con él, las sensaciones de haberle fallado a Dios y a su familia no le habían permitido gozarlo; ahora tenía sentimientos de culpabilidad y aunque se decía que no iba a pasar nada, haciendo caso a las palabras de su novio, en su interior sentía que sólo se engañaba; se repetía que pronto se casarían y de aquella noche nadie se enteraría, sería un secreto entre esposos y amantes, nada más. Pero, ¿acaso Dios se quedaría callado, sin decir una sola palabra, ni levantar el dedo para castigarla? Había cometido un pecado y sin duda habría que pagar la culpa. Se llevó las manos al rostro y dejó escapar un quejido de impotencia para contener sus sentimientos, entonces las lágrimas brotaron sin control.

    - ¿Hija, estás bien? - la voz de su padre atravesó la puerta como si ésta no existiera.

    Lourdes se limpió los ojos tan rápido como pudo con la mano.

    - ¿Puedo pasar? - la voz se escuchó más cerca y el ruido de la mano de su padre sobre el cerrojo hizo que Lourdes tragara saliva.

    - Si - apenas pudo responder Lourdes y trató de iluminar su rostro con una falsa sonrisa.

    - Pero, ¿qué te pasa? - el señor Lozano se acercó a su hija con mucho cariño -, ¿Por qué lloras? - posó sus manos en los hombros de su hija.

    - Por nada, papá. Es sólo que estoy muy contenta…

    - ¡A qué mi chiquilla tan sentimental! - la abrazó de tal manera que Lourdes pudo descansar su cabeza en el pecho de su padre.

    El señor Lozano era un hombre bastante maduro, de unos cincuenta y siete años, algo fornido y tirando a cierta gordura, con el cabello grisáceo e inicio de canas; era un hombre de carácter y extremadamente religioso. -¿Cómo te fue con tu novio?

    Para Lourdes esa era la pregunta menos deseada, si su padre supiera lo que había hecho, así como era de cariñoso con ella en ese momento, de la misma manera podía ser de duro e intolerante. - Bien, es una persona fantástica - respondió Lourdes con un nudo en la garganta, sintiendo que su pecado se comenzaba a agravar con la mentira; pero no sabía como enfrentar a su padre, y las palabras de su novio acerca de que pronto se casarían y nadie se enteraría resonaban en su cabeza a manera de consuelo.

    - Si las cosas van tan formales, ya debería ser tiempo de que nos lo presentaras - el señor acarició la mejilla de su hija.

    - Pronto, papá. Te prometo que será pronto.

    - Bien, esperaremos a que tú estés lista - retiró a su hija de su pecho y la miró a los ojos -; ahora lo más importante, ¿fuiste a dar gracias a la iglesia?

    Lourdes asintió con un movimiento de su cabeza, y en su interior se sumió en la peor de las desesperaciones. Había olvidado hacerlo, estaba tan emocionada por ver a su novio que lo había olvidado; tres faltas graves en un mismo día, era mucho para ella, pero debía soportarlo si no quería que su papá se enterara.

    - ¡Muy bien! - exclamó el señor Lozano acariciando el rostro de su hija -. Esa es mi hija, la mujer mas buena del mundo - limpió una lágrima que resbaló por la mejilla de Lourdes, y que él pensó que era de emoción por sus palabras, y luego, dándole un beso en la frente, abandonó la habitación cerrando la puerta detrás de él.

    El rostro de Lourdes se desfiguró instantáneamente, la sonrisa había desaparecido y en su lugar había un rostro de desesperación, de dolor y de tristeza. Le había mentido a su padre convirtiéndose en una hipócrita, no había cumplido con dar gracias en la iglesia y había pecado al haber tenido relaciones con su novio, sin duda Dios la castigaría, se arrojó a la cama y tapándose con la almohada dejó escapar toda su desesperación con un llanto sin control.

    Unas semanas mas tarde, en uno de los hospitales de la ciudad, a la entrada de uno de los consultorios, Lourdes permanecía sentada en una de las sillas esperando turno para hablar con el doctor Rodríguez.

    - Señorita Lozano, puede pasar - dijo la enfermera al salir del consultorio, dejando ligeramente abierta la puerta.

    Lourdes se puso de pie y caminó hacia el interior del consultorio donde la esperaba el doctor sentado en su sillón leyendo un expediente. - Buenas tardes - saludó.

    El doctor Rodríguez era un hombre de notable edad, su cabello blanco y las arrugas en su frente lo delataban; sin embargo, a pesar de sus casi setenta años mostraba un gran porte debido a su alta estatura, y complexión atlética. Se puso de pie y caminó hacia Lourdes, - Buenas tardes - le ofreció la mano y colocándose detrás de ella le acomodó la silla para que tomara asiento; rodeó su escritorio y retomó su lugar en el sillón.

    - ¿Ya tiene los resultados, doctor? - preguntó Lourdes un tanto ansiosa pero además afligida.

    - Si, así es. Por eso la mandamos llamar - respondió el doctor colocando sus manos sobre el expediente.

    - ¿Estoy embarazada? - la voz de Lourdes era preocupada y temerosa.

    - Si, así es - respondió el doctor atento a las reacciones de su paciente.

    Lourdes sintió que todo su cuerpo se estremecía, y no tan sólo por el hecho de estar embarazada sino por lo que ello podría representar. Era el castigo de Dios se dijo en su interior, sus padres eran extremadamente religiosos y conservadores, no le perdonarían el no haberse cuidado hasta después de su matrimonio; sólo le quedaba que Fernando cumpliera su palabra y que pidiera su mano para casarse lo mas pronto posible y así dar el menor número de explicaciones. Si para entonces sus padres se molestaban con ella, el amor de su novio la ayudaría a salir adelante ya que juntos cargarían con la culpa.

    - Pero no es por eso que la mandamos llamar, hay algo más… - el doctor se puso de pie un tanto pensativo. La noticia que tenía que dar era algo difícil de explicar, aún para alguien con su experiencia.

    Lourdes alzó la vista deseando que no fuera nada grave, ya tenía suficiente con la idea de tener que enfrentar a su padres como una futura madre soltera a menos que Fernando cumpliera con su parte.

    - Sus mareos no son debido al embarazo sino a una enfermedad en su sangre, una especie de cáncer, similar a la leucemia - explicó el doctor -. Los análisis que hemos hecho no son definitivos, por eso la mandamos llamar. Queremos hacerle algunos estudios adicionales para asegurarnos… Esperamos estar en un error - miró fijamente a Lourdes esperando, quizás, una reacción de desesperación o algo similar; sin embargo, ella parecía meditar la situación como asimilando lo que acababa de escuchar.

    En su interior Lourdes sintió que era lo que se merecía por desobedecer a sus padres, por fallar a las leyes de la iglesia, así que se mantuvo absorta en sus pensamientos.

    El doctor Rodríguez estaba convencido de los resultados obtenidos, sin embargo trataba de dar un último aliento de esperanza al hablarle de otros estudios. - Si siente conveniente, quizás sería bueno que buscara una segunda opinión…

    - ¿Es terminal? - la voz de Lourdes salió apenas perceptible a los oídos del doctor, y fijó su mirada en la del médico, como si quisiera encontrar el más mínimo detalle que le indicara si el doctor intentaba ocultarle la verdad.

    - No es seguro que tenga la enfermedad; es sólo que algunos de los síntomas acompañados de los mareos prematuros y los dolores de cabeza, en conjunto con algunos de los resultados preliminares, obtenidos para determinar su embarazo, hacen suponer que la enfermedad está presente; es por eso que requerimos ciertos estudios adicionales - buscó evadir la respuesta directa a la pregunta.

    - Doctor - continuó Lourdes -, sólo quiero que me diga la verdad. Dígame si la enfermedad es terminal… - su voz se mostró un tanto angustiada porque sentía que ya conocía la respuesta.

    El doctor Rodríguez observó por algunos instantes los ojos de su paciente y se dio cuenta de que no podía mentir, lo mejor era decírselo y terminó asintiendo con la cabeza.

    - ¿Cuánto tiempo? - se entristeció Lourdes al ver que su probable enfermedad acabaría con su vida mas pronto de lo que ella siempre había deseado. Con un hijo en el vientre aún le quedaba mucho por vivir, además de que no sabía como podría explicarle a Fernando. De pronto iba a tener un hijo, estaba a las puertas de casarse y no podría gozar de la familia con la que siempre soñó.

    - Depende de lo avanzado que esté la enfermedad, pero difícilmente superará el año de vida - respondió el doctor sorprendido con la aparente calma con la que Lourdes aceptaba la noticia -. Aunque… - pensó en añadir algo pero se arrepintió. No era algo que sucediera muy a menudo, pero esta vez su paciente era diferente, algo especial.

    - ¿Qué pasa, doctor? - preguntó Lourdes con curiosidad y angustia al descubrir la preocupación en el rostro del doctor.

    - No suelo hacer estas recomendaciones, pero dado el caso quizás conviniera que pensara en abortar a su bebé - sugirió el doctor sabiendo que ya había cometido la indiscreción de añadir algo.

    - ¿Abortar? ¿Por qué? - se alarmó Lourdes -. ¿Mi bebé está en peligro? - y entonces comenzó a perder la calma.

    - ¡Cálmese señorita! - se puso de pie el doctor y con pasos largos se acercó a Lourdes tratando de tranquilizarla -. Yo no estoy a favor del aborto, pero en el caso de que tuviera la enfermedad, ésta podría estar ya muy avanzada para las fechas del parto; usted podría perder su vida junto a la de su bebé; además, existe la posibilidad de que el bebé, al nacer, herede la enfermedad - trató de explicar.

    - Doctor, pase lo que pase no quiero abortar. Una vez fui en contra de lo que mis padres me enseñaron por amor a una persona, y quizás cometí un grave error; pero por amor a mi hijo no quiero cometer otro, haciéndome responsable de su muerte. Que Dios decida su suerte y la mía - respondió Lourdes con lágrimas en los ojos.

    - Señorita, no se aflija tanto, aún faltan las pruebas definitivas, y como le dije anteriormente, si quiere pedir otra opinión créame que la entiendo - trató de alentarla.

    - Gracias por preocuparse por mí - Lourdes se limpió los ojos y poniéndose de pie se dispuso a salir -. ¿Cuándo puedo venir para que me hagan los estudios finales?

    - Ya mandé pedir el equipo, mañana mismo podríamos hacerlos.

    - Aquí estaré. Nuevamente gracias por decirme las cosas a mí antes que a mis padres - estrechó la mano del doctor y luego salió del consultorio tratando de fingir que nada había pasado, aunque por dentro se estuviera consumiendo en la desesperación. Ahora tendría que revelar todo, iría con Fernando para consolar su desgracia y luego les diría a sus padres, que quizás, sabiéndola enferma, podrían ser menos duros con ella.

    Lourdes subió por la puerta principal del edificio departamental en donde diariamente se veía con Fernando su novio. Tomó el elevador y haciendo un gran esfuerzo trató de darle una buena cara al elevadorista; sin embargo, sus ojos cristalinos por las lágrimas la delataban. El elevadorista sintió deseos de decir algo, de preguntarle que era lo que le sucedía, pero pensó que no era su papel y prefirió callar.

    La puerta del elevador se abrió al llegar al quinto piso y, cosa ajena a su costumbre, Lourdes salió a toda prisa sin agradecer al joven, y no por que no quisiera hacerlo, sino porque debía cubrir su ojos para que éste no la viera llorar. Se detuvo frente al departamento 506, con la manga del suéter se limpió las lágrimas, y con un gran suspiro se dio valor para llamar a la puerta.

    Fueron tan solo unos segundos los que Fernando se demoró en abrir la puerta; sin embargo, para Lourdes había sido una eternidad; deseaba que Fernando la comprendiera, que la consolara y que le dijera que todo estaría bien; tan sólo quería su compañía, sus brazos que la reconfortaran, y sobre todo su apoyo y ayuda.

    - ¡Hola, mi amor! - exclamó Fernando al ver a Lourdes, un tanto sorprendido por la visita algo inesperada por la hora -, ¿Sucede algo? - preguntó al ver las lágrimas de Lourdes.

    - Tenemos que hablar - dijo Lourdes y se dio valor para entrar al departamento. De pronto se detuvo y volteó la mirada hacia Fernando que cerraba la puerta dispuesto a escuchar.

    - Por supuesto, ¿de qué se trata? - caminó hacia Lourdes y como era su costumbre, posó sus manos sobre los hombros de ella, haciéndole sentir que estaba a su lado.

    - ¡Estoy embarazada! - exclamó Lourdes y su voz se quebró seguida de un chorro de lágrimas que escurrieron por sus mejillas.

    Fernando miró fijamente los ojos de Lourdes y luego, retirando sus manos de los hombros de ella, retrocedió dándole la espalda.

    - Pero eso no es todo… - continuó Lourdes sin quitarle la mirada.

    - ¡Para mí es suficiente! - exclamó Fernando en voz alta y con molestia. Luego se dio la vuelta y con cara de fastidio se acercó de nuevo a Lourdes.

    Lourdes jamás había visto a Fernando en esa forma, y un escalofrío que recorrió todo su cuerpo la hizo temblar.

    - ¡Quiero que lo abortes! - Fernando sujetó a Lourdes por los antebrazos y la sacudió con fuerza.

    - ¿De qué estás hablando? - Lourdes dejó escapar un quejido como si quisiera soltarse a llorar; más por la actitud incomprensible de su novio que por el dolor que éste le causaba en los brazos -. ¿Qué no entiendes que es nuestro hijo? - bajó la voz tratando de hacerle entender y comprender que los quería a ambos.

    - La que no entiendes eres tú… - una vez más sacudió a Lourdes -. Pertenezco a la alta sociedad y…

    - Lo he pensado - buscó Lourdes conciliar la situación -, si nos casamos pronto, no tendríamos que darles explicaciones a nadie; diremos que fue un parto prematuro y….

    - ¡Lourdes! - exclamó Fernando al momento que la liberaba empujándola hacia atrás. - Estoy casado y tengo una familia… Si esto se sabe podría arruinarme, ¿ahora lo entiendes? - se llevó las manos a la cabeza y le volvió a dar la espalda a Lourdes.

    Lourdes quedó paralizada de sorpresa, al escuchar que Fernando estaba casado y que tenía una familia sintió que su cuerpo se desmoronaba; todo lo que había soñado junto a Fernando era una mentira, él la había engañado y ahora las cosas iban a ser peor; Dios la estaba castigando, no cabía duda de ello. Buscaba pensar en algo que decir o que hacer, pero no había nada que pasara por su mente que no fueran sus ilusiones destruidas y la palabra engaño.

    - ¡Ya sé! - exclamó Fernando -, te daré dinero para que te vayas a donde quieras y ocultes al bebé - sugirió -. Firmarás un papel alegando que nunca tuviste nada que ver conmigo y…

    - ¡Olvídate del dinero! ¡Yo siempre te quise a ti, y ahora que sé que estás casado yo me haré cargo de nuestro hijo! - reaccionó Lourdes a las últimas palabras de Fernando, lo miró con tristeza y luego, pasando junto a él, caminó hasta la puerta del departamento -. No te preocupes por mí, no seré ninguna molestia para ti, ya no me volverás a ver - y dicho esto salió envuelta en un mar de lágrimas. Bajó las escaleras evitando de esta manera ser vista por el elevadorista y desapareció por las calles.

    Era ya noche cuando Lourdes llegó a su casa, había pasado casi todo el día sola, llorando y desahogándose de tantas sorpresas inesperadas y nada deseables. Había intentado contactar a su mejor amiga, en la que podía desahogar sus penas, pero no lo había conseguido, nadie había contestado el teléfono; luego había ingresado a una iglesia, se había hincado a pedir perdón y con su llanto había deseado sentir la presencia consoladora de Dios, la cual no había encontrado; sabía que ahora tendría que enfrentar a sus padres, no le quedaba otra solución. Buscó serenarse y hasta que se sintió que podía mantener la calma abandonó la iglesia.

    Caminó hasta la puerta de su casa, con la cabeza llena de ideas, preocupada por que sabía que sus padres no aprobarían el embarazo; por su mente resonaron las palabras que su padre le había dicho la noche del día de su cumpleaños, diciéndole que era la mujer más buena del mundo, y en ese instante sintió desmayarse, sabía que los decepcionaría; pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Sintió entonces que ahora su enfermedad podría ser una bendición, al explicarles a sus padres, y al verla sufriendo, quizás esto ablandaría su coraje y molestia. Sacando la llave de su bolso la introdujo en la cerradura y abrió la puerta.

    - Hija, ¿donde has estado? - preguntó el señor Lozano con un tono de preocupación al verla entrar por la puerta. Estaba sentado en el sofá de la sala, junto a una mesa donde tenía cerca el teléfono.

    - Lo siento papá, he estado algo distraída y se me fue el tiempo - se disculpó a sabiendas que esa no era una buena excusa y que tenía que decir la verdad, pero necesitaba mantener la calma y sus pensamientos en orden.

    - Debiste haber llamado por teléfono - el tono de voz del señor Lozano se mostró mas enérgico, pero no cambió su posición en el sillón ni hizo ningún movimiento en particular.

    - Lo sé, discúlpame por favor; no volverá a suceder - caminó Lourdes en dirección de su padre con dificultad para respirar, el tono de su voz indicaba que no era el mejor momento para hablar y esto hizo que su preocupación aumentara.

    - ¡Hija! ¿Donde estabas? Me tenías preocupada - exclamó la señora Lozano al momento que entraba en la sala y veía a Lourdes aproximándose a su padre.

    La mamá de Lourdes era una señora muy cariñosa, de aspecto dulce y amable, muy parecida a su hija; sin embargo, su rostro estaba lleno de arrugas y su cabello comenzaba a teñirse en color blanco. Era la clásica mujer tradicionalista que consideraba que su marido era el jefe de la casa y su palabra era inquebrantable, feliz sintiéndose cumplidora en su papel de esposa y madre, pero sumisa a las órdenes de su esposo.

    - Lo siento, mamá - se disculpó Lourdes una vez más, y en esta ocasión ya no pudo contenerse y sus ojos se rasgaron.

    - Mi amor, ¿pero qué te pasa? - la señora Lozano se acercó de forma comprensiva a su hija, y con sus manos le sujeto la cabeza con la ternura que solo puede existir entre madre e hija.

    Ambas se vieron a los ojos por unos instantes y Lourdes pudo apreciar las arrugas que sobresalían a los lados de los ojos de su madre, luego alzó la vista y vio su cabello que comenzaba a emblanquecerse con los años; años que le había dedicado a ella y a su educación, años que ahora ella pagaría provocándoles un gran dolor; pero tenía que hacerlo, tenía que decírselos, por que ya no podía sostener más esa angustia y ese sufrimiento en su interior, porque si no lo hacía las cosas podrían agravarse con el tiempo; en pocas palabras tenía que ser sincera como ella, su madre, le había enseñado.

    - Tengo algo que decirles - se animó Lourdes a hablar, retirándose de su madre para mirar a su padre que parecía un poco más tranquilo con la presencia de su esposa, leyendo algunos papeles referentes a su trabajo.

    La señora Lozano se sentó junto a su esposo y Lourdes se hinco frente a ellos dispuesta a cumplir con su obligación.

    - Sé que ustedes me han dicho que hay cosas que no se deben hacer y yo… - pasó saliva con dificultad -, siempre… he tratado… he luchado… y les fallé - agachó la cabeza un tanto triste buscando conseguir valor para seguir adelante.

    Los padres de Lourdes se quedaron callados, observándola fijamente y buscando adivinar que era lo que Lourdes estaba por confesarles.

    - Hoy fui al hospital y me dijeron que estoy esperando un hijo… - levantó la vista con los ojos llenos de lágrimas, tratando de obtener algún tipo de compasión y comprensión.

    - ¡No puedo creerlo! - explotó el señor Lozano con coraje y molestia, después de haber intentado asimilar las palabras de su hija, la mujer mas buena del mundo, incapaz de desobedecer a su padres y mucho menos de cometer un pecado tan grande como el que en ese momento le confesaba. Se puso de pie de un salto y observó a su hija con una cara de desprecio que Lourdes jamás había visto y que la asustaba más que el rostro de Fernando.

    - ¡Papá, lo siento! - exclamó Lourdes con desesperación.

    - ¿Mi hija una cualquiera? - continuó el señor Lozano con su voz ronca, fuerte y dura, al momento que con su mirada la despreciaba -. Nos esforzamos en darte lo mejor, te educamos en las mejores escuelas, te enseñamos lo que está bien y lo que está mal, estábamos orgullosos de tener una hija como tú, ¿y de esta manera nos pagas?

    - Papá, sé que hice mal pero… - trató desesperadamente de calmar la ira de su padre arrojándose a sus piernas y abrazándolas con todas sus fuerzas.

    - ¡No me vuelvas a llamar papá! ¡Y no te quiero volver a ver en esta casa! - exclamó el señor, y tomándola por el brazo con la fuerza de la adrenalina que recorría sus venas la levantó del suelo -. ¡Ya no eres mi hija! ¡Te crees una mujer porque ya eres mayor de edad! ¡ Vete ahora mismo de esta casa y vive la vida que has elegido!

    - ¡Papá, perdóname! - suplicó -, ¡Mamá! - volteó la mirada hacia su madre que yacía inmutable en el lugar que había tomado en el sofá, como una simple espectadora que observa una obra de teatro, que llora con ella, pero que no participa en la acción sino que guarda sus pensamientos en su interior.

    - ¡Te enseñamos como debía ser una mujer digna y ve el caso que nos has hecho! - arrastró a su hija por el suelo hasta la puerta de la entrada -. Ya no eres mi hija, porque mi hija no puede ser una ramera. ¡Lárgate! ¡No te quiero volver a ver en mi vida! - la echó fuera de su casa y cerró la puerta.

    Lourdes se quedó llorando amargamente frente a la puerta de la entrada, desahogando en lágrimas el sufrimiento de ese día, y preguntándose si su pecado había sido tan grande para ser castigada de aquella manera. Estaba embarazada, su novio la había engañado, sus padres ya no la querían, y por si fuera poco estaba muriendo de una enfermedad de la cual ni siquiera había podido hablar con ellos; no le habían permitido decírselos, estaba sola, completamente sola; y aunque deseaba escuchar un te quiero de alguien, no había una sola persona que se lo dijera.

    En el interior de la casa el señor Lozano caminó como una roca, atravesando la sala, frente a su esposa, para luego desaparecer por una de las habitaciones. Sus pensamientos luchaban por bloquear el recuerdo de la hija que una vez fue su mayor orgullo.

    La señora Lozano caminó lentamente hasta una de las ventanas y alcanzó a observar como su hija se levantaba del suelo y con las manos se limpiaba las lágrimas. Sintió el deseo de salir y abrazarla, de decirle que la quería mucho, pero tuvo miedo de enfrentar a su marido; era la primera vez que lo que su madre le había enseñado le producía un choque emocional, ¿su esposo o su hija?; el miedo ante semejantes pensamientos la invadió y decidió que no enfrentaría a su marido así que sólo la observó, guardándose todo el dolor y sufrimiento que aquella escena le producía.

    Lourdes por su parte se puso de pie y trató de controlarse guardando la poca serenidad que le quedaba, su consuelo era pensar que estaba pagando su culpa y que no tendría que pagar por ella a la hora de su muerte. Dio una última mirada a su casa y luego se retiró perdiéndose en la oscuridad de la calle. Si tan solo hubiera visto a su madre observándola por la ventana otra cosa hubiera sido, no se habría ido sintiéndose tan sola y abandonada, pero no había sido así y la soledad y la tristeza se habían hecho sus compañeras. Pero por otro lado, un sentimiento de valor que le daba energías comenzó a surgir en su interior, su hijo; debía sobrevivir por su hijo, esa sería toda su ilusión y sus fuerzas para un futuro que no parecía que sería muy prolongado.

    CAPITULO II

    Ricardo manejaba a gran velocidad, iba molesto porque se había retrazado para la fiesta que algunos de sus mejores amigos de la Universidad habían organizado. Le había costado mucho trabajo conseguir el permiso de sus padres y ello lo había demorado. Era un buen chico, bien parecido, de cabello castaño y ojos cafés, con cuerpo de atleta sin ser muy alto y verse pesado; estudiaba administración de empresas y se desenvolvía muy bien en la materia ya que era muy dedicado y responsable. Estaba molesto porque esa sería, quizás, una de sus últimas fiestas, ya que pronto ingresaría a alguna empresa y cada uno de sus amigos tomaría su propio camino, dificultándoles el que se volvieran a reunir.

    Giró el volante a la derecha y entró en una calle amplia, aunque poco transitada por ser ya un poco noche; aceleró un poco más y, sumergido en sus pensamientos, no se percató de la velocidad a la que conducía. A la distancia distinguió algo de tráfico y decidió que no seguiría por el mismo camino, buscaría evitar los semáforos entrando por una calle secundaría. Sin disminuir la velocidad más de lo necesario para evitar voltearse, giró nuevamente hacia su derecha para entrar en una calle oscura y angosta; a la siguiente cuadra hizo lo mismo girando sobre su mano izquierda y de pronto, como un fantasma, apareció la silueta de una muchacha que atravesaba la calle con cierta lentitud y al parecer algo distraída. Ricardo trató de reaccionar y oprimió el freno hasta el fondo aferrándose al volante. La joven volteó hacia las luces y levantando la mano se tapó el rostro como si con ello fuera a salvar su vida.

    Lourdes sintió un golpe violento apenas arriba de su cintura y la defensa del automóvil golpeó sus piernas obligándola a subir al cofre, y entonces perdió el sentido.

    Ricardo pudo ver en cámara lenta el cuerpo de la muchacha que estrelló el parabrisas, entonces sintió su cuerpo sumirse en el asiento mientras la chica rodaba sobre el cofre alejándose de él para perderse de vista. Por unos instantes no hubo ningún movimiento, Ricardo parecía no entender lo que había pasado, miraba hacia el frente como si todo hubiese sido una alucinación, entonces se percató del parabrisas estrellado que le hizo reaccionar. Desesperado, diciéndose en su interior que lo que pasaba por su mente no había sucedido, ansioso por no encontrar huellas de la joven, se quitó el cinturón y salió del auto.

    Las luces iluminaban el cuerpo inerte de la muchacha que yacía en el suelo sin sentido. Ricardo sintió que las fuerzas se le iban, por su mente pasaron un sin número de ideas entre las que estaba huir de allí; tenía que recuperar el aliento, meditar y entender lo que estaba pasando. Un charco de sangre que mojaba el cuerpo de la chica hizo que su interior se estremeciera, la idea de que le había matado le hizo sudar frío. - ¡Una ambulancia! ¡Una ambulancia! - gritó Ricardo desesperado, dudando en acercarse o mantenerse a distancia -, ¡Alguien que me ayude, una ambulancia! - se llevó las manos a la cabeza recriminándose por no haber puesto toda su atención en el camino, por haberse dejado llevar por sus pensamientos que no le habían permitido ver la velocidad a la que iba y que sin duda le habían ofuscado su atención para reaccionar con mayor rapidez, y quizás hasta evitar el accidente.

    Una señora, vecina de la zona, salió de su casa al escuchar los gritos; no veía claramente a la joven, pero podía ver el bulto delante del carro y a Ricardo con las manos en la cabeza casi en choque, no dudo en regresar a su casa y llamar a la ambulancia.

    Ricardo tomó aire y cerrando los ojos por unos instantes sintió tener un poco de claridad; se dio cuenta de que tenía que ver el estado de la joven, quizás, si aún estaba viva y necesitaba ayuda, él era el único que podría brindársela. Se acercó vacilante y se hincó frente a ella; su abdomen no se movía lo que indicaba que ya no había respiración, entonces tomó su mano y apretándole la muñeca se percató que aún había algo de pulso, muy leve y apenas perceptible, pero había pulso, lo que le decía que aún estaba viva, y un sentimiento de alivio le hizo resoplar. Trató entonces de mantener la calma mientras buscaba en su memoria los cursos básicos de primeros auxilios, no se veía claramente donde estaba la hemorragia, ya que todo su cuerpo tenía sangre, pero lo que si era un hecho es que tenía que hacerla respirar, así que con mucho cuidado la colocó boca arriba sobre el pavimento y poniendo sus manos sobre el pecho de la joven comenzó a presionar mientras contaba: mil uno, mil dos, mil tres, etc., y luego se desprendía del pecho de la chica, con su mano izquierda le tapaba la nariz y con la mano derecha le levantaba el cuello, mientras con su boca resoplaba un par de veces a la boca de la chica para luego regresar hacia el pecho.

    Sin darse cuenta, alrededor de Ricardo comenzaron a aglutinarse un grupo de vecinos y personas que pasaba por allí. La gente podía ver la desesperación con la que Ricardo buscaba reanimar a su víctima, que conforme pasaba el tiempo se convertía en una ansiedad por recibir algún signo positivo de ella.

    Uno de los vecinos se percató de que le gente estaba casi sobre los dos muchachos así que se interpuso y buscó alejarlos un poco de manera que le dieran espacio.

    En su interior Ricardo sólo pensaba en la joven que estaba en sus brazos y le pedía a Dios que no se la llevara; el miedo a sufrir las consecuencias de su descuido no era lo que le hacía temblar, sino el remordimiento de que la joven perdiera la vida por su culpa.

    - ¡Ya viene la ambulancia! - gritó la vecina que les había llamado.

    Ricardo escuchó el grito, pero no dejó de seguir tratando de reanimar a Lourdes. Una y otra vez masajeó su corazón, y una y otra vez le proporcionó oxígeno.

    La ambulancia se detuvo detrás del carro de Ricardo y los paramédicos descendieron a toda velocidad en dirección de la herida, justo a tiempo para escucharla toser y verla jalar aire.

    Ricardo agachó la cabeza como desfallecido por el esfuerzo, pero a la vez dando gracias en su interior a Dios de que la joven había dado señales de vida, entonces sintió la mano de uno de los paramédicos que lo sujeto, levantó la vista y vio a una joven con la ropa de la Cruz Roja que se acercaba a la chica herida y comenzaba a revisarla.

    - ¡Buen trabajo! - escuchó la voz del paramédico a su espalda -, buen trabajo - y ayudó a Ricardo a ponerse de pie.

    Ricardo se dio cuenta de que ahora debía dejar trabajar a los expertos y dócilmente, pero sin dejar de mirar a la chica que había lesionado, se retiró.

    Bajo la mirada de Ricardo, la joven de la Cruz Roja asintió con la cabeza a otro de sus compañeros que se acercó para ayudarla, indicándole que la señorita estaba viva; y éste le colocó un collarín para inmovilizarle el cuello, evitando cualquier movimiento brusco y doloroso que pudiera afectarle a la columna, por cualquier riesgo de fractura o lesión que se pudiera agravar.

    El paramédico que había puesto su brazo sobre el hombro de Ricardo le obligó a retroceder un poco más, ya que llevaba consigo una camilla, la colocó en el suelo y se aproximó a sus compañeros.

    - El pulso está bajo pero creo que podremos controlarlo en la ambulancia - dijo la paramédico.

    - Tiene fracturas en ambas piernas y sin duda se fracturó algunas costillas y el esternón - continuó el segundo paramédico -, no puedo determinar que tan grave es el daño interno así que habrá que sujetarla muy bien a la camilla.

    La paramédico asintió con la cabeza y se colocó cerca de los pies de la muchacha mientras que el paramédico que había llevado la camilla tomó su lugar junto a la cabeza.

    - Uno, dos y tres - contó la paramédico y al mismo tiempo los tres paramédicos levantaron el cuerpo de la joven hasta colocarla sobre la camilla.

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