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Póker Kingdom. Pandemónium: Póker Kingdom, #2
Póker Kingdom. Pandemónium: Póker Kingdom, #2
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Libro electrónico251 páginas3 horas

Póker Kingdom. Pandemónium: Póker Kingdom, #2

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¿Serán capades los Guardianes de salvar el reino de Póker? Esta aventura de fantasía épica continúa...

Oscura. Frenética. Potente.

Los Guardianes no pueden seguir huyendo de su destino. Con la Reina Judithy los Elementos desaparecidos, es hora de que den un paso adelante y encuentren la forma de salvar a Póker de la destrucción. ¿Estarán preparados para las misteriosas fuerzas y los secretos que están a punto de desatarse? 

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˃˃˃ "Póker Kingdom" es una historia de fantasía épica que te llevará a través de un viaje único y emocionante.

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IdiomaEspañol
EditorialV. Cervilla
Fecha de lanzamiento18 nov 2017
ISBN9781386336266
Póker Kingdom. Pandemónium: Póker Kingdom, #2

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    Póker Kingdom. Pandemónium - V. Cervilla

    PARTE I

    LA ISLA DEL TIEMPO

    I

    Había un eco profundo que no dejaba de recordarle a Atenea que ella no era la reina de Póker, pero eso no impedía que la reclamaran. Estaba de pie, inmóvil, abrumada por las decenas de personas que se acercaban hacia ella en busca de consejo. Campesinos hambrientos con la piel arrugada que tomaban de la mano a sus hijos sucios y con la mirada perdida, seguramente soñando con un trozo de pan; comerciantes magullados, con cortes y moratones, que se habían enzarzado en una pelea por la últimas monedas que quedaban; guerreros jóvenes y experimentados que no habían conseguido detener el caos y que también empezaban a considerar las ratas que pululaban por las decadentes calles del reino como la única opción para paliar su apetito.

    Atenea despertó sobresaltada en un charco de sudor por enésima vez. Permaneció desorientada por un momento y luego se percató de que estaba en la sala de armas, en el montón de mantas que había puesto allí ella misma; su santuario alejado de todo; el único lugar donde se sentía a salvo de las acusaciones de su subconsciente, del tienes que y el debes. Solo al cerrar aquellas puertas de hierro conseguía acallarlas, aunque esta vez parecía que se habían colado por alguna rendija y habían tomado por completo su mente. Sin estar todavía despierta del todo, se frotó la cara en un intento de desprenderse del sueño. El ruido metálico de las puertas abriéndose la devolvió a la realidad por completo en un instante. Miró hacia el visitante, la única persona que sabía de su santuario, intentando disimular su fastidio.

    —Ya están aquí —le informó Hogier con su habitual gesto serio.

    Atenea tragó saliva y asintió con la cabeza, confirmando que había recibido el mensaje. Llevaba pensando en ese momento desde que Hogier y David acordaron aquel encuentro. En el fondo sabía que iba a llegar tarde o temprano. Era hora de salir de su escondite y enfrentarse con su deber impuesto. Con o sin elemento, seguía siendo la Guardiana de Fuego y la líder del ejército de Picas. No podía quedarse quieta presa del miedo, sentimiento que no estaba permitido a un soldado, menos aún al que debía ir a la cabeza de las tropas. Esos pensamientos la consumían mientras se dirigía al Gran Salón donde iba a tener lugar el encuentro.

    Empujó las puertas del Gran Salón con menos decisión que lo hizo aquel día en que David la reclamó para dejar caer la noticia de que los desterrados habían escapado. ¿Era posible que ahora estuviera más asustada que en los segundos antes de salir a luchar en la batalla? Sacudió la cabeza intentando prepararse para lo que venía. El ruido de las bisagras alertó a los presentes que volvieron sus cabezas simultáneamente.

    —Estamos todos —confirmó David mientras permitía a Atenea algunos segundos para que tomara asiento en la mesa ovalada que presidía la sala—. Asumo que todos sabemos por qué estamos aquí. El Consejo nos urge a encontrar a la reina y recuperar los elementos.

    —Con el debido respeto, David. ¿No es eso para lo que se adiestra el ejército? —preguntó prudente Julius, el Guardián de Aire.

    —El ejército está a la disposición del reino, pero no podemos permitirnos dejar el reino desprotegido, y los altercados internos requieren de sus servicios. Es por eso que os hemos convocado. Necesitamos vuestra ayuda una vez más.

    —Más allá del porqué, creo que lo que todos nos estamos preguntando es cómo —añadió comedida Argine, la Guardiana de Agua, con pocos resquicios ya de inocencia, lo cual fue un alivio para Atenea, considerando por lo que la campesina había pasado.

    —Los Guardianes tienen un sexto sentido, llamémoslo intuición, que los atrae hacia su elemento —explicó Hogier, carraspeando para aclarar su garganta.

    —¿Qué hay de los que no somos Guardianes? —dijo de repente una inquieta Raquel, jugando con sus dedos y de vez en cuando entrelazando un mechón de su cabello castaño.

    —¿Nadie se lo ha explicado? —preguntó sorprendido David a Atenea y Hogier, mirando a un lado y a otro como un padre que da una reprimenda a sus hijos.

    —Una pareja de Guardianes protegerá cada elemento —añadió Alexander con su habitual tímido tono de voz, mirando de reojo a Argine.

    —En efecto —interrumpió Hogier—. La protección de los elementos fue asignada a una pareja de Guardianes. Los dioses designan a uno de ellos por nacimiento y es este quien elige a su compañero a lo largo de su vida. Alexander, tú debes proteger el elemento Agua junto a Argine. Raquel, tú compartirás el deber de Julius para con el elemento Aire, y David se unió a Atenea en la protección del elemento Fuego hace ya tiempo. Todos vosotros habéis sido elegidos por los Guardianes respectivos.

    —Pero, ¿cómo?

    Hogier miró a Raquel con una sonrisa gentil y dejó escapar una leve risita que desapareció antes de que volviera a tomar la palabra:

    —Ya me habían hablado de tu curiosidad, Raquel. Siempre interesada en todo; mostrando tu bondad cada vez que preguntas a los granjeros si hay algo más que puedas hace por ellos. Espero que no pierdas esa esencia —Después Hogier miró a cada uno de ellos y añadió—: Espero que ninguno la perdáis.

    —Simplemente pasa —interrumpió de repente Atenea al viejo guerrero, dejando al resto silenciados ante la sorpresa de oír por primera vez en tanto tiempo la voz de la guerrera—. No es algo que podáis controlar. Los dioses querían evitar que los Guardianes fueran torturados y forzados a nombrar como Guardián a cualquiera, así que decidieron que sucedería de manera espontánea cuando hubiera un vínculo especial.

    —Un vínculo especial... ¿a qué te refieres? —preguntó Raquel de nuevo, arqueando una ceja.

    —No hay un criterio específico —respondió David, lanzando una mirada de soslayo a Atenea—. No tiene porqué ser un vínculo romántico, si es eso lo que quieres decir.

    —De todas formas, por lo que a mí respecta el único elegido hasta ahora ha sido Alexander. Solo él ha mostrado tener algún tipo de poder relacionado con su elemento. El resto compartís nuestro secreto, nada más. Por ahora —dijo Atenea, helando el aire con cada palabra y haciendo la distancia entre ella y el mundo aún más grande.

    —Un momento —dijo Julius a la sala; luego se dirigió a Atenea—: Antes de nada, gracias por la aclaración —Guiñó un ojo a Raquel—. Supongamos que decidimos ir a buscar a la reina, sigue faltando un Guardián, lo que quiere decir que ninguno de nosotros tiene la capacidad de rastrear ese elemento.

    —Es por eso que debemos encontrar a la reina cuanto antes. Ella es la única que puede traer el cuarto elemento de vuelta. Mientras cada elemento no repose en su lugar sagrado, el caos se extenderá por el reino hasta que contagie a los reinos adyacentes. El orden natural está en peligro —continuó Hogier, agravando su tono serio.

    —Mi padre fue asesinado para protegerme a mi y a mi secreto. Contad conmigo, mi señor —dijo Argine con una firmeza que resplandecía entre su habitual delicadeza y cierto temblor en la voz al mencionar a su padre.

    —Hogier, llámame Hogier —tosió el guerrero algo molesto.

    —Y conmigo —añadió Alexander, con un gesto de la cabeza hacia Hogier y David y acariciando tímidamente bajo la mesa la mano de Argine, áspera a causa del trabajo.

    David observaba a Raquel y a Julius expectante, mientras estos se miraban con la presión de apoyar la causa e ir en busca de la reina. Era obvio que no había otra alternativa que aceptar la proposición de los líderes del ejército, ni más ni menos, así que Raquel asintió con la cabeza, dando permiso a su compañero de hablar en su nombre. Julius pensó un momento y finalmente dijo:

    —Busquemos a la reina.

    —El reino os lo agradece —dijo David tras un suspiro de alivio—. Es una misión arriesgada, pero os entrenaremos —explicó David solemne.

    —Hay una cosa más —interrumpió Atenea—. Debemos presentarnos ante el Consejo. Todos —Miró a David en un intento de compartir sus miedos con él para que pesaran menos.

    —La reunión con el Consejo no es hasta mañana, así que será mejor que aprovechéis para descansar y tomar aliento porque no tenemos tiempo que perder. Uno de los guerreros os acompañará a vuestros aposentos para lo que queda de noche.

    Hogier dio así por terminada la reunión y se levantó de un salto para abrir las puertas, anunciando a los guerreros que el primer paso se había dado. Atenea seguía ausente en sus pensamientos. Aquel alivio que sintió cuando Judith liberó a los elementos había dado paso a otro miedo, uno que no había sentido hasta entonces: el de enfrentarse por primera vez con el Consejo. Fueron muchas las veces que le advirtieron que su comportamiento rebelde y su manía de cuestionarlo todo la llevarían ante los ancianos de Corazones tarde o temprano, pero nunca sucedió, y ahora estaba a punto de ocurrir, esta vez sin siquiera ser la responsable.

    El Consejo está demasiado ocupado ideando nuevas normas para tenernos a todos controlados como para ocuparse de una simple guerrera, le había respondido a Hogier cuando este le advirtió hacía unos días. Sin embargo, el día había llegado y pronto estaría frente a los que no intercedieron para que sus adorados dioses perdonaran el castigo a su madre. No sabía si estaba más asustada de que ahora fuera ella la que recibiera uno de sus castigos o de su posible reacción si el resentimiento y la rabia se apoderaban de ella.

    Caminaba en un trance, como transportada, cuando casi sin darse cuenta llegó al lugar perfecto para deshacerse de su furia. Era el mismo campo de tiro en el que su madre le enseñó a tensar el arco por primera vez. La mayoría de las personas tiene un lugar secreto al que se escapan para pensar, pero el de Atenea era todo lo contrario. En aquella extensión de terreno salpicada por árboles que hacían de diana era el único sitio donde podía acallar las voces de sus entrañas. Solo tenía que poner su foco en la punta de la flecha, la tensión de la cuerda, los dedos de una mano sujetando un extremo y los de la otra apuntando en la dirección deseada, y sus ojos fijos en el blanco, hasta que encontraba aquella milésima de segundo donde todo se alineaba y decidía soltar la flecha para que esta se clavara justo donde ella pretendía. ¡Zas! Una flecha detrás de otra como si estuviera en medio de una batalla a vida o muerte, sin tiempo a pensar, solo de coger la flecha y disparar. ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas!

    —Vamos a necesitar esa puntería —dijo de repente David, apareciendo en uno de los puestos de tiro.

    —¿Nadie te ha dicho que es peligroso sobresaltar a un guerrero con un arco en la mano? —Atenea se giró hacia David y disparó la flecha, que se clavó en el poste de madera a la altura de la cabeza de este.

    —¿A qué ha venido eso? —David levantó una ceja, aunque el resto de su cuerpo ni se inmutó.

    —No lo sé. Me dejé llevar, supongo —respondió Atenea, encogiéndose de hombros sin esforzarse en dar una respuesta convincente.

    David arrancó la flecha de la madera y se acercó a la joven sin un ápice de enfado.

    —Nos pedirán responsabilidades a todos por la desaparición de la reina y de los elementos. Esto no va a caer sobre ti.

    —Ellos saben quién soy. Atenea, la hija prohibida de una Guardiana—dijo imitando a uno de los ancianos—. Me tienen vigilada desde que nací, siguiendo cada paso que doy, esperando el momento en el que haga un movimiento en falso, y ya he hecho muchos. Era mi responsabilidad mantener a los Guardianes, a todo el reino, a salvo.

    —Nuestra —David corrigió en vano.

    —Maté al rey de Corazones. Estoy segura de que esa información ya ha llegado hasta ellos.

    —Para salvarme a mí —David extendió el brazo y la sujetó del hombro, obligándola a dirigir sus ojos hacia él—. Tienes que dejar de cargar con esto sola, Atenea.

    —¿Cómo lo haces? —Atenea miró fijamente a David con una curiosidad sincera—. ¿Cómo te mantienes tan incondicionalmente de mi lado? A veces pienso que eres el hombre más leal que he conocido y otras, el más ingenuo —La guerrera esbozó una leve sonrisa.

    David le correspondió con otra sonrisa y encogió sus anchos hombros.

    —Una parte de la respuesta a esa pregunta ya la conoces —dijo él—. El resto te lo contaré algún día, cuando todo esto haya acabado.

    —¿A qué te refieres?

    Una gota atrevida cayó sobre su frente y la obligó a mirar al cielo, que se había oscurecido. Sin darles oportunidad de ponerse a cubierto, una lluvia fuerte los sorprendió, empapándolos en cuestión de segundos, dejando aquella pregunta huérfana resonando entre el eco de los truenos.

    La reunión con el Consejo se aproximaba demasiado rápido para todos. Atenea no era la única que temía su ira. Los demás Guardianes no dejaban de ensayar la reunión con los ancianos en sus cabezas una y otra vez, aunque era complicado para la imaginación puesto que ninguno los había visto jamás, ni siquiera sabían dónde tendría lugar el infame encuentro. Tras ver sus aposentos y dejarles una hora para que asimilaran todo, los Guardianes se juntaron en el comedor donde David y Atenea, como anfitriones, ofrecieron una cena modesta a sus invitados antes de enviarlos a descansar. El menú consistía en las pocas provisiones que quedaban de carne y pescado salado, las cuales habían sido almacenadas por los guerreros con la intención de estar preparados para una posible batalla. En las pocas semanas desde que los elementos fueron liberados, la naturaleza se había vuelto impredecible. En el cielo se intercalaban horas de sol con lluvias torrenciales y sequía con lo que tenían la esperanza de que las tierras que habían vuelto a ser plantadas y labradas desde la pérdida de las cosechas volvieran a dar frutos, aunque  nadie sabía qué pasaría con un tiempo tan errático.

    —¿Hay algo que debamos saber antes de presentarnos ante el Consejo? —preguntó Julius mientras el resto comenzaba la cena. Sus tensos músculos contradecían la manera casual en que se sentaba a la mesa. Una vez la pregunta había salido de su boca, obtuvo la atención de todos y la sala se quedó en silencio, esperando una respuesta.

    David miró a Hogier y este se encogió de hombros.

    —Estoy seguro de que sabréis qué responder si estáis al tanto de las actuaciones del Consejo en el pasado —respondió el viejo guerrero.

    —Simplemente sé respetuoso —dijo David, ligeramente nervioso.

    —¿Qué hay del rey? —inquirió de repente Raquel, y la pregunta resonó en el aún silencioso salón.

    Atenea bajó los ojos nerviosa hacia su cuenco.

    —¿El rey? —repitió David en un intento de ganar tiempo para elaborar una respuesta convincente.

    —El rey está muerto —dijo Atenea y dio un sorbo a su caldo y se levantó de la mesa, abandonando la estancia.

    Siempre había cargado con la muerte de sus padres sobre sus hombros y ahora se había sumado también la de Magnus. Dio la bienvenida a la soledad como a una bendición, sentada contra el muro de piedra de uno de los pasillos de la Fortaleza, iluminada solo por la luz de las antorchas. No podía dejar de pensar en Magnus, en aquel niño de Corazones que se acercó a ella por primera vez en la Torre de Tierra el día en que su madre la presentó ante la anterior reina cuando también Atenea era una solo una niña, en las noches vagando por aquel pasadizo secreto para verse unos minutos, en las promesas de futuro. ¿Cómo hemos llegado a esto?, se preguntó en un susurro con la voz empapada con las lágrimas que no dejaba salir. La traición del rey había reabierto viejas heridas en un ya de por sí lastimado corazón y, sin embargo, aún no podía creer que había sido ella la que empuñara la espada que acabara con su vida. Pensó en atravesar el pasadizo en busca de respuestas.

    —Supuse que estarías aquí  —la sorprendió Hogier, sentándose a su lado con aquella expresión dura en su rostro que luchaba por pretender ser una roca.

    —Espero que no hayas venido a decirme que deje de pensar en...

    —Oh no —Sonrió levemente—. Aprendí esa lección hace tiempo. Eres igual de terca que tu padre.

    —¿Qué habría hecho él, Hogier? Magnus era un traidor y probablemente merecía lo que le pasó, pero...

    —Pero tuviste que hacerlo tú —Hizo una pausa—. ¿Sabes? La gente piensa que los guerreros no tenemos remordimientos, que actuamos a sangre fría y no nos importa nada, que somos inmunes al dolor y al sufrimiento de nuestros enemigos. Pero no nos entrenan para matar sino para proteger. Eso fue lo que hiciste tú: protegiste a quien lo necesitaba en ese momento. Toda acción tiene sus consecuencias, incluso las de un rey.

    —Espero que el Consejo...

    —El Consejo —interrumpió— nunca fue una preocupación para Atenea —Lanzó una mirada paternal y le puso la mano en el hombro.

    —¿Es orgullo lo que veo en tus ojos? Vaya, debe ser así cómo le afecta a uno la vejez —bromeó la guerrera, haciendo que la expresión de Hogier volviera a su tónica seria habitual, y se levantó haciendo un ademán para marcharse.

    —Vete a dormir de una vez —dijo, forzando un tono firme—. Sé muy bien las ideas que se cruzan por tu cabeza, pero vigilaré la entrada al pasadizo toda la noche si es necesario. No habrá misiones de rescate en solitario ni quiero ver cómo te martirizas.

    Cuando abrió los ojos al día siguiente parecía que solo había pestañeado. El alba anunciaba el momento de ponerse en marcha hacia el dominio de Corazones. Atenea se unió al resto de guardianes que esperaban con una mezcla de impaciencia y expectación en el Gran Salón. Tras unos minutos en los que ninguno fue capaz de pronunciar una palabra, apareció Hogier, sereno, pero firme, entrecerrando sus ojos rasgados hasta casi convertirlos en una línea.

    —A partir de ahora conoceréis información que ha sido mantenida

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