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Cielo de pilotos derribados: Cielo de Pilotos
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Cielo de pilotos derribados: Cielo de Pilotos
Libro electrónico367 páginas5 horas

Cielo de pilotos derribados: Cielo de Pilotos

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“Dios es un hijo de puta.Yadira recostó la mejilla sobre la almohada, mirando a la pared, escondiéndose de Osvaldo, que la contemplaba silenciosamente escandalizado. Nunca la había escuchado pronunciar palabras gruesas, y menos en contra del Altísimo. Ella, tan cercana a los asuntos de la Iglesia por su familia política, parecía hab
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9786078709328
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    Cielo de pilotos derribados - Luciano Campos Garza

    1

    –Dios es un hijo de puta.

    Yadira recostó la mejilla sobre la almohada, mirando a la pared, escondiéndose de Osvaldo, que la contemplaba silenciosamente escandalizado. Nunca la había escuchado pronunciar palabras gruesas, y menos en contra del Altísimo. Ella, tan cercana a los asuntos de la Iglesia por su familia política, parecía haber llegado al límite de la paciencia y de su amor hacia Dios. Pero el pecado mortal en el que incurría ya no era importante. Ya no. La desesperación, la conciencia clara de que su destino era irremediable, desplazaba ya cualquier optimismo. Había cambiado el raciocinio por el resentimiento porque la ignoró cruelmente el Dios cerdo, al que había rogado por ayuda no sólo en esos meses dolorosos, sino siempre. Osvaldo sospechaba que Yadira estaba enferma de ella misma, con pesares derivados en dolencias del cuerpo, que luego, somatizados, se le hicieron males crónicos de los que ya no pudo escapar. Yadira gimió débilmente, moviéndose para encararlo. Extrañamente, de sus párpados no brotaron lágrimas. Lloraba en seco. Osvaldo supo que ya no soportaba la carga de la vida. Encerrada en ese cuarto mal ventilado y apestoso a orines, ya no sabía qué hacer ni a quién recurrir. Rómulo casi nunca estaba, obligado a llevar una vida de fugitivo. Pero su presencia era inútil porque no la comprendía ni hacía el esfuerzo por interiorizarse en su dolor. A veces se aparecía por la tarde, alerta, como conejo asustado, pensando que estaría escondido a la vuelta de la esquina algún policía para detenerlo y llevarlo a prisión. Estaba algunas horas y se daba tiempo para concederle un beso en la frente. Le preparaba una palangana con agua fresca para untarle un paño húmedo en el cuello y los sobacos. Era la forma que tenía de acariciarla, hacerle sentir un respaldo que no bastaba nunca. Ella lo necesitaba espiritualmente, requería con urgencia que le diera un consuelo que no llegaba. Tirada en el camastro, asfixiada por el pesado jergón, hubiera querido besos de Rómulo, que le demostrara algo de cercanía, que le acariciara los pechos, aunque fuera torpemente como siempre lo hacía. Deseaba sentirlo sobre ella, que la acosara con sus besos fríos de lengua rígida, que le hiciera el amor aunque no sintiera ningún anhelo de intimidad. Quería algo de él, pero ya no la tocaba, y aunque le decía ocasionalmente te amo y mi amor, las palabras sonaban huecas.

    Osvaldo la observó con piedad y arrepentimiento. Yadira vivía subyugada a las peores causas. Durante años sintió pena por ella, porque se sometía a cualquier orden. Por escasa autoestima, carecía de defensas espirituales. Sabía que su amiga difícilmente objetaba peticiones y él se había aprovechado de sus debilidades. Por más que se repitiera que ella lo había invitado, era de él quien tuvo la posibilidad de rechazarla. Pero no lo hizo. Se reacomodó en la silla, sintiendo la humedad que se le acumulaba en las axilas. Cada vez que acudía a su casa sentía el mismo pesar porque la había embaucado, aunque los encuentros fueron en acuerdo. Tenía que reconocer, por decencia personal, que la sedó con una charla suave, dejando caer insinuaciones para que accediera, para que ella se animara a dar el siguiente paso. Ni siquiera sentía atracción hacia ella. La buscó por maldad y la sedujo mezquinamente, sin saber para qué. Pero lo hizo y estaba arrepentido. Entendió hasta ese momento, viéndola con el corazón desmadejado, que todos los hechos importantes que pasan en la vida requieren una segunda lectura para ser entendidos. Cuando pasan, es posible que se gocen o se sufran, pero no se entienden a cabalidad hasta que la distancia en días permite que el recuerdo se enfríe. Hay que hacer un gran rodeo para llegar al mismo punto y ver la luz. Lo que más lamentaba era saber que, si bien había avanzado en madurez, el aprendizaje había dejado damnificados inocentes. Cada segunda, tercera o cuarta mirada le confirmaría que se había comportado como un canalla. ¿Qué haría Rómulo si supiera lo que hizo con su esposa? Apreciaba a Rómulo, pero no tanto. Y por Yadira sentía, por igual, amistad y pena. A veces le fastidiaba esa vocación para quejarse que la vida le había impuesto, haciéndola expresar a diario pesares, percances, accidentes, casualidades que le hacían ver su mala suerte. Pero, por hoy, estaba ahí para ayudarla. A ella ya no le quedaba nadie en el mundo. La soledad helada y la enfermedad que la consumía le habían azolvado las ganas de seguir viva. Y luego tenía que decirle la noticia que faltaba y que terminaría por arruinarle el ánimo. Pero no podía.

    –No hables así, Yadi. Todo es designio de Dios. Te digo, pon tu vida en sus manos –buscó consolarla Osvaldo, quien siempre que hablaba de cuestiones religiosas se juzgaba un farsante, porque descreía de todas las supercherías de la Iglesia y sus liturgias.

    –Dios se ha portado bien culero conmigo –Yadira hablaba viendo el techo–. ¿Dónde está su bondad? ¿Qué le he hecho yo? Ya estoy cansada de esconderme, Osvaldo. Ya no sé qué hacer. Tengo ganas de salir corriendo, irme, irme, irme y no voltear hacia atrás. ¿Por qué Dios, nuestro señor, trata así a Rómulo? A veces dialogo conmigo misma y me quiero decir mentiras, convencerme de que fui una gran persona…

    –Dios te quiere…

    –Cómo pudo arrebatarme lo que más amaba, mi mayor anhelo en la vida.

    Callaron por un instante denso. Yadira se repitió que Rómulo era el único culpable de todo lo que les pasaba. Songo maldito. Jamás hubiera supuesto las indecencias en las que incurrió buscando quién sabe qué placeres que en casa no había encontrado. Dios no tuvo nada que ver con las decisiones que tomó su marido. Reconoció que era injusto que maldijera al Altísimo, que lo puteara, dirigiéndose a él como se le habla a un barbaján. Pero la apostasía era balsámica, pues la vida la desairó de todo lo bello que le hubiera podido ofrecer. Era tozuda su tristeza, que se negaba a dejarla en paz. Payaso estúpido, pensaba Yadira, enrabiada por la estupidez de Rómulo. Perdieron todo. Su tío el texano una vez la aconsejó: equivócate pronto y reacciona pronto. Pero ya no había tiempo. Ni siquiera podían regresar a la vecindad, donde tuvieron estabilidad, paz, un inicio prometedor. Duró tan poco esa etapa de serenidad. Extrañaba la cercanía con los vecinos amistosos, incluso el contacto con la mamá de Rómulo, que la trataba como criada. Ya la veía poco. Se distanciaron desde aquella tarde, no tan lejana, en la que la acompañó en el troupe de payasos afligidos que acompañaron a la familia al camposanto. Se habían alejado cada vez más y más. La última vez que convivió con ella fue en la boda, en la que hubo intercambio de risas, porque se divirtieron de verdad. Fue la única vez en que la vida le dio la oportunidad de ser protagonista de su propia historia. En la ceremonia de la iglesia, mientras se encontraba de hinojos, vio de reojo a su suegra en las primeras filas, embutida en un vestido de chifón nacarado, de espalda al aire y de tiros largos, en contra de todos los dictados de la prudencia, que indican que ningún convidado a la boda debe acudir con un atuendo que rivalice, en albura, con el de la novia que, impoluta, llega a su cita con el sagrado sacramento. Atrapó en los ojos de madre un brillo de hiena. Celosa, no había saciado todavía los dictados de la biología y quería seguir dándole pecho a Rómulo, el hijo que entregaba en matrimonio.

    Yadira sabía lo que era el desprecio. Prácticamente toda la vida lo había sufrido. Pero había aprendido que, muchas veces, es mejor ser maltratado que ignorado, tener mala compañía que estar sola. Reconocía que, ahora sí, necesitaba el refugio y respaldo pecuniario de su suegra. De cualquier manera, lo mejor fue irse de ahí. Ya no soportaba las denuncias públicas del vecino, que estaba a un paso de arrojarles piedras, por las horribles acusaciones que le hacía a Rómulo, siguiéndolo en la calle, acosándolo en el exterior de su trabajo. ¿Qué estaría haciendo Simona, improvisada como sacerdotisa? Tal vez ya hubiera consumado el plan disparatado de erigir un minarete otomano sobre el templo, ya fuera para distinguirlo con un elemento arquitectónico insólito en el centro de Monterrey, o sólo para manipular las facturas de los gastos de la construcción y justificar egresos.

    El calor aumentaba adentro. Los pensamientos de ambos bullían y, tal vez por eso mismo, el aire vibraba con emociones venenosas. Osvaldo quería escapar corriendo, aunque se detenía. No soportaba la idea de dejarla sola, en el último cuarto de la vivienda que estaba cada vez más pauperizada, por el escaso ingreso de Rómulo. Yadira una vez le confió que su marido había sentido la tentación de hurtar algunas monedas de las limosnas que colectaba en la iglesia donde se ocultaba. Estaba muy desesperado, pero cuando se lo propuso hubo una discusión muy amarga, porque ella le dijo que se avergonzaría por siempre si incurría en esa sublime bajeza, metiendo la mano en la caja de los diezmos. Sospechaba que, de cualquier manera, había escamoteado algunos pesos para enviárselos.

    Osvaldo desconocía por qué razón inexplicable la torpe arquitectura con la que fue elaborada la casita había hecho el cuarto del fondo sin ventanas, aunque Yadira, por una razón meramente estética, había colgado unas cortinas en la pared, para hacerse la ilusión de que cubrían un hueco del que se descolgaría el sol, si las apartara. Se le ocurrió que, tal vez, Raymundo había hecho tapiar los tragaluces por una paranoia explicable, que luego resultó justificada. El lugar era una mazmorra, con un ligero olor dulzón de trementina. No le extrañaría que se apareciera algún roedor por los rincones. Si se iba, Yadira quedaría en oscuridad y silencio, como dentro de una sepultura. Había decidido que el televisor permaneciera en la sala para que pudieran entretenerse las inexistentes visitas. En el extremo opuesto a la cama, oculto bajo montones de ropa, estaba un tocador rosa con un absurdo espejo Hollywood, circundado de bombillas. Yadira le dijo, cuando ingresó por vez primera a la habitación, que su madre se lo había regalado por sus 15 años, pero que el dispositivo eléctrico detrás de la luna se había descompuesto a los pocos días, por lo que nunca pudo maquillarse como estrella de cine. Tirado en un jonuco de penumbra, entre un ropero y cajas, adivinó un alterón de papeles entre los que había una libreta de colores que, recordaba, ella había usado para las clases de redacción que juntos tomaron en la facultad.

    –Si tienes que hacer algo puedes irte, Osvaldo, sin problema. ¿Ya escribiste las notas del día? Ya hiciste tu parte, amigo. Te agradezco la paciencia. Desde que regresé del hospital ustedes me han dado mucho cariño. Salo y Mónica vendrán más tarde… creo. A ver, dime, ¿hubo bloqueo hoy en la ciudad?

    Yadira quería mostrarse interesada en la actualidad, pero no podía proyectarlo. Por vez primera él tuvo el presentimiento de que el corazón se le detendría en cualquier momento, de pura tristeza.

    –N’ombre, no te preocupes. Tengo algunas notillas guardadas. Al rato llego y las escribo de volón. Mejor espero a que venga Mónica y hacemos relevo, ¿cómo ves? ¿O ya te aburriste de mi interesantísima charla? Te pierdes una oportunidad única de que interactuemos.

    Ahora la conmiseración fue de Yadira. Sonrió sin humor, los ojos piadosos, entendiendo que su acompañante quería ser gracioso, sin conseguirlo. Osvaldo recordó que alguna vez ella, en una de esas charlas recurrentes sobre la infelicidad, le dijo que le gustaba observar el fondo de los ojos de las personas. Cuando se contemplan detenidamente las cuencas, invariablemente uno encuentra una pequeña luz apagada a causa de las decepciones acumuladas de la vida. Que cualquier persona que está en silencio está a punto de llorar, y que todas las miradas, observadas con atención, revelan el niño triste que esa persona fue alguna vez. En ese momento, frente a ella, no podía ocultar el infantil desamparo que le ocasionaba no poder ayudarla.

    Como en un acto reflejo, Osvaldo se cogió el bolso del pantalón.

    –Permíteme, tengo llamada –dijo desenfundando el teléfono.

    Salió de ahí y se dirigió a la cocina. No había tal llamada, pero necesitaba cortar ese hilo de dolorosos pensamientos. Mintió para alejarse un poco de ese cuartito que le cerraba la laringe, como si lo atacara una incómoda alergia al polvo. No podía darle la noticia. Las palabras se le quedaban a media lengua. ¿Quién era él para tener en sus manos esa notificación que definiría su vida? Se arrepintió de haber aceptado la responsabilidad. Mejor dejaría que Salomón se ocupara de ello. Respiró hondo y observó por la ventana el terreno lleno de vegetación ruderal, donde se acumulaban montones de basura que los vecinos tiraban. En el techo había manchones mohosos, como hojaldres oscuros que devoraban la pintura, y, en lo alto de las paredes, algunos arabescos de salitre que se habían inscrito pacientemente por el encierro de meses y la falta de higiene. Sobre una mesa esquinera, una redoma de nacarado opaco se empolvaba en el olvido. Tal vez alguna vez contuvo flores frescas. Se preguntó dónde estarían Roberta y Albina. Si se apresuraba, tal vez las alcanzaría a ver en la facultad. Pero pensarlo era un absurdo, porque las hermanas no se iban a aparecer a su paso, así nada más. No debía pensar en Roberta, no quería hacerlo, pero algo lo obligaba a tenerla presente. Qué desesperación sentía. Sobre el refrigerador vio la ardilla despelechada que había dejado de herencia el tío piloto de nombre raro. Nada tenía sentido estando en esa casa. ¿Por qué lo buscaba Yadira? No entendía por qué le tenían confianza, ella y Rómulo. Tal vez lo creían más inteligente de lo que realmente era. A veces se sentía halagado, aunque reconocía que no era ningún mérito pasar como un tipo agudo en su presencia. Otras veces, como en ese momento, deseaba no tener ninguna relación con ese par, pero un retazo de conciencia lo obligaba a mantenerse al tanto de lo que les pasaba. Si no estaba él ahí, estaría sola y abandonada, como una paralítica en un rincón. El dolor sale del cuerpo por donde está la herida, le había dicho alguna vez don Joel. A Osvaldo le hubiera gustado encontrar la forma de aliviarle los sufrimientos a su amiga, pero sabía que estaba tan llena de lesiones espirituales, que cualquier intento por rescatarla sería infructuoso. Era de esas personas que creían que el invierno inventó el verano, que la muerte existía para darle razón a la vida.

    De regreso Yadira veía el techo con expresión inocente. Era como una recién nacida, mirando un carrusel que colgaba sobre su cara. En sus ojos había un bloqueo total de pensamientos, como si su vida fuera animal, desprovista de emociones. No reparó en su presencia hasta segundos después. Osvaldo le sonrió sin ganas y regresó a la silla.

    –¿Quién era, Sabrina? ¿Te vas a casar con la teacher? –bromeó, con el ánimo debilitado.

    Osvaldo meneó la cabeza, aparentando buen humor. Sabrina ni lo hacía en el mundo. Si acaso, lo buscaría para lo de siempre y ya se estaban aburriendo, lo sabía. Cambió de tema.

    –¿A qué hora llega Rómulo? –Osvaldo miró el rostro extrañado de Yadira, y recapacitó en su tontería–: ¡Perdón, Yadi! Es que con todo esto se me olvidan algunos asuntos.

    –Si tienes que irte, no te detengas, en serio –insistió. Osvaldo aceptó, con vergüenza, que se le notaba mucho la impaciencia–. Yo voy a estar bien. Siempre estoy sola, no te preocupes. Ahorita me preparo un caldito. Tengo que levantarme. La doctora me dijo que si estaba mucho tiempo echada podían salirme llagas en la espalda.

    –No, cómo crees. Me espero. Te digo que ya tengo listas las notas. Por cierto, preguntaron por ti. En la estación, Dulce me dijo que te saludara. A ver cuándo te echas la vuelta.

    –Ah, qué padre, Dulce… Saluda a todos.

    Otra vez el silencio los envolvió. Osvaldo se vio despegando de la silla, volcándola, en el impulso para salir corriendo. Ella estiró la mano para tomársela. Osvaldo se sorprendió al sentir los dedos suaves, como invertebrados.

    –No llores, amigo –Yadira le apretó la mano.

    Osvaldo se dio cuenta de que las mejillas se le humedecían. Acercó su rostro al dorso de la mano que se le tendía y lo besó. Sintió que desde la cama se levantaba dificultosamente la otra mano para acariciarle la mata de cabellos. En el antebrazo, cerca del codo, llevaba una cicatriz. Por ahí le había pasado la llanta del coche que le quebró el cúbito. Cuántas tragedias en una sola persona.

    –Es que, Yadi, no sé cómo decirte. Ha pasado el tiempo y… –no pudo levantar la mirada. Se odiaba por seguir así, desmoronándose frente a ella, pero la tristeza era mucho más fuerte que sus lagrimales. Lloraba, ya no por la alegría que no tenía su amiga, sino por la que no llegaría a tener.

    –No tienes nada de qué arrepentirte, amigo. Éramos más muchachos, inmaduros. Pasó y ya. No digas nada, olvida –había en sus palabras súplica porque, notó, le daba pena recordar aquellos episodios. Lo mejor era dejarlo.

    Soltó la mano y se enderezó en la silla, limpiándose discretamente los pómulos, mientras suspiraba.

    –Viéndolo bien, hay una ironía grande en todo esto que me pasa. Sabes que estar así, ahogada en desgracias, es lo mejor que me ha pasado… o, por lo menos, lo más intenso. Nunca hubiera realmente sido aguda, de no ser por las pendejadas de mi marido. De algo sirvieron todos estos dislates. Estar cubierta por una montaña de mierda me hizo moverme y preocuparme por algo. Me despertó. Vivía debajo de una piedra. Lástima que apenas salgo y ya se me acaba la función.

    –Creo que la preocupación no es tan mala, te ayuda a estar alerta.

    –Siento que ya me voy a ir, Osvaldo. No me queda mucho tiempo. Soy joven, pero estoy cansada, como si fuera viejita. Se me pasó el tren y no hice periodismo enojado. Ya tú te encargarás. Nunca pude ser una renegada, te fallé a ti y a mí misma.

    –No digas eso, Yadi. Te vas a recuperar y vas a ver crecer a tus hijos y a tus nietos. Claro que eres una renegada de la vida, has sido bronca, te has rebelado para ser tú. Y tus notas son buenas, eres una reportera solvente, muy confiable.

    Yadira lo ignoró.

    –¿Sabes que es lo que más voy a lamentar? Que pasé por este mundo y realmente no le importé a nadie –el gesto se le descompuso. Su pena era ruda–. Nadie me amó y no sé si yo llegué a amar a alguien. Creo que nunca estuve en la lista de Dios. Dios estaba dormido cuando nací y ni supo que pasé por esta Tierra.

    –No digas eso, Yadi –porfió–, tienes la bendición de que eres una gran persona. Hay mucha gente que te quiere, Yadi, que te queremos.

    –Nunca conocí a nadie como yo. Todos han tenido alguna alegría. Pero yo ni un solo día de mi vida he sido feliz.

    2

    –Las alegrías duran muy poco. Son como los fuegos que estallan en el aire. Se elevan y, pum, iluminan todo por un instante. Y se acabó. En cambio, las penas duran mucho más tiempo. Se te muere alguien y te queda el dolor para siempre. Pero te enamoras o le das un beso a un chico, y al rato se te olvida el gusto. La vida es injusta.

    Yadira habló en voz alta y sintió que nadie le había prestado atención. Pero Osvaldo la escuchó perfectamente, y se sorprendió. No parecía que las palabras fueran de esa muchacha que se pegaba a una pared del aula, como para pasar desapercibida. Años después recordaba esa conversación que le revelaba las intensas corrientes espirituales que pasaban por el rocoso corazón de Yadira, pero que no se atrevía a echar fuera al sentir que no merecía atención. Apenas ayer ella le había comentado, decepcionada de todo, que en su percepción ella era como un hueco en el espacio, un vacío de energía. Por eso, reconoció, la gente olvidaba su nombre con facilidad.

    Aquel era apenas el segundo día de clases y los muchachos todavía estaban excitados por el ingreso a la facultad. Osvaldo, que se consideraba un tipo frío, se había contagiado de la emoción. Ya eran universitarios. Al darles la bienvenida, la directora de la carrera de Comunicación les dijo, para concientizarlos, que formaban esa mínima parte de México con los privilegios del estudio de nivel superior. Cuando terminó la charla todos se dijeron que en adelante vivirían jornadas interminables de juerga. Convivirían durante cuatro años, en muchas clases, y días y noches, para convivir y acceder a esa etapa universitaria que se recuerda siempre. En esa época, en Monterrey los días eran calientes y las mañanas frescas, lo que hacía que todos llegaran de excelente humor a la escuela. Comenzaban a conocerse y a interactuar. El primer día fue el del pase de lista y reconocimiento. Algunos de los compañeros habían cursado juntos la preparatoria o la secundaria y se alegraban de reencontrarse en el siguiente nivel. Otros, tímidos, se mantenían al margen, en espera de ser aceptados por el grupo. Osvaldo llamó la atención de inmediato porque portaba un saco blazer con coderas, muy elegante, y del hombro le colgaba un maletín. Al día siguiente, al terminar el turno, para que todos se conocieran el expansivo Santos propuso que fueran a la cafetería de enfrente, y ahí estaban unos 10 compañeros que se habían unido a la tertulia. Muchos de ellos se veían felices y radiantes. Parecía que estaban en las puertas del mundo nuevo, probando una libertad que no habían degustado antes y que ahora les daba una sensación de rebeldía y transgresión. A Osvaldo lo bombardearon con preguntas. Era, de todos ellos, el único que trabajaba en medios, el que había conseguido, aun antes de ingresar a la escuela, colarse a un periódico, El Despertar, como reportero de noticias locales.

    No era grande la publicación y el propietario no le tenía mucho respeto a su empresa. Una o dos veces por mes no se editaba, porque los patrocinadores retrasaban el pago de las facturas y, en ocasiones, no había fondos para adquirir el papel, pagar el recibo de la luz o cubrir la nómina quincenal. Eran temporadas en las que el diario funcionaba con austeridad franciscana, pero siempre se mantenía a flote y seguía. El viejo Ulises, que se hacía llamar decano del periodismo regiomontano, lo había invitado por casualidad a incorporarse al medio. Osvaldo andaba de novio con su hija, Mabel, también estudiante de Comunicación, pero en la UdeM, a quien había conocido mientras ella reporteaba en el Ayuntamiento de Monterrey, en unas prácticas de laboratorio de medios. Se habían conocido por amigos mutuos. Un día el muchacho llegó con ella a la sala de redacción y le presentó a su papá, quien se interesó por el libro que traía bajo el brazo. Le llamó la atención que leyera a Stefan Zweig. Ningún chaval leía Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Le preguntó si le gustaban las novelas, y como Osvaldo era excelente lector, le respondió a todo que sí. Ulises se impresionó aún más porque había leído todo García Márquez, así que le ofreció un puesto como reportero de El Despertar, lo que el muchacho, que estaba en su último semestre de preparatoria, aceptó. Y fue así como empezó su trayectoria en los medios. No le resultó complicado aprender la fórmula de la pirámide invertida para redactar notas informativas y cuestiones, de esas básicas, para desarrollar relatos impresos en los diarios. Le bastaba ser un poco curioso, preguntar a la fuente lo que era interesante y aplastarse en su silla un par de horas, con disciplina y concentración, para escribir sus kilogramos de notas. Y así siguió en El Despertar, aunque a los 15 días hubiera terminado su breve e improductivo noviazgo con Mabel, a la que seguía viendo en la redacción como una conocida, porque nunca, tenía que reconocer, los unió nada. Si acaso se gustaron, se besuquearon algunas veces y terminaron. Ni siquiera había entre ellos despecho. Al decano no le importó mucho que hubieran acabado el noviazgo que, para él, era solamente el amor de verano de su hija. Parecía que le había tomado cariño a Osvaldo y lo acogió como un protegido, aunque la formación que le dio para el periodismo lo envenenó para siempre, porque le enseñó que la única forma para prosperar era aceptando las dádivas de las fuentes, recibiendo sobornos o, como le decían en el medio, cochupos, embutes, sobres, chayotes. Le gustaba cantar en la redacción, permanentemente semivacía: Un periodista se columpiaba sobre la tela del erario, como veía que resistía fueron a llamar a otro periodista…. Y Osvaldo se acostumbró a ver con naturalidad cómo le daban dinero a cambio de notas publicadas, y cómo le enviaban sobres, con más dinero, al viejo bribón, que lo convirtió en un reportero contaminado y mañoso, para obtener beneficios de sus publicaciones. Osvaldo fue envuelto en un discurso sobre la elegancia y la clase que debía de tener el comunicador para obtener retribución de su delicado y precioso oficio. Por eso lo hacía reportear con saco, precisándole la importancia de verse bien. Le dijo que las fuentes le darían su lugar si lo veían formal. Eso significaba que las cantidades que recibiría no serían de cientos, sino de miles. Y le advirtió que no se dejara cautivar por esa patraña de los políticos, que pregonaban que sus acciones estaban justificadas, porque habían entregado su poder al pueblo impoluto, que era el que tomaba las decisiones importantes de sus mandatos. La democracia era una ciencia imperfecta y fallida a la que, incluso, buscaban de buena fe, pero con increíble ceguera, los funcionarios nobles, le dijo con desdén. La política era una religión de fariseos, rubricó carcajeándose, donde todos son Judas que traicionan, y venden a sus cristos de ocasión por unas cuantas monedas. Así fue como Ulises le dio una credencial de El Despertar y sin palabras le expresó: este es tu documento que te acredita como reportero. Con esta credencial puedes robar, pero hazlo con clase y prudencia. Como valioso consejo para reportear, le dijo que se alejara un poco de los hechos, pero no mucho. Cuando se toma distancia de lo que se analiza, se puede ver mejor todo, le dijo.

    En el café con sus compañeros, Osvaldo respondió todo con naturalidad. Se dejó adular, aclaró dudas sobre el trabajo reporteril y aconsejó a los muchachos sobre el camino que empezaban en las aulas. Él estaba en la academia porque quería un título, aunque era innecesario, les dijo, porque la sabiduría y el oficio se aprenden en la calle, haciendo entrevistas, sentados frente a una máquina, nunca en un salón de clases. Santos dominaba la conversación y el interrogatorio porque era simpático y parlanchín. Metía en la charla temas de su rancho en San Mateo, en el municipio de Juárez, donde había crecido llenando la troj, pelando maíz, echando salvado a los puercos. Presumía con genuino orgullo que su mundo estaba entre tomates aperlados por el rocío. Era un ranchero de cepa que había sido enviado por la familia a la ciudad para que estudiara y se superara. Su primo Aurelio, que lo acompañaba en la aventura estudiantil, era como su caballerango. Cuando Aurelio se equivocó en una apreciación, Santos lo reprimió: Cállate, engendro de jején. Todos se rieron por la ocurrencia y Santos tuvo que explicar que así se le llamaba en la granja a los parásitos que crecían bajo las alas de las gallinas. Esa mañana Mónica había llamado la atención de todos, porque fue la que respondió mejor en las preguntas sobre comunicación que había planteado la maestra de Sociología. Pero además porque salió el tema de la presencia militar en las calles de Nuevo León y ella reveló con orgullo que su padre era un cabo retirado y que había servido con lealtad al país. Ya en el café los compañeros la acribillaron con preguntas sobre el trabajo de su padre. Ella sólo les dijo que era un buen hombre, sereno y justo. Pero suponía que en el trabajo habría hecho algunas barbaridades. Además era buenísimo para degollar chivos. Le gustaba llevarlos vivos a la casa y ocuparse de ellos en el patio para extraerles la sangre, que colocaba en una palangana y luego convertía en rica fritada. Otro, flaco y pequeño, con piocha rala, dijo que trabajaba en la industria del entretenimiento. Rómulo, se llamaba, y aunque le preguntaron qué hacía, guardó silencio.

    Al mediodía hubo desbandada. Algunos regresaron a la facultad, esperando reunirse con otros compañeros, y los demás se retiraron a sus casas. Osvaldo se la había pasado muy bien y se había divertido con los otros chicos, a los que veía como pupilos. Eran párvulos en el oficio de la comunicación al que aspiraban, a diferencia de él, que ya había probado el sabor de la reporteada seria, con giras del gobernador a los municipios y conferencias de prensa de secretarios federales. No quiso decirles que también trabajaba en la estación

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