Con quien comparto almohada
Por Mónica Plaza
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Con quien comparto almohada - Mónica Plaza
Contraportada
Segunda residencia
Compramos una casa preciosa. Tres habitaciones, una cocina blanca. Un baño y un aseo. Un armario enorme donde me escondí la primera vez que Sara llegó a casa después de visitar a su madre.
La pintamos de amarillo. Cambiamos las puertas y las ventanas. Trabajamos mucho. Cuando estábamos clavando los marcos, Sara me miró. No dijo nada. Sólo me miró. Después me dijo: «Tienes serrín en las pestañas». Y sopló en mi cara mientras yo cerraba los ojos, esperando que al abrirlos cada cosa estuviera igual que antes de la oscuridad de mi mirada, aunque nada ocupase el lugar correspondiente, aunque los muebles del salón estuvieran en la cocina, y los de la habitación, en el cuarto de baño.
Tardamos mucho en hacer de la casa un sitio habitable. Supimos que lo habíamos conseguido porque un sábado nos despertamos sin la pereza de tener que poner manos a la obra. Ese día comimos ensalada de arroz en la terraza y bebimos vino blanco. Ese día fue un día de sol y viento del sur.
Terminada la casa, empezamos a vivir en ella. Llegábamos del trabajo más o menos a la misma hora. Sara dejaba el coche en el aparcamiento. Yo volvía desde la parada de autobús. Muchas tardes la seguía desde el garaje hasta casa sin decirle nada. Me preguntaba si notaría mis ojos en su abrigo. Me preguntaba si también estaría deseando llegar a casa para encontrarme.
Esperaba a que subiese al ascensor para entrar y luego escuchaba el ruido de la puerta de la calle al cerrarse. Entonces agitaba mis llaves, sabiendo que en ese momento Sara se estaba quitando los zapatos en la habitación, y que pronto miraría hacia el pasillo para verme llegar.
A veces le daba un masaje en los pies. Ella miraba por la ventana. Un día me dijo: «Es curioso que todas las tardes llegues un minuto después de mí». Besé el dedo gordo del pie que le masajeaba.
Cenábamos viendo el informativo. Una bomba en Asia, un debate político, goles. Calor en la costa y niebla en el interior. Tráfico lento.
A mí me gustaba ver una película. Veíamos muchas películas. Sara se agarraba las rodillas sobre el sofá si era de suspense o de acción. Sara apretaba fuerte un cojín si era un drama. Sara me miraba y se reía si era una comedia. Al llegar las letras del final, nos dábamos las buenas noches pese a que íbamos a dormir en la misma cama. Un abrazo, un beso.
La escuchaba cepillarse los dientes y recogerse el pelo. Podía imaginarla reflejándose en el espejo, escrutando con atención el techo que ella había pintado meses atrás. Yo me miraba los ojos, las entradas, un par de canas. Recordaba la otra casa en la que Sara no estaba. Me sentía mejor sabiendo que en esta la tenía conmigo. Me entretenía leyendo hasta que los dos apagábamos las luces.
Mi sueño era profundo. Fue profundo incluso cuando hubo una persecución policial en nuestra calle. Sara se despertaba enseguida. Si la miraba a los ojos desde mi almohada, ella se despertaba; era distinto a mirarla por la espalda. Ella sí salió a la terraza para ver la persecución. Anotó el color del coche perseguido e imaginó que descubría dónde iba a esconderse. Al día siguiente, me pidió que comprara todos los periódicos y se puso muy triste al comprobar que nadie hablaba de su noticia.
Los años acababan. Tuvimos una fiesta con mis padres y la madre de Sara. Su cumpleaños lo celebramos junto a algunos antiguos compañeros de estudios. A todos les encantó el color amarillo de las paredes. Nos felicitaron tarde por aquella casa. Se marcharon. Nuestra luz fue la última que se apagó en la calle. A algunos no los volvimos a ver.
Sara cambió de trabajo. Ya no llegaba un minuto antes que yo. Llegaba horas más tarde. Yo dejaba las cortinas sin correr para verla doblar la esquina con el maletín en la mano. Como la estaba observando de frente, se daba cuenta y alzaba la cabeza. Movía los brazos y se reía. Entonces sí tenía ganas de encontrarme en casa.
Compramos un perro, un perro negro. Lo paseaba al caer la noche y así podía ir a buscar a Sara al garaje. Volvíamos los tres y, a veces, ella me daba un abrazo mientras el perro olisqueaba el aire.
Sara estaba nerviosa. Comía menos. Le temblaban las manos y ya no cerraba los ojos porque sí. Se quedaba dormida cuando le daba el masaje en los pies. No se reflejó más en el espejo.
Me dijo: «Necesito salir de aquí». No comprendí. Aquí era nuestra casa. Aquí era donde yo quería estar esperándola. «Quiero una casa en la playa. Un refugio. Podemos ir allí los viernes y olvidar la ciudad. Podemos». Dije: «Bueno». Viajamos a la costa y compramos una casa antigua, de esas que tiendes a imaginar cayéndose a trozos. Los muros eran de piedra, pero muy viejos, y no había nada dentro.
Volvimos a empezar. Reparamos las paredes, cortamos puertas a medida, lijamos algunos muebles. Pintamos todo de blanco, también por fuera. Sara pintó tres habitaciones llevando un pañuelo para taparse la cabeza. Lo hizo deprisa. Yo tardé algo más.
Estuvo terminada en tres meses. Sábados, domingos, fiestas y vacaciones trabajando. Quedó preciosa. Incluso yo quería regresar allí.
Pasamos la primera noche disfrutando de los rincones. Brindamos al final. Y Sara durmió una noche entera después de mucho tiempo soñando a saltos.
Volvimos a la ciudad. Tuve una sensación: en la ciudad estaba mi casa, y en la playa, la de Sara. Me dolió. Ella prestaba atención a la música de la radio y seguía el compás con los dedos.
Al abrir la puerta notamos un olor extraño, nuevo. Dejamos las bolsas. Sara no le dio importancia y encendió el televisor. «Un incendio ha destruido gran parte de…». Yo busqué en todas partes el origen del olor. Encontré una mancha en el techo de la cocina, sobre la nevera. Era una mancha con forma de bocadillo de tebeo. Estaba húmeda. Subí a ver al vecino de arriba y nadie abrió la puerta. Sara comentó que estaría de vacaciones. Dormimos sin darnos la vuelta.
Al día siguiente la mancha había crecido. Ocupaba medio techo. Su forma era otra. El olor era igual al que había en la casa de la playa antes de arreglarla. Yo no quería oler eso por mucho tiempo.
En el piso de arriba seguían sin abrir la puerta. Nadie supo decirnos dónde habían ido. Nadie tenía llave de aquella casa.
Sara dijo: «No te preocupes, volverán». La miré contrariado. «Todos lo hacen», explicó sin dar importancia a ni una sola de las palabras. Dormimos dándonos la espalda. No dormimos bien.
Al amanecer, me levanté y percibí aquel olor en el salón. Encendí las luces. Había una mancha como la de la cocina justo encima de la televisión. Me quedé mirando fijamente y observé cómo crecía y crecía. El agua se iba extendiendo. El agua avanzaba. Entré a la cocina y distinguí gotas rezumando en el techo. Coloqué unos cubos justo debajo. Me pasé las manos por el pelo y sentí deseos de avisar a Sara. No la desperté.
Esa misma tarde, había manchas en todas las habitaciones. Para escapar del olor, había que irse a la terraza, y aun así la corriente a veces enviaba ráfagas que alcanzaban la nariz. Yo odiaba el olor. Yo odiaba.
Pregunté a todos los vecinos por los habitantes del piso de arriba. «No los conozco». «No venían mucho por aquí». «No los vi nunca». Todas sus respuestas empezaban por «no». Eché de menos los síes.
Compré más cubos y baldes. En nuestra casa sólo se podía pisar entre los cubos. Sólo se podía hacer pie allí donde no caía el agua.
Por la noche escuchábamos las gotas. Imaginábamos inundaciones. Soñé que moría ahogado, atrapado por los cubos y con Sara gritando mi nombre desde la calle.
Una mañana se desprendió la esquina del salón. Vimos un trozo del piso de arriba, oscuro. Nos marchamos aprisa a la casa de la playa. Huimos del olor.
Sara enfermó. No dormía y no comía. No podía dormir y no quería comer. En el trabajo, le dieron permiso para recuperarse. La llevé a la casa de la playa y le pedí a su madre que cuidara de ella, que le diera un masaje en los pies cada noche. Vi cómo se alejaban con el perro siguiéndoles el paso y me fijé en su abrigo. Tampoco esta vez se dio la vuelta.
Llegué a casa y vacié los cubos. Las paredes también se habían mojado. No había una sola cosa allí dentro que no oliese como el resto.
Empezaron a llegar enjambres de bichos, atraídos por la humedad. Se quedaron conmigo mientras Sara no estaba. Hacían un ruido distinto al de las gotas. Me seguían.
Los viernes iba a la playa. Dejaba una llave al portero para que vigilase si se llenaban los cubos. Me miraba resignado. Me dijo: «Siento lo que les está pasando. ¿Cómo está ella?». No contesté. Aceleré demasiado en el coche. Llegué a la playa y busqué a Sara. Ella no me vio. La seguí por la orilla. La alcancé y le repetí palabras. Comprendió.
La pintura del piso se había desprendido. Ya no era amarilla, sino amarillenta. Uno podía apoyarse en las paredes y sentir el frío del agua rebotando contra el cuerpo. Yo lo hacía. Como un mar encerrado.
Se cayeron más partes del techo. Recogí los trozos de yeso y ladrillo podrido. Ahora veía casi todo el salón del piso de arriba. Vacié los cubos.
Desde hacía meses no subía las persianas, no ventilaba. La casa era como mi cueva. La casa.
Un jueves, me acosté queriendo que un día no muy lejano la casa se derrumbara. Así no tendría que seguir secuestrado en ella de lunes a viernes. Sin Sara. Sin el amarillo de las paredes. Con los cubos rebosando agua.
De madrugada, me asusté por un