Extraña
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Extraña es un libro de cuentos de terror en los que los eventos perturbadores se filtran a través de las vidas cotidianas de los personajes: mientras una mujer cuida a su hijo recién nacido durante la pandemia, o durante un casamiento al que asiste un grupo de amigas, o en las excursiones furtivas que un niño emprende mientras su madre trabaja. Los hechos terroríficos toman la forma de dramas familiares, como si la autora quisiera mostrar la rareza angustiante que es característica de estos vínculos.
Estas historias, entonces, y más allá de los elementos fantásticos que pueden aparecer en algunas de ellas, son profundamente humanas: nos ponen frente a un miedo que conocemos bien, que nos es propio.
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Extraña - Jacqueline Danniaux
Extraña
Jacqueline Danniaux
Metrópolis LibrosNARRATIVAS
Danniaux, Jacqueline
Extraña / Jacqueline Danniaux. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8924-66-3
1. Literatura Argentina. 2. Narrativa. 3. Cuentos de Terror. I. Título.
CDD A863
© 2022, Jacqueline Danniaux
Primera edición, diciembre 2022
Edición
Olivia Gallo
Diseño y diagramación
Lara Melamet
Corrección
Martín Vittón y Carolina Iglesias
Conversión a formato digital
Libresque
Hecho el depósito que establece la ley 11.723.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.
Metrópolis LibrosEditorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
info@pampublicaciones.com.ar
www.pampublicaciones.com.ar
A vos, papá, por las tardes de lectura en el jardín de nuestra casa.
Creo que debemos leer solo la clase de libros que nos hieren, que nos apuñalan. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta con un golpe en la cabeza, ¿para qué leemos? […] Un libro debe ser el hacha para el mar congelado que tenemos dentro de nosotros mismos.
FRANZ KAFKA
Nosotras
A los dieciocho años me enteré de que estaba embarazada. Me había anotado para estudiar Psicología en la Universidad de Buenos Aires apenas después de haber terminado el secundario. Tenía todo el verano para disfrutar con mis amigas en la playa, antes de empezar la facultad.
Nuestra conexión duró poco. Mi novio no podía, no quería tener un hijo en ese momento, y yo acepté su decisión. No me animé a enfrentar o desilusionar a mis padres, que esperaban entrarme a una iglesia de blanco. Nunca pasó por mi cabeza ser madre soltera. Además, yo estaba enamorada de Santiago, así que no tenía opción.
La noche anterior al aborto programado y organizado por Santiago (su tío médico le había pasado el dato) soñé con ella: corría hacia mí con unos ojos pardos y una colita de caballo que se movía atolondrada. Cuando me alcanzó, yo la alcé mojando con mi pena su vestido de flores verdes y amarillas con olor a almendras.
A la mañana siguiente, tomamos dos colectivos para llegar. El segundo colectivo estaba vacío, así que nos sentamos en los primeros asientos. Me distraía con las casas que podía identificar por la ventanilla. Imaginaba qué estarían desayunando las familias. Una casa blanca, con el techo de tejas color azul marino, me hizo a acordar de la playa y del olor del mar. El ventanal, con sus cortinas a rayas azules y blancas abiertas, dejaba ver una mesa de madera clara y a una mamá peinando a su chiquita, que tomaba un vaso de chocolatada. Sentado frente a ellas, el padre comía una tostada con mermelada de frambuesas. Podía percibir el olor a café con leche en cada sorbo placentero del hombre. Yo estaba en ayunas, tal vez, eso agudizaba mis sentidos. Agarrada de la mano de Santiago, que miraba para adelante sin hablar, me di cuenta de que el colectivero me miraba fijo. Sus ojos eran tan oscuros que no se distinguían las pupilas del iris. Parecían dos pozos ciegos que me atraían hacia un fondo de agua fresca que aliviaba y asustaba al mismo tiempo.
—Vamos, gorda, acá bajamos —me dijo Santiago.
Lo único que me acuerdo de ese día, a partir del momento en el que entré en ese cuarto helado y oscuro, es de una voz que me dijo: Ya está, bonita
. Y vi a Santiago, parado al lado mío, dándome la mano para ayudarme. Antes de salir del consultorio, miré adentro de un tacho que estaba a un costado de la camilla (donde había quedado parte de mi cuerpo) repleto de algodón, sangre y carnosidades. Creí que era ella.
A la vuelta subimos al mismo colectivo que nos había llevado esa mañana, con el mismo chofer de los ojos intrusos.
—¿No te parece extraño que sea el mismo hombre el que maneja el colectivo? Yo me siento rara, Santiago —le dije a mi novio. Santiago estaba tan aliviado de que todo hubiera salido bien que no le dio mucha importancia al chofer.
—Es lógico que te sientas así, mi amor, acabás de…
—De abortar, Santiago, decilo, no pasa nada.
—No me gusta pensarlo así.
Nos volvimos a sentar en los asientos de adelante con el colectivo vacío. El chofer nos miraba por el espejo. Yo cada vez me sentía peor. Cuando llegó nuestra parada, nos levantamos y Santiago tocó el timbre, pero la puerta de atrás no se abrió.
—Vení, amor, bajemos por adelante, este tipo es un tarado —dijo mi novio mirando al conductor de reojo.
Nos acercamos a la puerta, el colectivo estaba parado. Santiago descendió primero para ayudarme a bajar los escalones, y de repente sentí cómo una garra de dedos fríos y transparentes me aferraba el brazo.
—Ella sigue dentro tuyo —me dijo el chofer con una voz potente y dulce antes de soltarme. Ni bien apoyé los pies en la vereda, arrancó y desapareció.
Santiago y yo nos casamos cinco años después de ese día. Tuvimos cinco hijos varones antes de su muerte. Lo chocó un colectivo que apareció de la nada, según dijeron los que vieron el accidente. Nunca pudimos encontrar al colectivero, aunque ella y yo siempre sospechamos de aquel chofer.
Para el resto del mundo ella nunca existió. Para mí, nunca se fue. Renuncié a su presencia mundana, pero nunca a su presencia en mí. Era tan hermosa, con su pelo dorado y sus ojos amarillos, como una llegada de otoño con sus aromas a madera mojada y hojas crujientes; lamenté mucho que su padre y sus hermanos nunca la hubieran podido conocer. Mamá, mamá, vamos a jugar a las escondidas
, me pedía siempre cuando nos quedábamos solas. Yo aceptaba temblando, aterrada de que se escondiera para siempre.
Ahora que los chicos se fueron (algunos a vivir a lugares lejanos, otros se casaron) por fin quedamos las dos solas. Las dos tejemos juntas diferentes cosas para sus sobrinos, mis nietos, mientras miramos alguna película comiendo chocolate.
Ella nunca se va a ir, nunca me va a dejar. Por suerte, ese día de diciembre, ese chofer me tomó del brazo y