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La Esperanza
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Libro electrónico223 páginas3 horas

La Esperanza

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Estela Pena ama las flores. Trabaja cuidándolas con afán pues entre ellas encuentra su santuario, el único lugar en el mundo donde se siente segura y en paz. Muy distinto a cuando debe tratar con las personas, a las que considera molestas, maleducadas, entrometidas y ruidosas. Sin embargo, su frágil tranquilidad se verá trastocada cuando una llamada la obligue a volver a la ciudad de su infancia, para hacerse cargo de La Esperanza, una vieja y abandonada casona, el lugar al que una vez llamó hogar.

¿Pueden sus flores protegerla de los fantasmas de sus recuerdos, del dolor, la culpa y de ese desubicado profesor que no entiende lo que es una sencilla indirecta?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 abr 2019
ISBN9780463048740
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    La Esperanza - Romy de Torres

    1

    La miro y no puedo evitar pensar en seguida en mamá. Me imagino lo que ella diría al mirarla como hago yo ahora, seguramente diría lo que siempre hacía cuando tenía que explicar algo, comenzaría una historia. «Había una vez una casa enorme, llena de vida y de color. Una casa donde habitaba la esperanza.»

    «Tan poético, mamá», le susurro en mis pensamientos. Es un reproche. Casi puedo ver la mirada que me echaría por quitarle toda la emoción a su intento de que fuera algo especial y no algo vulgar; ella no podía evitar hacerlo, siempre hablaba casi en versos, eran frases perfectas que endulzaban los oídos. Ni al final dejó de jugar un poco a rimar.

    No era un juego. De nuevo creo ver su mirada de severidad.

    Ella no lo podía evitar. Yo tampoco puedo evitar ser así.

    Sin embargo, aquí la esperanza se desvaneció para siempre hace años. Me detengo en el camino de entrada y apoyo una mano en el cartel de bienvenida que está enterrado en el suelo, es un feo letrero de hierro y chapa, en una época pintado de un atractivo verde oscuro, ahora con la pintura descascarada y salida, oxidado. Y no dice lo que decía antes aquí.

    Antes las cosas eran distintas. Sí, han pasado años. De repente es tan obvio mirando todo esto.

    Hace nueve años que no caminaba por este sendero, me había olvidado lo molestas que son las piedritas de la gravilla, que se clavan entre los espacios de las suelas de los zapatos. Me pregunto por qué no las cambiaron nunca, hubiera sido lógico. ¿Estaba en el contrato? Nunca lo leí. No me interesaba.

    La mujer me espera junto a la puerta de entrada. Siempre he pensado en ella como «la mujer», los genéricos se me dan mejor. Siempre hacía intentos para ser mi amiga, quería convertirse en alguien más cercano. Me ponía siempre una mano en el hombro. No era su culpa, después de todo solo nos veíamos en momentos difíciles. Me puso una mano en el hombro con lo de mamá. Me puso una mano en el hombro con lo de Fátima. ¿Me pondrá una mano en el hombro por lo de papá?

    No quiero que me toque.

    Siempre la esquivo. Es una desconocida, aunque ella opine lo contrario. No quiero consuelo de una desconocida, los desconocidos dan siempre un cobijo falso. Y nunca confié del todo en ella, quizá porque es abogada. No es su culpa tampoco.

    Se acerca a mí con una media sonrisa, sin decidirse a darme una bienvenida alegre o darme una especie de pésame y transmitirme condolencias. Aún es demasiado pronto quizá para las condolencias.

    Intento recordar su nombre y no puedo. Me quedo completamente en blanco mientras me saluda y nos estrechamos la mano. Ella hace un amago de besarme en la mejilla que yo no correspondo. Sigo pensando su nombre.

    No lo recuerdo. ¿Por qué de pronto es todo una neblina espesa e intraspasable?

    —Qué bueno que pudiste venir tan rápido —me dice mientras rebusca en su amplia cartera, sosteniendo con el otro brazo unas cuantas carpetas.

    Rápido.

    Tampoco recuerdo cuándo me llamó exactamente. ¿Fue rápido? ¿Hice todo rápido?

    De pronto su mano reaparece de la cartera sosteniendo una llave grande de color cobre, antigua, con una punta sencilla de dos picos, pero un ornamento muy trabajado del otro lado, en la empuñadura.

    Es la llave.

    Hacía años que no la veía.

    La llave.

    ¿Conservaron la misma cerradura del principio? ¿No la cambiaron?... ¿Eso estaría también en el contrato?

    La llave.

    En ese momento siento el sol quemante mucho más fuerte sobre nosotras. Las escasas nubes cruzaron frente al sol y ahora está de nuevo brillando, iluminando todo. Demasiado.

    Habla de nuevo. Ella.

    —Es bueno que pudieras llegar hoy… dadas las circunstancias.

    Claro, las circunstancias.

    María.

    De pronto el nombre aparece solo mientras la observo cerrar la cartera y pasar las carpetas al otro brazo, acomodarse la camisa blanca —inmaculada, elegante y sin mangas— y después tomar la llave con la mano derecha. No sé por qué de pronto el nombre se me vino a la cabeza al mirarla. Me recuerda a la eficiencia, lo asocio con ella. Todavía recuerdo el gesto con el que recogió todos los fajos de hojas de delante de nosotros después de terminar la reunión aquella vez. Yo ni siquiera había abierto el mío. Fátima la miró con una ceja levantada, eso lo recuerdo también. Como si de pronto te retiraran el plato antes de que terminaras de comer y quisieran obligarte a degustar el postre. Dios mío, recuerdo muy bien la cara de Fátima.

    Y las manos de la mujer juntando las hojas y diciendo «Les agradezco que vinieran, dadas las actuales circunstancias». Ya entonces le gustaba esa frase, hace nueve años.

    Las actuales circunstancias.

    A todos los abogados les debe gustar esa frase.

    María Vásquez. Se me vino todo el nombre a la cabeza, y la observo caminar sin un poco de vacilación sobre sus zapatos de taco aguja, me doy cuenta de que no tiene ni una gota de sudor en el cuerpo, ni una señal de fatiga o calor, con los más de treinta grados que nos estamos cargando. El pelo está todo en su lugar, por supuesto. Parece tan rozagante como si hubiera salido recién de la ducha y directamente se hubiera plantado en el camino a esperarme. María Vásquez. Eficiencia. ¿Cómo había podido olvidarme?

    —Entremos. Será mejor que empecemos cuanto antes, el calor está terrible —dice empuñando la llave y adelantándose a la puerta del frente.

    Entonces siento miedo. No, no puedo ver la sala. No así con un extraño. Si suenan las campanillas de la puerta no lo voy a soportar. ¿Estarán las campanillas en la puerta? ¿Era parte del contrato también? ¿Qué decía el contrato? ¿Por qué no leí lo que decía?

    Porque no pensé que fuera necesario. Porque nunca creí que yo tendría que afrontar estas circunstancias.

    Las actuales circunstancias.

    Ay, Fátima, si estuvieras acá ahora.

    —Prefiero ir por atrás —le digo a la mujer cuando ya está metiendo la llave en el ojo de la cerradura.

    Suelta un «ah…». No tiene ganas. Quería entrar al fresco de la casa quizá. Pues lo lamento por ella.

    —Quiero ver el fondo y los jardines —le explico.

    Es mentira. No quiero verlos porque va a doler. Pero más va a doler la casa, y prefiero que me duela estando sola. Todo es mejor estando sola.

    —Entiendo —me dice. Y sonríe.

    No, no entiende. Cree que entiende, pero no entiende. No es por eso. Me conoce desde antes y cree que entiende. Tiene algunos cuantos años más que yo, ella era joven cuando ocurrió y yo también lo era, por eso se quería hacer mi amiga.

    —Bien, vamos a ver los jardines entonces —agrega.

    Ya está a mi lado. Casi me pone la mano en el hombro con ese gesto. Después de todo parece que sí es momento para las condolencias.

    Las actuales circunstancias.

    Me muevo a tiempo para que no me toque y disimulo el gesto avanzando delante de ella. La mujer disimula cambiando de brazo las carpetas. Hacemos como que no ocurrió nada y las dos conformes.

    Avanzo despacio, los arbustos del costado están secos o descuidados en muchos casos, la cerca se mantiene en pie, aunque le falta la capa de pintura protectora que mamá solía darle. La cerca era el orgullo de mamá. «Madera con corazón» decía casi cantando mientras movía el pincel. La madera tiene corazón. Esas cosas solo las decía mamá.

    La hierba está crecida, invadiendo todo. No hubo arreglos después de que cerraron, no hubo mantenimiento. Todo está desarreglado, desprolijo y sucio. Dejado, como si fuera una casa abandonada cualquiera. ¿Cuántos años han pasado?, me pregunto mientras sigo caminando.

    «Seis, lo sabes» susurra Fátima de pronto junto a mí y pasa delante, bajando primero los escalones que solventan el desnivel del terreno. Está como la recuerdo, con el cabello oscuro recogido sobre la nuca y un vestido de verano liviano y largo.

    Si estuvieras acá, Fátima…

    «Lamento llegar tarde, Estelita». No me lo dice, pero voltea en ese momento a mirarme y puedo leerlo en su cara. ¿Por qué papá no se encargó de mantenerla?, le pregunto, pero también sin hablar.

    «Por mí».

    De nuevo se da la vuelta y avanza delante, hasta perderse. Ya no la veo.

    Entro de lleno al jardín, los rosales se secaron también, la hierba invade las pocas plantas que consiguieron sobrevivir y florecer. Los árboles se mantienen en pie como siempre, eso era de esperarse. Las frutas se amontonan putrefactas a los pies de algunos de ellos. Me detengo un momento junto al prosopis. Miro hacia arriba y sus ramas y hojas me cubren del sol y el calor por algunos segundos.

    —No hubo mantenimiento —explica la mujer lo obvio, solo para decir algo y no mantenerse callada más tiempo. El ambiente de seguro le parece lúgubre y triste, es probable que quiera irse cuanto antes.

    Los maceteros han desaparecido. La mayoría. Las flores no están, o se secaron también. Yo tenía razón, la esperanza se desvaneció hace mucho. Tanto trabajo que hicimos aquí y ahora está todo perdido, tantas horas pasadas a la sombra del prosopis. Tantas horas en el invernadero.

    De inmediato lo recuerdo, las fotos en el periódico, el anuncio de la casa abierta como un establecimiento gastronómico. El desastre en el invernadero, la descomposición del espacio. Movieron todo de lugar, quitaron plantas y le robaron sitio a las macetas para poner mesitas donde tomar el té. ¿Eso estaba en el contrato?

    El contrato. ¿Por qué no leí el contrato?

    Las puertas del invernadero siguen pintadas de color blanco. Junto a la entrada la lavandula sobrevive misteriosamente. Tardo algunos segundos en abrir la puerta, me demoro un poco, con un sentimiento extraño sobre lo que voy a encontrar.

    —Este era uno de los lugares favoritos cuando el restaurante estaba abierto —comenta la mujer, y aunque no la miro por su tono de voz descubro la sonrisa que hace.

    Lo sé. Mi madre trabajaba aquí, está claro que iba a ser uno de los lugares favoritos.

    Esa es la excusa para que esté en peores condiciones que el resto del jardín, supongo.

    Recorro despacio el interior, las sillas de madera están amontonadas en un rincón, eran cuatro, que hacían juego con otras dos puestas en el patio exterior. Las ventanas están cerradas, los vidrios opacos, llenos de polvo. Las plantas en los maceteros fueron olvidadas, nadie las cuidó, nadie las regó. Algunas las habían puesto ellos, lo vi en la fotografía. Coloridas y muy alegres, llamativas, para realzar el espacio. Era lo que decía al pie de la fotografía, «realzando». Esto era demasiado poca cosa para ellos, por eso pusieron wittrokianas frágiles y llamativas. Pero mamá era otra cosa. Era completamente diferente a esto.

    «El cuarto de la tristeza» lo llamaba ella. Triste pero querido. Y aquí venía a menudo. Este no era sitio para wisttrokias coloridas, o para asterales alegres, o geranium, o solanales. No había tiempo para geranium brillantes cuando mamá venía aquí. Todo era broteris, algún lirium. Excepto al final.

    «El invernadero, Estela, ¿cómo está el invernadero?». «Encárgate del invernadero». Ellos nunca la entendieron en realidad. Para ellos esto era solo un negocio, otra forma de sacar dinero a su figura, aún después de todo aquello.

    Me doy la vuelta y salgo cerrando la puerta detrás de mí. Tengo que salir. No puedo estar más tiempo ahí dentro.

    Respiro.

    La mujer se había quedado fuera, esperando. Hago un gesto de asentimiento, como si ya hubiera terminado en este cuarto y pudiéramos continuar. ¿Con qué? ¿Hacia dónde? ¿Por qué lo estoy haciendo? ¿Por qué estoy mirando? Ellos nunca la entendieron, nadie nunca entendió, y ya sé lo que hay que hacer. ¿Por qué miro? Voy a vender la casa, lo decidí en cuanto la mujer me llamó, solo que no se lo dije. Hay que terminar con todo y venderla.

    «Encárgate, Estela».

    Voy a venderla.

    «No tanto drama, Estelita», me dice Fátima en ese tono despreocupado que siempre tenía, apareciendo de vaya a saber dónde, es como si hubiera venido directamente desde el invernadero cerrado. Pasa a mi lado y de nuevo se pierde, más allá de la mujer.

    Voy a venderla. No queda nada más por hacer.

    Caminamos atravesando el jardín. Damos de lleno al patio trasero. No sé adónde fue a parar Fátima, quizá está dentro de la casa, de repente me imagino que me saluda desde una de las ventanas del primer piso, la que solía ser su habitación. Me da un estremecimiento. Eso realmente llegué a imaginarlo, no es como las otras veces en que la veo, que son espontáneas, pero a las que ya me acostumbré. A mamá, por ejemplo, no la he visto nunca.

    «Encárgate, Estela».

    Eso es solo un recuerdo, palabras.

    El patio se siente extraño. Me gustaba esta salida al exterior desde la cocina, era como un remanso antes de correr por el amplio jardín y llegar al invernadero, poniéndose en puntas de pies para llegar a espiar por las ventanas.

    La allamanda no está del todo perdida, costará recuperarla, pero con trabajo duro y constancia se puede lograr. Aquí había helianthus, pero ya no están. Mamá había mandado plantarlos, porque estos quería que nacieran y florecieran a tiempo, que estuvieran alrededor del patio. Ese era su secreto, en realidad no tenía buena mano para hacer crecer las plantas, trabajaba afanosamente en el invernadero pero no podía lograrlo. Hacía crecer versos e historias. Nada más.

    «Encárgate, Estela».

    Tal vez tendría que plantar algo antes de irme.

    La mujer interrumpe mis reflexiones hablando de pronto sobre la llave.

    —Siempre pensé que era muy raro eso de que la misma llave abriera la puerta de delante y también la de atrás —dice con una sonrisa medio nostálgica.

    Claro que es raro, y ella nunca entendería. Es simbólico. Pero nadie entiende la llave, nadie nunca entendió nada, ni entendió esta casa. El nuevo dueño tampoco la va a entender. Pero es mejor venderla y olvidarse de todo. Y antes cambiar las cerraduras. Todas.

    La mujer ya mete la llave y está abriendo la puerta de atrás. La madera hace un crujido. No quiero mirar por los cuatro cuadraditos de vidrio en la parte superior. No quiero mirar nada en realidad, pero a la vez no puedo apartar la vista, ya es tiempo de volver a entrar. Ella abre la puerta del todo dejando la enorme llave en la cerradura y entra. Yo me quedo con los pies aún en el patio, me distraigo mirando el labrado en la parte de atrás de la llave. Después entro y avanzo despacio, el golpe no es tan terrible como había esperado. No está todo como antes, pero muchas cosas las sacamos nosotros mismos. Acarreamos cajas y cajas con pequeñas cosas. El tiesto con flores que estaba sobre la mesada en el centro de la cocina lo saqué yo misma, no recuerdo qué hice con él; pero fue antes, no aquel día. Fue antes porque no podía ver cómo se marchitaban las flores aunque yo me «encargara».

    La mujer está hablando de nuevo, y esta vez me perdí toda una parte de lo que decía. He perdido la práctica. En el negocio es tan fácil evadirse y no prestar atención. Evadirse con las manos en la tierra.

    Creo que me invitó a subir la escalera y echar un vistazo al piso de arriba. Lo supongo porque se quedó vacilando en el umbral de la cocina a la sala y me espera. Espera mi respuesta. Eso sí que no, no pienso ir arriba.

    ¿Estará Fátima arriba?

    —Quiero venderla —zanjo la cuestión. Es mejor aclararlo cuanto antes y no hacerla perder más tiempo. Esto es solo una representación donde las dos hicimos muy bien nuestro papel. Ella mejor que yo. ¿Habré estado bien como la hija preocupada? Creo que fracasé estrepitosamente.

    —Claro… entiendo —responde despacio.

    Vuelve a entrar del todo en la cocina y deja su cartera sobre la mesada. Después apoya las carpetas y abre una.

    Me preparo para el clásico discurso de los abogados. Me pregunto en cuántas palabras diferirá de los anteriores que la mujer nos ha soltado.

    La gran diferencia es que ahora no hay un «nos».

    —En las actuales circunstancias, puedes disponer de todo como única heredera. Ya esperamos el tiempo estipulado por la ley —explica y saca una hoja de la carpeta, alargándomela.

    La tomo. La miro. No la leo. No me interesa lo que dice, y parece que no aprendo nunca. ¿Qué decía el contrato? ¿Qué dice este papel? Esta vez puedo leerlo más tarde.

    —Me quedo con esta copia —le aviso y dejo el

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