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Posiciones geográficas
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Libro electrónico115 páginas1 hora

Posiciones geográficas

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Los relatos que conforman Posiciones geográficas permiten al lector acercarse al apasionante universo literario de Suzana Tratnik, escritora eslovena traducida a más de veinte idiomas que ha logrado el aplauso unánime de la crítica. La identidad sexual ('Travestis en el autobús'), los roles de la femineidad ('Cosas que nunca entendí en el tren'), las relaciones entre mujeres ('Discreción garantizada'), la violencia ejercida contra los más débiles ('Cosiendo a la princesa'), el lado más oscuro de la infancia ('Juegos con Greta') o las tensiones entre tradición y modernidad ('En su propio jardín') son algunos de los temas abordados por Tratnik, una de las autoras europeas más sugerentes del momento.
Para Linda Stift de 'Der Standard', "los cuentos de Tratnik revelan una sensibilidad impecable (…) Las historias exhiben una gran fuerza narrativa en todos sus matices. Logra metáforas poderosas sin recurrir a trucos baratos" . Zala Hriberšek afirma en 'Narobe' que los relatos de 'Posiciones geográficas' son excelentes y rebosantes de suspense: describen a la vez hechos cotidianos y momentos trascendentales, sucesos e incidentes grotescos. En ocasiones, las historias siguen el itinerario habitual, pero de vez en cuando toman giros repentinos e inesperados".
IdiomaEspañol
EditorialDos Bigotes
Fecha de lanzamiento27 oct 2016
ISBN9788494618369
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    Posiciones geográficas - Suzana Tratnik

    Discreción garantizada

    Me dirigí por el camino apartado que serpenteaba entre los prados y se retorcía a lo lejos entre un puñado de casas de campo. Allí debía girar a la izquierda. Así me dijo un amigo que me dejó cerca de la salida de la autopista, mientras él continuaba su viaje. Yo seguía buscando con la mirada su Renault 4 azul y me preguntaba si todavía podría verme si le empezaba a hacer señas, si todavía pararía el coche y me esperaría si de repente cambiaba de idea.

    Me convencí a mí misma de que era demasiado tarde y me obligué a bajar por el sendero. Seguro que te toparás con alguien cuando gires a la izquierda. Este te indicará la casa de la familia Korošak. Y si no te encuentras con nadie, sigue un poco más, cruza un arroyo y verás nuestra casa, decía la carta. La he leído varias veces —también mientras caminaba la saqué de mi bolsillo—, intentando descifrar más cosas de las que estaban escritas; el estilo y los errores gramaticales, la letra pequeña e inclinada hacia la derecha, que recordaba a la caligrafía regular e inexpresiva de los cuadernillos de lectura de primaria.

    Cerca, un pequeño puente cruzaba el cauce seco de un río. Para ocultarme de las posibles miradas procedentes de las casas del otro lado del arroyo, me paré detrás de un árbol. Volví a echar un vistazo a la carta para comprobar la dirección; era el número seis. Como si no lo supiese de memoria desde hacía dos semanas, cuando abrí el sobre por primera vez.

    Luego me alejé del tronco del árbol, cubierto por varios carteles que anunciaban la actuación de una conocida cantante croata en un pueblo vecino. Atravesé el puente y me aproximé a la casa.

    Al llamar al timbre pensé que me había equivocado, que en algún punto había tenido que extraviarme y me había deslizado por una línea temporal paralela, de ahí que no me sirviera de consuelo que el nombre del pueblo y el número de la vivienda fueran correctos. Cuando abrió la puerta y me miró sorprendida durante uno o dos segundos, casi estaba convencida de que no sabía quién era. Luego pareció como si algo atravesara su rostro, se relajó y me tendió la mano:

    — Ay, perdona, he perdido la noción del tiempo. Ya son las dos, ¿verdad? Soy Manja.

    Era la Manja de la foto aunque en realidad tenía una expresión más tierna. No pude sino apreciar su lunar sobre la ceja izquierda. Como si supiéramos que no era muy prudente quedarse demasiado tiempo en el umbral, al estrecharme la mano no la soltó enseguida, sino que me introdujo en el acto en la casa. La seguí mientras pensaba cuándo debería preguntarle si tendría que quitarme los zapatos al entrar, pero el primer vistazo a la vivienda todavía sin amueblar me disuadió de mi propósito.

    — Aún no está terminada. Tampoco este año tendremos suficiente dinero.

    Me pregunté a quién se refería con aquel nosotros. Me parecía muy extraño e hipócrita el hecho de que, en nuestro primer encuentro, utilizase conmigo la primera persona del plural.

    — Por favor —me señaló las escaleras sin barandilla—. Sigue hasta arriba, solo hay una habitación. Quiero decir, hay más habitaciones, pero solo una tiene puerta. Quieres café, ¿verdad?

    Asentí y empecé a subir, apoyándome en los ladrillos de color rojo sangre de la pared sin revocar. Entre el desorden de ropa y los juguetes infantiles por fin encontré un sillón de piel. Tiré las camisetas y los baberos al suelo y me senté. El cuarto, que obviamente era el que servía de estancia, no se hallaba en las mejores condiciones. Lo único que atestiguaba que estaba habitado y que se usaba de manera frecuente era un gran aparador, ubicado casi en el centro, detrás del cual estaban guardadas las demás pertenencias en enormes bolsas y cajas de cartón. Dentro del aparador había juegos de té y de café, y entre las tazas se desperdigaban figuritas de porcelana de bailarinas, soldados y gnomos. En la parte derecha había libros dispuestos con cuidado, entre ellos algunos tomos de la serie Cien novelas y numerosos ejemplares de la saga sobre la heroína francesa Marianne.

    — ¡Cuidado, quema! —se oyó desde las escaleras—. ¡Quedaos abajo, en la cocina!

    Manja trajo una bandeja enorme con café, azúcar y leche. Cuando la puso sobre la mesa, dijo:

    — Bueno.

    Por fin había llegado el momento embarazoso. Cogí la taza, añadí un poco de leche y empecé a sorber el café caliente. Mientras tanto, observaba la habitación para que mis ojos no tuvieran que toparse con los suyos.

    —Sé que está muy desordenado —dijo Manja, que acompañaba la dirección de mi mirada—. Nos trasladamos hace apenas unos meses. Ya no estoy de baja por maternidad, así que desde que he vuelto a trabajar no tengo tiempo para limpiar.

    Dije que sí con la cabeza. No sabía qué responder. Quizá ahora se revelase que todo se trataba de un error, porque la mujer que decía tales cosas no pudo haber escrito aquel anuncio. Esto supondría que estaba bebiendo un café equivocado y entablando una conversación equivocada.

    Intento pensar algo educado que decir. Pero sus ojos se fijan en otra cosa.

    — ¿Acaso no os había dicho que os quedarais abajo?

    Me giro y veo a dos niños detrás de mí, una niña de cuatro años con la cara sucia y un niño, un año o dos menor, con la nariz llena de mocos. Les sonrío y, cohibida, miro a la anfitriona, puesto que nunca sé qué hacer con los niños.

    — Desde que tengo dos es todavía peor —dice Manja—. Me refiero a que ninguno obedece.

    Ante su reiterada petición de que se vayan a la cocina, los niños bajan, callados, por las escaleras.

    — Me gusta leer tus cartas —de repente cambia de tema, como si se acordara de que el último autobús sale dentro de unas pocas horas.

    — Sí, ha sido un placer escribirlas —digo sin pensar. Si ha habido yin, que haya también yang.

    — Hasta ahora nadie me ha venido a ver. —Manja enciende un cigarrillo y aspira el humo con fuerza. Me ofrece uno—. Ninguna de las que ha contestado a mi anuncio me ha visitado. Tampoco yo he ido a ver a nadie. A nadie.

    —¿Y por qué no? —pregunto, aunque es obvio que la respuesta no nos importa.

    — No lo sé. No tengo tiempo. A veces me falta valor. En realidad, jamás estoy sola en casa.

    En ese mismo momento intento poner las palabras que pronuncia junto a las que había escrito. Sé lo que soy. Y esto es lo que deseo ser. Todavía no es demasiado tarde. Era evidente que a ella le importaba mucho reafirmar su identidad. Tan solo una, bueno dos veces, si cuento también la extranjera en la excursión de fin de curso, me he acostado con una mujer. No fue casualidad. Y no fue algo que pueda olvidar.

    — Tienes que tomarte tu tiempo —le digo, y por primera vez en mi vida tengo claro que esta expresión no está vacía de contenido.

    — Sabes que estoy casada, ¿verdad? —Cuando las palabras que pronuncia se solapan con las de sus cartas, de repente estamos muy lejos la una de la otra. El mundo que habíamos construido se ha esfumado y la presencia corporal es patente y molesta.

    — ¿Dónde está tu marido? —pregunto contra mi voluntad.

    — La mayor parte del tiempo lo pasa de viaje. En un barco. Es su trabajo.

    Cuando coge otro cigarrillo me parece que quiere tocarme. Escondo mi mano bajo la mesa, la suya abraza el cenicero lleno y lo lleva al cubo de basura al lado de la ventana.

    — Claro —digo a sus espaldas.

    Ahora siento que no me haya tocado. Seguro que solo hay un autobús al día que sale del pueblo.

    — Aquí uno está muy solo, quiero decir, una se siente muy sola —afirma cuando vuelve a sentarse. Y acerca su silla hacia mí—. Si eres así.

    Me encojo de hombros.

    — También en la ciudad una se siente sola. También yo estoy sola. Bueno, no siempre. —Toso ligeramente. De repente, pronunciar cada palabra me cuesta un esfuerzo tremendo.

    — ¿De verdad? Pero yo aquí ni siquiera tengo a nadie con quien hablar. —Manja baja la cabeza, avergonzada. Como si se estuviera confesando en vano a una extraña. Tomo su mano porque me parece que le debo algo. Está fría y agarrotada por el miedo y la expectación. Su otra mano se dirige hacia mí como si quisiera abrazarme, pero su antebrazo tan solo roza mi cuello por un momento. Luego la suelto, quiero liberarme de su mano, ahora sudada.

    — Probablemente ya no hay ningún autobús —digo de manera impersonal. Temo darle algo, aunque solo sea una falsa promesa. Las lesbianas encubiertas me aterran. Y también sus maridos en la sombra, sus hijos queridos, los montones de libros heredados, colocados en las vitrinas, entre los que destacan títulos como Kristin, la hija de Lavrans y Los tulipanes blancos y Vuestro matrimonio, su vida en casas

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