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No quiero despertarla
No quiero despertarla
No quiero despertarla
Libro electrónico243 páginas4 horas

No quiero despertarla

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Información de este libro electrónico

A las puertas del siglo XX, la magia de las piedras
envueltas en encaje de musgo, de gotas y retales
de historia, son testigos de la vida de Manuela,
de su amor por José, de cómo la vida le hizo
recorrer caminos de tierra y de sentimientos, deseos,
sueños, dolor más allá de lo que la mente es capaz
de entender, raíces del alma que buscan la calma
del bosque.
Una cascada de sentimientos recorre esta historia,
la de un amor que se repite a lo largo de los
tiempos, de mil culturas y rincones, que sobrepasa
la razón porque sólo cabe en el corazón.
No quiero despertarla, hilos de realidad y ficción en la
urdimbre del tiempo, ahora y siempre.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 jun 2024
ISBN9788410687196
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    No quiero despertarla - Esther Cepeda Barros

    Portada de No quiero despertarla hecha por Esther Cepeda Barros

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Esther Cepeda Barros

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de cubierta: Leonardo Guerrero Zárate

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-719-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Tachu, querida hermana, mi primera lectora,

    mi otra alma, sigue leyéndome desde las nubes,

    que yo te seguiré escribiendo.

    I

    Se agarraba a los barrotes de la fría cama como si le fueran a transmitir la fuerza necesaria para parir a su hija. Su cara se contraía y, a pesar de los esfuerzos, no conseguía que la niña empezara a salir de su dolorido cuerpo.

    Aprieta, no dejes de apretar aunque te duela, a todas nos duele y a tu madre también le dolió cuando llegaste tú que venías de pies y sin ganas de nacer– le decía la partera mientras, con sus viejas y expertas manos, le apretaba el vientre – Ya viene, aprieta y deja de gemir, ahora no es momento de lloros, ya podrás llorar después todo lo que quieras, pero ahora, por el amor de Dios, empuja. Ya, ya viene, empuja, empuja, ya está aquí. Menuda pieza, es muy hermosa esta niña, es muy grande. No me extraña que te doliera pequeña.

    Dejó a la recién nacida sobre el regazo todavía jadeante de la madre mientras la iba limpiando y adecentando para que la viera su padre, don Ramón.

    Esta niña va a ser muy guapa, tiene cara de rosa y el porte de una princesa –dijo la partera muy segura de lo que decía.

    Mientras, la joven Elvira, que no hacía mucho tiempo aún jugaba con sus muñecas de trapo, miraba embelesada a su pequeña hija rastreando cada milímetro de aquella carita con asombro y ternura. Su cuerpo dolorido después de dos días de parto, dejó de tener importancia, ahora estaba totalmente impresionada por lo que acababa de ocurrir. Pensó en su marido, el buen hombre que se enamoró de ella y que por edad podía ser su padre, pero fue su marido. A pesar de llevarle veinte años, era perfecto para Elvira, la amaba, la respetaba y la protegía. Ahora estaba deseando ver su cara cuando le presentaran a la niña.

    Jesusa ayúdame a arreglarme un poco, no quiero que me vea así mi marido, arréglame el pelo y deja que me lave la cara, necesito que vea en mí lo que de verdad siento, no quiero que sufra más de lo que ha sufrido durante estos dos días. Tráeme a la niña y abre bien esas ventanas, quiero mucha luz para que la vea bien – dijo Elvira mientras, a duras penas, conseguía sentarse en la cama.

    Un rayo de sol atravesó la estancia y la cama se inundó de la escasa luz que la caída de la tarde iba dejando a su paso por Santa Casta, aquella pequeña aldea gallega cercana a Santiago de Compostela, donde el musgo y la piedra se funden en un abrazo secular. El penetrante olor de la higuera que casi cubría el patio llenó la habitación, a lo lejos se oía un perro ladrar y algún niño jugando, seguramente sería Serafín, el nieto de Jesusa, sabía que algo le darían de comer, así que cuanto más largo fuera el parto, más comería. Siempre lo llevaba con ella, lo había cuidado desde que, tras nacer, su madre murió de mal parto. Del padre nunca se supo nada, ni siquiera sabía quién era.

    La partera, una vez que arregló a las dos mujeres, a la recién parida y a la recién nacida, salió a llamar a Don Ramón que no estaba muy lejos, se había quedado dormido en el pasillo con la cabeza apoyada en la pared y la boca abierta, respirando profundamente. Estaba tan dormido que Jesusa no se atrevía a despertarle, no había nadie por allí, ni la criada, ni nadie, después de dos días de parto, todos se habían relajado y andaban por fuera ocupados en las labores de un día cualquiera, ajenos a lo que acababa de ocurrir por fin en el dormitorio de la señora. Menos mal que don Ramón dio un ronquido y se despertó asustado por el ruido.

    Jesusa le puso al tanto de lo que había ocurrido, no podía parar de hablar y quería contarle como se había desarrollado todo. Sin escuchar nada de lo que decía, don Ramón llegó hasta la cabecera de la cama, no sabía si besar a su mujer, acariciarla, ver a la niña, hablar o callar, no pudo hacer nada, sólo llorar y llorar.

    Mira Ramón, es una niña, no llores más que la vas a mojar, no llores, dame un beso, mírala, es nuestra hija.

    Sentado en el borde de la cama, acariciaba el cabello de Elvira, satisfecho y feliz, ya más sereno miraba a su hija convencido de que esa cara la había visto antes. Esa cara de rosa ¿de quién era?.

    Es como tú, es como si ya la conociera porque es como tú, tu misma cara, tu cara de cielo. Cómo te quiero mi vida – le decía a Elvira mientras tocaba su pelo y su piel - ¿Cómo la llamaremos?

    Manuela, dijo la madre. Manuela es su nombre.

    Una sombra se paró ante ella. ¿Mamá? - dijo Elvira sorprendida pero tranquila.

    La figura de su madre, fallecida dos años antes, se fue haciendo cada vez más nítida, de pie, ante ella, un poco ladeada, pero mirándola fijamente a los ojos le dijo- Has hecho muy bien en llamarla así, ese es su nombre. Tendrás que ceder, cuando tenga a su hijo tendrás que ceder. Llámame, yo te ayudaré. Adiós.

    Elvira no movió ni un músculo de su cuerpo mientras la figura etérea y efímera de su madre desaparecía ante sus ojos. Estaba muy tranquila. Su marido no había visto ni oído nada.

    ¿Te pasa algo? Te veo muy pensativa- le dijo Ramón preocupado.

    No, nada, sólo pensaba en mi madre, le hubiera gustado conocer a Manuela, por eso he querido ponerle su nombre, ella se lo merecía, ella lo sabe.

    II

    Habían transcurrido quince años desde aquel día, Manuela recostada sobre la mesa de la cocina dejaba pasar el tiempo mientras con el dedo iba dibujando algo en la mesa. Estaba a gusto tarareando una canción con la cara apoyada en el brazo, el pelo castaño le caía sobre sus hombros y sus ojos claros miraban serenos el recorrido del dedo.

    Metida como estaba en su ensoñación no se dio cuenta del olor a quemado, a leche quemada, que inundaba toda la casa. Se sobresaltó cuando su madre entró gritando en la cocina- Manuela la leche, mira que te lo he dicho, ¿en qué estarás pensando? Mira toda la leche por fuera, pero bueno andas en las nubes.

    La leche quemada cubría casi toda la cocina de carbón, mientras una pota de caldo, ajena a lo ocurrido, seguía con su burbujeante cocción.

    Ya puedes ir a por agua y limpiar todo esto, tus hermanos están a punto de llegar de la escuela y tenemos que comer- le decía su madre mientras se subía a un taburete para cortar algunos chorizos para el cocido. Manuela levantó los ojos si guiendo los movimientos de su madre y se encontró con su enorme pecho, un prominente pecho herencia de la madre y de la abuela y que ella misma, evidentemente, heredaría.

    Tendría que darse prisa para dejar la cocina limpia antes de que llegara su padre de la escuela y sus tres hermanos pequeños, hoy no estaba Maruja que, por una vez en su vida, había faltado al trabajo porque una calentura infernal la estaba consumiendo en la cama. La gripe no perdonaba a nadie y el que salía adelante podía sentirse afortunado.

    Pero Manuela, ¿has ido a buscar el agua al pozo? Esta niña no está bien, algo le debe pasar- decía Elvira mientras que, a través de los cristales empañados por el calor del cocido, veía a su hija sentada en el borde el pilón con la mirada perdida en el suelo. Salió a buscarla mientras gritaba- Manuela despierta ya que no estamos para sueños, en qué estarás pensando.

    Era José el que ocupaba su pensamiento, desde el domingo pasado no tenía otra cosa en la cabeza. José se había colado en su vida sin avisar, por las buenas. Fue al salir de misa, Manuela había dado un traspiés al sortear las lápidas para poder llegar al camino y uno de sus zapatos salió volando hasta una charca que la lluvia mantenía llena a lo largo del año. La verdina cubría casi toda la superficie y allí era donde todos los domingos, antes de la misa, los más pequeños se entretenían en pescar renacuajos y en lanzar piedras a las ranas que ni se movían acostumbradas como estaban a lo mismo cada vez que alguien pasaba por allí.

    La suerte hizo que José, el chico larguirucho y desgarbado de los Castro, pasara por el borde de la charca en el momento en que el zapato se dirigía al agua. No pudo evitar que cayera, pero sí lo sacó inmediatamente. Con él en la mano, sin saber qué había pasado, buscó a su alrededor hasta que se encontró con la mirada angustiada de Manuela que, a trompicones, intentaba levantarse del suelo con una mezcla de enfado y vergüenza.

    Con un gesto de su mano, sin decir nada, exigió que le devolviera su zapato.

    Fue un momento de confusión, José no sabía si ayudarla a levantarse o darle el zapato. Le impresionó su mirada. Le cautivó su decisión, su enfado y su cara roja de vergüenza y rabia.

    Se conocían de toda la vida, habían jugado muchas veces juntos, pero hacía tiempo que no se veían, tal vez porque José tenía que dedicar gran parte del día a ayudar a su padre, tenía diecisiete años y ya no iba a la escuela, aunque hubiera querido ir a la universidad, pero tuvo que conformarse. Todas las manos eran pocas para sacar adelante a una familia tan numerosa, nueve hijos, la abuela, los padres y poco que llevarse a la boca. Por eso José, que había nacido diez meses después de la mayor, tenía que trabajar en el oficio de su padre arreglando herraduras, un oficio que dominaban y por el que eran conocidos en toda la zona, pero que daba poco de sí para mantener a tanta gente. El que más y el que menos se las arreglaba como podía para calzar a sus caballos sin tener que recurrir a los Castro, a pesar de que hacían su trabajo a cambio de poco, incluso, a veces, ni siquiera cobraban. Para eso eran los dos iguales, les daba pena cobrar a algunos clientes que consideraban con pocos recursos.

    José miraba pasmado a Manuela que intentaba arreglarse la ropa de los domingos llena de barro y de hojas secas. Era noviembre y había llovido bastante, aunque aquella mañana brillaba un sol espléndido que hacía que los colores de las hojas lavadas por la lluvia lucieran en todo su esplendor.

    En medio de su arrebato, también Manuela sintió algo, su mirada se detuvo un momento al cruzarse con la de José, duró un instante, pero lo suficiente para que luego, después de casi arrancar el zapato de la mano del joven y salir disparada hacia el camino, comenzara el regreso a casa con esa mirada clavada en su retina. Iba como en una nube bajando la cuesta sin ver nada más que aquellos ojos. Caminaba deprisa, pero sin querer llegar, no quería que se rompiera el hechizo.

    Iba rozando los matorrales con sus manos, de vez en cuando, arrancaba una hoja y la destrozaba entre sus dedos para luego oler el aroma que le quedaba impregnado. La lluvia de los últimos días había despertado los mil olores que estaban enredados entre las ramas de los árboles, entre la hierba y la tierra. Se paró frente a un limonero y, apoyada en una gran piedra, se quedó extasiada mirando un limón que pendía solitario en una rama. En realidad, no veía, sólo descansaba los ojos en el fruto mientras su mente soñaba con aquella mirada.

    Estaba tan distraída que no sintió la presencia de José que la había seguido a lo largo del camino, mejor dicho, había seguido su propio camino de regreso a casa, vivía muy cerca de ella, un poco más abajo. Se asustó al oír su nombre, aunque fue casi un susurro, se sobresaltó. ¿José? ¿qué haces aquí?- dijo mientras volvía la cara y se encontraba de nuevo con aquella mirada.- Menudo susto me has dado.

    Perdona, no era mi intención asustarte. Voy hacia mi casa, ya sabes, más abajo de la tuya y he pensado que si quieres vamos junto- No esperó a que contestara porque Manuela ya había empezado a andar despacio sin impedir que éste la acompañara – Has cambiado mucho desde que no nos veíamos. Estás muy guapa y muy, muy…bueno, no sé, vamos que estás diferente. O sea que, quiero decir, muy guapa.

    Manuela, a pesar de que el tener tan cerca de José le estaba acelerando el corazón, no pudo evitar el reírse viendo el mal rato que éste estaba pasando. Intentó que no se notara su risa y con la soltura que le caracterizaba, se volvió hacia él.

    Gracias, tú también has cambiado, supongo que será porque nos estamos haciendo mayores, ya no somos niños- le dijo muy segura de sí misma y con la sensación de controlar la situación - hacía mucho tiempo que no nos veíamos, ¿Vives fuera? Yo salgo poco, este año no he seguido en la escuela ayudando a mi padre con los más pequeños porque mi madre está bastante delicada, el último embarazo la dejó tocada, perdió al niño y su salud no es la misma. Yo quería haber sido maestra, pero ya ves. ¿Tú vas a la universidad?, querías ser arquitecto, siempre te oí decir que querías ir a Santiago a estudiar una carrera.

    No se daba cuenta de que no paraba de hablar, su excitación por la cercanía de José que la miraba embelesado, le producía verborrea.

    Así fueron andando cada vez más cerca el uno del otro hasta casi rozarse. Hubo un momento en que sus manos se tocaron sin querer y los dos se miraron un instante como sorprendidos pero fascinados.

    Ya estaban llegando a la casa de Manuela. Aquel día había ido sola a misa porque su padre, don Ramón y sus hermanos estaban pasando el fin de semana en casa del abuelo con los demás varones de la familia, algo que repetían cada primer domingo de mes. Se había establecido esa costumbre poco después de morir la abuela siendo muy joven. Decidieron que, a partir de entonces, sus cinco hijos, todos varones ya que no había tenido hijas, irían a verle al menos una vez al mes. Por aquel entonces, estaban todos solteros, unos trabajando y otros estudiando. Poco después de morir la madre, el mayor se fue a América, pero dejó un hijo sin reconocer que el abuelo reclamó y al que dio su apellido.

    Aunque el niño vivía con la madre, se sentía querido por todos y acudía religiosamente a la cita mensual. Incluso veinte años después, cuando su padre volvió para instalarse en Galicia, coincidían en casa del abuelo, pero jamás se cruzaron una palabra. Era una cuestión de orgullo.

    Con el tiempo los nietos varones, al llegar a los cinco años, también se iban uniendo a grupo, de manera que, los primeros domingos de mes, la casa del abuelo se convertía en una gran reunión de hombres de diferentes edades en la que se compartían todo tipo de actividades, la que más gustaba a todos, especialmente a los niños, eran las tertulias que se organizaban en torno a una enorme bandeja de pasteles y un humeante chocolate caliente servido en las antiguas tazas inglesas del ajuar de la abuela. Presidiendo el salón, en el mejor sitio, justo encima del sillón del abuelo, colgaba de la pared un gran retrato de la abuela ante el que todos iban haciendo una reverencia antes de sentarse a dar buena cuenta de los dulces y la charla.

    Ese domingo la madre de Manuela estaba indispuesta como casi siempre, aquel tardío embarazo la había dejado muy mal parada y toda la energía con la que vivió hasta entonces desapareció, convirtiéndose en una mujer enferma que sólo de vez en cuando se sentía con fuerzas para llevar adelante su casa. Su marido Don Ramón siempre solícito y respetuoso con ella, cumplía con su labor de maestro en la escuela de la aldea, cada mañana acudía sin rechistar a su trabajo y jamás se quejaba. Llevaba cuarenta años ya como maestro, casi toda una vida, a pesar de que descubrió tarde su vocación. Estuvo unos años intentando ser escritor sin conseguir editar nada, no porque no escribiera bien que tenía un don especial, sino porque le daba mucha vergüenza que alguien leyera sus poemas y sus historias de amor, sólo fue capaz de enseñárselas a Elvira a la que le dedicaba la mayor parte de sus escritos. No consiguió jamás superar esa timidez, era como desnudarse ante los demás y al final tomó la decisión de estudiar magisterio.

    Por suerte para él, su familia gozaba de una buena situación económica ya que su padre había hecho una pequeña fortuna en América siendo muy joven y, después de nacer su tercer hijo, decidió volver a casa para no marcharse nunca más. Así pudo Ramón dedicarse a escribir durante unos años sin que le agobiara la idea de ponerse a trabajar, ya que sus padres no veían nada mal que su hijo fuera escritor. Su madre, una mujer culta y de una educación exquisita que se encargó de transmitir a sus hijos, se murió sin haber conseguido leer ni una sola línea de lo que su hijo escribía. Aun así, se fue de este mundo con la seguridad de que, tarde o temprano, destacaría entre los escritores más prestigiosos del país.

    ****

    José no sabía cómo decirle a Manuela que acababa de enamorarse de ella, de aquella niña con la que había jugado tantas veces y que ahora, de repente, la estaba descubriendo como mujer.

    Siguieron andando, recorriendo el camino de vuelta a casa, pero aquella vez era diferente, Manuela seguía hablando, aun que José no la escuchaba, iba absorto en su sorpresa, acababa de enamorarse y no podía pensar en otra cosa. De reojo la miraba, miraba el perfil de su cuerpo, aquellas manos que no paraban de moverse en el aire, el pelo castaño que se movía al mismo ritmo que los pies y la falda, sus ojos que de vez en cuando se cruzaban en su mirada y aquellos dos enormes bultos que emergían del vestido. Eran los pechos, unos pechos muy grandes. Fue al mover las manos cuando la chaqueta de Manuela se abrió y tras los botones aparecieron esos pechos inmensos, que él adivinaba jóvenes y tersos tras la tela de diminutas flores. ¿Cómo podía tener algo tan maravilloso escondido? La cabeza de José le daba vueltas, mientras sus ojos le dolían de tanto mirar de soslayo. Le palpitaba el corazón, sudaba, algo le estaba sucediendo, algo muy grande.

    Intentó acercar su mano para que pareciera un roce involuntario, quería tocar su piel aunque sólo fuera un momento, esa piel tan recientemente deseada. Fue alargando muy sutilmente el brazo, todo lo sutilmente que su agitación le permitía, sin saber que Manuela tenía la misma intención y movía su mano en la misma dirección. El esperado roce se convirtió en un sobresalto para los dos, ambos se miraron sorprendidos y azarados al tiempo que retiraban sus manos. Pero se rozaron lo suficiente como para que la adrenalina les invadiera el cuerpo.

    Manuela aprovechó el desconcierto para mirar también de reojo a José. En realidad, sólo había podido ver su mirada, ni siquiera había visto el color de su pelo ni la ropa que llevaba, ni tan siquiera si era guapo o no. Vio que llevaba un traje de domingo, algo justito y gastado, pero no estaba mal, mejor dicho, estaba muy atractivo. Le parecía mentira que aquel niño con el que había jugado de pequeña, fuera un hombre tan apuesto. Tenía una cara dulce, a pesar de la barba de más de dos días que oscurecía un poco su piel.

    Poco más pudo ver porque ya estaba a muy pocos metros de su casa. Se paró en seco, se volvió y le miró fijamente.

    José se acercó y besó su mejilla como si besara a una virgen, con devoción. Sin dejar de mirarla, siguió andando durante unos metros y cuando ya no podía girar más la cabeza, le dijo adiós con la mano mientras en su boca se dibujaba una inmensa sonrisa.

    III

    Aquella Navidad era diferente, algo ocurría en la cabeza de Manuela, los colores le parecían más nítidos, los olores más intensos, los sentidos se le habían alborotado, pero no podía contárselo a nadie, no la entenderían, ni siquiera

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