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Libro electrónico324 páginas4 horas

Palabras vacías

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Información de este libro electrónico

«Creo que la he matado -murmuró-. Nunca he matado a nadie.»

El asesinato de una joven madre soltera sin resolver no parece tener mucha relevancia en una ciudad tan grande como Múnich.

Trece años después de los hechos, se abre una oleada de homicidios que aterroriza a los ciudadanos. Un hijo de inmigrantes albaneses y una inspectora novata vivirán los sucesos en sus propias carnes hasta llegar a los responsables de la matanza.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento7 jul 2020
ISBN9788417947897
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    Palabras vacías - Alessia Zingali

    Palabras vacías

    Título: Palabras vacías

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417947392

    ISBN eBook: 9788417947897

    © del texto:

    Alessia Zingali

    © de esta edición:

    Caligrama, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    Nicole

    Múnich, Alemania.

    Martes 15 de febrero de 2005.

    La Misa del Orfanato, de Mozart sonaba a todo volumen en el radiocasete. Nicole estaba tirada en el suelo, intentando oír la melodía, pero le era imposible. La niña lloraba con tanta fuerza que su cara era un amasijo deforme de piel rojiza. No le importaba. Simplemente la veía retorcerse sobre el sofá con los puños cerrados y una mueca en el rostro. La canción terminó a los pocos minutos, pero su hija no dejó de llorar. Tenía la voz rasposa y repetitiva y ella ya no podía soportarlo más. Se pasó una mano por los ojos. Ay, Dios mío. Estaba demasiado cansada como para seguir oyéndola. 

    La nieve continuaba cayendo en la calle. Veía a los suaves y ligeros copos descender acompasados por el cristal de la ventana. No había dos iguales y saber eso era maravilloso. Se levantó del suelo y apagó el aparato antes de que sonaran las primeras notas de la siguiente pieza. Podía adivinar que se trataba de La Sinfonía n. º 48, de Haydn. Le apetecía quedarse para escucharla, sin embargo, no podía hacerlo. Cogió su abrigo azul, que estaba tirado al lado del bebé y se acercó a la puerta. Dudó unos segundos, sabiendo que era una madre negligente, pero no se esforzaría por cambiar.

    —Ahora vuelvo —anunció, como si hubiese alguien en el salón capaz de comprenderla—. Quédate aquí.

    Como toda respuesta, la niña siguió llorando.

    Cerró de un portazo y, contando las monedas de sus bolsillos, bajó las escaleras del edificio y salió a la calle. Debía de hacer un montón de frío, porque la gente se abrazaba a sí misma y llevaba todo tipo de bufandas y guantes y gorros. Aunque ella no lo notaba tanto. Sólo se había puesto el abrigo por encima de las mallas y la camiseta de tirantes. Tal vez era porque se había pasado toda la tarde bebiendo y escuchando música del clasicismo. Tal vez era porque los llantos de su hija le subían la temperatura de sobremanera.

    Corrió hasta la cabina de teléfono más cercana. Le temblaron las manos mientras que metía el dinero por la ranura y más aún cuando marcó el número. La máquina pitó tres veces y luego obtuvo la tan ansiada contestación.

    —¿Diga? —preguntó una mujer con la voz trémula. Llevaban mucho tiempo sin llamarla desde una cabina y aquello era muy extraño.

    —¿Mamá? —habló con nerviosismo. Estaba temblando y no podía parar.

    —¿Lena?

    Nicole se encogió al oír el nombre de su hermana.

    —No mamá. Soy Nicole.

    Su madre se quedó callada, como sopesando las palabras.

    —Mamá —llamó su atención. Esperaba oír algo de emoción, pero sólo podía imaginársela con cara de funeral, preguntándose cómo la había vuelto a localizar.

    —¿Se puede saber dónde demonios has ido a parar? —inquirió molesta.

    —Llevo un año viviendo en la periferia.

    Ella suspiró.

    —Tuve a la niña. Se llama Johanna, como tú.

    —¿Vives con Thomas?

    —No. Ya sabes que nunca se hizo cargo.

    —¿Cuándo pensabas decírmelo?, ¿crees que soy adivina?

    —No, mamá.

    —¿Vas a volver?

    —No.

    —¿Qué quieres?, ¿dinero? Porque no tengo ni un euro para darte.

    Inspiró con fuerza por la nariz. Eso era lo que seguía pensando su madre de ella, que sólo estaba allí para pedir y pedir sin freno. Aunque eso era lo que le había demostrado en los últimos años. No la culpaba.

    —No necesito nada de eso.

    —¿Entonces?

    —Sólo quería hablar contigo. Hacía tanto tiempo que no te escuchaba… Me hubiese gustado que todo hubiese sido diferente —explicó entre sollozos. Esperaba que todo volviera a la normalidad.

    Llenó el silencio que se había instaurado entre ellas con sus lloros desconsolados, luego Johanna suspiró con pesadez. Se imaginó a su hija lloriqueando en plena calle como una niña grande.

    —Eso es cosa tuya. Te dije que ese inglés de mierda no me gustaba nada. Si quieres volver, vuelve, pero no te esperes nada de mí.

    —No entiendes lo que quiero decir.

    —Claro que sí...

    —No.

    —No me interrumpas. Si me hubieses escuchado... Ya sabes, como Lena. Ella siempre ha seguido mis consejos y mira dónde es...

    Colgó antes de que terminara. No quería que nadie le hablara de su hermana. No ahora. Se quedó con el auricular pegado a la oreja y con las lágrimas frías y negras por culpa del rímel mojándole la cara. No le había ni dado el tiempo para contestar, para añadir algo. Para explicarse mejor. Se secó los ojos con el dorso de la mano, dejando en su piel blanquecina un rastro oscuro. Decidió regresar. Se buscaría algo para comer y se iría a dormir temprano para no despertar con dolor de cabeza. No necesitaba hablar con su madre. Nunca la había ayudado de verdad.

    Nicole cumpliría los diecinueve años en septiembre y ya debía cargar con un bebé de cuatro meses. En enero del año anterior descubrió que estaba embarazada de su novio por aquel entonces, Thomas. Era un chico inglés que vino de intercambio. Nunca había hablado con un británico antes y sus ojos azules y su acento extranjero la cautivaron. No era muy guapo, pero tenía la voz suave y parecía comerse las erres al hablar. Eso era suficiente para ella. Iban a terminar el último año de instituto y surgió aquella noticia. Él no quiso saber nada, como si no hubiese aportado una parte esencial en la creación de esa criatura. Le dejó claro que ya no volverían a hablar y empezó a ignorarla. Seguían yendo a la misma clase, compartían el mismo grupo de amigos, pero él no le dirigía la palabra. Nicole soportó ese ambiente tenso durante una semana, después tuvo que contárselo a sus padres, porque, una cosa así, no puede esconderse de por vida.

    Estaban en la cocina y, cuando ella explicó todo lo que había ocurrido, su madre se quedó estática. Se tambaleó hacia delante y hacia atrás en la silla, mientras que su pelo rubio y crespo se agitaba. Su marido la cogió por la cintura, intentando hacerla entrar en razón. Los dos sabían que su hija estaba saliendo con ese estudiante de intercambio, pero ni siquiera sospechaban que ambos se hubiesen iniciado en la vida sexual. Su hermana estaba también allí, apoyada en la encimera con la mirada fija en las partículas de nieve que caían del canalón. Tenía treinta y cuatro años y llevaba desde los veinte casada con un exitoso empresario. Todo en su vida era un triunfo. Se giró un poco y sus ojos azules la escrutaron por debajo del frondoso flequillo rubio que le cubría las cejas.

    —Vas a abortar, ¿verdad? —preguntó con la voz seca. Ella era la mayor, la mejor. Ella debía tener un hijo antes que Nicole, sin embargo, su útero estaba diseñado para eliminar a todas las formas de vida que intentaban asentarse allí.

    Nicole la miró sorprendida. No lo había pensado aún. Esperaba obtener el apoyo de Thomas, pero, como se había desentendido, ella misma también había empezado a despreocuparse un poco. Observó a sus padres, por si acaso habían escuchado lo que Lena acababa de decirle, pero su madre aún parecía estar a punto de sufrir un síncope y su padre no dejaba de abanicarle la cara con la mano.

    —Que alguien me lleve un vaso de agua —pidió preocupado.

    Lena se apresuró a llenar un vaso en el fregadero y se lo llevó corriendo a su pobre madre. Nicole la estudió con la mirada. Su hermana siempre había sido muy guapa. Tenía el pelo rubio largo hasta la cintura y una nariz que, aunque grande, era bastante femenina. Nunca había dado un solo disgusto a sus padres. Era el ejemplo de hija perfecta.

    —No —dijo Nicole sorprendiendo a todos.

    —¿Qué? —inquirió su madre, que acababa de beberse toda el agua de un sorbo.

    —Me voy a quedar con el bebé. Es mío, y de Thomas también.

    —Es una locura. Tienes diecisiete años, no puedes tener un hijo aún.

    —Tú no me lo puedes impedir.

    —Soy tu madre y, mientras que vivas bajo mi mismo techo, harás lo que yo te diga.

    No iba a matar a su futuro hijo. Era suyo, algo que Thomas y ella habían creado. No dejaría que nadie lo tocara.

    —Entonces me voy de casa.

    Y lo hizo. Esperó a tener cierta estabilidad económica y, sin decírselo a nadie, recogió sus pocas pertenencias, las metió en su mochila de clase y se marchó.No habló con Thomas. No le interesaba que él formara parte de su vida o de la de Johanna. Ahora era asunto suyo y debía seguir adelante ella sola.

    Vivía como nunca lo había hecho. Ya no podía seguir yendo al instituto. Trabajaba en un restaurante de la zona, para llegar a fin de mes. No le importaba mucho. Saber que pronto sería madre, que ya tenía su propia familia, era reconfortante. Ahora se sentía más exitosa que su hermana, porque Lena lo tenía todo, todo menos un hijo. Algo que hubiese creado ella a partir de la nada.

    Reemprendió el camino de vuelta a casa, cubierta por una fina capa de nieve que le había manchado los hombros y el pelo oscuro. Las lágrimas ya se habían secado y ahora tenía la cara pegajosa. Una vecina que salía del apartamento le sujetó el portón y ella, como todo agradecimiento, esbozó una sonrisa casi imperceptible. Subió por las escaleras, ya que ni siquiera había ascensor. Le pesaban las piernas y sólo quería echarse en algún lugar apartado y frío para llorar un poco. Estaba completamente sola.

    Había dejado la puerta abierta, así que no tuvo que sacar las llaves. Desde el pasillo no escuchó los llantos de su hija, pero cuando entró vio que no estaba en el sofá. Había un hombre sentado en una de las sillas del comedor, dándole la espalda. Sujetaba a Johanna. Nicole estuvo a punto de gritarle, pero enseguida reconoció ese corte de pelo negro. Sonrió, tenía las mejillas rígidas. Era él.

    —Estaba llorando —dijo el hombre como si le hubiese leído el pensamiento.

    Nicole se acercó a él y cogió a Johanna, que ya se había dormido.

    —Ya me voy, no te preocupes.

    Ella apretó contra su pecho el fardo en el que estaba envuelta su hija. No quería volver a escuchar eso en su vida.

    —Quédate un poco más —pidió con voz lastimosa. Toda su persona era lastimosa—. Por favor.

    Él no se opuso. No tenía motivos para hacerlo. La conocía desde hacía una semana y eso era suficiente como para comprender que algo no iba bien.

    Nicole dejó a Johanna en el sofá y volvió a acercarse al hombre. Era mucho más alto que ella y eso le daba una magnífica sensación de calor que nadie podía ofrecerle.

    —¿Qué ha pasado?

    —No quiero hablar de eso. No ahora.

    —Lo entiendo.

    Ella le cogió la cara con las dos manos y la bajó. Lo miró a los ojos. Sus irises marrones estaban salpicados de motas verdes. Bésame, le gritó, pero rápidamente se dio cuenta de que no había dicho nada y que lo había besado directamente. Ahora había cerrado los ojos. Le acarició el pelo, la cara, el pecho… como si nunca hubiese visto ni a medio hombre. Lo necesitaba. Sólo un poco.

    Fue a cerrar la puerta y él la siguió. La acorraló contra la madera y empezó a besarle el cuello. Nicole le puso las manos sobre los brazos. La última vez que la besaron de forma tan pasional, fue hacía tanto tiempo que ya no lo recordaba. Ahora él la recorría con los dedos. Le daba placer, un placer que ansiaba desde hacía mucho. Buscó su bragueta con las manos trémulas. Él se dejó hacer, extasiado. Le tocaba los pechos por encima de la ropa y, enseguida, la camiseta de tirantes comenzó a entorpecer la operación y tuvo que arrancársela de golpe. El trozo de tela beige que quedaba de la prenda voló al otro lado de la habitación, golpeó la ventana y, finalmente, cayó al suelo. Ella llevaba un sujetador pre mamá todo descosido y le dio vergüenza que él lo viera, pero no frenó. No pensó hacerlo ni por un instante.

    —Vayamos al dormitorio —sugirió Nicole. Quería que él se quedara a dormir con ella, que le hiciera compañía.

    Se besaron durante todo el camino que, si ya era corto, fue inexistente. Ella se tumbó de espaldas en la cama y él se le subió encima. Trató de quitarle el sujetador, mientras que ella se deshacía de su camiseta. Sintió que ya nada le cubría los pechos y rezó para que él no notara las estrías de su piel. Casi se puso a llorar de la felicidad cuando sintió su lengua en los pezones. Él dejó de ser tan suave como había sido hasta el momento y la arañó al bajarle las mallas. Nicole lo pasó por alto y continuó disfrutando de la excitación. Unas pequeñas ondas de electricidad le recorrían el cuerpo. Lo quería para sí misma. El hombre todo para ella. 

    Él volvió a subir. Estaba entre sus piernas. Tenía las pupilas dilatadas y la miraba directamente a los ojos. Él no era él. Iba a penetrarla. Ella se dejaría hacer, porque lo deseaba con todas sus fuerzas. Entonces escucharon un ruido. Un murmullo suave que fue cobrando intensidad y que los paralizó a los dos por igual. Era Johanna, que acababa de despertarse y clamaba por su cena.

    Nicole miró a su alrededor. Vio los cartones de vino barato, las colillas, la ropa sucia tirada en el suelo y luego a él. Justo encima de ella. Sólo le faltaba ese movimiento de cadera y ya no habría vuelta atrás. ¿Qué clase de madre era? Una mala. Malísima. De las peores del mundo. Lo empujó. Él, que estaba algo aturdido por los llantos, se apartó y se quedó de rodillas en frente de ella. Nicole cerró las piernas y se tapó el pecho con las manos. Tenía la respiración entrecortada. El hombre quiso besarla de nuevo. Le daba igual tener que volver a empezar, sólo quería acostarse con ella. Nicole retrocedió.

    —Lo siento, pero no puedo.

    —¿Por qué? No pasa nada — gateó hasta ella. Llevaba los vaqueros por los tobillos y su aspecto era ridículo.

    —Mírame. Me doy asco. Si hoy hacemos el amor, habré perdido el último miligramo de dignidad que me quedaba.

    —¿Entonces he cuidado a tu hija para nada? 

    —No me puedo acostar con todos los que vigilan a Joa.

    Él la cogió por los brazos, para terminar lo que había empezado.

    —¡Quieto!, ¡para o llamo a la policía! —exclamó en tono amenazante.

    El hombre le tapó la boca con una mano.

    —Calienta pollas.

    La soltó y se levantó. Ella se quedó hecha un ovillo en una esquina de la cama, tratando de tapar su cuerpo desnudo. Mientras, él volvió a vestirse. Dio media vuelta y se fue.

    —¡Puta gorda! —gritó antes de cerrar la puerta principal.

    Sólo entonces, Nicole se dio cuenta de que Johanna seguía llorando. Corrió al salón y la encontró el sofá, berreando. Sus chillidos, propios de una matanza, nunca le habían parecido tan hermosos. La cogió y la abrazó con energía, sintiendo su cálida mejilla contra la piel fría y descubierta de su pecho. Apenas percibió los lagrimones que le surcaban la cara como dos pequeños arroyos.

    Tal y como había planeado, se fue a dormir temprano. Pero, antes recogió toda esa basura que parecía tragársela y la dejó en una bolsa, cerca de la puerta, para tirarla a la mañana siguiente. Iba a cambiar. Lo juró a sí misma y a Johanna.  Así que se metió debajo de las mantas y trató de conciliar el sueño. No podía dormir. Se veía junto al hombre, haciendo el amor, rompiendo ese juramento. En esa visión disfrutaba de cada instante, pero no creía que fuera a ser así, si alguna vez llegaban a acostarse. 

    Se despertó en medio de la noche, sobresaltada. Su habitación estaba a oscuras y Johanna seguía durmiendo. Todo bien. Se puso en pie, algo mareada. Había soñado con algo, pero no recordaba el qué. Buscó la ventana a tientas y, cuando la encontró, subió la persiana despacio, para no despertar al bebé. La luz cálida de las farolas que iluminaban la calle entró en la habitación, perfilando las sombras. Nicole sonrió. No pasaba nada. Lo de esa tarde no había sido nada. Se dio la vuelta asustada. Juraría que había oído unos pasos en la entrada. Esperó un rato, pero, al ver que nadie venía a por ella, volvió a acostarse, pensando que, seguramente, serían los del piso de arriba.

    Estaba tan convencida de ello, que no supo cómo reaccionar. Sintió un peso sobre ella. Una figura alta se le había echado encima. La toqueteó mientras que ella gritaba y pataleaba, hasta que pudo encontrar su cuello y la inmovilizó.

    —¡Soc...! —no pudo terminar el grito, porque él le cubrió la boca.

    Pronto llegó otra silueta, algo más baja que la primera. Se lanzó sobre la cama. Nicole se revolvió. No quería que nadie la tocara, pero iban a hacerlo y ella no podría evitarlo. El segundo hombre le quitó los pantalones del pijama y la camiseta. La dejó en ropa interior. Le lamió el cuello y el pecho, susurrando obscenidades. El otro hombre le había puesto las manos en el cuello y había empezado a apretarle la garganta. Estaba sentado en el colchón, con la espalda pegada a la pared y Nicole estaba tumbada sobre su regazo. Notaba la erección del desconocido entre los omóplatos. Chilló. Arañó al hombre que tenía encima.

    —¡Joder, haz que se calle! —susurró.

    El que la estaba estrangulando cogió la camiseta que le acababan de quitar y se la metió a la fuerza dentro de la boca.

    —Date prisa, que luego me toca a mí —tenía la voz rasposa.

    El otro le quitó las bragas y la violó mientras que el otro le presionaba la garganta con todos los dedos. Ella sólo podía llorar. Al menos Johanna estaba callada. Ese par de engendros no la tocarían. Cuando terminó la violación, el hombre se alejó de ella y el otro ocupó su puesto sin soltarle el cuello. Se inclinó sobre ella y le respiró en la cara. 

    —Te voy a matar. Calienta pollas.

    Era él. Había vuelto. Te odio, te odio. No sabes cuánto te odio.

    —Es una puta barata —dijo el otro entre jadeos.

    El hombre la penetró como hubiese querido hacer esa tarde. No dejó de estrangularla. A un cierto punto, Nicole dejó de sentir sus embestidas y sólo vio unas bolitas blancas que caían del techo. ¡Nieve! Eso debía de ser. Estaba nevando sólo para ella. Notaba como la blancura la envolvía. Apreció el agradable frío en su piel y luego nada más.

    Capítulo 1

    Klajdi

    Múnich, Alemania.

    Martes 19 de junio de 2018.

    Había bailado al son de las mejores composiciones de la historia, había deleitado a millares de personas en los teatros más importantes de todo el mundo. Se había hecho amar como nadie y luego se convirtió en eso. En nadie. Michael Fischer lo había tenido todo gracias a sus dotes de bailarín. Algunas grabaciones de la década de los ochenta dejaban ver a quién quisiera sus movimientos gráciles, su forma de dar vueltas como si fuera una peonza humana y sus increíbles saltos que lo dejaban suspendido en el aire durante unos segundos de incertidumbre. Toda una leyenda. Sin embargo, a principios de los noventa, se cayó por las escaleras y se lesionó la rodilla derecha. Aunque quisiera, ya no podría volver a bailar de la misma manera. Eso generó desconfianza y todas las personas que tanto lo habían apreciado, empezaron a distanciarse de él. Tenía treinta y ocho años y su carrera estaba arruinada.

    Se había transformado en un viejo arrugado y cascarrabias que, en un fallido intento de volverse a meter en el mundillo del espectáculo, había fundado una pequeña academia de ballet en el salón de su casa. Estaba allí de pie, con los brazos en jarras, como sujetándose la holgada camisa de cuadros celestes. Delante de él, sus únicas seis alumnas estiraban los músculos mientras que yo esperaba a que terminara la clase. Desde mi posición, sentado en el taburete del antiguo piano de pared, podía ver la nuca del Señor Fischer. En ella había tatuado una esvástica. Era tan pequeña que, a la lejanía, parecía una mancha cuadrada de tinta oscura en su piel, pero, a medida que uno se iba acercando, conseguía distinguir las dos eses cruzadas que formaban al símbolo nazi. En realidad, me daba igual que ese anciano decrépito fuese un antisemita, porque me pagaba veinticinco euros a la semana, que, a fin de mes, pagaban parte de la luz en mi casa. Búscate un trabajo de verdad, me decía mi padre, como tu hermano, que gana un sueldo real. ¿Pero, cómo iba a hacerlo? No tenía la intención de trabajar en un bar y, puesto que no podíamos permitirnos la entrada al conservatorio, en las clases del Señor Fischer era el único momento en el que podía tocar el piano. Quería vivir de eso, pero era soñar demasiado alto. Había intentado demostrar mis habilidades musicales en varios concursos, pero había fracasado rotundamente. No a todo el mundo le gustaba mi interpretación de La Sonata para Piano, de Mozart. A mi padre no terminaba de convencerlo la idea de tener un hijo pianista. Consideraba que sólo estaba perdiendo el tiempo de forma inútil, que era un trabajo de mariquitas. Tu abuela tocaba el piano, murmuraba cuando me veía salir de casa, pero sólo porque era mujer. Yo no sabía cómo responder a eso exactamente, ¿acaso tu género define tus cualidades? Si te parecieras más a Erza…

    Mi hermano era tan sólo unos minutos mayor que yo, aunque tal vez me estuviera equivocando. Nunca recordaba esa parte de la historia. Habíamos compartido el útero materno durante los nueve meses de gestación y, diecisiete años después seguíamos compartiéndolo todo. Desde la ropa hasta el teléfono móvil. Era como si nuestros padres nos considerasen una única persona con dos facetas muy diferentes. Erza, con su sonrisa carismática y su pelo largo hasta los hombros y Klajdi, el pianista callado. Erza trabajaba en una cafetería y con su sueldo pagábamos el alquiler. Se había convertido en todo un modelo a seguir. Míralo, que independiente, que masculino. Es un hombre. A mí, personalmente, no me causaba tanta admiración. Era mi hermano, sí, pero era igual que yo y yo igual que él. Conocía todos sus trapos sucios y, si los demás hubiesen sabido lo mismo que yo, no hubiesen seguido pensando lo mismo.

    —Adiós, Señor Fischer —dijo una de las bailarinas.

    Habían empezado a amontonarse en la puerta de entrada, todas vestidas con sus bodis, porque se rehusaban a cambiarse en casa de un hombre mayor con el aspecto de todo un depravado. Abrieron la puerta y salieron rápidamente entre risas y bromas. Eran las niñas pobres de ese barrio. Querían cumplir sus sueños y ese era el único que sus padres podían pagar para ofrecerles una educación. No les importaba la ideología del profesor, sólo que

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