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Nunca sabrás el mañana
Nunca sabrás el mañana
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Libro electrónico271 páginas4 horas

Nunca sabrás el mañana

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Información de este libro electrónico

Cuando no eres dueño de ti y alguien cambia tu vida y tu destino, pero tus sentimientos son inquebrantables, prendidos dentro de tu ser como una roca, luchas.

Grey, a merced de las decisiones de su padre, viaja a un país desconocido, donde son víctimas de los más inverosímiles y despiadados tratos. Se ven sumergidos en un día a día con incertidumbres en el que aparecen todo tipo de sentimientos que la hacen fuerte y luchadora. Ella trazará un objetivo para retornar a sus raíces junto a su único y gran amor. ¿Lo logrará?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 oct 2017
ISBN9788417164997
Nunca sabrás el mañana
Autor

Ivon Esnard

Ivon Esnard nació el 23 de noviembre de 1965, en San Germán, Holguín, al Oriente de Cuba. Creció junto a sus adorados abuelos maternos, su mamá, una gran mujer, y sus hermanos. A los diecisiete años comenzó la carrera de Medicina, graduándose como doctora en 1989. Al año siguiente le otorgan la especialidad de Neuro-Fisiología Clínica, obteniendo el Título en 1993, en la Cuidad de La Habana. Desde el año 2003, vive en Estados Unidos junto a su esposo y sus hijos, frutos de su gran amor. Desde la adolescencia entretenía a sus amigos de estudios con historias novelescas, los cuales la incitaban a que escribiera. Con el paso de los años las historias seguían, esta vez a sus hijos pequeños a los cuales unas les encantaban y otras las temían. Hoy ve cumplido un gran sueño: publica su primera obra. Esperemos que la disfruten como nosotros, deseándoles que aparezcan muchas más. Bienvenidas a la Nueva Vida.

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    Nunca sabrás el mañana - Ivon Esnard

    Nunca-sabras-el-magnanacubiertav23.pdf_1400.jpgcaligrama

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Nunca sabrás el mañana

    Primera edición: septiembre 2017

    ISBN: 9788417120191

    ISBN eBook: 9781524311339

    © del texto

    Ivon Esnard

    © de esta edición

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    —Mamá, promete que vas a llamar en cuanto llegues — decía una joven de piel muy blanca, pelo negro y largo, alta, con ojos azules intensos a una señora madura y joven, su mamá.

    —Claro que sí, mi niña querida —le dijo estrechándola en sus brazos—, ni que me fuera a ir al fin del mundo —riéndose, lo cual la caracterizaba.

    —Además, con los adelantos que hay en la tecnología creo que no me desprenderé de ustedes ni un segundo.

    —¡Así será! Es que estoy preocupada, por primera vez que vas hacer este viaje sin papá.

    —Jaja, pero mira quién habla, acuérdate de que solo tengo cuarenta y seis, no soy una anciana.

    —De acuerdo, mamá, yo sé que estás joven y guapa pero no nos puedes quitar que nos preocupemos…

    —Sí, discúlpame, mi niña, sé que va a ser muy emotivo, pero nada de qué preocuparse.

    Por el altavoz del aeropuerto dieron el aviso del Boeing 797 con destino Londres, con un abrazo efusivo, entre algunas lágrimas mal disimuladas se abrazaron.

    —Cuídense, por favor —se despedían—. Pronto nos veremos y tranquila, que todo va a estar bien.

    Con su maleta de mano, cartera, pasó por aduana y se miraron diciéndose adiós.

    Caminó un corto pasillo, encontrando su salida, chequearon su pasaporte y se encaminó a abordar el avión. Ya dentro, encontró su asiento en primera clase, cómodo para un largo viaje de doce horas directo a Londres. Se cubrió con su manta, colocó su almohada de viaje, recuerdo de su gran y único amor. El avión comenzó su deslizamiento por la pista, alcanzando el cielo encapotado de estrellas, sus ojos se fueron cerrando hasta alcanzar un largo y profundo sueño…

    1951

    —¡¡¡Es una niña!!! —se escuchó gritar a la comadrona que, hasta ese momento, estaba haciendo el trabajo de parto, llevaban horas en esos menesteres con ayuda de un médico y dos comadronas más, había sido muy difícil, Carl, esposo de Helen, la parturienta. había tenido que decidir entre la vida de su esposa o de su hijo.

    —Sálvenla a ella, por favor —había dicho entre sollozos—, mi vida no vale nada si no es al lado de mi Helen.

    —Haremos todo lo que esté a nuestro alcance —le había dicho el doctor, un hombre alto, delgado, con sus guantes puestos, único y con gran sabiduría en el pueblo para sacar adelante a Helen y al bebé.

    Cuando Carl oyó los gritos de la comadrona, se tensó, comenzó a temblar, apretó sus manos hasta ponerse blancos nudillos, todo era evidente, su Helen iba a morir.

    Corrió por el pasillo, abrió la puerta sin tocar, apartó a un lado a todos los presentes, sin ni siquiera mirar a la criatura en brazos de la comadrona.

    Se arrodilló al lado de Helen, ya con esa palidez que caracteriza la muerte, por la pérdida masiva de sangre en el momento del parto.

    Tomó la cara entre sus manos, la besó en cada centímetro, pidiéndole que no lo abandonara, mirando al cielo, implorando que no le arrebataran a su Helen, que faltaban muchos años por vivir juntos y poder criar a su querida hija.

    Toda súplica fue en vano, sintió la mano pesada del doctor en su hombro, la compasión y la impotencia estaban implícitas en el gesto.

    —Hicimos todo lo posible por salvarla, pero sabíamos desde el principio que con su problema de coagulación todo iba ser muy arriesgado.

    Carl levantó la cara y solo pudo articular:

    —Gracias, doctor, me trajo al mundo a mi pequeña y será el motivo de mi vivir.

    Transcurrió el funeral y el entierro en el más sobrio silencio y luto perpetuo, muchas familias vecinas los acompañaron, él no contaba con familia por haber venido de emigrante a Estados Unidos buscando establecerse con el amor de su vida, que por no ser la que sus padres querían, le habían dado la espalda, dejando a toda su familia en Inglaterra, con la que mantenía muy poca relación.

    Había pasado un mes y todavía no era capaz de enfrentarse a ver a su pequeña, solo sabía que le habían puesto Grey, como deseaba su Helen. El hecho de que su nacimiento fuese la causa de la muerte de su adorada esposa hacía mella en sus sentimientos, una mezcla entre culpabilidad, soledad y el fruto del amor de ambos.

    La pequeña Grey, de piel blanca, pelo castaño y de ojos grandes y redondos, negros como azabaches, muy expresivos, se alimentaba de la leche de vaca de unos vecinos, la señora Mary, de mediana estatura, rubia de ojos muy verdes y con el pelo siempre corto en forma de melena cómoda, «para los trabajos», como siempre decía; ella era quien se ocupaba de los quehaceres de la casa desde que contrajeron matrimonio, cuidaba ahora de la pequeña, a la que miraba con lástima, pues no sabía qué le depararía el destino.

    Con la niña en brazos, Mary caminó en dirección al salón donde se encontraba Carl leyendo unos documentos que tenía en las manos. Mary se paró delante de él y con voz dulce le dijo:

    —Señor Carl, perdone que le moleste, pero creo que ya es hora de que conozca a su hijita querida, su pequeña Grey.

    Vio cómo las mandíbulas del hombre se tensaban, ahora mucho más delgadas que antes, con ojeras por el insomnio que lo acompañaba desde que murió su esposa. Levantó la cabeza lentamente hasta que sus ojos coincidieron con unos ojos negros, grandes, redondos con unas largas pestañas, que le recordaron a su Helen. Se llenaron sus ojos de lágrimas y casi no podía distinguir el resto de las facciones de su niña, se puso de pie poco a poco y se fue posesionando de su cuerpecito hasta tenerla por completo entre sus brazos y con lágrimas, le decía

    —Perdóname, mi pequeña, por no tener el valor de conocerte antes, pero la perdida de tu mami querida me llevó hasta el aliento. —La estrechó contra su hombro y le puso sus labios en su cabecita—. Te amo mucho.

    —Todos lo entendemos bien, señor Carl, y estoy segura de que su pequeña lo perdona, ¡mire como lo mira! Está ansiosa por sentir el calor de su papá.

    Carl esbozó una sonrisa, depositando otro suave beso sobre su frente.

    —Nunca te abandonaré, mi pequeña, así se lo prometí a tu mamá, que esté donde esté, nos está viendo, guiando y protegiéndonos.

    Con ella en brazos se dirigió al cuarto donde estaba la cuna de la bebé.

    —Mary, llama a Julian y dile que traslade la cuna a mi alcoba, allí estará hasta que mi niña sepa valerse por sí sola.

    Y así fue, año tras año hicieron una muy compenetrada relación, día y noche los dos juntos siempre con la ayuda y la compañía de Mary, a la que ya los años le pasaban la cuenta con sus achaques, pero siempre pendiente de su adorada niña, que no le faltara atención, alimentos ni cariño.

    Una tarde llegó Carl a la casa muy disgustado, cabizbajo, arrugaba un papel entre sus manos, al sentir la puerta Grey ya con quince años salió corriendo de la cocina como siempre hacía cuando llegaba su papá. Sus mechones de pelo negro salían de una coleta mal hecha, seguramente por sus horas de juego. Tras ella apareció también Paul, su amigo inseparable desde que ella cumpliera los cuatro años, que habían llegado al vecindario, comenzaron la escuela juntos y eran inseparables.

    Carl, al no levantar la vista a la llegada de ella, lo abrazó y le dijo:

    —Papi, ¿qué te pasa? —con su acostumbrado timbre alto y musical. Al no responderle, ella continuó—. Vamos, habla, papá, que te conozco, aunque sea dame primero mi beso y después que descanses hablaremos.

    Carl levantó la vista y al ver esos ojos tan expresivos de su princesa Grey le dijo:

    —Llegó el momento de regresar a Inglaterra, hija mía.

    Un frío grande recorrió su cuerpo, empezó a temblar toda y su vista comenzó a nublársele hasta quedar todo negro y solo sintió los brazos delgados de Paul abrazándola para no dejarla caer al piso y perdió el conocimiento. Paul comenzó a gritar:

    —¿La has matado? ¡Me has quitado a mi Grey! ¡Auxilio! ¡Mary, auxilio! —apenas salían sus gritos mezclados con su llanto.

    Carl, reaccionando, quitó a Grey de los brazos de Paul, la cargó poniéndola sobre el sofá, en eso se acercaba Mary a toda carrera.

    —¿Qué ha pasado? ¿Qué le pasa a mi niña?

    —Su papá la acaba de matar, se la quiere llevar a Inglaterra, me la quiere quitar —gritaba Paul desesperado. Se levantó del piso donde había estado hasta ese momento, se puso por la parte de atrás del sofá, tomando una mano de Grey, besándola y pidiéndole—: Regresa, pequeña, regresa, mi reina…

    Carl y Mary, entre el susto y la locura tratando de que Grey volviera en sí, se miraron atónitos, nunca imaginaron, que Paul, de diecisiete años, pudiera estar enamorado de Grey.

    Mary fue a la cocina, buscó en el botiquín un pomo de alcohol y corrió hacia Grey para ponerle un paño húmedo con su contenido en la nariz, volviendo en sí con un resuello. Abrió los ojos como platos hasta que coincidió con los ojos de su papá.

    —¿Es cierto lo que has dicho, papá? —silencio total, Paul se limpiaba las lágrimas con el dorso de su brazo al ver que Grey recobraba el conocimiento.

    —Señor Carl, ¿qué le ha dicho usted a mi niña para asustarla así? —preguntaba Mary muy alterada todavía.

    —¡Que se la lleva para Inglaterra! —gritaba Paul—, ¡y por poco la mata!

    Grey miró a Paul, al ver los ojos rojos, se quedó en silencio mirándolo fijamente, su corazón empezó a latir a mil, tomó mucho aire porque sintió que se le escapaba el poco que le quedaba.

    —¿Llorabas por mí? —dijo Grey muy bajito sin pestañear.

    Paul salió corriendo sin dar respuesta, ella se quedó quieta y Mary rompiendo el silencio preguntó:

    —¿Qué es eso de que viajan a Inglaterra? Usted no habla en serio, ¿verdad?

    Al ver que no respondía, Grey se levantó, le quitó el papel que había caído al piso, con manos temblorosa lo abrió y al leerlo, perdió el aliento.

    —¿Te quedaste sin trabajo, papá? —Este asintió, Grey se pegó a él y lo abrazó fuerte—. Lo arreglaremos, papá, no te preocupes, todo se arreglará, como siempre —le decía Grey, dándole golpecitos en la espalda.

    Carl la apartó suavemente, la tomó de la mano y la llevó a sentarse en el sofá. Mary, pálida, incrédula de lo que acababa de escuchar iba dando pasos cansados atrás cuando oyó la voz de Carl:

    —No se vaya, Mary, esta conversación es con usted también. —Con la misma calma regresó y tomó asiento en una butaca cerca del sofá, algo desteñida por el paso de los años, era el mobiliario que conservaban de los padres de Emily, quien heredó después de la muerte de sus padres.

    Carl se levantó, pasó su mano por el cuello, revolviendo su cabello y comenzó a hablar pausadamente:

    —Hace meses vengo contactando a mi familia de Inglaterra por cartas —al ver que ella no decía nada, continuó explicando—, desde hacía dos años venía haciendo cálculos de que la fábrica no iba a rendir mucho más tiempo y al morir el dueño, sabía que sus hijos no querían conservar el negocio, hoy ha llegado ese día, fui despedido junto a otros ciento cincuenta trabajadores, por un nuevo dueño, y por eso he tomado la decisión de regresar. Allá tenemos una herencia por compartir, según noticia de mi hermana Bea, les respondí que pronto iríamos y creo que ha llegado ese momento.

    Grey no se recuperaba todavía de la impresión, tenía lágrimas por salir, apretaba sus manos sin atreverse a decir una palabra. Amaba mucho a su papá, no podría abandonarlo si esa fuera su decisión.

    —Señor Carl, pero creo que es una decisión precipitada, ¿cómo va a viajar con la niña sola? Piénselo bien, por favor —y en un sollozo se oyó decir—: no me separe de mi niña, por favor.

    —Ya está decidido, Mary, mañana comprare los pasajes en barco a primera hora, usted se quedará aquí en la casa cuidándola porque en menos de dos meses estaremos de vuelta. Grey dio un salto.

    —¿Lo prometes, papá? ¿Dos meses y ya de regreso? —Los ojos brillaban de esperanza, se levantó y abrazó a su mamá Mary—. No te pongas triste, mamá, en dos meses estamos de vuelta. —Le abrazaba el cuello y besaba las mejillas y le limpiaba las lágrimas—. ¡Conoceremos a mis tíos, mis primos y regresaremos con mucho dinerito, ya verás! —decía Grey sin separarse de su mamá, a quien quería como tal.

    Mary la apartó dulcemente, le puso las manos en su cara y le dijo:

    —Claro, mi niña, ya verás que todo va a salir bien y pronto estarás de regreso.

    —¡Y así será! —dijo Carl—, así que nada de tristezas, que nos vamos de vacaciones y pronto regresaremos.

    Mary volvió a la cocina a paso lento y Grey salió corriendo por la misma puerta del patio por donde había salido Paul minutos atrás. Carl quedó solo en la sala y Mary al volver la vista detrás vio una gran preocupación en su rostro que no le dio buen augurio, una sombra que le hizo encoger su corazón. Carl, con su lento andar y cabizbajo, se dirigió al cuarto que se había destinado en la casa como oficina, antiguo cuarto de matrimonio con su querida Helen, el cual no quiso ocupar nunca más después de su partida. Dio varias vueltas, sentándose por fin en la silla detrás de su buró, donde día a día revisaba los libros de contabilidad de la fábrica donde trabajaba. Abrió una gaveta y sacó un sobre marrón oscuro, revisó los pasaportes actualizados de él y de su hija. Releyó nuevamente la última carta enviada por su familia desde Londres, donde informaban de la muerte de su padre y de la decisión de la repartición de la herencia, aunque eso era tema del que apenas se hablaba. La herencia contaba con la hacienda de sus abuelos y con unas cuantas hectáreas de tierras aledañas al puerto, además de este también. Mucho después de vivir ya en Estados Unidos, por vivir en la miseria, supo por Bea que después que murieron sus abuelos le habían dejado la herencia a su papá, la relación entre ellos había muerto desde el día que contrajo matrimonio con su madre, una o dos veces vio a sus abuelos y a distancia, y tenía que llegar la muerte de ellos para poder vivir holgados.

    Chequeando que todo estaba en orden, sacó el dinero que tenía de sus ahorros por años, lo metió en un sobre para llevarlo con él y emprender su nueva vida, cultivando las tierras que iba a recibir o cualquier cosa que le dieran.

    Grey caminaba aprisa casi corriendo al encuentro del lugar favorito de Paul y de ella al lado de unos almacenes en desuso que daban a una ensenada donde se unía el río y el mar. Llevaba su pelo suelto y se movía por el viento y la velocidad de su caminar. Al llegar y no verlo comenzó a llamarlo.

    —Paul, ¿dónde estás? ¡Paul, contesta, por favor!

    Paul levantó la cabeza, buscando con la mirada por qué lado aparecería Grey, limpiándose rápido las lágrimas para que no sospechara que estaba llorando por ella y su partida.

    —¿Paul? —Quedó parada al frente de él, su corazón palpitando y sus ojos con lágrimas a punto de salir—. ¡Mírame, por favor!

    Paul levantó la vista y cuando coincidieron sus miradas no hubo necesidad de palabras. Paul se puso de pie, abrió sus brazos y ella en un solo paso se refugió en aquel pecho ya entrado en músculos fuertes y delimitados que él le ofrecía.

    Se abrazaron fuerte, muy fuerte, como si la vida se le fuera en ello, él con sus brazos rodeó su cabeza por su altura y ella rodeó su cintura, las lágrimas contenidas por ambos comenzaron a brotar. Grey no pudo disimular más sus sollozos y él haciendo acopio de su gran esfuerzo, abrazándola le dijo:

    —Tranquila, pequeña, vas a ver que solo van a ser unas pequeñas vacaciones, pronto estarás de vuelta a mí y en este mismo lugar me contarás las historias de las cosas lindas que has visto, de lo que has comido y de la familia que has encontrado allá en Inglaterra.

    Grey continuaba hipando y le pasaba la mano por su cabeza extendiéndola a toda la espalda. De pronto, le levantó la cabeza con sus dos manos a los lados.

    —Mírame, pequeña —limpiando sus lágrimas—. Sabes que nunca me ha gustado que llores, lo detesto, lo sabes, ¿verdad?

    —Sí y bien que lo sé —dijo Grey limpiándose con el dorso de la mano la nariz—. Cada vez que vamos al cementerio, a la tumba de mi mamá, casi lloras a la par mía —dijo esbozando una sonrisa con sus labios rojos.

    —Pues si lo sabes, no llores más, sabes que el corazón se me engurruña y me duele mucho cuando lo haces.

    Siguieron en silencio, mirándose, hasta que los labios de Paul se posaron con mucha delicadeza y pequeño temblor sobre los labios de Grey, ambos cerraron los ojos, era lo que habían estado deseando hacía mucho tiempo, abrazados, pegados uno a otro, con una fuerza suprema en el que en ese momento se hacían muchas promesas, se juraban en silencio que siempre iba a ser así, con esa entrega incondicional, los dos juntos para toda la vida, se abrazaban con fuerza y con el empuje y el roce de los labios, Grey los separó un poco de forma inexperta dando entrada a una desesperada intromisión de la lengua de Paul, deseosa de explorar hasta el más recóndito lugar de esa boca anhelada desde hacía muchos años y siempre con el temor de que si lo hiciese rompería el cristal del alma de Grey y él moriría entonces de pena al ver su desprecio.

    Grey lloraba todavía, abrazaba muy fuerte la espalda de Paul, embebida en el descubrimiento de lo que sentía ser besada por su amigo de todos los años, al que le contaba a diario su vida desde que se levantaba hasta que se acostaba, al que la acompañaba a hacer todas sus travesuras, desde subirse a un árbol, hasta enseñarle a nadar en la costa del mar que quedaba cerca del barrio, al que siempre la esperaba a la salida de la escuela día a día para acompañarla hasta su casa y hoy descubre que era amor, un gran amor, su único amor. Descubría que eran deseos de protección, de cuidar lo que era de él, lo que le pertenecía año tras año, en ese beso y en ese abrazo les iba la vida en ellos.

    Después de saborear cada rincón de la boca de su Grey, dio besos quedos, repetidos, absorbiendo restos de sus propios besos, contempló sus ojos aún cerrados y hundidos con un semblante entre feliz y de asombro por ser su primera vez, esa primera vez que tanto había anhelado.

    Grey abrió despacio los ojos, con temor a lo que iba a encontrar en la cara de Paul y se asombró al ver unos ojos azules, su azul intenso como el fondo del mar llenos de emoción, ternura, con ese sentimiento que percibes que eres única para él.

    —¿Sabes que llevaba años deseándote besar así? —le confesó Paul, temeroso a su respuesta o huida.

    —Yo creo que también lo deseaba, pero no lo supe hasta ahora, Paul —dijo Grey sin dejar de mirarse.

    Sintió como Paul la estrechaba muy fuerte nuevamente contra su pecho, sentía su corazón latir y cómo sus manos anchas y fuertes recorrían su espalda de arriba hacia abajo y viceversa, dejándolas en su cuello.

    —Mírame, Grey —le ordenó, ella levantó la cabeza y los ojos para llegar a la altura de él.

    Con sus dedos pulgares limpió su rostro y mirándola fijamente con el azul de la profundidad de los océanos le dijo:

    —Harás este viaje —le afirmó— y pronto nos volveremos a ver —le decía—, el tiempo que sea —tragó en seco y su nuez de Adán bajó y subió— siempre te esperaré, para seguirte protegiendo, cuidándote y amándote.

    —Yo también lo haré —asintió Grey—, esta separación va a ser por poco tiempo, mi papá me lo prometió y verás que lo va a cumplir.

    Volvieron a abrazarse hasta que se dieron cuenta de que comenzaba a oscurecer.

    —Volvamos a casa antes de que mamá

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