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El viaje de los Mojados
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El viaje de los Mojados
Libro electrónico419 páginas6 horas

El viaje de los Mojados

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La muerte y la vida en un viaje inhumano.

¿Serías capaz de cruzar varios países? ¿Sin apenas dinero? ¿Con la amenaza constante de la muerte? Kelvin no sabe lo que le espera cuando accede a acompañar a sus amigos, Marlín y Mario, en su cruzada para llegar a los Estados Unidos. Irse de mojado es el pan de cada día de muchos hondureños y no deja de ser una escalofriante travesía que puede durar meses o años -y que puede terminar en un segundo-.

¿Qué harías si te despiertas una mañana y tu marido ha desaparecido? Sin más. A tu cargo quedan cuatro hijos y un futuro paupérrimo. Gaby arranca esta historia desposeída y decepcionada. Su fuerza te acompañará a lo largo de estas páginas, en esta historia épica. Cargada de la experiencia de millones de personas que viven ancladas en un lugar que no han escogido, marginadas por su condición social, aterradas por las maras, víctimas indefensas ante la frialdad más absoluta. La vida puede sermuy dura si naciste en un país pobre.

Las personas que viven en este libro te arrastrarán y no podrás evitar vivir sus emociones. Viajarás veloz por estas páginas con el corazón encogido, rezando por no perder la esperanza. Si lo abres, te espera la vida, con todos sus matices. Inmensa y bella. El ruido, la furia, el amor, la amistad, el coraje y la dignidad. El viaje de los mojados será un punto de inflexión en tus días de lectura.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento8 jun 2019
ISBN9788417813918
El viaje de los Mojados
Autor

Kike Domínguez

Kike Domínguez nació el 18 de agosto de 1971 en Villajoyosa (Alicante). Vivió su infancia y adolescencia en Sevilla, hasta que por motivos profesionales pasó a establecerse en Estepona (Málaga), donde actualmente reside. Desde 1992 y hasta la actualidad se ha desarrollado profesionalmente dentro del mercado inmobiliario y, en paralelo, con diferentes ámbitos de inversión relacionados con esta actividad. En el año 2000 decidió tomarse un tiempo sabático y viajó a Calcuta (India) para desarrollar junto a las Misioneras de la Caridad una etapa de voluntariado humanitario que le transformó como persona. El atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York y el desencadenante que ello provocó a nivel mundial le obligaron, por situación geográfica, a abandonar ese país y a probar suerte en Honduras, junto a un proyecto de niños de la calle que llevan a cabo los Hermanos Maristas desde su organización SED (Solidaridad, educación y desarrollo). Allí pasó dos años muy duros trabajando junto a los más desfavorecidos. El deseo de compartir una realidad que le impactó profundamente le llevó a escribir su primera novela: El viaje de los mojados. Tras descubrir el mundo de la literatura, que hasta entonces había permanecido escondido dentro de él, ya no ha podido parar de escribir. Actualmente trabaja en su tercera novela.

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    El viaje de los Mojados - Kike Domínguez

    Capítulo 1

    El ladrido de un perro resonó en su cabeza y abrió los ojos. Aún tenía sueño. Se giró y extendió su brazo para abrazar a su marido. La cama estaba fría a su lado. ¿Qué hora era? Cogió el reloj. Muy temprano aún. Era el primer domingo de enero. ¿Dónde estaba Kelvin? De repente, recordó la noche anterior y una losa enorme cayó sobre su cráneo. Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta de la casa. En la pila del exterior no estaba su marido afeitándose. No había nadie. El barrio aún estaba despertándose y la mañana era fría. No tenía tiempo que perder. Volvió a entrar, se vistió con lo primero que encontró y salió corriendo a casa de Marlín. Rezando por encontrar allí a su marido.

    Cuando llegó, la puerta estaba cerrada. Todo el mundo dormía. Llamó quedamente y al poco apareció Eloísa desgreñada.

    —¿Qué pasa, Gaby? ¿Qué haces aquí a estas horas?

    —¿Dónde está Marlín?

    —No lo sé, anoche me dijo que iba a madrugar mucho porque había quedado con tu marido y Mario para hacer unos arreglos.

    —¿Qué arreglos? ¿Dónde?

    —No tengo ni idea. No lo oí salir.

    Se creó un silencio incómodo entre las dos mujeres que fue interrumpido por el llanto desesperado de un bebé. Marlín y Eloísa acababan de tener una preciosa niña que en ese momento se imponía a la situación.

    —Vale, entra y dale de mamar… estará hambrienta —intentó sonreír Gaby.

    —Voy, pero ¿qué pasa?

    —Nada, tuve una pesadilla. Luego nos vemos.

    —¿Luego? —Eloísa se quedó en el quicio de la puerta sin entender nada, al cabo de un segundo entró deprisa a consolar a su bebé.

    Gaby caminó despacio de vuelta. Le pesaban los pies aterrados. No tenía la suficiente confianza con la mujer de Marlín para sincerarse. Tal vez tuviera razón y se hubieran ido temprano a hacer algún trabajo, pero su instinto no le dejaba consolarse con esa idea. La noche anterior habían tenido una agria discusión. Kelvin había llegado a afirmar que se iba a ir de mojado. Él, aquel hombre alto y guapo en el que había puesto todas sus esperanzas, ese que le había prometido que jamás la iba a abandonar. Gaby discutió acaloradamente con su marido, con el que no discutía nunca. Le había hecho saber que esa idea era absurda y que atentaba contra todo lo que habían construido juntos. Después, habían hecho el amor con pasión y cuidado para no despertar a los dos pequeños que dormían en la misma habitación. Cuando sus respiraciones se acompasaron, todo quedó en calma y ella se durmió tranquila. Ahora, aún era capaz de sentir el aire limpio y los tímidos rayos del sol que caían sobre sus hombros. Los percibía como insultos a su tormenta interior. Se sentó en una piedra, exhausta. Tenía que volver a casa y hacer que sus hijos desayunaran antes de ir a la iglesia. Se levantó despacio y siguió caminando como una autómata.

    Cuando se acercaba, vio salir a su hija Wendy, vestida con su camisón viejo y arrugado, tras ella, Franky, como si fuera una sombra. Verlos le causó tal angustia y dolor que no se pudo controlar. Rompió a llorar, tapando su cara con las manos, hundiendo sus sollozos y sus lágrimas en una respiración acalorada con la que parecía que fuera a enloquecer. Sus hijos la miraban perplejos, sin saber muy bien qué hacer ni qué decir. No entendían la situación, pero les alarmó mucho ver a su madre así. Al oír el llanto desgarrado, Fabricio salió también, con el rostro desencajado aún medio dormido y, después de él, el más pequeño, Audi, con tan solo cinco años y la cara llena de legañas. Todos se habían reunido sin saber por qué alrededor de su madre. Se miraban extrañados. Hasta el más pequeño intuía que estaba pasando algo muy grave.

    Gaby se asustó al ver sus caras. No se lo podía permitir. Además, se moría de vergüenza si los vecinos salían y la veían en esas circunstancias. Cuántas veces se había regocijado interiormente de tener un marido fiel y leal. Cuántas promesas rotas tendría que tragarse ahora.

    —Niños, entrad —se recompuso secándose las lágrimas de un golpe de mano.

    —¿Qué pasa? —le preguntó Wendy desesperada.

    —Nada, hija, pasad.

    —¡Mami, por favor, contesta! —le insistía de nuevo su hija.

    —¡Entrad de una vez! —les increpó Gaby e inmediatamente se arrepintió y cambió el tono—. Nada, hijos, id a prepararos para la misa. Y vosotros —dijo refiriéndose a Franky y Wendy—, haced el café y el desayuno.

    —Pero, mamá, ¿qué pasa?

    —¿No me habéis escuchado? —repitió con un tono que parecía más tranquilo y autoritario—. A prepararse sin más preguntas, ¡vamos!

    Los niños entraron asustados. Gaby se acercó a la pila y se recogió el pelo en una coleta improvisada para lavarse la cara con el agua helada de la mañana. Necesitaba espabilarse, recuperar esa fuerza interior que siempre la había acompañado y que en esos instantes parecía abandonarla. Empezaba a sentir cólera hacia su marido. La indignación se apoderaba de ella a pasos agigantados, oprimiéndole el pecho y dejándola casi sin aliento para continuar. Se repitió que debía tener paciencia. Iría a hablar con su amigo Samuel, tal vez él podría ayudarla. Después, si aún no había aparecido Kelvin, volvería a ver a Eloísa e intentaría averiguar qué había pasado. No podía permitirse el lujo de deshacerse en lágrimas sin saber nada a ciencia cierta. Tenía cuatro hijos que no se merecían amanecer así.

    Con el rostro ya tranquilo entró a ver cómo iban los niños. Se irían con sus abuelos a la iglesia y ella buscaría.

    Capítulo 2

    Kelvin apoyaba la cabeza en la ventanilla bamboleante del autobús y no paraba de volver al momento en el que esa madrugada había abandonado su casa y a todos los que dormían dentro.

    Se había citado con sus amigos en una posta de policía. Comayagua era peligrosa a todas horas si cruzabas las fronteras de tu barrio, pero por la noche podía ser mortal. Así que cuando llegó al lugar indicado se alegró de ver a Mario y a Marlín esperando. Ellos se alegraron más. No tenían claro si Kelvin iba a vencer su resistencia interior a emprender ese viaje. Tras encontrarse, habían corrido a coger el autobús que los llevaría a San Pedro Sula, donde enlazarían con otro hasta Santa Rosa de Copán, muy cerca de la aduana de Agua Caliente, en la frontera con Guatemala. Irse de mojado era lo habitual para los habitantes de Latinoamérica. Honduras era un país paupérrimo en el que las oportunidades nunca eran para los pobres, así que hombres y mujeres, a veces, en edades muy tempranas o llevando niños consigo, decidían lanzarse a cruzar cuántas fronteras fueran necesarias con tal de llegar a Estados Unidos. Ese era el plan. Mario ya lo había intentado una vez. No había salido bien, pero lo contaba, que ya era mucho. Era una de sus conversaciones favoritas. Marlín y Kelvin habían oído, queriendo y sin querer, mil veces sus aventuras en pos del sueño americano. Marlín siempre las había escuchado con ganas. Sabía que lo iba a intentar también, aunque no tenía ni idea de cuándo sería el momento. Kelvin, muchas veces, le imprecaba para que se callara. Él nunca había visto como una solución ese viaje a ninguna parte. Gaby era su destino y pensaba que su país tendría oportunidades verdaderas si sus compatriotas no se fuesen en masa a buscarlas a otro lado. Tenía cuatro hijos, dos con Gaby y dos de adopción del matrimonio anterior de su mujer. Dos suegros ancianos a los que cuidar y, sobre todo, el amor de su vida que sabe Dios si lo perdonaría.

    Después de años de penalidades, estaba harto de no llegar nunca a final de mes, de pedir para pagar en la pulpería, de que sus hijos tuvieran que ir casi descalzos de vez en cuando y que ni siquiera les diera para comprar un frigorífico. Buscaría el dinero hasta debajo de las piedras y volvería para poner un negocio con su mujer. Esa idea lo había empujado a emprender el viaje y esperaba no tener que arrepentirse. Mario sabía lo que hacía. Tenía claro el recorrido y, además, eran hombres fuertes y jóvenes, se consolaba. Aun así, en un momento determinado, no pudo evitar que una lágrima rodara por su mejilla. Levantó la cabeza, que dejó de vibrar, y quitó la humedad acusadora de su rostro. Al girarse para comprobar que nadie le miraba se encontró con los ojos furiosos de Marlín.

    —¡Déjalo ya, Kelvin!

    —¿El qué?

    —Deja de pensar, me estás contagiando la pena. Acabo de tener una hija, ¿crees que a mí me gusta esto?

    —Tú lo tenías claro, yo no.

    —Déjate de rollos —dijo entre susurros girando la cabeza para comprobar que nadie los había oído.

    —Déjalo tú —le increpó Kelvin entre dientes—, yo no te he pedido opinión, ni te he dicho nada. No pagues tu cabreo conmigo.

    —Vale, perdona. Tienes razón.

    Y es que Marlín estaba muy enfadado con Mario, que sin previo aviso había agregado a su cuñado Carlos Alfonso a la expedición, en la parada que hizo el autobús en Siguatepeque. El primer pacto roto por Mario nada más salir de Comayagua. En un viaje de esas características nunca se sabía si era bueno o malo, pero a Marlín le reventaba que se hicieran cosas a sus espaldas y no se había tomado bien la intromisión. Kelvin ya tenía bastante en su cabeza como para enfadarse por eso. Le daba igual en esos momentos, además, Carlos Alfonso parecía buena persona, pensó mientras volvía a mirar por la ventanilla y veía como el sol se iba imponiendo a la oscuridad. Ante él se extendía un paisaje precioso. La mayor parte del territorio estaba catalogado como parque nacional y algunas de sus montañas alcanzaban hasta los dos mil seiscientos metros de altitud.

    Los más animados eran Mario y su cuñado que hacían bromas a las que a Kelvin le resultaba imposible sumarse. Tampoco Marlín las secundaba, aunque a medida que transcurría el viaje se iba suavizando su enfado, sobre todo, cuando llegaron al departamento¹ de Cortés y vislumbraron a través de los cristales las calmadas aguas que invadían el lago de Yohoa. En aquel momento, la vasta extensión podía observarse en toda su magnitud por el lado izquierdo de las ventanas, haciendo del entorno un lugar de una belleza natural indescriptible. Hacía tiempo que Kelvin no pasaba por allí y, aunque le fascinaba lo que veía, no consiguió disfrutar ni un segundo de esa maravilla que llenaba los ojos de su compañero de asiento. Una pena cada vez más negra lo envolvía sin piedad.

    Así llegaron a San Pedro Sula, que les deslumbró. La ciudad se presentó de repente ante ellos como un gigante. Era la segunda urbe más grande del país, conocida como la capital industrial y la puerta a las playas del Caribe. Se encontraba rodeada por el frondoso y fértil valle de Sula y sus calles estaban trazadas de manera pulcra y ordenada. Así que lo primero que pensaron fue en recorrerlas. Después de deambular durante varias horas, estaban muy cansados. Mario les indicó la dirección del parque central, donde podían descansar y buscar un cobijo hasta que llegase la noche para coger el siguiente autobús.

    Las patrullas migratorias, o migras, se multiplicaban a medida que se iban acercando a la frontera y no llevaban ningún tipo de identificación más allá de un simple cartón. Sacarse el pasaporte era un lujo y todo el dinero que tenían, proveniente de la última paga doble y poco más, debían dosificarlo hasta el extremo. Tanto que habían decidido solo almorzar y cenar. Así que hasta la noche les quedaba mucho tiempo.

    Cuando estuvieron bien acomodados y comenzaron a charlar, Mario soltó la bomba: no llamarían a sus familias hasta que pisaran suelo americano. Entonces, lo harían a la casa de Mario, que era el único que tenía teléfono o, en su defecto, porque como decía él, podría pasar cualquier cosa, lo harían a Lazos de Amistad. Un centro de rehabilitación para niños de la calle al que acudían con asiduidad, sobre todo, Kelvin y Gaby. Allí estaba de voluntario Samuel, un español que ya era como un hermano para ellos.

    Kelvin escuchó las palabras de su amigo como si no entendiese bien lo que decía. No pensaba acatar esa decisión, increpó a Mario, muy violento. Le parecía imposible no poder llamar a Gaby para, al menos, decirle que estaba bien. Se produjo una fuerte discusión entre ambos. Carlos Alfonso parecía que ya lo había hablado con su cuñado y a Marlín esas cosas le daban igual. Al final, se impuso la mayoría. No podían llamar porque, después de irse sin avisar a nadie, era posible que sus familias no quisieran saber nada de ellos y una mala noticia de esas características les arruinaría el ánimo para seguir adelante. Iban a necesitar todas sus fuerzas y dinero para llegar a la tierra prometida, le abroncaba Mario. Si uno de ellos llamaba, iba a dejar en muy mal lugar al resto y no lo iba a consentir. Si llegaban sanos y salvos, entonces llamarían. Si para entonces aún tenían familia, se alegrarían de sentirlos vivos y todo se resolvería.

    Un nuevo desasosiego anidó en la cabeza de Kelvin. Ahora sí que perdería a su mujer. Si no la llamaba pronto, la fractura de su matrimonio se podía hacer eterna. Entonces, nada de lo que estaba haciendo tendría sentido. Una urgencia cada vez más fuerte crecía en su pecho.

    Se produjo un silencio incómodo que sus compañeros aprovecharon para echar una cabezadita. A Kelvin le costó mucho más poder dormirse un rato. Los profundos ojos negros de su mujer lo miraban severos y su sonrisa llena se convertía en una mueca. Era menuda, pero tan bien construida que hacía que nunca pasara desapercibida. Kelvin quiso quitarse su imagen de la cabeza, si seguía pensando en ella así, no iba a poder hacerlo. Estaba muy agitado. Acababa de abandonar a su familia, que era lo que más quería en el mundo. No sabía si iba a poder perdonarse algún día el sufrimiento que les estaba causando.

    Cuando se levantaron ya era de noche y tenían la espalda molida. Sin mediar muchas palabras se fueron preparando para seguir el camino. Marlín iba a su lado para infundirle ánimo, pero se daba cuenta de que Kelvin se estaba arrepintiendo y no quería ni hablar con él para que no contagiase su negro ánimo al resto. No se lo podían permitir. Todos llevaban una carga pesada a sus espaldas, el más libre de los cuatro era Mario, sin cargas familiares más allá de su madre y sus dos hermanas solteras. La mayor se había casado con Carlos Alfonso. Podría haber estudiado cualquier cosa si le hubieran dado la opción, pero solo había conseguido graduarse a duras penas en un bachiller en computación, no pudo llegar a más. La muerte de su padre dejó a su familia en una situación desastrosa y se tuvo que poner a trabajar. Aquel viaje se había convertido en una luz de esperanza para todos los suyos.

    Con cautela se fueron acercando a la estación. A medida que el edificio se hacía más grande, se daban cuenta del ambiente que los iba envolviendo. Gente corriendo, oscuridad y una sensación de peligro inminente los invadió. Mario tomó el mando, nuevamente, y les ordenó que lo siguieran a buen ritmo. Tenían que comprar los billetes y buscar un sitio para cenar desde el que se viera cómo llegaba el autobús que esperaban. Lo menos aconsejable era moverse sin rumbo fijo, había dicho seguro de sí mismo. Así que los tres lo siguieron cabizbajos. Por suerte, encontraron un comedor colindante a la estación donde pasar desapercibidos. Desde aquella posición casi estratégica podían divisar con claridad todos los buses que tenían prevista su salida en las siguientes horas a diferentes puntos del país.

    —Escuchad bien lo que os voy a decir —apuntó Mario con severidad—: Ante cualquier parada de la migra, viajamos los cuatro juntos. Si nos preguntan, diremos que nos dirigimos a casa de un tío mío que nos necesita para la recogida de tabaco y que vive en la finca Santa Rita, cerca de Sinuapa. Diréis que mi tío nos ha prometido trabajo por tres semanas y nos quedaremos en su casa durante ese tiempo, hasta que termine la cosecha. Luego, regresaremos de nuevo a Comayagua. ¿Está claro? Grabad bien esto en vuestras mentes y no lo olvidéis, ¿me oís?

    Los tres compañeros asintieron con un leve movimiento de cabeza, mientras una camarera les ponía encima de la mesa una jarra de agua, cuatros vasos y, luego, la cena. Engulleron atentos a todo lo que les rodeaba, sintiendo cierto alivio a medida que sus estómagos se iban llenando de comida. Ninguno de ellos se atrevía a hablar de lo que habían dejado atrás. Cuando terminaron, se turnaron un par de cigarrillos, mientras Mario les seguía contando el plan en un tono de voz cada vez más bajo para que nadie, más que ellos, pudiera enterarse. Les contaba que había dos rutas importantes: una, tomando la frontera de El Poy, entre Honduras y El Salvador; y otra, tomando la frontera de Agua Caliente, en los límites con Guatemala. Él había escogido la última porque era la más segura y estaba menos vigilada. Los riesgos eran menos probables en esta ruta. Se bajarían antes de llegar a Santa Rosa de Copán y desde allí atravesarían a pie dos departamentos hasta llegar a Ocotepeque. Allí estaba la alambrada de la frontera. Se esconderían entre la maleza y esperarían a la noche. Entonces, Mario conocía un sendero que conducía a la ciudad de Esquipulas, en Guatemala. Afirmaba que era la forma más segura porque no solía estar tan vigilada. Aun así, les advirtió, tendrían que estar atentos porque muchos como ellos habían caído justo en esa parte del viaje por confiarse o no saber por dónde cruzar. Kelvin y Marlín tenían los nervios desatados. La noche, el desasosegante trasiego de gente y la espera tampoco ayudaban.


    ¹ Equivalente a región geográfica.

    Capítulo 3

    Los padres de Gaby madrugaban cada domingo para ayudar al sacerdote con los preparativos de la misa. Vivían con una gran disciplina su creencia religiosa desde hacía más de treinta y cinco años. En ella habían educado a sus hijos y a sus nietos. Kelvin no era muy creyente, aunque al casarse con Gaby aceptó el fervor de la familia. Lo único que le importaba era ser feliz con aquella preciosa mujer. Gracias a la fe que tenían, creían haber soportado las duras adversidades de la vida. En especial, durante la última década, que habían visto como su hijo Wilmer, el hermano de Gaby, era condenado a prisión en el penal de Tegucigalpa.

    Don Pedro había ido al molino a buscar las tortillas para que sus nietos desayunaran. Era una manera de evitarle a su hija tener que hacerlas. Gaby era una virtuosa de aquel tierno pan de harina de maíz que acompañaba todas las comidas, de hecho, se sacaba un sueldito con ellas. Así que a don Pedro le encantaba ayudarla a hacerlas y proveérselas el día de descanso. Cuando marcharon del solar, con los primeros cantos del gallo, todo en la casa de sus nietos estaba en silencio, como de costumbre. Ni por un momento adivinaron lo que estaba ocurriendo tras la ventana en la que habían dejado colgadas las tortillas.

    Cuando todos estuvieron vestidos, se sentaron a desayunar unos frijolitos negros del día anterior y unos huevos frescos recién cocinados. Franky solía visitar a las tres gallinas que tenían bien temprano, antes de que alguna mano ajena o algún animal se le adelantara.

    Mientras, Gaby se vistió por inercia, sin atender a su espíritu presumido. Estaba hundida en una especie de marasmo, muda ante su nueva realidad, ajena al paso de las agujas del reloj. Antes de salir del cuarto, un acceso de llanto le hizo retroceder y respirar profundamente. Luego, en un estado catatónico se volvió a enfrentar a las miradas de sus hijos. Les dijo que fuesen ellos solos a la eucaristía y que los esperaría a la vuelta. No atendió a sus súplicas ni a sus preguntas. Seguían muy desorientados, pero ante su insistencia, no tuvieron más remedio que seguir los pasos de sus abuelos, sin ella. Justo cuando emprendieron la marcha, Audi se volvió a mirarla fijamente y se atrevió a hacer la pregunta: «¿Dónde está papá?». Gaby recordará siempre ese momento en el que una grieta enorme se abrió en su corazón. Sintió que desfallecía, pero sacó fuerzas de flaqueza y logró sonreírles y decirles que no se preocuparan. Ya hablarían a la vuelta. Los siguió con la mirada hasta que cruzaron el puente, bordearon la quebrada y se perdieron en el horizonte. Solo entonces entró de nuevo en la casa para servirse un poco de café caliente. Se sentó en la mesa y lloró hasta quedar vacía. Tanto como sentía ahora su casa. Tenía que ir a ver a Samuel, pero antes volvió a la cama y se tumbó en el lado de su marido, absorbiendo su olor, sin poder creer lo que le estaba pasando. De repente, se dio cuenta de que el tiempo pasaba y sus hijos volverían sin que ella tuviese ninguna respuesta. Se recompuso sin ganas y salió de casa. No siguió el sendero de tierra para no cruzarse con nadie conocido. Estaba segura de que su imagen la delataría de inmediato.

    Cuando llegó a Lazos de Amistad, los portones de entrada estaban abiertos como de costumbre durante el día. Unos cuantos niños jugaban en la cancha de baloncesto mientras otros desafiaban al peligro, subidos sobre las gradas de cemento pulido. Gaby se sintió aliviada al no ver el coche de Lalo, un hermano marista con una reputación intachable en el país y la máxima autoridad dentro del centro. Si la hubiera visto sola a aquellas horas, la habría asaltado con todo tipo de preguntas y no habría tardado en descubrir el motivo de su desazón.

    Nada más divisarla, uno de los niños se pegó a sus faldas. Ella le advirtió severamente que se comportara y le pidió por favor que avisase a Samuel. El niño, que no parecía haberla oído, se quedó ensimismado y Gaby tuvo que insistir y prometerle un lempira para que, finalmente, hiciese lo que se le ordenaba. Mientras corría por el patio, Gaby, a pesar de su estado, no pudo reprimir la compasión que sentía por esos niños. Creyó recordar que el pequeño se llamaba Iván. Hacía poco que estaba en el centro. Lo habían recogido de la calle con las manos llenas de pegamento para inhalar, plagado de llagas. Un caso habitual entre esos muros y de los que se hacía cargo el Instituto Nacional para la Familia, generalmente, internándolos allí. Ahora era el benjamín y, a pesar de su habitual aturdimiento y falta total de disciplina, se había ganado el cariño de todos, en especial de Samuel. El voluntario se había convertido en un confidente para muchas familias, tanto de las de los internos, como de las de fuera. Como era el caso de Gaby. Junto a Kelvin había pasado muchos domingos con él bajo la vieja morera, charlando. Samuel les contaba historias de su experiencia en la India y ellos asistían encantados a la apertura de esa ventana al mundo que suponía el español. Sus hijos también visitaban el centro con regularidad para jugar con los internos. Contemplando aquel patio tantas veces pisado con felicidad, Gaby consiguió tranquilizarse un poco mientras esperaba.

    Pronto vio acercarse la figura desgarbada del voluntario. Sus ojos verdosos la miraban alarmados. Se plantó delante de ella y asistió a un llanto desconsolado que la mujer no sabía cómo parar. Apenas pudo balbucear una disculpa o atender a las muchas preguntas que salían de los labios de Samuel. Quería saber qué estaba pasando, pero no paraba de llorar, así que la cogió por los hombros y la fue dirigiendo a su habitación para poder hablar tranquilamente con ella.

    El espacio era muy pequeño. Todo estaba ordenado de forma tan meticulosa, que a Gaby le dio reparo sentarse y se sintió algo comprometida, después, poco a poco, se relajó y, finalmente, agradeció la tranquilidad que le bridaba el español. El aroma a sándalo y madera que liberaba una vela trémula también ayudó. Así como, la infusión que mientras ella se serenaba comenzó a preparar Samuel, sabiendo que la iba a necesitar. Gaby lo miraba casi hipnotizada. Samuel tenía una tetera eléctrica en la habitación. Su estancia en la India lo había hecho adicto a las infusiones de té y otras hierbas. Le estaba preparando a Gaby una taza con varias bolsitas de tila mezcladas con hierbaluisa. Estaba seguro de que la combinación podría atenuar los nervios de su amiga.

    —¿Sabes algo de Kelvin?

    —No. —Samuel se giró con la infusión en la mano—. Desde el pasado domingo no lo he visto, cuando vinisteis por la tarde.

    —Kelvin se fue. Me abandonó —y rompió a llorar otra vez.

    —Tranquilízate. —Dejó la taza en la mesa—. Cuéntame, ¿qué pasó?, ¿por qué peleasteis?

    —No peleamos. Se fue. Se marchó de mojado a los Estados. Nos abandonó, a mí y a los niños.

    —¿Estás segura? Kelvin nunca haría eso…

    —Creo que sí, pero no lo sé con certeza. Esta mañana he ido a ver a Eloísa por si sabía algo. Su marido tampoco estaba. Me ha dicho que se había ido con el mío a hacer un trabajo de madrugada… es muy extraño, pero he sido incapaz de preguntarle más —dijo con la esperanza de que todo fuera una pesadilla.

    Samuel se acercó a ella para darle la infusión e intentó tranquilizarla con las palabras que ella había oído mil veces: es lo normal, no le va a pasar nada, sabe cuidarse, lo hace para ofrecerte una vida mejor. Con cada justificación, Gaby arreciaba el llanto, tanto que Samuel enmudeció y volvió a cogerle la taza por miedo a que se derramara.

    —Anoche estuvimos hablando —rompió a hablar de nuevo Gaby—, pero ha sido todo tan rápido. No he podido meditarlo, no me pidió opinión ni me ha dejado hacerme a la idea. Lo ha hecho sin contar conmigo.

    —¿Con quién crees que se ha podido ir?

    —Después volveré a casa de Eloísa. Si se ha ido, ha tenido que ser con Marlín. ¡Tengo miedo, Samuel, tengo mucho miedo! Kelvin no conoce nada de ese viaje. No sabe lo peligroso que puede llegar a ser. ¡Está loco! No puedo creerme que nos haya abandonado así.

    —¿Y por qué estás tan segura de que se ha marchado? A lo mejor cuando llegues a casa lo encuentras allí, sin más —dijo, aún incrédulo, ofreciéndole la taza de nuevo—. Tómatelo, te hará bien.

    —Yo lo conozco bien. —Y bebió—. Anoche quiso prepararme. Me habló de todo esto y yo sé que se ha ido. Lo sé porque compró unas cervezas e incluso se fumó un cigarrillo delante de mí, después de tanto tiempo. Ahora entiendo que estaba nervioso. ¡Qué estúpida fui! ¿Cómo no me di cuenta? Podía haberlo retenido. Si hubiese sido más astuta y espabilada, quizás habría detenido todo esta locura. —Estaba temblando.

    Samuel sabía que no podía hacer mucho más para que se tranquilizara, solo escucharla. Gaby volvió a detallar la discusión de la noche anterior. Después, recordó que debían dos semanas en la pulpería de Don Marcos y que no tenían ni un lempira. Pasaba de la desesperación a los arranques de furia o suplicaba al voluntario que la acompañara a buscar a su marido. Samuel estaba atento a todas las reacciones y fue todo lo rápido que pudo para atenuar la desesperación de ella.

    —Ese pendejo me ha abandonado, Samuel. ¡Me ha dejado sola con todo! Nunca se lo perdonaré. ¿Sabes qué te digo? Por mí, pueden matarlo.

    —No hables así, Gaby, te lo pido por favor. De esa manera lo único que harás es martirizar tu alma y sentirte todavía más desdichada, si cabe.

    —¿Cómo quieres que no hable así? Él no pensó en mí ni en los niños, ¿verdad? Se fue sin más; sin despedirse de nadie; sin consultarlo con la familia. Pues con el mismo desprecio lo trataré a partir de ahora, no se merece otra cosa —amenazó con dureza.

    —¡A lo mejor sí pensó en ti y en los niños! Y por eso se fue, por eso está haciendo todo esto. Tú lo conoces mejor que nadie. Sabes que él te ama y quiere a esos niños más que a nada en el mundo, sois lo más importante en su vida. Algunas veces, las decisiones que tomamos no son las más adecuadas, pero son esas las que tenemos que tomar. Está escrito en nosotros y en nuestro destino. Yo sé que tú tienes otra fe, Gaby, pero yo creo que cuando las cosas suceden es porque tienen que suceder, no son casualidad, ¿me entiendes?

    Mientras negaba con la cabeza, se soltaba el pelo con suavidad y se lo volvía a recoger en un pequeño moño. Samuel la contemplaba ensimismado en sus movimientos delicados, pensando lo triste que resultaba ver a una mujer tan joven y bonita con un futuro destrozado de aquella forma.

    —¿De verdad piensas que Kelvin podría hacer todo esto como diversión? No creo que sea ese tipo de hombre, Gaby. Lo que tú necesitas es tiempo, solo eso. Estoy seguro de que poco a poco irás viendo las cosas de otra forma. ¿Cuánto dinero calculas que lleva? —preguntó tratando de distraerla.

    —No sé. No mucho. Este mes le han debido de pagar la extra, pero yo no he visto ni un lempira —dijo irritándose todavía más—. Yo también trabajo muchísimo, Samuel. Sabes a la hora que me levanto todos los días para hacer tortillas. Los niños me absorben mucho tiempo. Plancho y lavo todo lo de la casa, más lo que me traen de fuera. Algunos días no me tengo de pie. Tengo suerte porque Wendy me ayuda, pero no quiero abusar de ella, solo es una niña. Tiene que estudiar, hacer las tareas de la escuela y también necesita jugar y salir con sus amigas. Cuando Kelvin llegaba del trabajo, se lo encontraba todo hecho. Yo solo me he centrado en él y en los niños. No quería que me ocurriera esto. Tengo cuatro hijos. Mis padres están mayores, ya no me pueden ayudar. Más bien, soy yo la que les tengo que ayudar a ellos. Audi solo tiene cinco años, ¿cómo va a criarse sin su padre?

    Estuvieron un largo rato hablando, buscando alternativas, hasta que salieron del pabellón, aprovechando que todos estaban en la biblioteca y nadie los vería. Lalo había llegado a la hora de costumbre y realizaba diferentes actividades con los muchachos que no habían salido de fin de semana, lo cual les facilitaba un poco el camino. Samuel acompañó a Gaby hasta su casa mientras caminaban con lentitud, bajo un cielo azul cuajado de nubes. Por el camino, habían acordado dar la noticia de manera separada para no mezclar las reacciones de unos y otros. Había que tener mucho cuidado con cada una de las partes. Por un lado, estaba don Pedro, con sus problemas de corazón; y por el otro, los pequeños, que todavía no estaban preparados para entender de manera adecuada ciertas circunstancias. Gaby decidió despedirse de Samuel antes de llegar a casa. Si los niños la veían llegar con él se alarmarían aún más. Le dijo que por la tarde iría a ver a Eloísa de nuevo para tener la certeza de que Kelvin se había ido antes de hablar con sus hijos. Le agradeció el apoyo y le prometió que iba a estar tranquila. Mientras veía regresar a su amigo, lloraba agradecida de poder tenerlo a su

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