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De las danzas y andanzas de Enrique el Cojo
De las danzas y andanzas de Enrique el Cojo
De las danzas y andanzas de Enrique el Cojo
Libro electrónico197 páginas2 horas

De las danzas y andanzas de Enrique el Cojo

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Lo más sorprendente de Enrique el Cojo es su talento para superar las dificultades, lo que le permitió convertirse en maestro del baile flamenco a pesar de su cojera, secuela de una enfermedad infantil. Artista por medio mundo y pícaro, dirigió una academia durante años a la que acudían turistas, personajes relevantes de la sociedad sevillana y profesionales, que ejerció una importante influencia en bailaoras como Manuela Vargas o Cristina Hoyos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jul 2017
ISBN9788416770908
De las danzas y andanzas de Enrique el Cojo
Autor

José Luis Ortiz Nuevo

José Luis Ortiz Nuevo (Archidona, Málaga, 1948). Menos cantar, tocar o bailar, este flamenco de Archidona (Málaga) ha hecho y hace casi de todo: fundó y dirigió (entre 1980 y 1996, salvo la del 86) la Bienal de Flamenco de Sevilla. Desde 1975 (Pepe el de la Matrona y Pericón de Cádiz, sus primeros libros) hasta el día de hoy, ha publicado casi una veintena de títulos. Ha escrito en periódicos y revistas. Ha impartido seminarios y conferencias. Ha realizado programas de radio y televisión. Ha dirigido espectáculos. Ha sido y es cómico a lo flamenco. Y por siempre, desde hace mucho tiempo, tiene estrecha relación y vínculo con las hemerotecas, en donde se entretiene sacando a la luz noticias por mor del género.

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    De las danzas y andanzas de Enrique el Cojo - José Luis Ortiz Nuevo

    Un hombre enamorado de sí mismo literalmente exento de vergüenza

    Este libro, la primera edición suya, tiene treinta y tres años de vida, la edad del Gran Poder. Entre medias de todo o casi hubo: fiestas y lutos, alegrías y penas, benefactoras lluvias y pertinaces sequías, calmas y tormentas… que al cabo siguen sin borrar de la memoria nuestras huellas dícese indelebles, como las que a su paso por Sevilla dejó el excelentísimo bailador Enrique el Cojo.

    En esta athenaica presencia nueva, a lo moderno digital y a lo acostumbrado de papel, se ofrecen notables novedades:

    Un delicioso texto de Cristina Hoyos que declara su devoción por el maestro y revela esclarecedores rasgos acerca de la íntima personalidad del profesor en danzas.

    Un extraordinario trabajo de Ángeles Cruzado que aporta análisis con tino y antológica documentación de prensa escrita por mor del artista.

    Y un nuevo álbum de fotografías.

    También estas breves y sucintas palabras mías, que aclaratorias y otrosí declarativas son:

    1. Con el paso del tiempo se asienta se me acrecienta y convengo en considerar que la vera dimensión de magisterio —trascendente— de Enrique el Cojo requiere más atención, bastante más, de la que le hemos venido dedicando quienes hacemos teoría de lo flamenco.

    La fabulosa fantasía de su braceo no es anecdótica sino tratado de movimiento admirable, clásico; escuela y código.

    2. Enrique fue un ser ciertamente extraordinario, onírico único. ¿Quién sino él podría recordar las primeras horas de la guerra del año 36 por el olor maravilloso de una calle trinchera tras el asalto de enfurecidos milicianos a una perfumería?

    Pero, a la vez, su sentido de las cosas del arte que profesaba era maduro impecable y adelantado: nunca se sometió a la dictadura de los graciosos en las juergas y de siempre defendió la distinción y suprema & exquisita categoría de lo suyo.

    3. También era, fue en el siglo XX, una criatura propia de la mejor picaresca española dorado renacentista. Literalmente estaba exento de vergüenza, sobre todo en el manejo de sus insólitas operaciones mercantiles, con o sin baile de por medio.

    Era embaucador, seductor, encantador y lo sabía. Porque lo suyo era transitar olímpicamente de lo temerario a lo seguro. También le pasaba que nunca dejó de ser niño niño manque fuese adulto ahorrador, sensato y precavido.

    4. Por lo que respecta al corpus de las conversaciones que servidor con él mantuvo y luego recogió y ordenó para redactar el libro en aquellos tiempos, debo decir que: hogaño, el texto, siendo el mismo, se ha retocado suprimiendo reiteradas apariciones de dos vocablos: entonces y yo, que campeaban en el libro por doquier, impertinentemente.

    En su momento —reconozco— no lo percibí, pero ahorita me pareció excesivo. Pienso que, entonces, tendría en el oído hecho a la voz de Enrique contando y no me molestó en la retina ver escrito (¿qué sé yo? ¡más de trescientas o cuatrocientas veces!) esta «clásica» de los relatos en confianza; pero, claro, sin tener hoy esa sonora referencia tan cercana, resulta más que empalagoso mantener tamaña reiteración, innecesaria.

    Y lo mismito con los yoes. Al mago del Convento de la Paz no le hacía falta para nada abuela. Le pasaba igual que a la divina ciudad que lo acogió de niño y alentó sus pasos a la belleza y a la gracia de tal modo que lo moldeó a su imagen y semejanza tanto como para poder decir con argumentos que er Cojo: era un hombre enamorado de sí mismo literalmente exento de vergüenza…

    José Luis Ortiz Nuevo

    Archidonia-Sevilla, 12 de mayo de 2017.

    Prólogo

    ¿Y si llamamos a Enrique El Cojo para que nos monte «Orgía» de Turina? Pues así fue como Enrique nos montó a Paco Fabra y a mí, por entonces pareja de baile, una de las danzas fantásticas del compositor sevillano… Tenía yo 17 años y actuaba en el Patio Andaluz por 100 pesetas al día.

    Un año más tarde, ya estaba yo ensayando con la Compañía de Manuela Vargas; con Fosforito, el Beni de Cádiz, Naranjito, y con Juan Habichuela, el Poeta, Pedrito Sevilla… Enrique nos montó a las bailaoras unos Fandangos y una Serrana, que irían en el espectáculo para la temporada en el Teatro Príncipe de Gales de Londres y para la feria Mundial de Nueva York, ¡Qué cambio chiquilla, de Sevilla a Nueva York! ¡Cuántas luces! Pues desde entonces nos hicimos amigos… yo adoraba escucharle sus historias sobre los muchos grandes artistas que pasaban por su academia incluso para que les montara solo unos pasos, me hablaba también de la Macarrona, de la Malena… y yo, las veía bailar a través de los ojos de mi maestro.

    Fue en una gira por Francia con Manuela Vargas, en la que Enrique bailaba, cuando me di cuenta de su grandeza, un artista que a pesar de su cuerpo corto, de ser gordito, calvo, sordo y cojitranco, levantaba al público desde que salía al escenario. Él se transformaba, movía los brazos a la manera de mujer y zapateaba, apoyándose en la pierna mala, y se creía el rey del mundo bailando. Olvidábamos su cuerpo contrahecho y solo sentíamos al artista, ¡qué cantidad de aplausos arrancaba!

    Me fui a Madrid en busca de fortuna, pero siempre que volvía a Sevilla lo visitaba, me encantaba verle dar clases, ¡Ay Cristina! Que esta extranjera es muy lista y me coge todos los pasos corriendo, me toca ponerle el paso «del jurdó», que era uno con mucho tacón y con el que la extranjera de turno pasaba varios días para aprenderlo… luego íbamos al bar Tropicana, el de la Campana, y mientras nos tomábamos una cervecita con una tapa (que no fueran ni aceitunas ni queso, que no los podía ni oler) charlábamos del baile y de la vida. Él se echaba agua en la cara para ponerse moreno, y si se le acercaba alguien alabando su bronceado, gustaba de decirles que acababa de venir de Torremolinos.

    Enrique intentó sin éxito trabajar como fotógrafo y como enfermero pero al final pudo más su pasión por el baile... para mí fue un gran artista, un maestro y muy buena persona, porque aunque tenía cierta fama de «agarraíllo» conmigo siempre se portó bien, me invitaba o me cobraba menos cuando sabía que estaba yo cortita de dinero y los dos nos profesábamos una profunda amistad que nunca-nunca rompimos.

    En 1975 y aprovechando un paréntesis del ballet de Gades, firmé para irme con mi grupo al tablao El Flamenco de Tokyo y decidí venir antes a Sevilla en busca de artistas y de Enrique, para que juntos montásemos el programa, en parte por sus charlas, en parte por nuestras risas, y por supuesto por impregnarme otro poquito con su arte, porque a Enrique había que entenderlo como maestro. Había cosas que teníamos que imaginarnos más que verlas, era muy especial, pero yo me quedaba siempre embelesada viéndole.

    Después de la clase llegaba siempre el cafelito y yo le decía: Enrique, que te tienes que cuidar, que tienes que comer un poquillo menos… «pero si ahora no como pan y como picos», me decía, y es que a él, después del baile, lo que más le gustaba del mundo era comer, y le gustaba tanto que me decía muchas veces, anda ¿por qué no vienes con tu madre y tus sobrinas a casa y os invito a almorzar? Aunque ya sabes que mi Julina cocina fatal… Así que allá que nos íbamos a su casa «invitadas» llevando lo que el nos pedía, casi siempre, ensalada de pollo y conejo con tomate ¡cómo le gustaba el conejo con tomate! Y cómo disfrutaba con la comida de la abuela Cristina también Julina, esa misma que como me contó entre risas Enrique, cogió el puro que le ofrecieron en casa de la Duquesa de Alba pensando que era de chocolate, qué inocentona que es mi hermana ¿verdá? Ahora le dio por decir que qué mala suerte no haberme casado con una buena muchacha… Ay mi hermana!…

    En 1984, rodando la Carmen de Francesco Rosi sentí una alegría tremenda al ver cómo disfrutaba en la «Fumée» del coro de cigarreras, todas esas bailaoras rodeándole «Cela monte gentimentà la tête, la fumée, la fumée…» y él allí, notándose protagonista, bailando con sus brazos, con un pantalón raído, teatral y autentico, la fumée, la fumée…

    Otra de las cosas que mas le gustaba del mundo era que lo conocieran, que le reconocieran. Llegaba con una gran sonrisa y me decía: ¿sabes que el taxista me reconoció? Me dijo que me admiraba mucho y no me quiso cobrar. Niña, qué bien ¿no? Así era Enrique… y así lo recuerdo entrañablemente, con admiración y sobre todo con mucho cariño, por eso, la primera vez que bailé en la Bienal de Sevilla, le dediqué mi actuación.

    Qué pena que no se cuidara un poquito más… En marzo del 85 nos fuimos a verlo a su casa, ¡Que no te oigo Cristina! Que si me puede bajar Juan Antonio a por las pilas del sonotones! Esas fueron sus últimas pilas, ya muy malito estaba… queríamos estar con él porque en unos días llegaría a los 73 años, pero no los llegó a cumplir… aunque sí llegó, teniéndolo todo en contra, a vivir su sueño, porque hay atajos para la felicidad, y el suyo fue el BAILE.

    Cristina Hoyos

    Prólogo a la edición de 1984

    Lo mejor que sé de Enrique es lo que él me ha enseñado. Di mis primeros pasos en el baile ante los ojos verdes de Pastora, aquella artista enorme, aquella mujer inolvidable. Pero vivir, lo que se dice vivir el baile, me ha ocurrido, y no es poca suerte, con Enrique.

    Durante años, en mis estancias cada vez más prolongadas en Sevilla, nunca tan largas, por cierto, como yo quisiera, Enrique se ha acercado, por las mañanas, a Las Dueñas para hacer baile. En mi casa, su figura es familiar. No me imagino mi vida sevillana sin él, y siempre que puedo acudo, por las tardes, a su academia. No sé si su academia está en la calle o si ésta se mete de rondón en ese cuartillo verde y blanco. Porque con ser tan importante la categoría artística de Enrique en el escenario, a mí se me antoja importantísima la que tiene en las calles sevillanas. ¡Cómo le saludan las gentes y cómo él arma la marimorena cuando saluda!

    Me gusta mucho que Sevilla le agradezca a Enrique ser Enrique, esto es, parte y embajada de la ciudad más cautivadora del mundo. ¿Pero qué hubiese hecho Enrique sin Sevilla? El aire, la luz, el aroma y el talento a manos llenas de nuestra ciudad hacen artista a cada sevillano y han convertido a Enrique en la persona y el bailarín que es.

    A mí me dan lástima los que no conocen Sevilla y los que, si la visitan, no se dejan ganar por el misterio de su claridad. Porque en Sevilla la historia parece que tiene alas, que no pesa; igual que a Enrique se le echa a volar el cuerpo entero en cuanto levanta los brazos y baila como un sevillano entre los grandes.

    Cayetana Alba

    INTROITO

    El arte para mí fue una cosa presentá en bandeja

    El arte para mí fue una cosa presentá en bandeja. O sea: yo nunca, nunca, pensaba haber sido lo que he sido. Mi padre, que en paz descanse, sufrió, porque cuando yo aprendí a bailar no era de mucha categoría bailar. Entonces se llevaban las juergas allí en La Europa (y mi padre trabajaba en La Europa, de camarero), en La Europa, en el Pasaje Murillo. Pero yo no era de eso, mi padre lo ignoraba, pero yo no, a mí no me gustaba eso, me gustaba el arte; ahora, bailar así por Machaco, ese anís fuerte, no, eso no.

    Menos mal que las cosas me fueron fraguando, así me las hubiera presentao algo divino, de una forma…, yo no sé, no sé. Porque yo no me juntaba con los flamencos, ni hacía esas cosas, no, no. ¿Tú qué quieres?, y decía yo: Esto, y esto me salía.

    Una vez, cuando gané el concurso de Zapico, po viene un señor, uno, y me dice: Enrique, ¿tú por qué no te dedicas al baile?, y digo: porque a mí esto no me gusta, o sea, no me gustaba esa clase de salones pa bailar. Y dice: ¿a ti qué te gusta?, digo: a mí me gusta El Kursal, que era un cabaré de mucha categoría, ahí en el Palacio Central. Y a los cuatro o cinco días, no hizo: ¡Que vayas a bailar al Kursal!, fíjate, y yo sin ropa ni na.

    Así que, sin que supiera mi familia na, me levanté y me fui al cabaré; que yo estaba de fotógrafo entonces, y tuve un éxito mu grande. Después me quisieron llevar a Rosales, qu’estaba por la muralla de La Macarena, pero estalló la guerra.

    Cuando estalló la guerra, ya yo le daba clases a la gente, particular. Y yo era mu conocido, ya era conocido; y estalló la guerra. Claro, tuve que parar, no iba a estar la gente pegando tiros y yo bailando; pero, claro, por poco tiempo paré, me metí a enfermero y seguí

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