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Voy a escribir la eternidad
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Libro electrónico399 páginas6 horas

Voy a escribir la eternidad

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«Obra poliédrica, coral, con densidad de detalles que dan cuerpo a la historia y profusa galería de personajes que interactúan con el narrador de forma directa e indirecta, en una trama que se mueve entre la verdad histórica y la fabulación. Atrapar el tiempo en un entramado de palabras parece ser la ambición suprema del narrador, quien se erige en voz de una generación de cubanos que no solo vivió los cambios trascendentales, épicos y no pocas veces traumáticos y contradictorios después del 59, sino que integró a la vez a los agentes de esos cambios. La ciudad de Manzanillo es el gran escenario de esta novela, pero a la vez es personaje que vive y respira a través de su singular historia, su gente, casas, calles, bares, cafés, talleres, parques, imprentas, periódicos, tradiciones, costumbres… Todo fluye aquí, envuelto en un velo de remembranzas y nostalgias que conmueve e incita a compartir sentimentalmente lo que se cuenta. La Habana no escapa al juego calidoscópico de la memoria, en que el autor de igual forma hace gala de maestría narrativa y una cultura ecuménica, alimentada por el estudio y una existencia agitada, intensa, con luces y sombras, con aciertos y fracasos, con fe o sin ella, pero siempre con franqueza desgarradora que engancha al lector en algo muy parecido al laberinto de la eternidad».
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento30 abr 2024
ISBN9789591026170
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    Voy a escribir la eternidad - Francisco López Sacha

    Dedicatoria

    A Senel Paz, Ada Rosa le Riverend

    y Rafael Alcides,

    que la hicieron nacer.

    A Miguel de Unamuno, que la soñó.

    Exergo

    Giros,

    todo da vueltas

    como una gran pelota,

    todo da vueltas,

    casi ni se nota

    Fito Páez

    Absurda la idea de que solo puedo escribir

    de lo que me ha ocurrido

    (lo pequeño, lo ínfimo que le ha ocurrido

    a este cuerpo, a esta vida

    entre mis fechas)

    Como si todo no me hubiera ocurrido,

    como si

    hubiera una tarde que no cayera para mí,

    como si todos los imperios destruidos,

    aventados por los desiertos,

    devorados por las selvas,

    no hubieran conducido hasta mí;

    como si el más lejano astro, extraviado

    al borde del universo,

    y también los astros que ya no existen,

    y las nebulosas pensativas,

    no hubieran trabajado, sabiéndolo

    o sin saberlo,

    para mí, para este instante, para este poema.

    Roberto Fernández Retamar

    Voy a escribir la eternidad

    En una esquina de los c orre dores, frente al jardín lateral de la iglesia, el escritor Luis Felipe Rodríguez pasaba las tardes en el café La Dominica mucho antes de que mi padre y mi madre se conocieran por azar en un b arri o de casitas de tabla que lindaba con el c alle jón del Congrí. Las c alle s no estaban asfaltadas en aquel lugar, c orrí a una zanja por debajo de un puente y arra straban las aguas un olor dulzón proveniente de las tenerías de Las alle . Los novios —todos los novios— se visitaban al atardecer y ninguno faltaba a la cita, y en la casa de Alipio Medina había una quinc alla , y Miguel Reverté tenía un t alle r de calzado en el primer cuarto que daba a la sala. El t alle r era claro en las mañanas porque una franja de luz lo atravesaba de una pared a otra y suavizaba la aspereza de los fardos de piel y los objetos de madera y metal. Trabajaban en él cuatro o cinco operarios que marcaban las pieles con crayolas rojas y cortaban el cuero con sus grandes chavetas. El zumbido de las máquinas llenaba la habitación y estremecía las paredes de tabla, y el olor del cuero curtido impregnaba la sala y se detenía misteriosamente antes del comedor. Era un olor que se fijaba en la c alle y atraía a los clientes ocasionales que compraban al contado un c arre tel de hilo o encargaban un par de zapatos. Era ese olor medicinal que también se encontraba en las boticas, en el andén de la estación de trenes, y en la tapicería de los viejos Ford que siempre eran oscuros y estaban numerados porque uno era el c arro del doctor Codina, y otro el c arro de Cirilo León, y otro el de Nino Reina, y la gente los saludaba al pasar y los reconocía de inmediato, así como reconocía a cualquier muchacho con solo preguntarle el ap elli do.

    Los novios tenían visita autorizada de cinco a seis. Era siempre una visita fugaz que el novio hacia al salir del trabajo, y allí se le brindaba agua y café y se le preguntaba por la familia. Cuando caía la noche cerraba el taller y al fondo de la casa se encendía el radio con el programa «Los valses del mundo». La luna se asomaba al patio y ponía su pálida blancura sobre el tejado de zinc del gallinero. Con las notas de El Danubio azul la banda municipal terminaba la retreta y Luis Felipe Rodríguez le rogaba al dueño del café que le apuntara en crédito las cosas que había consumido. El olor de los dulces era insoportable, así como el olor del pegamento en la mesa de los preparadores. A esa hora, después que mi padre se había marchado, Miguel Reverté recogía las pocas herramientas y se sentaba a comer.

    Mi padre se iba a pie, porque era comunista, se alisaba el pantalón de gabardina que había comprado a plazos en El Dandy y cortaba por el fondo del callejón. Le faltaban doce cuadras para llegar a su casa, debía seguir por la Avenida de Zayas y doblar en el parque Bertot. Tenía un agujero en los zapatos y jamás se le ocurrió pedirle a su cuñado que le echara una media suela porque le daba pena y no tenía dinero para pagarle. Con esa misma obstinación y orgullo me castigó a mí cuando llegó a ser administrador de la mayor cooperativa de calzado de Cuba y para dar el ejemplo me claveteó en la bigornia mis viejos zapatos escolares y se abstuvo de tomar unos nuevos porque los quince mil pares que fabricaba eran de todo el pueblo.

    Miguel Reverté era masón y andaba en bicicleta. Tenía el pelo oscuro en esa época y usaba chaleco y leontina, y se trababa el bajo derecho del pantalón con una pinza de metal para evitar el roce de la catalina. Se decía que era un mal negociante porque daba anticipo a sus obreros, y su taller era más una escuela de zapatería que un verdadero negocio. Su vida era ir tirando, y mantener la casa y la familia, y hacerse respetar. Creía en el Gran Arquitecto del Universo y aspiraba a sentir el olor de los cirios y a escuchar los cánticos de sus hermanos el día de su muerte. Su eternidad se consumaba allí, en su paciente oficio, en el pan de manteca que acompañaba sus comidas, en el café matinal que le hacía mi tía y le llevaba a la cama, y en aquel picadillo con aceitunas que jamás nadie hizo como ella.

    Por alguna razón que no puedo explicar, el olor del taller no pasaba a la casa. Hacia dentro había una pulcritud que no he vuelto a encontrar en mi vida, y un olor a especias y a dulces en almíbar, y había un refrigerador antiguo y una humilde repisa de madera y una foto de Dios sobre el radio, que era una foto de Julio Antonio Mella. El retrato lo puso mi padre y se conservó en el mismo lugar hasta que la casa se derrumbó. Por el día la luz del sol lo iluminaba desde el patio y por la noche Miguel Reverté invitaba a su primo Miguel Lotti a escuchar Buenos Aires, que llegaba tan nítido por la onda corta que parecía una emisión local. El locutor era Gómez Navarro, quien usaba un chambergo y un traje a rayas que había comprado en la Casa Pereda. A pesar de la moda mantuvo el mismo traje, pero dejó de usar sombrero. Había calveado un poco y ya su voz nos parecía de antes por su tono afectado y solemne. Nos burlábamos de su verbo florido en las coronaciones de la reina del carnaval que se hicieron puntuales hasta 1973. Ese año resultó electa Olga Leticia Arias Ginarte, que fue llevada al trono por Miguel Angel Piña, y desapareció la palabra envolvencia, y vendieron un vino argelino al que todos llamaban Pancho el Bravo porque nadie podía con él. Gómez Navarro le cedió su lugar al primer secretario del Partido y el acto fue tan grande que lo confiaron a Germán Pinelli. Después se acabaron las reinas del carnaval, y el locutor, viejo y enfermo, se acogió al retiro. Fue él quien anunció la muerte de su querido amigo Luis Felipe Rodríguez y acompañó a La Habana a Manuel Navarro Luna para rendirle un último homenaje.

    Mi padre fue su amigo también, pero nunca lo comprendió del todo. Le extrañaba aquel hombre encorvado, triste y macilento que usaba trajes gastados y zurcidos y dormitaba en las mesas de mármol de La Dominica. Por siempre llevó esa imagen del intelectual y me aconsejó que no lo fuera cuando le informé mi decisión de estudiar en la Escuela de Letras. Recuerdo que hizo así con la mano, negó dos veces, bajando la cabeza, después se arrepintió o hizo una pausa, y se quitó los lentes. Sus ojos eran húmedos y claros, y despegó sus labios con la misma sonrisa con que había enamorado a mi madre. Quizás me compadecía, no lo sé. En realidad, yo quería ser cantante de rock, pero el rock estaba prohibido en esos años y los que lo tocaban eran vistos por casi todo el mundo como vagos y contrarrevolucionarios que no amaban la música cubana y soñaban con irse del país.

    Yo cantaba ante el espejo de mi cuarto las canciones de amor de Paul Anka, extendía los brazos como él y afinaba la voz para imitarlo, y tenía un saco de corduroy negro que se rompió después, cuando tuve que vivir en la calle, un par de mocasines Penny Loves y un pantalón estrecho al que mi madre le soltaba los bajos. Entonces no me había acostado con ninguna mujer y me consideraba el ser más desdichado de la tierra. Tan solo mis amigos me comprendían y me pedían una y otra vez mi delirante interpretación de «Satisfaction». Quería ser un Beatle, no lo niego, o al menos, un Rolling Stone. Y no me importaba que Los Beatles ya existieran y se llamaran George, Paul, Ringo, y hubieran compuesto esas canciones que también eran mías, porque yo era un Beatle, un Beatle, y eran ellos y yo. Ellos paseaban por las calles de Liverpool en su maravillosa limousine de flores sicodélicas, y la gente los saludaba al pasar y los reconocía de inmediato, y vestían esos trajes oscuros con abrigos de cuello de tortuga, y usaban los botines con el riki al costado, y sacaban la mano por debajo de todas las sombrillas en la foto del Beatles Sixty Five, y se iban a la India cuando les daba la gana, y John gritaba: «Somos más famosos que Jesucristo», y las guitarras trinaban en «Taxman», y alguien que los quería denigrar me decía que John era pájaro y que lo había declarado por la BBC, y por poco le parto la boca porque a mis dioses nadie los podía tocar. Ni a ellos, ni a mí, ni al viejo Paul, de quien también se decía lo mismo porque cantaba suspirando en «Puppy Love». Entonces, para probar que no era cierto, perseguí a Rosita Mas por la calle Merchán y me le declaré en la esquina del correo. Rosita bajó la cabeza y me dijo que no. Recuerdo que me avergoncé tanto y me sentí tan solo que retrocedí hasta la biblioteca municipal y me robé Los cachorros. Leí a Mario Vargas Llosa en un banco del parque Bertot, mientras la luz del sol me iluminaba desde arriba, con los ojos aguados, los dedos sucios por el sudor y el polvo, y la clara certeza de que algún día me tocaba morir.

    Eso nunca lo supo John Lennon y quizás no lo sepa jamás. Estuve en su casa cuando fui a Nueva York y me saqué una foto junto al Dakota Apartment. Después caminé por el Parque Central con la llovizna fría de aquel otoño inolvidable, y vi la ronda de los patinadores, y escuché a Tracy Chapman por primera vez, y puse un dólar en el sombrero de un músico ambulante que tocó para mí «Got to Get You into My Life».

    Sí, y casi como entonces, pero diecinueve años atrás, tenía el pelo largo y muy oscuro y comenzaba a crecerme la barba y me iba al monte a conseguir maíz. La lluvia me sorprendía por la carretera y me empapaba con el saco al hombro. Debía continuar hasta la línea del tren para evitar que en el Punto de Control me quitaran el saco o unas cuantas mazorcas. Después atravesaba el potrero de Faxas, salía por detrás del Instituto y echaba a andar de nuevo por la carretera. Desde allí podía pasar inadvertido y llevar el maíz a mi casa. Era la Danza de los Millones y un billete de a cinco no valía un centavo. Con cien pesos de hoy apenas se podía comprar nada, las tiendas estaban vacías, y las colas eran infinitas cuando llegaba la carne de res. Los guajiros de entonces no querían dinero y cambiaban las viandas por ropa de trabajo. Los plátanos estaban por las nubes, y la carne de puerco, y mi madre se sentaba a la mesa y suspiraba por un plato de harina. No había transporte urbano, ni café, ni cigarros, ni tabaco, ni ron, porque estábamos en plena Ley Seca, en medio de la Ofensiva Revolucionaria, en el año central de la década, 1968, y Les Carlton se ponía de moda con un calipso que ya no recuerdo y por él castigaban a Chucho Herrera y lo sacaban de la televisión.

    No llegué a ser cantante de rock porque en la zafra del 69, cuando Neil Armstrong llegaba a la Luna, Julito Carmona, del combo de Felino y sus Perversos, me hizo una prueba vocal y fracasé. En verdad no ocurrió porque odiaba el solfeo, tenía miedo a presentarme en público y me aterraban las matemáticas. Chichín Estacio, que todavía usaba sombrero de pajilla, lazo de pajarita y bastón de carey, me sentó en un sillón de la sala y me dijo que la música moderna se estudiaba con álgebra. Yo le tenía un gran respeto, pues era director de la banda municipal mucho antes que Luis Felipe Rodríguez se ganara el Premio Nacional de Novela y mi padre y mi madre se fueran a la cama en el hotel barato de su luna de miel. Había compuesto música para los poemas de Navarro Luna y daba clases de violín en el Conservatorio. Era un hombre sencillo, duro, recio. Vivía al lado de mi casa en Purísima y solía conversar conmigo sentado en el quicio de la puerta. Allí mascaba su tabaco Moya, se quedaba mirando hacia el cielo y escupía largando el chiguete. Así era, y así quiero que sea, puesto que fue el primero que estimuló mi fe. Me hizo creer que los balances crecían, que las ceibas hablaban con los hombres y que nunca iba a perder mi memoria de niño cuando le pregunté si mi balance lo iban a vender, así como vendieron mi pollona negra y más de una docena de gallinas. En esos días, mi padre se quedó sin trabajo y dejó de pagar el alquiler, y tiró contra las lajas del patio su reloj de pulsera porque no tenía áncora de rubíes y no se lo aceptaba ningún prestamista, y Miguel Lotti se enfermó de un pulmón y decidió vender su propia cama, y le pidió a sus hijos que amarraran al perro para que no lo fuera a reconocer cuando llegara con el comprador y preguntara en la puerta de su casa si ahí vivía el señor Miguel Lotti, y vendiera además un balance, y cobrara después la comisión. También en esos días, Alipio Medina cerró la quincalla y se declaró en quiebra, y Miguel Reverté compró un lote de piel de becerro y fabricó sus primeros botines. Esto lo hacía a la tercera parte con los talleres de Horacio Milán y Niño Reina, quienes pulían la piel y los vendían en La Habana. Allí tomaban el sello de Ingelmo y se exportaban a Inglaterra con el nombre de Cuban Heels. Ese diseño fue escogido por Brian Epstein para calzar a Los Beatles, que después fueron prohibidos en Cuba. Era un modelo de buena calidad y su precio oscilaba entre los treinta y los treinta y cinco pesos. Por esa razón no se les vio ni se pusieron de moda más que entre algunos aficionados al flamenco que bailaban en el Casino Español. Los trajo una vez Pedrito Rico en aquel viaje que hizo a la ciudad para cantar en el Teatro Manzanillo , pero sus castañuelas y buscanovios y el resto de su atuendo se consideraban cosas de pájaros en una moda gobernada entonces por las camisas McGregor, los anchos pantalones con pliegues y los zapatos de dos tonos.

    Los más jóvenes seguían a Elvis Presley, que usaba mocasines Penny Loves y pantalón mecánico. Los botines valían muy caro y con ese dinero podía comer una familia completa durante una semana y hasta pagar el alquiler, porque media docena de huevos valía tres centavos, y una libra de arroz costaba un real, y los mendigos no pedían dinero, sino un poco de comida con mucho respeto, y las mujeres que eran abandonadas y no querían lavar para la calle o meterse a putas, se acogían a la áspera moda de suicidarse con tinta rápida.

    Eso lo supe más tarde, cuando ya era un muchacho y dejé de jugar en el cuartel. Ya conocía todas las entradas y los soldados me dejaban pasar. Mi madre no quería que fuera, pero yo me escapaba por el fondo del patio con Tito Bolaños para revolcarme en los bultos de avena de las caballerizas. Era un juego excitante. Nos lanzábamos a todo correr mientras el cabo Pasito nos perseguía con un cubo de agua. A veces nos empapaba por completo, y se quedaba muerto de la risa, pero a veces le jugábamos cabeza, y entonces nos llevaba al comedor y nos servía dos bolas de helado.

    Una mañana descubrimos juntos la monta de una yegua por un potro. El animal se le tiró encima, la yegua dobló el cuello y levantó las ancas, y la imagen centelleante del placer me cegó para siempre. En ese momento comprendí que era un niño y me di cuenta del sentido del tiempo. Deduje que tenía que crecer y hacerme hombre y por eso no pude soportar los besos que se daban los adultos ni las películas de amor que mi tía Elisa me llevaba a ver. A ella le encantaban las historias de Libertad Lamarque y María Félix y ese gusto se lo pasó a mi madre, que era mucho más joven que ella. Mi madre suspiraba por el cine, pero no tenía dinero para ir, a pesar de que entonces costaba diez centavos abajo y un medio en galerías. Le habría gustado hacerlo cada jueves, cuando daban las películas de Emilio Tuero y Santiago Gómez Cou. En realidad, quería ir con mi padre y ese fue uno de sus pocos sueños.

    Había tres cines en esa época, el Rex, el Martí, y el antiguo Teatro Manzanillo, un edificio de fachada colonial fundado por Carlos Manuel de Céspedes en 1852, cuando era dueño de un cachimbo en La Demajagua y síndico de la ciudad de Bayamo. El Teatro Manzanillo abría a las seis, en la primera tanda, a la que asistían los muchachos del parque, los padres con sus hijos, las mujeres solteras y las niñas bien. Si la película era muy esperada abrían las puertas laterales que daban a Maceo, y después que vaciaban la sala, los obreros, empleados y oficinistas de la segunda tanda se aglomeraban por delante, en la entrada que daba a Villuendas, y esperaban hasta las nueve en punto cuando los dos porteros, Filiberto y el Guanabanú, abrían las puertas de roble y los dejaban pasar. A eso le llamábamos el ganado y era tan emocionante como la película. Entraba de improviso aquella multitud corriendo y tropezando con las sillas en un intenso y confuso bullicio. Desde las galerías los veíamos caer, disputarse un asiento o insultarse, y aprovechábamos la oportunidad para escupir hacia abajo, lanzar pelotas de papel y empezar a chiflar. Los chiflidos duraban hasta que se abría la cortina de felpa y aparecía rugiendo el león de la Metro, al que aplaudíamos frenéticamente.

    Es posible que mis padres fueran juntos al cine tan solo tres veces. Una vez, cuando eran novios, otra, cuando se casaron, y la última en 1961, cuando estrenaron en el cine Rex las primeras películas soviéticas. Ya mi padre era dirigente, no disponía de mucho tiempo y seguramente escogió la peor, Una vela blanca en el horizonte. Mi madre regresó desencantada, habló entonces de Arturo de Córdova y recordó la noche en que fue con mi padre a ver una película de Jorge Negrete. A mitad de la función se encendieron las luces y Aníbal López Chávez, que era auténtico y anticomunista, se asomó a las lunetas de abajo y anunció que en la estación de trenes el capitán Joaquín Casillas Lumpuy había matado a Jesús Menéndez. Mi padre se levantó de prisa y mi madre le tomó la mano, y las tropas de la capitanía sacaron los caballos a la calle, y Manuel Toribio Núñez, que peleó en Okinawa con Douglas Mc Arthur, presentó la denuncia en el cuartel. El oficial de guardia, que no lo conocía, lo amenazó de muerte, y aquel hombre se abrió la camisa y sacó el pasaporte americano y le preguntó si él tenía cojones para matarlo con ese documento. La gente fue a la Casa de Socorros, y después se amontonó en el Gremio, y Manuel Navarro Luna se echó a llorar cuando tendieron el cadáver y lo velaron en Fraternidad del Puerto. En menos de un año había perdido también a Luis Felipe Rodríguez. Después iba a perder a Paquito Rosales, que estaba a su lado con un traje oscuro y le rogó una vez que no bebiera más cuando fue sancionado por sus versos a Doña Martina. El día que lo mataron, en el invierno de 1958, Navarro Luna se enteró de su muerte en el café La Dominica y rompió el vaso de ron contra la mesa y juró ante todos que jamás iba a beber, y lo cumplió.

    Paquito Rosales había sido el único alcalde comunista de Cuba. Era grueso, se peinaba hacia atrás con Glostora, y no usaba sombrero. Tampoco usaba joyas de ningún tipo. Caminaba de prisa, mirando hacia delante, y solía balancear un pie para escuchar mejor. Daba un despacho semanal los jueves con la regla inviolable de atender personalmente todos los reclamos y velar luego por su ejecución. Durante su mandato, organizó los conciertos populares de música, limpió los tanques del acueducto y tuvo la idea genial de traer el agua a Manzanillo desde los firmes de la Sierra Maestra con un sistema de alcantarillado que trabajaba por gravedad. Invirtió tiempo y dinero en el proyecto, pero los cuatro años de poder no le dieron suficientes recursos para llevarlo a cabo. Su idea no ha sido realizada aún y a pesar de un acueducto modernísimo, inaugurado hace pocos años, parte de la ciudad carece de agua. Él me cargaba cuando era niño, pero no lo recuerdo. También me cargaban las hijas del capitán Casillas a escondidas de mi padre cuando venían del Colegio Lestonac y pasaban por la calle Maceo. A ellas sí las recuerdo, pero no las podría reconocer. Casillas vivía al doblar, por Pedro Figueredo, en un blanco chalet de dos plantas. Esa parte no estaba asfaltada, sino empedrada, y corría un hilo de agua permanentemente. Mi abuelo solía pasear a sus nietos por allí y me llevaba cargado en los brazos. Él, que había compartido el presidio de Ceuta con Juan Gualberto Gómez, no dejó que mi tía Carmín se casara con Carlos Puebla, porque era bohemio y músico, y que tampoco mi tía Nena se hiciera novia de Blas Roca, porque era zapatero y mulato. Años más tarde, mi tía Nena se casó con Francisco Bonilla y tuvo una familia numerosa. Su marido era blanco, de porte elegante, y fama de buen procurador. No podía escuchar la palabra comunismo porque le temblaban los labios. Mantenía un orden estricto en su casa, y aunque era partidario de Grau San Martín, no permitía que su mujer hablara de política y mucho menos de figuras públicas. Odiaba la propaganda, a la que culpaba de todos los males. Mi tía Nena se quejaba a mi padre de la profunda austeridad de su marido, la cual le impedía hacer negocios grandes y volverse rico. Ese era el sueño dorado, después de todo. Sin embargo, mi tía Nena votó por Paquito Rosales en las elecciones de 1940 y en un rapto de euforia se lo gritó a mi padre que pasaba por Calixto García con la bandera de la hoz y el martillo.

    En esos días, la Coalición triunfaba en toda la República y mucha gente se decía partidaria al mismo tiempo de Fulgencio Batista, José Stalin, Winston Churchill y Franklin Delano Roosevelt. En el Teatro Popular, que desapareció en 1956, se pasaban las películas de la guerra, y se ponía de moda entre los jóvenes la chamarreta de mangas cortas que usaba el general Dwight Eisenhower. Las batallas de Stalingrado, Tobruk y El Alamein eran seguidas a diario por un sistema de altavoces colocados en el parque Bertot. Esa fue su época de oro, recién inaugurado, cuando decenas de personas ocupaban sus bancos de granito para seguir las peripecias de la guerra. El narrador era Gómez Navarro, cuya voz se adecuaba perfectamente al tono dramático de los hechos. La gente celebró la victoria de Montecassino con las canciones de la banda de Glenn Miller que entraron a las victrolas del Marion’s Club al mismo tiempo que la palabra swing y los sacos de hombreras. Entonces se construyó el Yates y Pesca, a la orilla del mar, y aumentó la clientela en el reservado de la Gran Muralla, entre Luz Caballero y Otero Pimentel, donde ya se podía hacer de todo con algunas mujeres de la vida. Los marinos mercantes trajeron la moda de usar preservativos para templar y algunos muchachos ingenuos los recogían del puerto y los inflaban como globos. El azúcar subía de precio y el erario público aumentaba día tras día con el dinero de los contribuyentes. El alcalde Paquito Rosales construyó en esa fecha el parquecito Bertot, reparó el Gremio de los panaderos, y asumió los gastos de los jardines del parque Céspedes, que hasta entonces corrían por la cuenta de las familias adineradas de la ciudad. Con ello dio trabajo a numerosas personas, entre ellas al barrendero Coco, que se mantuvo en el puesto hasta 1982 y llenó las madrugadas del parque con las arias de Giussepe Verdi. Coco fue el empleado público que más tiempo desempeñó su cargo a pesar de no ejercer el voto en ninguno de los periodos electorales. Vestía de uniforme gris, con la chapilla de reglamento prendida a la gorra. Pasaba con su escoba al hombro y sonreía a los trasnochadores inclinando su rizada cabeza. Tenía un mostacho de corte italiano, la cara larga y enjuta, y los ojos le brillaban con furia cuando entonaba detrás de la glorieta algún aire precioso de bel canto. A nadie se le ocurrió acusarlo entonces de diversionista, desviado ideológico o extranjerizante. La gente estaba demasiado atareada con su propia vida como para ocuparse de esas menudencias. Querían un buen gobierno que los sacara de la penuria y vieron en Paquito Rosales una esperanza real.

    Casi todo el mundo votó por él. Mariano Boffil le entregó el cargo y le hizo un banquete de despedida. No pudo ser el alcalde que quiso, pero nunca abusó del poder, ni engañó a los demás con promesas, ni se robó un centavo. Él fue el testigo en la boda de mis padres, y a pesar de que no tenía dinero para comprarse un par de zapatos, le regaló a mi madre el bouquet de novia. Fue una boda de pobres, pero con mucha alegría. Salió la gente a la calle y les tiró un puñado de arroz. Los amigos, Paquito Rosales, Juvencio Guerrero, Manuel Navarro Luna y Pepe Santana, le hicieron a mi padre la broma de rigor cuando le regalaron con mucho misterio un plátano maduro con dos papas pegadas al costado y un bollo de maíz abierto a la mitad. Se estuvieron riendo durante toda la fiesta. La broma se perdió porque desde finales de los años 60 casi ninguna mujer fue virgen al matrimonio. También por esos años desaparecieron los plátanos, las papas y el maíz, y lo poco que la gente conseguía no podía malgastarlo en bromas. En cambio, persistió la costumbre de regalar dinero a los novios para los gastos de la luna de miel. Mis padres recibieron cuarenta y siete pesos con cincuenta centavos y ni siquiera se tiraron fotos. Se fueron a Las Tunas y se pasaron tres días en un hotel de la ciudad, y una semana en el central Manatí. Los recibió Pepe Díaz, amigo de mi padre y empleado de la agencia Singer. Al regreso, se fueron a vivir a la casona familiar de la calle Maceo. Con lo poco que pudieron ahorrar se compraron dos juegos de sábanas cameras, un cubre cama, un orinal, una palangana y un aguamanil y un termo de metal para el café. Ni siquiera les alcanzó el dinero para comprar la alianza y el anillo y mi madre esperó muchos años para tenerlo. Recibió, sin embargo, un corte de vestido como regalo de la familia y una cajita de ébano donde guardó el collar y los aretes. Mi tía Raquel, que era la más pequeña y por lo tanto la dueña de la casa, le abrió un espacio en la puerta lateral del viejo escaparate de cedro. Allí pusieron sábanas y toallas y cinco o seis percheros con la ropa. Como dormían en la sala, detrás de un parabán decorado con flores, debían esperar a que mi abuelo descabezara un sueño en el balance y se fuera a su cuarto a las nueve. Mi abuela iba detrás, cuando pasaban «Raffles, el ladrón de las manos de seda». Heriberto cerraba la quincalla y contaba la venta del día. Mario Reyes Gavilán, mi tío político, se levantaba del otro balance y se llevaba sus libros de Allan Kardec. Elisa ponía el mosquitero, Argentina cerraba las ventanas y Cuca recogía los pinceles y los colores de retocar. Después mi primo llegaba del parque y apagaba la luz.

    Tan solo dos días antes de su muerte, en el invierno de 1978, mi padre le regaló a mi madre el anillo de bodas y la bendijo. Mi padre supo que se iba a morir y se quitó la goma del balón de oxígeno. Mi hermana Sandra, mi hermano Guido y mi madre quisieron evitarlo, pero él sostuvo la goma, sonrió con la misma sonrisa de todos sus retratos y pidió que lo dejaran descansar. Después nos reunimos en la casa y con un gran silencio empezamos a ordenar su vida. Sacamos una foto amarillenta, cuando era idéntico a Efrain Piñeiro Vázquez. Mi hermana menor, Leonella Antonia, no podía recordarlo con el pelo negro, y yo, que era el mayor, no podía imaginarlo con entradas. Había una serie de fotos tomadas presumiblemente en 1949. Allí estaba detrás de Lázaro Peña, con espejuelos oscuros. A su lado, inclinado hacia delante, estaba Juan Marinello. Aquel fue un mitin de unidad celebrado en el parque Bertot. Salió una foto que le hizo Hugo Vergara, ya con el pelo canoso y sus lentes de miope. Allí sonreía junto a mi madre en la puerta de la casa de Luz Caballero. Mi hermano Guido, el segundo de todos, se paró delante del televisor y acarició la pantalla. Es una lástima, dijo, apenas lo pudo disfrutar. Pepe Santana despidió el duelo con lágrimas en los ojos y mis tíos Rubén y Luis Cabrera, que se consideraban sus hijos, levantaron la caja y la depositaron bajo tierra.

    Mi hermano Guido tenía la esperanza de que su muerte saliera en los periódicos. Ramón Sánchez Parra hizo la nota como corresponsal del diario del Partido, pero ni ese periódico, ni La Demajagua, la publicaron jamás. Acaso hicieron bien. Mi padre conocía del oficio y leía los periódicos con cierta aprensión. Él mismo fue periodista a finales de los años 20 cuando Izaguirre y Galiano fundaron La Época y la glorieta de Manzanillo se convirtió en el símbolo de la ciudad. Su cúpula de hojuelas rojas y sus columnas policromadas de azulejos lanzaban a las tardes un irisado resplandor. Todos los jueves se reunían los músicos de la banda municipal y espantaban a los gorriones de las seis. Cuando podaron los árboles del parque en 1968, los gorriones se fueron y se fueron los músicos. Tuvo que venir el Comandante en Jefe para indagar por ellos, y los músicos volvieron a tocar. La glorieta se pintó de nuevo, arreglaron el reloj del Ayuntamiento, y Porro, el dueño de las sillas de tijera, dejó de colocarlas en el parque afectado por las nuevas leyes de la Ofensiva Revolucionaria. Porro murió al poco tiempo, y sus sillas fueron intervenidas por el Poder Local y utilizadas en la funeraria. El paseo languideció en las tardes y no ha vuelto a reanimarse hasta hoy. Esa fue la tradición más firme de los años 20 cuando los grandes soltaban a los niños para que fueran a correr alrededor de la glorieta, mientras la banda municipal tocaba en su interior. Por dentro y por fuera continuaba el paseo con cientos de personas que daban vueltas una y otra vez. El parque giraba con la Tierra, desplazándose en pequeños anillos. Los periodistas de entonces escribían como Blasco Ibáñez y sazonaban sus crónicas con adjetivos tomados al azar de las novelas de Vargas Vila. Era difícil no reconocer un estilo común que luego se sustituyó por el de Hemingway. Ya en los años 40, Manzanillo tenía tres periódicos y se publicaba regularmente la revista Orto desde 1912. El estilo lacónico y preciso se adueñó de El Clarín y de La Luz de Oriente, y las crónicas de Ángel Pena y Miguel Galiano Cancio asimilaron la renovación del lead.

    A mi padre no le fue concedida esa gracia. En 1929 escribió un reportaje donde pedía un aumento de sueldo para las costureras de La Fortuna, a quienes vio una tarde con sus blusones rotos, dobladas sobre las máquinas de coser. Rafael González Reytor, director de La Época, le rechazó el trabajo y le prestó un ejemplar de La vuelta al mundo de un novelista, autografiado por Blasco Ibáñez. Mi padre creyó entender que se trataba de un problema de estilo, pero el otro inclinó la cabeza y le dijo que los dueños de La Fortuna eran los verdaderos propietarios del periódico. Entonces rompió su trabajo, abandonó el Partido Liberal y dejó de escribir para siempre. Su gusto no varió desde entonces, a pesar de que leía a

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