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La Maldición
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Libro electrónico200 páginas3 horas

La Maldición

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"Yo os maldigo esta noche y espero y deseo que os veáis como yo me veo, ni más ni menos que como yo me veo, enterrado en vida, y que esta sea larga, una muy larga vida. "DE HACER CUMPLIR LA MALDICIÓN DE UNA MONJA SE ENCARGA EL DIABLO EN PERSONA". Esto fue lo que le dijo atemorizado Don Pedo González de Hoyos, párroco de Santa María la Blanca, a

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento1 jun 2023
ISBN9781685744113
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    La Maldición - Rafael Pérez-Toribio

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    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Diana Patricia González J.

    Diseño de portada: Ángel Flores Guerra B.

    Copyright © 2023 Rafael Pérez-Toribio

    ISBN Paperback: 978-1-68574-410-6

    ISBN Hardcover: 978-1-68574-412-0

    ISBN eBook: 978-1-68574-411-3

    ÍNDICE

    I La Academia

    II El taller

    III La novicia

    IV El esbirro

    V La confesión

    VI El vino

    VII La Calderona

    VIII El duelo

    IX La Mancebía

    X La peste

    XI El cónclave

    XII El terror

    XIII Dominicos

    XIV La visita

    XIV El informe

    XVI Las negociaciones

    XVII El Santo Oficio

    XVIII Desaparecidos

    XIX Delixi decorem domus Dei

    XX La capilla

    XXI La cena

    XXII Epílogo

    El profundo conocimiento del Mal lleva al bien y por el contrario el deficiente conocimiento del bien puede llevar al mal.

    Summa Daemoniaca

    José Antonio Fortea

    I

    La Academia

    «C uando la maldición es de monja, de hacerla cumplir se encarga el diablo en persona». Esto fue lo que le dijo don Pedro González, párroco de Santa María la Blanca, asustado, a Íñigo Palomino, al momento de terminar de escuchar su confesión.

    El joven Íñigo Palomino es un mozo guapo en sus veinte. Hijo del barbero, cirujano y sangrador don José Juan Palomino del Bierzo, es miembro de una familia bien acomodada de diez hermanos, y aprendiz de pintor, casi al graduarse, en la escuela de arte y dibujo del ya célebre maestro don Esteban Murillo. La academia, que empieza a ganar fama en toda la península y en el extranjero, está situada en el segundo piso de la Lonja de Sevilla, en los aledaños del Alcázar Real, a la vera de los atrios del colegio de Santo Tomás, y junto a las naves de la Catedral. Ocupa la esquina nordeste, la más ventosa y fría, con vistas a la Giralda y al Alcázar, y se ubica en una de las quince salas en que se divide el segundo piso de un edificio espléndido que comienza, como el resto de la ciudad, a mostrar signos de decadencia. Uno de esos signos es que ya le sobran salas.

    Corre el año del señor de 1669, en Sevilla, una de las ciudades más hermosas, ricas y cosmopolitas de todas las Españas. Bajo el aún muy joven reinado de su majestad Carlos II de Habsburgo, al que ya comienzan a mentar el Hechizado. Hijo este y heredero legítimo del católico, muy alto y poderoso, y su no menos querida majestad don Felipe IV, el rey al que el mundo entero, con razón, llamó durante su vida el Rey Planeta.

    En la academia, que con el apoyo del conde de Arenales, su benefactor, había abierto el pintor sevillano, el joven Íñigo, como parte de su aprendizaje, diariamente ayuda al maestro, siguiendo sus detalladas indicaciones, a terminar los cuadros que este planifica, boceta y comienza, la mayoría de ellos sobre temas religiosos, y por lo general, encargos de los conventos e iglesias de la ciudad. En cambio, aquellos cuadros que son retrato vivo y fiel de las alegrías y del dolor de la gente de la calle se los reserva celosamente para sí mismo el maestro.

    En ocasiones Murillo pasa un par de días sin aparecerse por el estudio, pero cuando lo hace puede permanecer hasta ocho o diez horas seguidas trabajando frente a su cuadro, sin apenas detenerse, para, cuando es invierno, acercar las manos ateridas al brasero de cisco, o si es verano, ir de vez en cuando al cántaro en busca de un buen trago de agua fresca.

    Todo lo que dure la luz natural, dice, todo lo que dure aquel lienzo azul de luz y color que inspira su arte. Entonces era de celebrar el tenerlo allí todo entero para ellos, sus aprendices y sus oficiales, encandilándolos con su hablar pausado de voz de bajo cálida y profunda, mientras les prodiga uno que otro consejo o les cuenta un cuento picante, de esos salerosos tan del gusto de los andaluces, pero dejándolos siempre al final admirados con la sabiduría elegante y suelta de su paleta barroca.

    A Íñigo le gusta comenzar temprano sus tareas y, como vive muy cerca, en la posada del Ambrosio, en el barrio de Santa Cruz, apenas se despierta, entre el contrapunteo del canto de los gallos y los rebuznos lejanos de los burros, se levanta, se despereza, se lava la cara, viste calzas, jubón, capa y lechuguilla, se peina someramente y después de desayunar, las más de las veces unas gachas que casi siempre están frías, parte calle arriba, con paso alegre, a la par que silba una tonadilla entre dientes, rumbo a la Casa de la Contratación. Y al poco tiempo ya lo tenemos en la academia.

    Siempre llega el primero. Media hora antes que el resto. Y esa sensación de verse y sentirse solo y rodeado de lienzos en blanco, de paisajes inacabados y retratos de desconocidos que lo observan enigmáticos tras las telas que los guardan, no tiene precio para él. Después procede a sentarse en el alfeizar de la ventana, por donde entra toda la luminosidad del día que comienza, y con parsimonia no exenta de arte empieza a moler en el almirez, embelesado, los pigmentos coloridos que le encargó el maestro el día anterior. Así se va conectando con un universo de sensaciones que no es capaz de describir, pero que, se sorprende a menudo pensando, es lo más cercano a la felicidad o a la misma gloria de la que tanto hablan los místicos que discursean nómadas en las plazas de los pueblos.

    Íñigo es un joven de naturaleza sensual y humores sensitivos, y como casi todos los individuos poseedores de estas características, también es un gran aficionado a deleitarse no solo con los colores, también con los olores. Por eso le encanta referirles a sus condiscípulos y a don Pedro González de Hoyos, el capellán de Santa María la Blanca, su amigo y confesor, que una de las principales razones que le hace adorar el oficio de pintor es poder cada mañana disfrutar del brillo encendido de los tonos rojos, azules y ocres de los pigmentos de colores, y de los olores densos del ricino y de la linaza, de los más fuertes de la trementina y del óleo, mezclados sobre la paleta y el lienzo, mientras, dándole aún más intensidad a todo, un rayo de sol sevillano se filtra por las celosías del estudio.

    Al placer del trabajo mañanero, acompañado de la conversación entrañable con sus tres o cuatro condiscípulos, se suma más tarde la hora del condumio. Como casi siempre, Íñigo baja de dos en dos las amplias escaleras que lo llevan en volandas hasta el primer piso, donde aterriza en un claustro porticado que rodea un patio amplio, y de allí sale a la calle. También es un epicúreo que disfruta del sabor picante y graso de las frituras, las migas y los cocidos sevillanos, o del más ligero y fresco de los gazpachos y los salmorejos, regados siempre con los mejores caldos de Ronda, Jerez o Málaga. Por eso hoy, que ya es viernes, dirige sus pasos decididos a la Fonda de Agustín, en el barrio judío, donde sirven el mejor puchero de la ciudad y al que sin duda le hace sobrada justicia el vino que por lo general bien le acompaña.

    Son las dos de la tarde y el calor del mediodía, de un verano que hasta ahora ha sido inclemente con los vecinos de la urbe, aprieta de lo lindo. Íñigo viene con prisas, pegado a la pared de la calle en busca del frescor escaso de la poca sombra. De esta manera, robándole centímetros al sol, llega por fin a casa de Agustín. Adentro está fresco y acogedor, y todo muy limpio se ve reluciente, como recién fregado. Pero, bajo los arcos mudéjares del techo del amplio comedor huele a especias, a guisotes y a vino rancio, y a esa hora ya hay varios comensales sentados en las diferentes mesas, que, concentrados y en silencio, están dando buena cuenta cada uno de su pitanza.

    Por la puerta aparece casi al instante, renqueando de su pierna chueca, herencia y testigo de su paso por los campos de Flandes, y haciendo ostentación como siempre de la espada ropera que lleva al cinto, el capitán don Miguel Villalobos. Viejo soldado del también Tercio Viejo de Nápoles, retirado ya hace años, a quien don Juan José, el padre de Íñigo, tiene contratado por seis reales de vellón al mes para que no le quite ojo a su vástago. Con unas botas altas que de seguro han conocido mejores tiempos y que dan sendas vueltas a la altura de las rodillas, su gruesa capa apolillada y su chambergo de fieltro raído de ala ancha que reparte sombra por igual entre una nariz de proporciones patricias y un mostacho gigantesco, es de apostar a que don Miguel no pasa desapercibido allá donde vaya.

    Ahora, y siempre renqueando, se ha llegado hasta la mesa que ocupa Íñigo y, solo con un leve gesto de llevarse un dedo a la frente a modo de saludo y con un resoplido mezcla de cansancio y alivio, se deja caer en la banca frente a su nuevo patrón, quien lo acoge con una amplia sonrisa de bienvenida y unos golpecitos afectuosos en el antebrazo.

    Nuevo patrón porque en poco tiempo la relación entre ambos ha desvirtuado la intención inicial de don Juan José y ha tomado otros derroteros. Íñigo y el Capitán Villalobos, previo soldada de otros seis reales de vellón al mes, han acordado que el Capitán seguiría actuando de igual manera pero informando a don Juan José de solo aquello que Íñigo esté dispuesto a que su padre sepa, y solo bajo su más estricta aprobación.

    Hace ya muchos años que no existen judíos en la judería, desde cuando fueron expulsados en tiempos de Isabel y Fernando, pero el barrio continúa manteniendo el nombre y su carácter. Ese es el caso de la fonda, que se dice que había sido una sinagoga y que nadie sabe cómo ni cuándo ha llegado a las manos de su actual patrón, Agustín de Herrera, sospechoso de descender de judíos conversos, pero que se vanagloria cada vez que puede de ser cristiano viejo, a lo que don Miguel siempre riposta, con la sabiduría del refrán antiguo: «Dime de lo que te ufanas y te diré lo que no tienes». Hoy, su mujer, a quien todos dicen la Agustina, una moza en sus treinta, pizpireta, desenvuelta, de pelo pajizo y revuelto bajo un pañuelo anudado a lo campesino, de pechugas generosas y amplio escote para lucirlas, le ayuda a servir las mesas.

    —¿Qué nos recomiendas, Agustina? Mira que ya es tarde y vengo hambriento, y aún más famélico que yo viene nuestro amigo el capitán. O si no, ¡vedle esa cara que trae!

    —Déjeme a mí, señorito, y no se preocupe vuesa merced, que lo que les voy a traer seguro les va a saber a gloria. ¿Qué tal si para la espera les acomodo primero un salmorejo con una buena hogaza de pan blanco para remojar y luego empezamos lo que se dice a comer en serio, con un gazpachuelo fresco, del día, seguido con un puchero a todo trapo de los de apaga la luz y vámonos, con chorizo de cantimpalo y morcillita de Úbeda?

    —A fe mía que no hay música mejor para mis oídos, pero ¿y qué hay del vino, Agustina, mi reina? ¡Que estamos secos, pardiez! Que por ahí creo que deberías haber empezado.

    Aquí la Agustina baja la voz y le pone algo de misterio al asunto, mirando de reojo hacia una y otra de las mesas cercanas, como quien desea mantener un secreto importantísimo.

    —Pues tenemos una barrica de Aljarafe tinto, de aquí de la tierra, que nos acaba de llegar no hace de esto dos días y que voy a poner ahora mismo a la consideración de su merced. Y si no es de su agrado no me lo paga.

    —Pues venga entonces ese vino y venga el Salmorejo y el pan, que para más luego es tarde.

    Mientras la Agustina se aleja en busca del celebrado vino y de las no menos alabadas viandas, el capitán Villalobos se ha quitado el chambergo con cierta displicencia y lo lanza de cualquier manera a un lado de la banca, dejando al descubierto al hacerlo una cabeza medio calva rodeada de guedejas de pelo ralo, que le caen en mechones disparejos sobre los hombros, ni totalmente grises ni totalmente blancas. Luego cruza las manos sobre la mesa y se queda mirando fijamente a Íñigo en silencio, como es su costumbre.

    —A fe mía que me da mucho gusto veros y poder invitaros a una buena pitanza, capitán. Porque me haréis los honores, ¿verdad?

    Don Miguel Villalobos asiente sin dejar de mirarlo y sin decir esta boca es mía. Aunque, eso sí, ensaya bajo el bigotazo lo que parece ser una sonrisa de agradecimiento que a la postre no pasa de simple mueca.

    Mientras, la Agustina, sin tiempo aún de haber visitado la barrica de la bodega, regresa ya hacendosa con un par de cuencos de barro rebosantes de vino que, obviamente es alguno con mucho menos pedigrí que el mentado Aljarafe y que de seguro guarda a mano, para el diario, en una garrafa en la cocina.

    A estas alturas Íñigo tiene sed y el capitán en eso no parece irle a la zaga, así que, sin hacer mucho caso de los tiempos del ir y venir de la Agustina, entrechocan los vasos, se desean salud con la mayor seriedad y casi los apuran de un trago. Luego, ya satisfecho y después de secarse los labios con la bocamanga, Íñigo se inclina hacia don Miguel y le habla, esta vez en un tono mucho más bajo, pero igual de misterioso que el que había empleado la Agustina hacía unos momentos.

    —Esta noche os necesito de nuevo a vos y a vuestra espada. Iremos a dar un pequeño paseo hasta el convento de Santa Inés. Me vais a esperar en la plaza de Santa Marta, a la misma hora de siempre.

    El capitán chasquea la lengua. Mueve la cabeza dubitativo y como apesadumbrado.

    —Ya os lo he dicho de mil maneras: cada vez que visitáis ese maldito lugar os ponéis vos en grave peligro y me poneis a mí de paso.

    —¿Acaso tenéis miedo, don Miguel?

    —Teneros ahí don Íñigo. Sabed que por una impertinencia menor que esa hace unos años me hubiera tenido que batir a muerte con vos, así que sosegaos y no tentéis la suerte que, en esta vida, es un bien harto escaso, a más de esquivo.

    Esto último lo dice el capitán con voz ronca, también baja y con el ceño fruncido, echándose el resto del trago al gaznate. Por su parte Íñigo se echa hacia atrás en la silla y suelta una carcajada.

    —Tranquilizaos, capitán. Os aseguro que no he querido ofenderos, y menos dudar de vuestra probada valentía y alto sentido del honor. Tengamos la fiesta en paz. Entrémosle con alegría al salmorejo y compartámoslo como buenos hermanos.

    Don Miguel adelanta el labio inferior. Asiente, no muy convencido, y comienza a mojar una y otra vez el pan en

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