Simplemente Jeanne
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en la que el arte juega un papel fundamental y por la que desfila el gran París del malditismo y la vanguardia.
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Simplemente Jeanne - Lorena San Miguel
momentos.
El reencuentro
Volvemos a estar frente a frente. Tu inquietante mirada vuelve a posarse nuevamente sobre mí y no puedo dejar de contemplar esa actitud tan paciente y contemplativa. He llegado hasta tus pies recorriendo las salas de este espectacular edificio, de esta elipse creada para albergar tanta belleza en su interior.
Mis zapatos me han dirigido, esta vez, hasta Nueva York, la gran urbe que consigue atraerte y expulsarte, sentirte extranjera y ciudadana en un instante. Tras recorrer, plácidamente, Central Park hemos decidido, por fin, adentrarnos en el Museo Guggenheim para contemplar su fabulosa colección de arte contemporáneo.
La disposición del edificio permite sentirte perfectamente integrado entre sus líneas y que el visitante se encuentre en paz; pero yo no podía permanecer quieta frente a ninguna de las obras porque necesitaba regresar a tu mirada. Así que dejé a mi acompañante contemplando al gran Kandinsky y me dirigí hacia la sala que acoge la pintura de mi admirado Modigliani.
Jeanne Hébuterne in Yellow Sweater.1919. Así reza el cartel anclado junto a tu retrato. Una descripción demasiado simple para englobar todo lo que significabas para él. Esa gran mancha amarilla en el centro del cuadro consigue atrapar las miradas, pero no puedo dejar de contemplar unos ojos que parecen no tener un final, que encierran miles de buenos y malos momentos. Una mirada que es el compendio de tantas experiencias vividas que Amedeo no pudo plasmarla en su cuadro más que a través de una pincelada azul, sin más concreción.
No es la primera vez que me detengo delante de tu retrato; el momento en el que coincidieron nuestras vidas fue, también, en un museo, pero esta vez se trataba del Museo Guggenheim de la ciudad de Bilbao, el cual acogía una exposición de las principales obras de su colección permanente. Mirando unas y otras pinturas con mayor o menor interés, de repente, una pincelada de luz me atrapó y centré mis energías en la obra de ese autor maldito que pasó a la Historia tanto por su valía profesional, como por sus correrías por las calles de París.
Aún no entiendo el porqué de mi atracción hacia esta pintura que no destaca en la trayectoria profesional de su autor ni por su temática, ni por su técnica. París tampoco ha sido, dentro de esas ciudades clasificadas como «imprescindibles», un referente personal puesto que mi tendencia british siempre ha sido más acentuada.
A pesar de ello, te seguí hasta las calles de París y recorrí Montparnasse y Montmartre buscando en sus colinas, como los artistas que las habitaron, la poesía, la música y la belleza. Los turistas que nos dirigimos hacia esos puntos de interés conseguimos revitalizar estas zonas desde un punto de vista económico pero rompemos la magia de esa bohemia de principios del siglo XX que logró hacer de esta la ciudad de las vanguardias. Así que, en vista de que no te conseguía ver en esos barrios, mi fiel acompañante me sugirió la idea de recorrer el célebre cementerio de Pére-Lachaise. Allí reposan tus restos junto a los de tu adorado Amedeo. No fue fácil localizar el lugar de tu enterramiento pero, deambulando entre las distintas lápidas y ayudados de un práctico mapa, dimos con él. Se trata de una tumba ciertamente sencilla con unas discretas flores adornando la piedra y con la inscripción de vuestros nombres unidos por siempre.
La ciudad de la luz tampoco me permitió vislumbrarte, no pude dar con tu esencia. De vuelta a la realidad cotidiana, me dediqué a buscarte a través de los libros, indagando en tu trayectoria vital y procuré conocerte mediante la obra pictórica de tu amado Modigliani. Sin embargo, sólo se conocen pequeños trazos de tu vida y casi siempre ligada a tu pareja, lo que no permite ahondar en tu alma.
Tras un tiempo desistí de esta incesante búsqueda debido, en parte, a su dificultad y también inserta en los quehaceres cotidianos que no permiten mirar más allá de nuestra pequeña existencia sin apreciar las otras vidas que nos puedan aportar un rayo de sabiduría para la nuestra propia.
Sin embargo, este nuevo encuentro es diferente. En esta ocasión algo único sucede. Dirijo mi mirada hacia tu rostro y todo se vuelve azul:
—Mírame a los ojos, esta es mi historia.
El comienzo
Mi nombre es Jeanne Hébuterne y vine al mundo en Meaux el 6 de abril de 1898. Mi lugar de nacimiento se encuentra a unos cuarenta y tres kilómetros al nordeste de París. En esos tiempos, Francia estaba viviendo unos momentos complicados. Quedó atrás la gloriosa Exposición Universal de 1889 que forjó nuestro gran símbolo de prestigio y modernidad y mi arranque vital coincidió con un momento de crisis política y social, hasta entonces no vivida por mis compatriotas.
—Ven, rápido, ha sido una niña. Es una criatura angelical —gritó la comadrona, llamando a mi padre que estaba en la otra habitación impaciente por escuchar las noticias.
—Espero que la felicidad consiga llenar su vida porque estos tiempos convulsos que estamos viviendo no parecen los más apropiados —sentenció el cabeza de familia, tras observar la llegada de una niña sana a la familia.
—Todo esto pasará y volverá a ser como antes. Una mujer siempre es bienvenida a una familia, ya que supone gracia y belleza para todos. Ella será una bendición—. Mi madre siempre encontraba palabras de esperanza.
El nombre de mi padre era Achille Casimir Hébuterne y mi madre se llamaba Eudoxie Anäis Teller. El origen de mi familia paterna, que es con la que pasé un mayor tiempo en mi infancia, se remontaba al lugar de nacimiento de mi abuelo en la villa de Varredes.
«Familia, una vez más, me pongo en contacto con vosotros para haceros llegar la feliz noticia de que hemos ampliado nuestra prole. Eudoxie ha dado a luz hace unos días a una niña a la que llamaremos Jeanne. Vamos a intentar transmitirle los valores morales que vosotros nos inculcasteis y, con ello, lograremos que sea una mujer merecedora de ese calificativo, tal como mi esposa y todas las féminas que pueblan nuestra familia». Estas fueron las líneas que mi padre envió al resto de la familia para anunciar mi llegada al mundo.
Mi infancia transcurrió sin mayores avatares. No tengo unos recuerdos demasiado claros de esa época ya que nunca me preocupé de rescatar esos instantes vividos de niña, en parte, por mi tendencia a la introversión. Mi madre era una mujer abnegada, más dedicada a las labores del hogar y el cuidado de sus hijos, que a su propia felicidad. Por su parte, mi padre era un hombre de costumbres austeras al que le apasionaba la literatura europea del siglo XVII y cuyas férreas convicciones católicas le impidieron ver mi verdadero yo.
—Ven, pequeña Jeanne, te voy a leer un pasaje de este libro. Es uno de mis favoritos; se trata de los cuentos de Perrault[1] —mi padre siempre dispuesto a inculcarme dosis de cultura.
—¿Me va a gustar? —pregunté expectante ante las ansias de mi padre por la obra.
—Estoy convencido de ello. Se titula Grisélida —hizo una pausa dramática para continuar—. Escucha:
«No lejos de los Alpes vivía un príncipe, joven y bravo, en quien la naturaleza había agotado sus dones, y de todos muy amado. Su instrucción era distinguida, su valor en la guerra le había ganado justa fama y su afición a las Bellas Artes era mucha. A fuer de hombre de elevados sentimientos, deseaba realizar grandes proyectos y cuanto puede hacer digno a un príncipe de ocupar un puesto privilegiado en las páginas de la historia, distinción que se propuso merecer dedicándose con predilección a labrar la felicidad de su pueblo, por parecerle esta gloria más sólida que la que se conquista en los campos de batalla. Pero tenía el príncipe un defecto, cosa nada rara, pues la perfección es difícil si no imposible. Y consistía en su monomanía contra las mujeres, porque en ellas sólo veía engaño y perfidia...»
A mi padre le gustaba leernos una y otra vez este tipo de cuentos, quizá con el fin de instruirnos en su ética dentro de la cual el bien y la bondad acaban triunfando por encima de todo. Muchas de estas historias se habían ido transmitiendo en su familia de manera informal al calor del fuego del hogar y ese recuerdo infantil hacia que para él cobrase especial importancia el hecho de reunirnos en torno a sus libros y a su morada física y moral. Solía aprovechar estos momentos para relatarnos los años en que siendo niño debía atender múltiples ocupaciones y su gran distracción eran los libros. Sus hojas significaban la posibilidad de viajar más allá de las calles de su pueblo y de poder emprender una nueva vida llena de grandes retos. Este pequeño club de lectura que formábamos ambos nos hacía aislarnos de las tensiones cotidianas y permitía que nuestras diferencias quedasen reducidas hasta resultar insignificantes.
La atmósfera que se creaba en mi casa en las tardes de lectura conseguía potenciar la lección que encerraba la fábula. Con el tiempo fui consciente de que, más allá del valor literario de estas obras, mi padre apreciaba su aleccionamiento en aquellos valores indestructibles para él: entregarse al bien y vivir íntegramente las relaciones de amor, amistad y familia procura grandiosos frutos, puesto que acaba llevando a la persona a su completa realización y, por tanto, a su felicidad. El mal aparece siempre como elemento nocivo y cruel y cuando forma parte del comportamiento humano lleva a aquel que lo desarrolla hasta su propia destrucción.
De Grisélida me gustaba escuchar cómo mi padre enfatizaba en los párrafos dedicados al ceremonial de la corte, cuya descripción en verso acentuaba la desigualdad social presente en aquella época, donde quienes ostentaban el título de ricos no sólo poseían grandes fortunas sino también un inmenso poder. Aunque nunca discutí con él sobre este tema, me di cuenta, tras varias relecturas, que la imagen aportada de las mujeres resultaba muy alejada de lo que yo quería para mí y para el resto de mujeres que me rodeaban y apreciaban. Ellas sólo podían ascender socialmente mediante el matrimonio, dejando a un lado la posibilidad de hacerlo gracias a sus méritos o cualidades personales. Es cierto que su constancia y entereza en las situaciones adversas las hacían dignas de mi admiración en este aspecto. Así que su moraleja («En el curso de la vida, la virtud y la paciencia sufren embates terribles que las sujetan a prueba; si de sus duros vaivenes lograren salir ilesas, tanto mayor es el mérito cuanto más dura es aquella») fue una máxima en mi transcurrir.
El mundo estaba cambiando. No creo que yo fuera consciente de ello, pero el traslado de mi familia a la gran urbe supuso un avance hacia la consecución de mi felicidad. Mi padre comenzó a trabajar como contable en el centro comercial Le Bon Marché y la familia se instaló en el distrito V de París, un barrio al que iban acudiendo las gentes de los pueblos circundantes en busca de nuevas oportunidades laborales. Esta zona, en la orilla izquierda del Sena, es una de las más antiguas de París y nuestra calle estaba ubicada en el barrio de Val-de-Gracé, uno de los cuatro que componían este distrito de la ciudad. En estos momentos, el barrio estaba en su pico más alto de población y la densidad se hacía evidente al subir y bajar por las escaleras de nuestro edificio o al acudir a las tiendas de la zona, donde no era tarea fácil hallar espacios deshabitados.
—Buenos días, señora Hébuterne. Abrigue a los niños que hoy el sol no ha tenido el gusto de acompañarnos —sentenció nuestro vecino con el ceño fruncido.
—Buenos días, señor Bigot. Gracias por su amabilidad. Pase un buen día —mi madre siempre daba muestras de su educación.
El número anterior a mi edificio estuvo ocupado en el pasado por un cementerio protestante, reposo de algunas ilustres familias. Entenderás que, para mi inquieta mente, esto significaba