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Nakerland, el ejército de los niños
Nakerland, el ejército de los niños
Nakerland, el ejército de los niños
Libro electrónico280 páginas4 horas

Nakerland, el ejército de los niños

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Información de este libro electrónico

Un nuevo día comienza en el mundo fantástico de Nakerland con la inesperada desaparición de Sarah. Su hermano Sack debe encontrarla para poder regresar a casa, pero no sin antes ayudar a los Nakers a lograr vencer a sus enemigos, los Badernakers, y evitar que ejecuten sus perversos planes para dominar el reino.

Sack y sus nuevos amigos se verán envueltos en una emocionante aventura, donde un ejército de niños será el protagonista de tan cruel enfrentamiento, que sumirá al reino en un tiempo de conflicto y oscuridad.

¿Podrán conseguir restablecer la paz de tan extraordinario y mágico lugar?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 feb 2024
ISBN9788411819657
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    Nakerland, el ejército de los niños - Maite Ruiz Ocaña

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Maite Ruiz Ocaña

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Ilustrador: Diego Cebrián Domínguez

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-965-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para todos los niños y jóvenes. Esos pequeños guerreros que luchan por hacer de este mundo un lugar mejor.

    Y, en especial, para mis A².

    Agradecimientos

    Tengo que reconocer que expresar abiertamente mis sentimientos, ya sea de manera escrita o verbal, siempre me ha parecido una tarea compleja, aunque, en esta ocasión, la circunstancia lo merece. Haber llegado hasta aquí ha supuesto un verdadero reto para mí. Por eso, quiero agradeceros a todos los que me habéis estado apoyando y animando durante todo este tiempo a seguir cultivando mi pasión.

    Mi mayor agradecimiento va dirigido a Mon, mi gran pilar, ese que me sostiene con mucho amor, paciencia y mimo, especialmente en los momentos más complicados, donde más se necesita de una base estable que nos ancle firmemente a tierra para no derrumbarnos. Él fue el principal responsable de empujarme e inyectarme de fuerza y valentía suficientes para continuar escribiendo.

    Me gustaría darle las gracias a mi tía y madrina Mari Carmen, por haberme permitido poner en marcha mi primer taller de escritura y lectura para niños sobre Nakerland en el colegio en el que fue profesora de primaria. También agradecerle por sus grandes consejos a la hora de diseñarlo. Compartir aquel momento con esos pequeños grandes maestros fue una de las mejores experiencias de mi vida, que nunca olvidaré. Me concedieron una buena dosis de energía e ilusión, difícil de explicar con palabras. ¡Gracias a todos ellos por tan bonito regalo!

    Y, por supuesto, quiero transmitirle mi agradecimiento a mi querido cuñado David, nuestro Trivial Pursuit familiar, por invertir tiempo y esfuerzo en la lectura de este nuevo manuscrito. Valoro mucho contar con su feedback, ya que es un gran lector de novela de fantasía y sus críticas son siempre muy constructivas. Su sincera opinión y valiosas aportaciones, sin duda, lo han mejorado.

    Gracias de corazón a mi queridísima amiga Cristina M., con la que he compartido largas e interesantes conversaciones sobre el sentido de la vida, el conocerse a sí mismo, el aquí y el ahora, el soltar y confiar. Me han ayudado a creer en mí misma y, por ende, a continuar en esta nueva travesía «fantástica» en la que me he embarcado.

    Mis hijos, Adriana y Alejandro, han sido también una pieza fundamental. Nunca olvidaré las palabras tan acertadas de Adriana, en el momento que más las necesitaba: «Mamá, tú puedes hacerlo, confío en ti». Las escribió con sus colores favoritos sobre un papel que llevaré conmigo siempre.

    Por último, mi más sincero agradecimiento a todos los que ya habéis leído la primera parte de Nakerland y a vuestra paciencia esperando a que llegase esta segunda parte.

    ¡Gracias, gracias y un infinito número de gracias!

    Y, sin más dilación, os dejo con la lectura de Nakerland, el ejército de niños. ¡Espero de corazón que la disfrutéis mucho!

    n

    —¿Por qué tengo que ir contigo? —preguntó Ben atemorizado y, al mismo tiempo, enfadado.

    Una luz roja había invadido su cuarto. El intenso resplandor de sus rayos se abría paso entre su colección de canicas de distintos colores, que se pegaban unas contra otras intentando hacerse hueco dentro del tarro de cristal que Ben conservaba desde que su padre le regaló la primera con tan solo cinco años, y que a lo largo del tiempo había ido llenando y haciendo crecer hasta que en el bote no entraba ni una más. El fulgor carmesí chocaba al mismo tiempo contra el espejo que colgaba de una de las paredes de la habitación y que Ben utilizaba cada mañana para comprobar y afirmarse de que estaba listo para enfrentar un nuevo día. Todo ello sumergía la habitación en un baño de sangre.

    El miedo iba cobrando cada vez más fuerza dentro de Ben.

    Aquel hombre se había colado mágicamente en su cuarto, sin que pudiese imaginar de dónde había salido. Parecía que viniese de otro mundo. Y en eso, el pequeño Ben no se equivocaba.

    Al principio, aquello le parecía que era un sueño, pero después de sentir las frías manos de aquel hombre luminoso cogiéndole su muñeca y percibir como su cuerpo entraba en una espiral de luz moviéndose a través de un largo túnel a gran velocidad, el que todo eso no fuese real se le quitó de la cabeza.

    El viaje llegó a su fin cuando aterrizaron en un lugar que para Ben era terroríficamente siniestro. Tenía la misma sensación de angustia y temor como cuando en alguna ocasión excepcional veía una película de miedo —no se consideraba un niño especialmente valiente— y utilizaba un cojín para taparse la cara cuando se esperaba una escena en la que era claramente evidente que el espectador se iba a llevar un susto. Pero en esa ocasión, Ben no disponía de ningún recurso que le sirviese para ocultar su vista de lo que se mostraba a su alrededor. Su captor seguía presionando su muñeca fuertemente, ayudándole a recordar que todo aquello que le estaba sucediendo era real y que de ningún modo podría escapar.

    Una puerta de un tamaño colosal se alzaba ante ellos. A ambos lados de la misma, nacía una robusta muralla, tan alta que impedía la visión de lo que tras ella se ocultaba. Dos guardas apostados a ambos lados de la misma la custodiaban. Sus amenazadoras miradas erizaron el bello de Ben. ¡Su parecido era sorprendente! De constitución atlética, sus cuerpos estaban cubiertos con un ropaje que poco dejaba a la imaginación, marcando sus fuertes músculos. El cabello largo y recogido en una trenza y un rostro que a Ben le transmitía, entre otras muchas cosas, desconfianza. De su cuello, colgaban unas pequeñas estrellas de las que brotaba una luz roja, que se encendía y se apagaba, como cuando un faro hace girar su luz en la oscuridad de la noche avisando a los barcos para que no choquen contra la costa.

    Cuando los vieron acercarse más, ambos hombres abrieron la inmensa puerta, dejándoles paso a lo que a Ben le pareció un gran palacio.

    Un escalofrío recorrió la nuca de Ben. No había llorado en ese corto espacio de tiempo desde que se lo llevaron de la habitación de su casa, donde hacía tan solo un momento se encontraba durmiendo plácidamente.

    Recordaba que estaba soñando con un partido de baloncesto, donde él era uno de los jugadores y no paraba de encestar y conseguir puntos para su equipo. Era la estrella y todos le aplaudían. Algo que en su vida real no sucedía. Ben era el chico listo de la clase con gafas y pocos amigos. Últimamente había estado muy rabioso con todos sus compañeros del colegio porque cada vez era más el acoso que ejercían contra él, y no lograba averiguar cómo pararlo.

    No sabía cómo enfrentarse a ellos, pero tampoco quería contarles nada ni a sus padres ni a los profesores, para evitar que, además, pensasen que era un chivato, algo que empeoraría aún más las cosas.

    No bastaba con que su vida fuese un infortunio repleto de infelicidad y humillación, como para que ahora, además, se hubiese vuelto loco y tuviese visiones, porque aquello no podía ser real.

    A medida que avanzaban por un ancho pasillo, que parecía no tener fin, Ben fue calmando sus nervios y pudo recuperar el habla.

    —Señor —comenzó diciendo algo incrédulo, pensando todavía que aquello no podía estar sucediéndole—, ¿me puede decir, por favor, dónde estamos? —«Ante todo, educación», pensó Ben, creyendo que de esa manera sería más sencillo conseguir una respuesta de su captor.

    El hombre, con aquella curiosa estrella de intensa luz roja que colgaba de su cuello y que no paraba de brillar, no le respondió. Prosiguió su camino haciendo caso omiso de sus palabras.

    Pero el pequeño y atemorizado Ben no tardaría en dar respuesta a su pregunta. Inquieto y observador, avanzaba, paso a paso, hacia la resolución del enigma que tan intrigado le tenía.

    n

    Los Badernakers, lejos de sentirse vencidos o pensar que habían fracasado frente a sus oponentes, los Nakers, que ahora contaban con las mejores armas de combate —Sack y Sarah—, habían decidido seguir ampliando su ejército de la manera que mejor se les daba: continuando con la captura de infelices niños. En un inicio, su objetivo eran jóvenes insatisfechos con su vida y que en sus jóvenes corazones albergaban un rencor que se había ido arraigando dentro de su ser a lo largo de su corta existencia. Pero esta delirante caza habían decidido ampliarla, sin tener en consideración su filtro inicial de actuación, todo con el fin de hacer crecer de manera rápida y exponencial el volumen de su ejército. Por este motivo, se habían sumado a sus filas numerosos niños que padecían de un profundo e intenso sufrimiento en sus vidas. Eran el mejor objetivo. Almas perdidas, dolidas, desamparadas. Los blancos perfectos para los Badernakers, fáciles de persuadir, moldear y manipular.

    Desde que los Nakers protegían cautelosamente dentro de sus murallas a los dos «amuletos» —así se les había empezado a conocer entre los Badernakers a los dos hermanos, Sack y Sarah—, Snaker había puesto en marcha su elaborado plan de conquista del reino: conseguir reunir el mayor ejército que Nakerland hubiese conocido jamás. Sus expectativas eran extremadamente ambiciosas, porque la labor no era tan sencilla como en un principio había pensado. Apresar a los jóvenes desafortunados, según tenía inicialmente estudiado, estaba resultando sencillo. Por el contrario, controlar a los niños se estaba convirtiendo en un auténtico reto, ya que estaban teniendo que recurrir en innumerables ocasiones a la magia para poder manipularlos; aunque eso no era impedimento para él. Su odio contra los Nakers era tan fuerte que nada ni nadie podía interponerse en su camino.

    Su captura se había intensificado en los últimos días. Durante este tiempo, habían conseguido reunir más niños que los que habían secuestrado en las últimas semanas. Los mensajeros no paraban de hacer sus mágicos viajes, trayendo con ellos nuevos miembros para su cada vez más nutrido ejército, que se iban apilando, como si de libros en las estanterías de una biblioteca se tratasen, en las grutas que los Badernakers estaban construyendo a marchas forzadas, situadas en el subsuelo de su palacio.

    Camastros tipo litera se abrían paso en los muros de las grutas, colocados unos sobre otros, con pequeñas escaleras para que cada nuevo sujeto pudiese ascender hasta el lugar que le correspondía. Cinco plantas de camas —por llamarlas de alguna manera— se iban llenando con más y más jóvenes, que, asustados, no comprendían qué es lo que estaba sucediendo.

    Hasta allí, a una de las grutas invadidas de niños acurrucados en sus nichos de reclusión, habían conducido a Ben, que, sumido en la oscuridad, miraba a uno y otro lado sin que sus ojos pudiesen ver apenas más allá de un palmo del camino por donde iban avanzando. El hombre que le había acompañado durante todo su trayecto se paró en seco frente a un hueco que todavía se encontraba vacío, ubicado en una segunda planta. Ben, que iba despistado tratando de no tropezar y conseguir ver algo, y sin esperar que se fuesen a detener en ese preciso momento, chocó contra su fornido cuerpo, algo que no produjo ni el más mínimo movimiento sobre aquel personaje sacado de los cuentos que se desarrollan en un mundo de fantasía.

    —Este es el lugar que se te ha asignado —comunicó el Badernaker a Ben, muy serio y sin tan siquiera mirarle.

    Y con estas palabras, giró sobre sus talones, dejando un ligero surco en la tierra húmeda que cubría el suelo de aquella gruta, y se fue por donde habían venido.

    Ben miró en el interior del pequeño espacio oscuro que el Badernaker había indicado con su mano. Agarró la escalera para comenzar a subir por ella, cuando una mano, asiéndole por su tobillo izquierdo, le detuvo antes de que pudiese seguir ascendiendo. Salía del hueco que se encontraba justo debajo del suyo. Tras esa pequeña mano flaca y pálida, apareció un rosto triste y ojeroso. Sus ojos, que ya habían comenzado a adaptarse a la oscuridad que reinaba a su alrededor, vieron a un niño que le miraba de manera suplicante.

    —Hola, soy Erasmo, aunque mis amigos me llaman Eras. Y tú, ¿cómo te llamas? —la apagada voz del niño parecía tratar de transmitir toda la simpatía, e incluso algo de alegría, que las circunstancias le permitían.

    Ben podía sentir a través de los cristales de sus gafas la tristeza de aquel pobre chaval. Por su apariencia, debía de tener la misma edad que él.

    —Yo soy Benjamín, pero todos me llaman Ben. —Y se quedó esperando a que Eras le contestase, pero este simplemente se limitó a observarle durante un rato sin decir una sola palabra.

    —¿Dónde estamos? —se decidió a preguntarle Ben. Quizás, Eras supiese dónde narices se encontraban.

    —No lo tengo claro, ¿tú lo sabes? —contestó Eras.

    —Pues acabo de llegar, y la verdad que no, no tengo ni idea de qué es este sitio —respondió Ben—. ¿Llevas mucho tiempo aquí? —continuó preguntándole, tratando de entender de qué iba todo aquello.

    —No, solo unos días, como la mayoría de los que estamos aquí.

    Todavía de pie ante el que parecía iba a ser su nuevo hogar durante algún tiempo, Ben se ajustó bien sus gafas y comenzó a mirar a su alrededor. El esperpéntico escenario que vio le dejó sin aliento. Cientos de niños ocupaban los pequeños y lóbregos agujeros. Pero ¿qué era todo aquello?, ¿qué hacían allí?

    Su corazón comenzó a latir con fuerza y una leve angustia se apoderó de su joven cuerpo. Tampoco ayudaba que estuviesen metidos en un agujero bajo tierra y con la tenue luz de las pocas antorchas que marcaban lo que parecían las entradas a aquel lugar. Ben no daba crédito a todo aquello. No podía ser cierto, ¡tenía que estar soñando!

    Aunque, lamentablemente, no era una fantasía ni su imaginación le estaba jugando una mala pasada: todo aquello era real y le estaba sucediendo a él. Pero ¿cómo podía ser posible?

    «No, no y no», se repetía. Tenía que ser imposible que tuviese tan mala suerte. En concreto, en los últimos años de su vida, donde las cosas habían empeorado. Su familia no era precisamente la que cualquier niño desearía tener, sino todo lo contrario: sus padres se habían separado recientemente, aunque, para Ben, que eso hubiese sucedido había sido un alivio, ya que cuando vivían juntos, era un auténtico infierno a diario. Desde que tenía uso de razón, sus padres se pasaban todo el día discutiendo y peleando, sin tener en cuenta que su único hijo presenciaba las discusiones y muchas noches se iba a la cama llorando desconsolado, sin que nadie se acercase para consolarlo. A eso se sumaba que había ido perdiendo a todos sus amigos. En el colegio, se pasaba las horas solo y ningún compañero quería sentarse junto a él en clase. Y cuando llegaba a casa, se refugiaba en su cuarto y se sumía en el estudio y en los libros para evadirse del mundo real y conseguir serenarse.

    Cierto era que lo que le estaba ocurriendo había sido responsabilidad suya, ya que fue él el que comenzó a aislarse de todos, hasta que se quedó completamente solo. Y el motivo principal de su actitud no fue otro que el mal ambiente que sufría en casa, provocando que no tuviese ganas de hablar con nadie.

    Pero una vez superada esa etapa, donde Ben se había resguardado en su propio caparazón de infelicidad y soledad, y aceptando la realidad de su vida, hizo el intento de acercarse de nuevo a sus compañeros, mas ya era demasiado tarde. Los niños, en muchas ocasiones, son crueles, y Ben se había convertido en el niño «rarito», con sus gafas, su simulado autismo y sus excelentes notas. Era el empollón de la clase, del que ningún niño quería hacerse amigo. Tan solo conseguía mantener conversaciones con alguno de sus compañeros, que, ocultando sus verdaderos intereses puntuales, y de manera amigable, le pedían que les ayudase a hacer algún ejercicio o trabajo que el profesor les mandaba, a lo que Ben accedía gustoso con tal de conseguir el cariño de alguno de ellos, aunque fuese por un pequeño instante. Al principio, sentir que le necesitaban, que se acercaban a él le llenaba de alegría y consuelo, pero pronto se dio cuenta de que todo aquello era una farsa y que jamás volvería a ser aceptado por nadie. Había asumido su nuevo papel de bicho raro para el resto de la humanidad.

    A eso se sumaba que ahora también se burlaban de él y le acosaban a cada rato que veían la oportunidad. Algunos días, Ben llegaba a casa con la camisa rasgada o sin algún botón; incluso en una de las últimas ocasiones donde había recibido una tunda de golpes, le habían roto la montura de las gafas. Por este motivo, las llevaba con celo alrededor del puente, para poder mantenerlas unidas. Y todavía dio gracias porque no le habían partido los cristales; si no, sus padres le habrían matado.

    Así que todo aquello, sumado a lo que ya venía acumulando en su desgraciada vida, era un granito más que pasaba a formar parte de la gigantesca montaña de penas e infortunios que iban creciendo y ascendiendo sin parar en su corta pero intensa existencia.

    Ben decidió que lo mejor que podía hacer entonces era ocupar el hueco que le había tocado en aquel espantoso lugar e intentar hacer poco ruido y pasar desapercibido.

    Pero poco le duró la tranquilidad de su lúgubre refugio. De repente, un rugido invadió las galerías y llegó fugaz a cada uno de los oídos de sus nuevos y desorientados huéspedes. El chico que hacía apenas unos instantes había agarrado su pierna salió cautelosamente de su hueco y se puso a caminar en la misma dirección que el resto de niños, que, de igual modo, habían abandonado sus nichos y paulatinamente no cesaban de unirse en lo que parecía una religiosa procesión hacia algún lugar desconocido para Ben. Un guardia les ordenaba que se moviesen todos hacia el mismo lugar.

    Ben pudo observar a lo lejos como se iba acercando hacia él, y antes de que llegase a su altura, descendió por la pequeña escalera y raudo comenzó a caminar con el resto.

    A cada paso que daba, aquel lugar le iba pareciendo más y más tenebroso, provocando que se sumasen un mayor número de rápidos latidos a su asustado corazón. Ninguna ventana permitía el paso a la ansiada claridad del exterior, impidiendo que les llegase ni tan siquiera un pequeño rayo de luz que amablemente los iluminase. Tan solo alguna humeante antorcha, que se encontraban diseminadas con cuentagotas a lo largo de las sinuosas galerías, les ayudaba a vislumbrar el húmedo suelo para evitar que tropezasen con las piedras que se cruzaban a cada paso que daban en su lánguido recorrido.

    Anduvieron un rato, durante el que Ben, de cuando en cuando, apoyaba sus temblorosas manos sobre la pared, por la que avanzaba relativamente pegado, mientras examinaba a los que vagaban a su lado. Pero ninguno de ellos hizo el amago de devolverle la mirada.

    Avanzaban como si se encontrasen sumidos en una profunda y extraña hipnosis —parecía que les hubiesen hechizado o algo siniestramente parecido— y, caminando como robots de carne y hueso, siguiesen las órdenes del que fuese su malévolo amo.

    Aquello hizo que Ben se asustase aún más de lo que ya estaba, y su cabeza, de manera automática, puso su cerebro a trabajar a toda máquina. Mil preguntas atravesaban su mente de pequeño genio, pero que, para tan insólita situación, no encontraba respuestas a ninguna de ellas.

    Una intensa luz cegadora le hizo salir de sus pensamientos, impactando sobre su pálida piel como una bofetada. Parecía

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