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Conviviendo con la muerte
Conviviendo con la muerte
Conviviendo con la muerte
Libro electrónico232 páginas3 horas

Conviviendo con la muerte

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Información de este libro electrónico

La amenaza real no proviene del exterior.

«No estaba escapando de la peste negra, solo necesitaba un lugar donde reagruparme para enfrentarla con el mayor margen de éxito posible. Blandir mis conocimientos de alquimia era imperativo, así como forjar, desde los rincones más insospechados del reino, nuevas alianzas.

»La muerte se cierne sobre el continente y desentrañar sus secretos es posiblemente la única manera de contrarrestarla, como un espía que se infiltra entre las filas del ejército enemigo debo actuar. Solo espero que mi fascinación por este enemigo en particular no me haga cuestionarme mi verdadera misión.»

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2020
ISBN9788418238789
Conviviendo con la muerte
Autor

Mathias Beri

Mathias Beri nació en Montevideo (Uruguay), en los albores del año 1987. Creció rodeado de libros maravillosos, de buenos amigos y de vivencias sobrecogedoras. En una época donde la tecnología estaba lejos de ser tan invasiva, aprovechó cada viaje en ómnibus y cada sala de espera para encerrarse en su propio mundo de fantasía, el caldo de cultivo perfecto. Ahora, con este mundo desbordado de historias increíbles, no queda más opción que plasmarlas sobre el papel, como si de una insana obsesión se tratase.

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    Conviviendo con la muerte - Mathias Beri

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    Conviviendo

    con la muerte

    Mathias Beri

    Conviviendo con la muerte

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418238314

    ISBN eBook: 9788418238789

    © del texto:

    Mathias Beri

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    La madera producía un crujido profundo e intermitente, marcando el compás de la marea mientras el barco aún se mecía de lado a lado. El mar aún agitado golpeaba el casco de la embarcación, pero sin la violencia con la que nos atacaba durante la amenazadora tormenta. Por suerte esta había quedado atrás y aún más atrás habían quedado mis dudas, enterradas en tierra firme, enterradas bajo una pila de pergaminos en lo que solía ser mi escritorio, ese mueble que supe ocupar los últimos tres años de mi vida.

    Lejos de la cubierta no podía distinguirse nada, salvo la negrura homogénea de una noche sin luna. Estábamos en medio del domino de Poseidón y completamente a su merced, su aliento fresco y salado me acariciaba el rostro y despeinaba el cabello. Los pocos pasajeros que acompañaban a la tripulación estaban inquietos tras las continuas horas de intensas sacudidas, temiendo que ese robusto trozo de madera en el que viajábamos no resistiera toda la ira que el mar había liberado contra nosotros. Encerrados en nuestros camarotes aguantamos, sumidos en la oscuridad, con las lámparas de aceite apagadas por orden del capitán, quien no tenía intenciones de lidiar con un incendio a bordo mientras luchaba por sacarnos de la tempestad. Me sentía como dentro de un barril que rodaba río abajo, arrastrado por una fuerte corriente.

    No podía considerarme un experimentado marinero, es más, odiaba el mar, pero aún más perturbador era la ansiedad que sentía por volver a casa otra vez más, la segunda en mi vida. La mayoría a bordo escapaba de la peste negra; yo no me contaba entre ellos, mis motivaciones eran por completo diferentes, huía de mis obligaciones, huía de mi tediosa y monótona rutina, huía de ese asedio diario de responsabilidades que tanto me agobiaba.

    Regresaba a la guarida del lobo que me había visto nacer, regresaba al viejo cubil por segunda vez intentando escapar de mis deberes y con la intención de rehacer mi vida. No puedo decir que su reacción fuera favorable la primera vez que regresé tras cinco años de ausencia, lejos de alegrarse por volver a estar en mi compañía; más bien, lo único que pareció sentir fue desilusión, una profunda decepción y resentimiento provocados por mi huida, por haber dejado atrás lo que con tanto esfuerzo había conseguido.

    En esta segunda retirada no esperaba una cálida bienvenida, pero lo cierto es que necesitaba enfocarme en mi pasión, en lo que tantos años había estudiado, aquello que abandoné por un buen salario, estabilidad y, principalmente, por salud. Tras ver a mi último maestro morir agónicamente, me obligué a renunciar a esas aventuras como médico de la plaga, forzado a cambiar mi jeringa por una pluma y a mis pacientes, por una montaña de papeleo y burocracia.

    A grandes rasgos, regresaría a casa, hablaría con padre, aguantaría el asedio de críticas y de cuestionamientos, ahorraría un poco de dinero y quizás, si todo salía bien, abriría un consultorio en la ciudad, o ese era el plan.

    Tras años de darle vueltas a esa idea sin atreverme a llevarla a cabo, prevenido por las dudas y el miedo a fracasar, simplemente y de un momento a otro tomé una decisión. Lo que me empujaría del borde de ese abismo en el que me encontraba parado sería un sueño, por más estúpido que sonara, un sueño que tuve durante una siesta involuntaria justo sobre mi escritorio, en medio de una larga jornada de trabajo.

    Viajaba sobre una estrecha barca, una especie de canoa que surcaba un mar oscuro e infinito. El agua calma no alcanzaba a salpicar el interior, pero su cercanía resultaba de lo más incómoda.

    Estaba en compañía de un sujeto que viajaba conmigo, quien me observaba curioso desde el otro lado de la mesa mientras atravesábamos la oscuridad, amparados por el calor de unas gruesas velas. De alguna manera la delgada embarcación soportaba sin problema alguno un par de robustas sillas y la mesa que le hacía juego.

    Sobre esta inexplicable composición se posaba un tablero con fichas, con el que el individuo y yo jugábamos una partida. Su cabello negro, al igual que su vestimenta, lo fundían con el ambiente dotándolo de un aire etéreo e intangible, como si su rostro flotara en el vacío. Sus facciones afiladas y su piel blanquísima hacían resaltar sus ojos, los cuales no se despegaban de mi jugada; impasibles inspeccionaban mi rostro mientras yo sostenía una de las fichas, tomándome mi tiempo en decidir el próximo movimiento.

    Recordaba con claridad cada una de las elecciones que me habían llevado a esa jugada, cada decisión desde el comienzo de la partida. Cada vez me tomaba más y más tiempo completar mis turnos, el temor a perder el juego no hacía más que aumentar a medida que la partida avanzaba, y él parecía disfrutar con mi inseguridad. Ante su mirada no podía evitar sentirme como un ratón perdido en un laberinto.

    —Ya estamos por terminar la partida, ¿cuánto más vas a esperar para mover esa ficha? —dijo con su suave y a la vez firme y tajante voz.

    Mis dedos titubeantes sostenían una de las figurillas humanoides sin saber dónde desplegarla a continuación.

    —No, no puede terminar, muchas posibilidades todavía me quedan.

    —Sííí, muchas posibilidades, sin lugar a duda… Ninguna, si no realizas la jugada a tiempo.

    Con esas sencillas palabras pude sentir como un destello sacudía mi cerebro y, al mismo tiempo, un relámpago rojo partía el cielo en dos y estallaba contra la mesa en una gran bola de llamas escarlata. Desperté abruptamente mientras mi saliva chorreaba desde mi boca, descolgándose hasta un pergamino repleto de cifras, documentos sobre las finanzas del rey.

    No podía quitarme de la mente la sensación de quedarme sin tiempo, una angustia que comenzaba a avanzar por mi cuerpo y presionaba sobre mi pecho mientras crecía más y más. Esa misma tarde compré el primer boleto con destino a Clemencia y comencé a ensayar el discurso que le daría a padre con la intención de apaciguarlo, aunque fuese solo un poco. Ahora la ambición me cegaba, sus llamas alimentadas con la promesa de libertad me impulsaban a llegar más lejos, como si esa energía que creía perdida durante tantos años fuera liberada en un instante. Los grilletes se habían roto.

    Renacer

    Tirado sobre el viejo sillón de cuero me encontré a mí mismo, empapado en sudor, agotado en cuerpo y alma. Mis músculos gritaban clemencia, rehusándose a seguir mis designios por más tiempo. Ese dolor me recorría el cuerpo abarcándolo todo, un dolor que jamás había experimentado hasta ese momento. Incapaces de continuar mis muslos fueron los primeros en objetar las condiciones de trabajo; ya ni siquiera obedecían lo que les comandaba, estaban tiernos e inertes, como una carpa recién pescada.

    Aún tenía energías, mi mente inquieta se negaba a cesar su verborrea incoherente, un torrente de ideas que en forma de torbellino atravesaba imágenes y fórmulas ante mis ojos. Quedaba mucho por hacer aún, tanto por descubrir, tantos misterios por desentrañar.

    —Toc, toc, toc —sonó la puerta.

    Esta fue deslizándose hacia adentro con un crujido profundo, sin esperar respuesta desde el interior. A través del hueco de la antigua y labrada madera emergió un rostro familiar, de complexión robusta y estatura media: Susan, el ama de llaves de la familia, escudriñaba el interior en un intento de adaptar su visión a la penumbra. Sus rechonchos pómulos desprendían una tonalidad rojiza; siempre hinchados y brillantes, enmarcaban su pequeña nariz, que rodeada por semejantes protuberancias lucía aún más minúscula. Sobre este par de colinas, entrecerrados y azules como un cielo despejado, se posaban sus ojos, curiosos y diminutos.

    —Señor —dijo con su voz chillona de marrano y su tono sumiso tan característico.

    Predije en mi mente las palabras que ella pronunciaría a continuación. No supe discernir si mi cerebro se encontraba en un estado elevado de conciencia o si simplemente la conocía demasiado bien. O, quizás, simplemente era obvio en esa situación.

    Lo cierto es que no tenía tiempo para sus interrupciones, la breve carta de mi padre me había marcado de una manera sin precedentes. Nuestra relación nunca había sido de lo más cálida ni de lo más cercana, pero si algo era importante para él, era el prestigio del apellido y hacerme responsable del cuidado de nuestra casta era un acontecimiento que no podía pasarse por alto, algo que no se atrevía a revelar sobre el papel se avecinaba.

    Desde el comedor resonaba el viejo reloj de péndulo, que terminaba su última campanada. No alcancé a contarlas, aunque presentía que había estado sonando desde ya hacía tiempo para cuando Susan dejó entrar los sonidos del exterior.

    —Señor, ya son las doce del mediodía, ¿se encuentra bien? —inquirió ella al no recibir respuesta a su previa intervención.

    Preocupada por lo que me pudiese estar pasando, se coló dentro de la habitación, momento en que su rostro se desfiguró de horror cuando todos sus miedos se materializaron en un instante.

    El viejo y abandonado laboratorio de la casa Clamenz estaba por completo restaurado, desplegaba un esplendor como el que no se había visto en décadas. La luz tenue de las velas se colaba a través de los relucientes tubos de ensayo, vacíos, ansiosos por ser de utilidad nuevamente; los mecheros pulidos y llenos de aceite, expectantes a las maravillas que contribuirían a producir.

    Los tomos enciclopédicos que mis antecesores habían acumulado con los años; los años habían ido acumulando capas tras capa de polvo sobre sus curtidas cubiertas, y ahora esas páginas amarillentas tenían la certeza de que volverían a iluminar la mente de un joven doctor, después de tantos años de aletargada inactividad.

    Alejado de la renovada mesa de trabajo, un joven de cabello opaco y enmarañado se encontraba sumido en la oscuridad, desparramado sobre el sillón de su abuelo, con las extremidades colgando de los posabrazos, tapado de tierra y tela de araña.

    Al comienzo Susan pensó que estaba muerto —me lo confesaría más adelante ese día—, pero tras unos segundos de parálisis nerviosa notó mi leve pestañar y pudo recobrar el aliento, cerrando la boca al fin y tomando aire.

    —Joven Clamenz, ha pasado toda la noche encerrado, debería subir a descansar. Le preparé el desayuno y ni lo ha tocado.

    No me había percatado hasta ese momento de la mesita auxiliar que me aguardaba del otro lado de la puerta. En ella una tetera y una taza, de las cuales ya hacía tiempo no emanaba vapor, acompañaban a unos panes embadurnados con mantequilla.

    Tampoco tenía cómo saber que allí estaban; la habitación, especialmente diseñada y mandada a construir por mi abuelo Cornelius Clamenz, estaba insonorizada, desprovista de relojes o ventanas y de cualquier otro objeto que pudiera interferir con los estudios que en ella se llevaban a cabo. Completamente aislada del mundo exterior, resultaba el receptáculo perfecto para la abstracción, acostumbrada a presenciar eternas jornadas de investigación por parte de doctores y hombres de ciencia, que, dentro de sus modestas instalaciones, desentrañaban los conocimientos más ocultos del universo, separados del mundo, separados de toda distracción; así era mejor, así debía ser.

    —Susan, prepárame una tina caliente, enseguida voy —le dije en un tono casi inaudible.

    No tenía deseos de hablar ni fuerzas para ello. Además del cansancio y de las ampollas en mis manos, el olor a azufre proveniente del desinfectante ya me resultaba insoportable; los vapores de este derivado con el que había limpiado todo el equipamiento comenzaban a provocarme náuseas y mareos.

    Quizás el ama de llaves esta vez estaba en lo correcto, quizás ya era hora de tomar un descanso. Ya con anterioridad había escuchado historias de envenenamiento con estos químicos y no tenía la menor intención de morir encerrado en una habitación, como ya les había sucedido a tantos colegas en el pasado; cegados por una insaciable hambre de descubrimiento, hacían caso omiso a las advertencias de sus propios cuerpos, toda esta convicción terminaba resultando casi tan nociva y mortífera como la propia peste.

    Sin embargo, las palabras de esa carta no se borraban de mis retinas, marcadas a fuego:

    Marcus:

    El escudo de nuestra familia corre peligro, el enemigo actúa oculto tras su máscara blanca. Está de sobra recordarte que si algo me aconteciera, la reputación y el honor de nuestra casa está en tus manos. Te he enseñado bien, no le falles a la mantícora.

    Mi nombre es Marcus Clamenz, único heredero de la casa Clamenz, único heredero de su mansión y de todos los secretos que esta albergaba.

    Cambio de firma

    Todos los maestros artesanos tienen su musa, un objeto de fascinación que remueve la creatividad desde lo más profundo de su inconsciente, un catalizador que alimenta su obsesión y hace aflorar la imaginación. Mirón tenía a sus héroes de leyendas, Aurelio tenía a la mismísima Venus, en cuanto a mí…, mi musa era la muerte. Mi arte estaba en los matraces, mi cincel era el mortero, mis pigmentos, los fluidos y mi lienzo, el universo.

    No es que no me apasione la figura humana, para ser honesto la silueta femenina me cautivaba en sobremanera, pero, a diferencia de la mayoría, mi refinado paladar no estaba interesado en estiradas jovencitas, ese característico grupo de féminas que se aglomeraban en las plazas, fácilmente identificables por sus siluetas cubiertas con parasoles o en la corte con sus vestidos largos, ataviadas con pelucas y abanicos. A mí lo que me seducía era la carne, voluptuosa, madura, como el higo que cae de su rama, abultado, suave, jugoso.

    Mientras los feligreses se estremecían con las obras mundanas de los pintores y escultores, yo me enfocaba en descubrir el secreto de la vida y de por qué esta se escapaba de los diferentes organismos. Decenas de ensayos sobre los cuatro humores se apilaban sobre mi escritorio, donde por falta de espacio los había acomodado junto a los reactivos, cuidadosamente guardados y etiquetados en sus respectivos recipientes. En un acto de organización que resultaba ajeno a mi persona, separé los documentos referentes a cada uno de estos fluidos en cuatro carpetas: uno para la sangre, otro para la bilis negra, otro para la flema y, por último y no menos importante, una carpeta para la bilis amarilla.

    El laboratorio ahora me pertenecía, al menos legalmente hablando. Lo cierto es que lo había hecho mío mucho antes de haberme convertido en hombre.

    Desde que tengo memoria, padre se embarcaba en largos e interminables viajes que lo llevaban a recorrer el continente entero, dejándome a los sirvientes de la mansión como única compañía. Mi principal y más agradable distracción, y una de las pocas formas que encontraba durante su eterna ausencia para combatir la soledad, eran sus enciclopedias, sus notas y sus instrumentos. No había nada más reconfortante que entrar en su recinto, encender las velas y refugiarme en esos maravillosos textos, llenos de sabiduría, rebosantes de conocimiento. Comencé pasando las hojas en busca de las fabulosas ilustraciones a grafito, increíbles y detalladas que abarcaban todo tipo de creaturas y plantas exóticas, unos años más tarde no quedaría párrafo en toda la biblioteca privada de sir Cornelius que no hubiera memorizado.

    Fue alrededor de mi décimo segundo cumpleaños, si mal no recuerdo, cuando convertí a esa habitación en mi refugio personal, mi guarida. Ya no había necesidad de ocultarme y escudriñar en los delantales de la, en esa entonces, joven Susan, arrebatarle la llave del laboratorio era una de las partes más entretenidas de mis mañanas. Ella aún temía por mi seguridad, ahí dentro había demasiadas formas en las que podía lastimarme a esa temprana edad, pero a esas instancias ya no podía negarse a mis continuas exigencias.

    El cuerpo de mi padre aún no había llegado desde el extranjero, la noticia de su inesperado deceso había resultado devastadora para el resto de la mansión.

    Cuando Susan me trajo la noticia, yo me encontraba, para sorpresa de ella, puliendo el escudo de la familia en

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