Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Anheron II. La ruptura del equilibrio.
Anheron II. La ruptura del equilibrio.
Anheron II. La ruptura del equilibrio.
Libro electrónico548 páginas7 horas

Anheron II. La ruptura del equilibrio.

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Tras lo sucedido en El Templo de la Noche, Zarec y sus amigos emprenden el largo camino de regreso al hogar. Pero la situación que los espera en el reino de Ankhor es muy diferente a la que dejaron tantos meses atrás: la guerra lo arrasa todo a su paso, la invasión de la nación humana se encuentra en un punto crítico. El enemigo es temible y poderoso, y los dirigentes de Ankhor le han subestimado durante demasiado tiempo. ¿Aún están a tiempo de actuar? ¿Serán capaces de hacerle frente?

El futuro del continente se oscurece y el destino de todo Anheron se decidirá en una guerra de proporciones épicas. Las fuerzas arcanas, las criaturas mitológicas y una profecía jugarán un papel fundamental.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 sept 2023
ISBN9788412738148
Anheron II. La ruptura del equilibrio.

Relacionado con Anheron II. La ruptura del equilibrio.

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Anheron II. La ruptura del equilibrio.

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Anheron II. La ruptura del equilibrio. - Jorge Diez Miguélez

    Preludio

    La balanza siempre debe estar equilibrada. Ambos platillos deben tener la cantidad exacta de masa que haga que el empuje de uno siempre sea capaz de compensar la fuerza del otro.

    El fiel debe conservar la verticalidad absoluta, no ha de inclinarse para ninguno de los dos lados; ninguno.

    Si por azar del destino o malicia —o buen hacer de los agentes intervinientes— se consiguiera desequilibrar la balanza hacia algún lado, el equilibrio debería restaurarse lo antes posible. Para lo cual, las fuerzas en desventaja podrán actuar rompiendo incluso las reglas y las normas vigentes.

    El equilibrio de fuerzas es la clave de la perduración del universo. Los guardianes del equilibrio tomarán el poder absoluto cuando el desequilibrio se produzca. El bien y el mal no pueden predominar, deben compensarse y neutralizarse el uno al otro. El mal es maléfico en su propia esencia. Un bien absoluto acabaría originando el mal por sí mismo. Ninguno ha de tener supremacía sobre el otro.

    No se puede concebir la idea del bien en ausencia del mal y viceversa. Si uno de ellos desequilibrase la balanza y rompiera el equilibrio, el caos se adueñaría del universo y de los seres que lo habitan. Esa situación debe ser evitada y corregida a toda costa.

    Es «Ley de Vida» y así será por los siglos de los siglos.

    Shiamay cerró El libro del equilibrio. Lo hizo despacio, pensando en el pasaje que acababa de leer. Uno breve y conciso, escrito con una clarividencia y una sencillez sorprendentes dada la importancia de su contenido. La clave de la vida y de la existencia de las especies, resumida en medio centenar de líneas. El esclarecimiento que despejaba las dudas que rodeaban, como niebla espesa, la misión que le habían encomendado.

    Absorta en los versículos y con el grueso tomo todavía entre sus manos, dejó que su mirada se extraviase más allá de la ventana de su habitación. Una leve sonrisa asomó en la comisura de sus labios. La luz se abría camino entre tanta oscuridad, la esperanza empezaba a tener consistencia. La silueta que, vagando entre sus sueños, le dictaba su destino y el de tantos mortales comenzaba a tener un rostro. Un semblante desconocido, pero un rostro, al fin y al cabo. Las dudas sobre si estaba en el camino correcto iban quedando atrás. El sueño no se le presentaba en ese día como fuente de dudas y pesares. Por primera vez en muchos meses dormiría tranquila, deseando soñar y que el descanso le trajese las respuestas con las que afrontar la vigilia, repleta de nuevos anhelos.

    Dejó el libro sobre la mesa, se recostó en el camastro y observó las irregularidades del techo. Töll, su fiel mascota, siguió su trayecto con la mirada, sin levantar la cabeza de la tarima. Las luces del ocaso se filtraban por la ventana y proyectaban tonalidades curiosas a las paredes desnudas. Ese día parecían tener un brillo diferente, más intenso y bello.

    Unos golpes en la puerta resonaron con una cadencia familiar.

    —Señora, le traigo la cena.

    —Adelante, maese Centenford, pase sin miedo.

    El rostro del posadero reflejó sorpresa al verla tumbada en vez de enfrascada en sus estudios. Depositó la bandeja con cuidado sobre la mesa y se dispuso a marchar.

    —Si no desea nada más, subiré más tarde a recoger los utensilios.

    —Gracias, es más que suficiente.

    Quiso cerrar la puerta tras de sí con la delicadeza que le caracterizaba, cuando la mujer le interrumpió:

    —Disculpe, maese Centenford. ¿Se ha consumido ya el pago que le hice al llegar por mi estancia en su posada?

    —No se preocupe, señora, todavía le restan monedas para permanecer aquí otro tanto más.

    Acto seguido abandonó la estancia.

    A Shiamay no le cabía duda de que era un buen hombre. Su miedo hacia ella era palpable; sin embargo, a pesar de la falta de trato y de lo escueto de las conversaciones, se sentía apreciada por ese hombrecillo y su familia. Su relación había evolucionado con el paso del tiempo, se había vuelto más displicente y menos tajante. Si ella les diera más pie, estaba segura de que la tratarían de una manera más entrañable.

    «Puede que sea el momento de comenzar a planteármelo».

    Se incorporó y se sentó frente a la mesa, dispuesta a darse un pequeño festín. El aspecto de la comida era agradable y el aroma la hacía parecer más apetitosa. Hacía tiempo que no tenía tantas ganas de comer. La ración era generosa, como siempre. Apenas daba cuenta de la mitad del plato en cada comida, pero nunca escatimaban a pesar de todo.

    Comió como nunca. El kobol se incorporó sin mucho afán y se acercó con lentitud hasta su vera para dar cuenta de los restos. Últimamente estaba taciturno, tanto tiempo en ese lugar le estaba afectando. De su garganta surgió un ronroneo leve pidiendo su ración. Se la dio, aunque más parca que de costumbre.

    Shiamay se acostó. El sueño comenzó a embargarla, se presentaba plácido y reparador.

    El ruido de la puerta la desveló. Entreabrió los párpados en su mínima expresión para ver al posadero entrar con sigilo. Nunca había osado adentrarse sin su permiso. Como de costumbre, la chica hacía olvidado dejar los cubiertos en el pasillo. La alteración de la rutina había envalentonado al hombre para realizar una incursión en la habitación y recogerlos. Con tremenda sutileza, abandonó la estancia igual que había entrado. Le regaló una última mirada desde la entrada, repleta de ternura al creerla plácidamente dormida.

    —Buenas noches, maese Centenford —se despidió con amabilidad, lo que impactó al posadero como una bofetada.

    Acongojado, cerró la puerta apresuradamente y sin contestar siquiera.

    Shiamay sonrió para sí. Aprovechó para levantarse y correr el cerrojo. Mientras se desnudaba y colgaba la túnica en el gancho tras la puerta, escuchó el martilleo rítmico de los pasos del tabernero, que bajaba a toda prisa los escalones, rumbo a la cocina.

    «Me he confiado. A lo mejor no es tan buena idea aumentar la confianza con Centenford y su familia».

    Parte 1

    I

    Un adiós de esperanza

    Fortaleza de Kholum-Rha - Templo de la Noche (Tierras Yermas de Shumy)

    Continente de Alundra

    Año 570 después de Xylon

    Eran días de dolor y esperanza, de pérdida y despedida. La batalla por la libertad en la vieja fortaleza de Kolum-Rha se había fraguado en una controvertida victoria. El futuro se presentaba como una incógnita, para ella y para los que no tenían nada que recuperar, para los que no contaban con un lugar donde retomar una vida perdida. Los esclavos supervivientes se encontraban faltos de motivos para regresar, para volver a una tierra arrasada, un lugar donde vivir la guerra inminente. No se lo reprochaba.

    «¡Cuán fácil se antoja no regresar al reino de Ankhor! Buscar un nuevo comienzo en las tierras sureñas, lejos de la pesadilla de la guerra y lejos también de lo que fue un hogar».

    Myrka analizaba la situación en su mente ofuscada mientras avanzaba por el patio de armas. Una mirada atrás, al enorme amasijo de cenizas y huesos calcinados, bastaba para preguntarse si había valido la pena. No tenía claro que los innumerables héroes anónimos que habían ardido en la pira se hubiesen jugado su vida a la mejor baza. No quería rebatir los motivos que habían llevado a sus compañeros a aceptar la decisión de la rebelión. Al fin tenían su tan ansiada libertad, aunque podían haberla conseguido solos. Ante ellos aguardaba un futuro sin cadenas, pero a cambio de las vidas de otros tantos. Casi la mitad de los sublevados habían sucumbido en su heroica gesta, contribuyendo con sus vidas al triunfo de sus compañeros, pero no al suyo propio.

    Las llamas purificadoras se habían vuelto escuálidas, simples volutas de humo tras horas de combustión de maderas y carnes trémulas. Un calor insoportable emanaba de las gigantescas ascuas y combatía el frío reinante, provocando el bochorno en su gélido ánimo.

    «Hemos liberado a cientos de esclavos apresados de forma injusta. Hemos desbaratado las obras del Templo de la Noche. Hemos desmantelado un asentamiento militar del ejército oscuro. Un puñado de artesanos, campesinos y granjeros han alcanzado una gesta heroica guiados por nosotros. ¿Por qué, entonces, no me siento ni dichosa ni satisfecha?».

    Los soldados habían sucumbido ante la furia desatada por la dignidad de aquella multitud embravecida. Los habían vencido merced a un pundonor que no halló rival en su soberbia y prepotencia, mas sí lo encontró en los filos de sus espadas y en las puntas de sus flechas. Observaba los rostros de los supervivientes y no veía expresiones felices.

    La gran grieta del suelo recordaba con crudeza los hechos acontecidos. Resultaba curioso apreciar cómo las gentes evitaban mirar por su borde. Los comprendía, la mirada hacia las profundidades tan solo revelaba la crudeza de la guerra, los cuerpos contorsionados de los que no habían podido ser rescatados. Una visión que revivía emociones no asimiladas todavía.

    La vida nunca había sido sencilla y no iba a empezar a serlo ahora. Las recompensas a las causas justas estaban ausentes y los dioses debían reservar tales presentes para planos posteriores de existencia, ya que, en el ámbito terrenal, brillaban por su ausencia. Por lo menos, en lo que a ella se refería.

    Los compañeros avanzaban silenciosos entre la multitud. Los rostros mostraban confusión, todos parecían perdidos y asustados. El grupo de héroes había sido el artífice de la liberación, pero las mentes olvidan rápido y los libertos les mostraban su recelo también. Ahora parecían ser únicamente los díscolos que habían sido señalados por no compartir los ideales del grupo y cuestionar a su líder.

    Encontraron a Aren supervisando y arengando a sus gentes. Paseaba con aire triunfal entre los maltrechos muros del patio, flanqueado por sus inseparables Dirk y Rhenar. Myrka se quedó relegada a un segundo plano. Le reconcomía el hecho de ver a Aren y sus secuaces proclamar sin rubor ni duda que la decisión había sido la correcta. Que habían sido valerosos y los dioses los recompensarían a todos. No recordaba ni un solo momento en el que hubiese visto a alguno de los tres en el combate. Ni una sola escena en la que se erigiesen como guías y líderes en la lucha, como se autoproclamaban en otras facetas.

    —¿Cómo os encontráis, compañeros, en este nuevo día de esperanza? —saludó Aren cortés, delante del nutrido grupo al que se dirigía.

    Rictus serios y circunspectos fueron la respuesta lacónica a tan optimista saludo. Aren no disipó su sonrisa embaucadora mientras se disculpaba ante los presentes y se apartaba con el grupo.

    —¿Habéis reconsiderado vuestra idea de marchar? —preguntó cuando ya estaban alejados de los demás.

    —No. Venimos a comunicarte nuestra partida —espetó secamente Zarec.

    Myrka sonrió ante el mal talante de su amigo. Cuando se reencontró con sus compañeros, no comprendió sus decisiones ni la influencia que parecían sufrir por las ideas de ese hombre. Por fortuna, tras la contienda comprobó cómo su carácter regresaba a la normalidad y cómo habían plantado cara a las absurdas decisiones de ese personaje.

    —Lamento que, finalmente, sea esa vuestra decisión. Nos hubiese gustado contar con vosotros para erigir esta nueva comunidad que queremos florecer.

    Myrka tuvo que morderse la lengua para no increpar al individuo por lo poco convincente que resultaba el pesar que adornaba sus palabras. Ya se había enfrentado agriamente a él tras la batalla y debía dejar que los demás tratasen el tema.

    —Te puedo asegurar que nosotros no lamentamos nuestra marcha en absoluto —sentenció Trevalin—. Hemos venido a despedirnos y a pedirte que recapacites sobre esa locura que pretendes construir disfrazada de sueño.

    —Os mostráis abyectos e incrédulos ante mi plan. No entiendo vuestro escepticismo —continuó con su plática, sin variar su tono afable.

    «¡Qué bonita parecía la idea de erigir una comunidad que viviese en aquellas tierras yermas, donde germinase la esperanza! Una idea tan idílica como absurda. No tiene ningún sentido asentarse en este territorio, árido, sin civilizar, lejos del reino de Ankhor y tan próximos a las tierras del enemigo». Era tan obvio para ella, que no entendía cómo había convencido a los supervivientes. Algo ocultaba ese hombre. La tranquilidad que infundía no era sincera y ejercía un influjo anormal sobre los demás.

    —Vuestras mentes se están alimentando de temores excesivos que no tienen consistencia. Presagiáis amenazas que solo son fruto de vuestro propio miedo.

    —¡¿Miedo?! —reaccionó Ruar ante tal ofensa—. ¿Tú me acusas de temeroso…? No recuerdo haberte visto en el combate mientras yo forjaba una victoria desde la primera línea de lucha.

    «No lo he dicho yo», pensó Myrka mientras sonreía complacida.

    El rostro de Aren perdió toda su afabilidad ante la brusca reacción del bárbaro. Observó a Ruar como lo haría un padre paciente con un hijo que hace un manifiesto absurdo desde su ignorancia infantil.

    —Yo me he criado en las llanuras de Eryarvat —continuó Ruar—. No tienes ni idea de lo dura que es la vida en estas latitudes. Solo los pueblos nómadas hemos capeado los rigores de estas tierras durante siglos. ¿Vas a ser tú el que encuentre la fórmula de la supervivencia justo ahora?

    Aren entornó los ojos como respuesta. Parecía inútil hacerle entrar en razón. La desidia que mostraba ante sus palabras era ofensiva. El bárbaro escupió junto a las sandalias de ese hombre mientras Kinsala le persuadía de que diese por zanjada la conversación. Los dos acólitos de Aren se reunieron con él, en actitud protectora, al observar los devenires de la discusión.

    —Demorar este debate no nos llevará más allá del punto alcanzado. Tenemos visiones contrapuestas sobre este asunto y es imposible que lleguemos a verlo del mismo modo. Aceptemos pues las cosas como son y sigamos nuestros caminos. Supongo que tendréis prisa por emprender vuestra marcha y yo tengo muchas obligaciones que atender.

    —La diferencia —intervino Erik con su tono grave y pausado— es que nuestro camino nos incumbe tan solo a nosotros. No estamos conduciendo a estas gentes a un probable suicidio.

    El hombre del norte sostuvo intensamente la mirada de Aren, que se demoró en responder:

    —Esas gentes me siguen por su voluntad.

    Myrka no pudo contener su lengua por más tiempo:

    —También fue su voluntad, la de los cientos de muertos que han caído en tu revuelta.

    —Idea que provocasteis, secundasteis y liderasteis —enfatizó Aren con intención.

    Ninguno de los compañeros le respondió. Myrka apretó los dientes. Por muchas ganas que tuviese de replicar, ese argumento no podía rebatírselo. Así que dejó que el cabecilla continuase con su cháchara.

    —Esta gente ha perdido sus raíces. Yo les ofrezco crear una nueva vida lejos de los tormentos de su pueblo. Tanto ellos como los muertos, que se han sacrificado por nuestro éxito —señaló las cenizas, ponderando su discurso—, no han luchado solo por su libertad, no se han arriesgado a morir por conseguir únicamente una independencia que no les daría ninguna solución, que no los llevaría a ningún lado, ya que la mayoría de ellos ya no tienen a donde ir o a donde regresar. Todos ellos han luchado por su dignidad, por su pueblo, por agregar su granito de arena para levantar un muro infranqueable que repeliese a las hordas invasoras. Ellos ya han cumplido con creces su parte para con su reino. Yo les ofrezco, a cambio, un futuro dichoso y real. Ellos me han encumbrado como su líder porque comparten mi plan con ilusión y entusiasmo. ¡Miradlos! —sugirió envalentonado mientras hacía un ademán para señalar la amplia extensión del patio—. Son muchas mentes para estar todas equivocadas. ¿O debemos pensar que tan solo vosotros vislumbráis con clarividencia?

    —¡Por Annor! —saltó el enano—. ¡Esos pobres diablos se agarrarían a un clavo candente si con ello contemplasen una pequeña esperanza!

    «Qué fácil sería creer esas palabras…», pensó Myrka antes de refrendar a Trevalin:

    —Esas gentes están cegadas por ti, los dominas con un extraño influjo, moldeas sus voluntades constantemente. No sé cómo lo consigues y no puedo desenmascararte, pero ninguno de nosotros participará más de tu engaño.

    Myrka sabía que sus palabras sonaron como el cuento de una niña, pero estaba convencida de que eran veraces. La mirada incisiva de Aren le confirmó que no andaba desencaminada.

    —Burdas falacias que carecen de consistencia, muchacha. —Se giró para abandonar la conversación en un gesto arrogante. Dirk y Rhenar le cubrieron la espalda sin perder de vista a los compañeros. Antes de alejarse, dio un paso hacia atrás y apostilló—: Que los dioses apacigüen vuestras almas atormentadas. Nos volveremos a encontrar y el destino pondrá a cada uno en su lugar. De eso estoy seguro. —Su coletilla parecía una amenaza.

    —Nuestros caminos volverán a cruzarse —le respondió Ruar en tono elevado—; entonces, yo apaciguaré tu cadáver.

    Aren no dio muestra de escuchar siquiera las palabras del bárbaro mientras los tres individuos se alejaban.

    ***

    Tranquilamente, en silencio, se dirigieron hacia la enorme puerta de salida al tiempo que Ruar obsequiaba miradas desconfiadas hacia atrás. Zarec se detuvo y alzó la cabeza. El arco de piedra, que durante largos meses había representado todos sus sueños e ilusiones, se alzaba maltrecho sobre sus cabezas. Su enorme sombra difuminada sobre la tierra producía una sensación de grandeza venida a menos. La madera del portón, deteriorada por grietas, astillas, tajos…, había representado el objetivo de la lucha, la meta perseguida en la batalla. Una puerta de esperanza.

    Al otro lado, la extensión de tierra ocre abarcaba el horizonte. En lontananza se perfilaban tímidamente las montañas de la Cordillera Sur bajo un tumulto de nubes. Escondían, a muchas leguas de distancia, su hogar. El reino de Ankhor los aguardaba, sin saber si estaba ya sumido en la guerra o a punto de ser engullido por ella. Zarec sentía la duda en su interior. «Mi casa ya no existe. ¿Mi tierra natal sigue siendo mi hogar?».

    Se giró, alzando la vista hacia aquellas almenas que los despedían vacías y tristes. Las mismas que, tiempo atrás, los habían recibido con hostilidad y atestadas de soldados. Los compañeros le adelantaban en silencio, con ánimos taciturnos. Quería echar una última mirada a ese enigmático lugar. Habían conseguido salir de allí. Él había sido capaz de llevar a buen puerto su misión tras seguir una llama de esperanza prácticamente extinguida. Por lo menos había conseguido rescatar a su padre. El dolor por la pérdida de su madre viviría para siempre en lo más profundo de su alma, pero estaba aprendiendo a sobrellevarlo.

    Su progenitor pasó a su lado y le dispensó un gesto de afecto en el brazo, como si adivinase cuáles eran sus pensamientos. También le alcanzó Myrka y le dejó atrás con una mirada un tanto fría. Su amiga había dejado patente su reserva ante la decisión de dejar marchar a Ragnar, el comandante enemigo. Zarec intentó convencerla de lo que había visto y de lo que sentía, pero no creía haber tenido éxito. No podía culparla por sus recelos, ya que ni él mismo sabía por qué había estado de acuerdo en dejarlo ir.

    Por otro lado, no alcanzaba a comprender los motivos que habían llevado a lord Kharon-Rha a erigir aquella mole llamada el Templo de la Noche en mitad de la nada. Alejada de cualquier resquicio de civilización. Intentaba darle un sentido que justificase todas sus penurias. Que explicase la muerte de tantas personas y casi la suya propia. Pero solo veía un templo a medio construir rodeado de devastación.

    Observó por última vez la edificación y se volvió para alcanzar a sus amigos. El viento azotaba de frente, un frío viento del norte que arrastraba copos de nieve que danzaban ante él. Pensaba que nunca nevaría en una tierra tan yerma. Se arropó con la capa e incrementó el paso. El invierno había llegado a Ankhor y todo indicaba que lo hacía con toda su intensidad.

    La visión de sus siete compañeros avanzando a pie por la inmensa llanura le abrumaba. Largo era el camino de vuelta y muy incierto. Pero más incierto se presentaba el futuro de los que se quedaban. Se sentía contrariado por la despedida que habían tenido con Aren. Tenía un profundo pesar por no haber podido convencer al dirigente de su error y temía por la suerte de aquellos que habían sido sus camaradas en la adversidad. Ninguno de los supervivientes parecía compartir sus ideas. Allí habían quedado todos, aferrados al idílico plan de Aren. Ni siquiera su padre había conseguido convencer a los diecisiete antiguos vecinos de Katar de que era una locura. Nada habían podido hacer en contra de sus deseos, casi somníferos, a favor de aquel hombre. Si no los aniquilaba la orografía, lo haría el clima, y si no, el próximo contingente de tropas que se cruzase en su camino. Habían separado sus destinos, con toda probabilidad, para no volver a juntarlos jamás.

    Sacudió la cabeza para alejar los malos pensamientos de su mente. No tenía sentido seguir preocupándose por los que no habían querido escuchar. En realidad, su propia suerte no era lo bastante halagüeña como para despreocuparse de su particular futuro.

    Los copos caían con más intensidad y la nieve empezaba a cuajar sobre la tierra húmeda. La claridad del blanco daba vitalidad a los apagados ocres del paisaje. En verdad, la nieve debía de ser un hecho nada habitual en tales latitudes. A grandes trancos, alcanzó a sus amigos cuando una voz ahogada llamó su atención.

    —¡Esperadme! ¿Tenéis prisa? ¿O es que no sabéis caminar más despacio?

    Sintió una mezcla de sorpresa y fastidio cuando vio la figura del viejo Lebart avanzando entre los copos. Corría trabajosamente para darles alcance. Era un tanto lamentable la imagen de los repulgos de la raída túnica, remangados con una mano mientras la otra asía el cayado para evitar que se diera de bruces contra el suelo. Con respiración entrecortada, llegó hasta su vera.

    —¡Por todos los demonios…! Parece que corrierais espantados… A este ritmo vertiginoso, no podremos continuar… —El anciano boqueaba con cada frase en busca de aliento e intentaba, inútilmente, recomponer su atuendo—. Ojalá vuestras mentes fuesen tan ágiles como vuestras piernas…

    —¿Qué quieres, viejo? —demandó Ruar bruscamente. Retrocedía hacia ellos. Parecía que a nadie le había hecho gracia la aparición del anciano.

    —Nada deseo de ti, rudo bárbaro. —Le miró directo al rostro—. Habíais partido sin mí y casi desfallezco en la tarea de daros alcance. ¡Podíais haber tenido la decencia de avisarme!

    —¿Piensa venir con nosotros? —inquirió Zarec perplejo.

    —Por supuesto. Ya os dije que me uniría a vosotros en este periplo hacia las tierras de Ankhor. O quizás olvidé mencionároslo… —El gesto de Lebart se contrajo, intentando hacer memoria en su destartalada mente—. Bueno, igual da. Ya podemos continuar, pero más despacio, eso sí.

    —No creo que deba acompañarnos, viejo —dijo Ruar sin tapujos.

    —No he pedido tu opinión. Y no me llamo viejo, me llamo Lebart. ¡Aprendedlo de una vez! —exhortó con tono cansino.

    —Ruar tiene razón. No puede venir con nosotros, anciano —insistió Myrka ante la aparente pasividad del hombre.

    —Lebart… Me llamó Lebart… —murmuró, sin dejar de caminar. De un modo brusco, pareció cambiar de idea y se detuvo para volverse hacia el grupo—. En vez de agradecerme que os haga el favor de acompañaros, me cuestionáis abiertamente. —Sacudió la cabeza con gesto decepcionado—. Menos mal que no soy rencoroso.

    —Lebart, escúchenos… —intentó razonar Cerián, pero Ruar le interrumpió y espetó con un enfado monumental:

    —No necesitamos ayuda, serías un lastre para nosotros. ¡Vuelve con los demás y déjanos en paz!

    —Necesitáis más ayuda de la que creéis, y de la que te he prestado ya. —Lebart clavó su mirada en Ruar. Sus ojos claros refulgían con intensidad. Su mirar amilanaba cien veces más que su presencia. Era una mirada penetrante, diferente… poderosa.

    El bárbaro dio muestras de captar el reproche insinuado por el hombrecillo, que le había curado las heridas que sufrió en la cantera. Bajó la cabeza y guardó silencio.

    —Mira a tu alrededor, poblador de las llanuras. ¿Qué ves? Nieve. El invierno ha llegado extraño y grandes nevadas se avecinan en el norte. Tú lo sabes bien —señaló a Erik con su callado—. Cuando lleguéis a las montañas, los pasos estarán cerrados, la nieve los bloqueará completamente y será imposible acceder a ellos. Bordear las cimas os llevaría semanas, sin contar el enorme peligro que conlleva, puede que perezcáis en el intento. ¿Cómo pensáis regresar a vuestra amada tierra? ¿Volando, tal vez?

    El viejo Lebart dejó las retóricas preguntas en el aire mientras observaba a todos. Por unos instantes reinó el silencio, ya que las palabras del pintoresco personaje no estaban exentas de razón.

    —Me necesitáis —sentenció—. Yo puedo guiaros a través de las montañas y por debajo de ellas. Conozco sendas desconocidas y ancestrales, pasos subterráneos que nos habilitarán la tarea. Pero si no queréis que os acompañe… adelante, valientes. ¡Demostrad a la madre naturaleza de qué madera estáis hechos!

    Terminada su arenga, caminó hacia el norte sin esperar respuesta. Su andrajosa figura se estaba cubriendo graciosamente de copos blancos mientras los demás dudaban.

    —No podemos dejar que nos acompañe. Miradle bien, si apenas puede andar con soltura… —manifestó Myrka.

    Lebart avanzaba de manera tosca, afanado en colocar sus pertenencias, agitadas durante la carrera.

    —Es absurdo tomarse en serio la sarta de sandeces que nos ha dicho —corroboró Kinsala.

    —A pesar de la obviedad, sus palabras no han estado carentes de sentido. No perdemos nada por darle un voto de confianza.

    —No, Laslo, no —se opuso Myrka a la opinión del centauro—. Nos retrasará en exceso.

    —Es probable, pero tampoco tenemos prisa… —objetó Trevalin, para sorpresa de todos—. Dudo que este fantoche sepa siquiera dónde está su cabeza, pero podemos tirar de su carga. Estoy mayor y renqueante de esta maldita pierna —se frotó la extremidad derecha—. Puedo ser yo esa carga cualquier día. ¿Me dejaríais a mí, llegado el momento?

    —¡Oh, vamos! Sabes que no es lo mismo —le respondió Zarec ofendido.

    —¿Por qué no? No puedo evitar sentirme identificado con él.

    Zarec observó el rostro pesaroso de su viejo amigo. La pena le afligía desde la muerte de Aknos y su carácter se había sensibilizado. Estaba seguro de que el enano nunca jamás había reconocido una debilidad en su larga vida como acababa de hacer.

    —Entiendo perfectamente a Trevalin —pronunció Cerián.

    —Hemos hecho todo lo posible para que estas gentes no se queden en este maldito lugar y para una que quiere abandonarlo, ¿le vamos a negar la ocasión? —preguntó Erik, directo y conciso.

    —No perdemos nada por intentarlo —asintió Zarec, viendo que la mayoría se estaba decantando a favor del anciano—. Además, no podemos olvidar que te curó de tus graves heridas —se dirigió a Ruar.

    El muchacho no midió el efecto que podía tener su frase en el bárbaro, que replicó enojado y agresivo:

    —¡Parece que debo la vida a demasiada gente! ¿A lo mejor debería ser yo el que se quedase?

    Kinsala retuvo a su hombre y lo tranquilizó; mientras, Myrka deleitó a Zarec con una aguda mirada de reproche. El joven no había calculado el alcance de sus palabras. Bastante esfuerzo les había costado convencer a Ruar de que regresase con ellos a Ankhor en lugar de volver a las llanuras. La vida en cautiverio, como un esclavo, su casi probable muerte si Lebart no hubiese actuado en su favor, el haber dejado marchar indemne al comandante Ragnar… Demasiadas situaciones que parecían haber mellado su orgullo.

    El bárbaro se mostraba descontrolado desde la batalla. No había asimilado haber tenido que dejar marchar indemne al responsable de todos sus pesares.

    —¡La próxima vez que te cruces en mi camino ya no habrá ninguna deuda pendiente que me impida matarte! —amenazó a Ragnar a voz en grito al tiempo que veía cómo se alejaba su caballo. Kinsala había conseguido calmarle, como siempre, y reconducido la decisión de continuar con el grupo, en vez de volver a sus tierras de Eryarvat, pero no era capaz de aplacar su ira por completo. Seguía latente dentro de ese hombre, atormentándolo.

    —¡¿Me acompañáis o esperáis a que caiga la noche?! —voceó Lebart desde la distancia. Y prosiguió con su caminar murmurando—: Tanta prisa que tenían y ahora se detienen… No hay quien les entienda. Cuánta paciencia debo tener…

    II

    En la corte

    El golpear enérgico de unos nudillos enguantados contra la puerta reclamó su atención. Ralán llevaba largo rato, desde la comida, observando la maraña de tejados que se desplegaba a su alrededor, bajo el sol de la tarde.

    —El rey solicita su presencia. —Un guardia esperaba en el pasillo en actitud de firme.

    Ralán se encaminó tras él por los corredores y escaleras del castillo. El recluta le guiaba con la mirada al frente, el sonido de sus pasos le bastaba para saber que le seguía. Su disciplina parecía ejemplar y no mencionaba palabra alguna.

    Avanzaban con paso ligero entre el juego de luces y sombras que producían los rayos de la tarde al colarse por los pequeños tragaluces. La mañana le había permitido pasear por las zonas comunes del castillo y las almenas con una relativa libertad; sin salir de la fortaleza a las calles de Cetián. Se sentía como un gorrión enjaulado en una jaula de oro. Bien atendido, esmeradamente tratado por el servicio, disfrutando de una cama de plumas y una comida digna de nobles, pero carente de libertad. Se sentía agasajado, pero desconfiaban de su persona.

    Pronto llegaron a la antesala donde el día anterior habían esperado la audiencia con el rey. Hizo ademán de dirigirse hacia los cortinajes que daban acceso a la sala del trono, pero el soldado continuó escaleras arriba. Los dos guardias que custodiaban el acceso se pusieron firmes a su paso sin pronunciar palabra. Sus miradas se perdían en la piedra de la pared opuesta, al igual que las de los leones dorados labrados en sus petos. Del numeroso personal de servicio que le había atendido a lo largo del día, ninguno le conducía ante el mandatario. Era un soldado el que hacía esta función.

    —¿Dónde nos dirigimos? —se aventuró a preguntar.

    —A las dependencias privadas del rey —respondió escuetamente el hombre, sin volverse siquiera.

    Otros dos guardias los recibieron al llegar a la nueva planta.

    —Su majestad ha ordenado que permanezca en esta estancia. Le atenderá cuando terminen los asuntos de la asamblea real. Si necesita algo, estaré al otro lado de la puerta. Dígamelo y avisaré a un sirviente para que le atienda.

    «Que no me falte de nada mientras esté aquí encerrado». El elfo mostró su conformidad con un nimio cabeceo y se quedó a solas. La estancia estaba sumida en la penumbra. Un par de claraboyas pequeñas eran todas las aberturas de las paredes. Orientadas al este, era demasiado tarde para que la luz solar penetrase por ellas con intensidad. El ambiente era cálido. Se respiraba un peculiar perfume que se fundía en mezcolanza con el olor de la madera consumida en la chimenea; el aroma que queda en un lugar habitado con asiduidad.

    A pesar de la opresora construcción, la estancia le resultaba acogedora. La piedra fría perdía su presencia camuflada bajo largas hileras de libros y espesas pieles de bestias que alfombraban el suelo. Un cuadro enorme del rey pendía sobre el fogón, pero se veía envejecido, tanto el paño como el representado. Leyó la inscripción grabada en la base del marco: «Xilius III». Se recordó a sí mismo la brevedad de la vida humana y estudió con más detalle el enorme parecido entre el rey Ghodric y su progenitor.

    Lentamente, realizó un escrutinio escrupuloso de los numerosos libros que cargaban los estantes. Volúmenes de historia en su mayoría, que debían de narrar las andanzas de reyes y héroes de la Edad de los Hombres. Algunos de sus nombres le resultaban familiares, otros no los había escuchado jamás. «Los elfos» citaba el lomo de uno. Sintió la tentación de echarle un vistazo, pero prefirió no hacerlo. Nada bueno iba a encontrar.

    Cogió un tomo sencillo y destartalado y se sentó en uno de los suntuosos sillones para ojearlo. Con cuidado, manoseó la cubierta, que aparecía rasgada y desgastada. El deterioro del manuscrito había reducido el título a unos grafismos aislados que no consiguió descifrar. Se fijó en una cabeza de oso gigantesca que le observaba con ojos vacíos desde el suelo que cubría. Una mueca fiera, pero que escondía el espanto del miedo a la muerte en el último suspiro. Todavía podía percibir el miedo del animal y sentir su olor corporal tras el paso del tiempo. No era capaz de asimilar qué placer les producía a los humanos el matar animales por el mero motivo de su satisfacción. No concebía esa falta de respeto por la vida que demostraban con todos los seres, incluida su gente. No pudo evitar que le viniesen a la memoria los cuentos de sus ancestros de cómo era la vida en la Edad de los Padres, cuando los humanos eran una minoría en un mundo que no les pertenecía.

    Avivó el quinqué que reposaba sobre la mesa y fue pasando las hojas del manuscrito con interés. Como había supuesto, se narraba la vida y méritos de un caballero, Skoll, uno de los numerosos reyes humanos que habitaron sobre Anheron antes de que se configurase el reino de Ankhor. Le parecía muy interesante la pomposidad y altanería con la que se hacía mención a cada vivencia del personaje.

    La luz se apagó lentamente hasta que la oscuridad sumió ambos tragaluces y la sala quedó alumbrada por la lámpara y la hoguera. Por dos veces la puerta interrumpió su espera para que unos sirvientes repusieran los gruesos leños que mantenían vivo el hogar. Empezaba a lamentar haber rehusado las variadas viandas que le habían ofrecido cuando le invadió una leve sensación de hambre.

    La multitud de libros le estaba enseñando muchas cosas que desconocía de los humanos y del reino de Ankhor. Depositó el volumen en su lugar, con sus compañeros de estante, y paseó entre los muebles. Tenía los ojos cansados de tanta lectura en un ambiente de claridad tan tenue. Se sabía la disposición de la sala de memoria. La espera estaba siendo llevadera, pero observar el cielo y el horizonte la hubiesen hecho mucho más amena. No tenía noticias de Berem desde que se separaran el día anterior. No le había gustado la manera en que se había despedido de él tras la intervención ante el monarca. Deseaba hablar con el joven soldado para explicarle la postura que tomó y los motivos que le habían llevado a ello.

    La puerta volvió a abrirse y el rey Ghodric entró en la estancia.

    —Sea bienvenido, noble Ralán —saludó cortés, dirigiéndose hacia la mesa—. Le pido disculpas por haberle hecho esperar con estas maneras. La asamblea real se ha demorado en demasía.

    —No se preocupe, majestad, he estado entretenido ojeando su biblioteca. El tiempo para nosotros es mucho más relativo. Tan solo deseo que las largas deliberaciones hayan tenido un fruto dulce.

    —De agridulce lo calificaría más bien —respondió el monarca con un deje de decepción en sus palabras—. Siéntese, por favor —señaló una silla.

    Esperó a que el soberano tomara asiento para imitarle en el lado opuesto del tablero.

    —Se estará preguntando qué clase de gobernante atiende a sus invitados en privado. No es mi forma habitual de proceder —añadió con una sonrisa leve—, pero, teniendo en cuenta lo insólito de su visita, creo que las circunstancias auspician mi actuar.

    Ralán asintió sin tener claro si las palabras del rey contenían una disculpa o un reproche.

    —Su visita ha sido francamente inesperada, más aún que las trágicas noticias que la han acompañado. La misiva que nos han hecho llegar ha abierto muchas rencillas en esta corte. Personalmente, comparto sus ideas de que el reino se encuentra bajo una seria amenaza y creo que su presencia aquí pueda ser gratamente beneficiosa. Pero pocos de mis gobernantes piensan como yo en lo primero y ninguno en lo segundo. —Ralán encajaba en su mente la imprecisa verborrea con que le estaba recibiendo el rey Ghodric—. Intuyendo ello, he preferido tener esta audiencia privada, sin la presencia de otros miembros de la asamblea. —El monarca se acercó a un arcón y sacó una botella de vino y dos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1