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Nasty: El color del infierno
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Nasty: El color del infierno
Libro electrónico393 páginas5 horas

Nasty: El color del infierno

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Información de este libro electrónico

¿Alguna vez te enamoraste de quien no debías y todos te acusaron de tonta por hacerlo?

Nasty es un libro que cuenta la historia de Penélope, una chica víctima de chantaje por parte de un compañero del colegio;al principio, cree haberse enamorado de él, pero cuando empieza a conocerlo realmente, se da cuenta de que a nada de lo que ambos seprovocan se le debería llamar amor. Aunque si ese sentimiento es algo doloroso, desgastante y obsesivo, entonces, sí, como una herida abierta y sangrante, lo que ella y Nash tenían podría ser amor.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 oct 2018
ISBN9788417587345
Nasty: El color del infierno
Autor

Lizbeth Azconia

Lizbeth Azconia es el pseudónimo de esta autora mexicana a la que le encanta leer y crear historias. Aunque lleva mucho tiempo compartiendo sus novelas y relatos en un club de lectura que ella misma formó -impulsada por un par de amigas-, Nasty: el color del infierno es su primera novela publicada. Además de escribir, le fascina coleccionar fotos antiguas, viajar y beber café. Tiene veintiséis años y se casó hace dos con su mejor amigo.

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    Nasty - Lizbeth Azconia

    Capítulo 1

    Fui la prueba viviente de que las mentiras piadosas no existen. Y con ello, aprendí que el dolor por un engaño te afecta en la misma medida en la que importa. A mí me dejaron de importar las mentiras. Quizás porque mamá las usaba a menudo o quizás porque con ellas la realidad era un poco más fácil.

    Las mejillas me ardían. El clima de la ciudad era crudo ya que diciembre se encontraba a la vuelta de la esquina. Gracias al cielo no había llovido, así que entré en la fraternidad, de nuevo ignorando las miradas de los presentes: algo me decía que yo era la causa del más fresco de los chismorreos.

    Pasé saliva mientras atravesaba el corredor del fondo y sorteé la barahúnda de gente muy ebria. Un par de chicos me miraron antes de romper en risas fulminantes. Los ignoré tanto, que pronto volvieron a su, seguramente, interesante plática. Aquel lugar podía no ser el más indicado para mí, dadas mis intenciones, pero me prometí que no huiría.

    Ya no.

    Fred, mi novio desde la secundaria, a quien había seguido como un perro fiel durante tres largos años, ahora estaba más interesado en universitarias experimentadas dispuestas a todo. Acababa de decírmelo minutos antes y yo quería demostrarle que también podía ser osada como ellas.

    El motivo de mi mentira de esa noche se encontraba recargado en contra de un parapeto en la planta alta cuando al fin subí en su búsqueda. Sus ojos verdes se posaron en los míos, observándome sin el menor atisbo de pudor. Luego torció lo que hubiera podido ser una sonrisa. Tras entrecerrar los ojos y estudiarme unos momentos, volvió la vista al frente. Yo hundí las manos en los bolsos de la sudadera que llevaba puesta y miré en la misma dirección que él.

    Nasha Singh tenía fama de ser una calamidad andante. Cada vez que me miraba, lo sentía penetrar en mis pensamientos, como si de verdad pudiera leerme con un gesto. En el campus se decía que era un genio horripilantemente devastador y, comprobándolo por mí misma, me di cuenta de que, además, poseía un talento innato a la hora de avergonzarme.

    Nadie en su sano juicio se le acercaba con intención de fraternizar, y ese era el motivo de que estuviera asustada.

    —¿Qué se siente? —preguntó—. Lo de tu novio, quiero decir —se rio.

    Coloqué los brazos en el barandal y miré hacia la calle, a donde, muy a lo lejos, se alcanzaba a ver la corola de los dormitorios norte de la universidad.

    —A veces me da la impresión de que lo haces a propósito —dije.

    Por el contrario de mí, que había bebido unos tragos para darme valor, Nash tenía en las manos un vaso con un líquido transparente; lo cual indicaba que estaba bebiendo algo que no era alcohol —o quizás, sí—. Dirigí la mirada a la imagen del tatuaje que se asomaba en su muñeca, medio oculto bajo el inicio de su manga de tela negra.

    —Eres un genio, Penélope —respondió él con total parsimonia—. ¿Viniste para conocer el infierno o para que hablemos sobre tus humillantes relaciones afectivas?

    Si no hubiera estado tan aterrada por la vorágine de emociones que vibraba en mi pecho, tal vez habría podido diferenciar entre la excitación particular de un coqueteo y el miedo. Pero, en ese instante, conforme Nash acortaba la distancia entre nosotros, aparentando que sabía lo que yo hacía allí, me quedó claro que él no era como todos los demás creían.

    Era mucho peor.

    Se comportaba tan seguro de sus movimientos que me provocó terror del más puro: el de saber a qué te enfrentas y no tener idea de cómo evitarlo.

    Él susurró unas palabras en mi oído y, acto seguido, se dio media vuelta. Caminó de regreso hacia el corredor aledaño, a donde se encontraban las habitaciones dispuestas esa noche para... para eso. Eso. Sexo.

    Únicamente sexo.

    Esta era una de mis mayores mentiras; me juré que nunca haría nada que perjudicara mis ideales, como hizo mi madre al arruinar lo poco que quedaba de nuestra desvencijada familia. Así que allí estaba yo, dando pasos meditabundos hacia el umbral del mismísimo infierno. Nada más y nada menos que con Nash.

    Únicamente sexo, volví a repetirme. Pero en derredor no había alma alguna a la que tuviera que engañar; salvo a mí misma. Con Nash me era imposible fingir; él sabía muy bien el porqué de aquella decisión. Sí, elegí disfrutar de una noche en su compañía porque eso era lo que hacían las chicas de mi edad. Era normal, lógico y fácil. Acostarse con alguien que ya te lo ha propuesto varias veces.

    Por desgracia, la única manera en la que logré justificarme, fue diciéndome que a lo mejor Nash sí podía leerme el pensamiento.

    Y sabe que en este momento lo que más necesito es olvidarme de Fred.

    Capítulo 2

    Estaba desnuda en la foto. Aunque lo intenté, no logré recordar cuándo había permanecido en esa posición tan despreocupada sobre la cama, con una persona en la que confiaba muy poco —nada—. Pero era tarde para sopesar aquello, ¿no?

    Nash aleteó la fotografía delante de mi rostro quizás para que regresara a la realidad.

    Y vaya que esta es la realidad.

    —Linda, ¿no crees? —se burló él—. No fue difícil tomarla. Te veías hermosa… —Bajó la mirada a mi boca, con gesto lascivo—. Típico de ti, Penélope.

    Volvió a observar el papel, alejándolo de mi vista y me observó, esperando a que yo respondiera algo. Lo más asqueroso de la escena, era que él admiraba la impresión con la atención suficiente para que yo creyera en eso que me estaba proponiendo.

    Me sentía enraizada al suelo del dormitorio. Él sonreía, en cambio. Se había recargado en la puerta de la entrada. Sus ojos titilaban contra la luz de la habitación: había satisfacción en sus facciones.

    —Eres despreciable —dije.

    Nasty, como solía llamarlo, sonrió de la única manera en la que saben sonreír los sinvergüenzas. Seguro de sí mismo, con una ceja oscura enarcada y esa piel del rostro límpida que, en este momento, me hubiera gustado arañar con violencia.

    Lo que había en su cara era una mueca asquerosa. Un mohín torcido y siniestro; estaba orgulloso de haberse acostado conmigo, pero se veía aún más orgulloso por haberme enseñado la prueba de esa noche.

    —El sábado no dijiste eso. —Se recargó en el marco. Detrás de él algunas inquilinas del edifico cruzaban el largo pasillo, dirigiendo, de manera rápida, una mirada hacia mí—. En realidad, parecías bastante entusiasmada.

    Todavía mirándolo con aprensión, las ganas de llorar se agolparon en mi garganta. Nash se mordió un labio. Una mirada inquisitiva, por su parte, me recorrió el cuerpo entero.

    Definitivamente había sido muy mala idea recurrir a él esa noche pretendiendo desquitarme; por mucho que dijera que era una manera de probarme que yo también podía caer bajo. Me había relajado compartir la cama con él y, entre sus caricias, permití que se apoderara de una parte de mí que no le había dado a nadie: la voluntad.

    Aquel lapso de despecho, de ignorancia pura y de enajenación, fue mi manera de huir. Nash se había comportado como mi refugio: el refugio que, en última instancia, terminó siendo mi condena.

    —Dámela, Nash. —Extendí la mano al frente e intenté que me entregara la fotografía—. No me hagas esto, por favor.

    Mi respiración se aceleró y mis nervios se intensificaron. La reacción justa que él esperaba, creí.

    Él se encogió de hombros y se acercó a mí otra vez.

    —Vas a tener que comportarte conmigo si la quieres de vuelta. —Fue todo lo que dijo antes de marcharse de la habitación.

    Me senté en la cama con la pesadumbre de las circunstancias cayéndome encima cual si fuera un balde de agua helada. Delante de mí se encontraba Siloh, mi compañera de cuarto. Dejé caer la vista al suelo, humillada y enojada conmigo misma.

    El chico en cuestión era popular dentro del campus, pero por razones incorrectas; su reputación y modales eran lo que se podía calificar como despectivos, tal vez extraños y muy, muy particulares.

    Pero eso tú ya lo sabías, una voz insidiosa se hizo oír en

    mi cabeza.

    —No creo que la muestre, Penny —musitó la chica rubia a mi lado—. Nash es...

    Yo sabía que no encontraría nada favorable qué decir en cuanto a Nasha. El nudo gigantesco de rabia en mi interior no serviría para hacer algo que funcionara como calmante. Había sucumbido a una mala decisión y el tiempo no iba a darme la oportunidad de rectificar mis acciones.

    Entonces pensé en mi madre, en lo lejana que estaba y en lo mucho que la necesitaba en situaciones como esta. Ya había dejado de ser una prioridad en su vida y trataba, día a día, de metérmelo en la cabeza. Era consciente de que mis actos y responsabilidades me correspondían a mí y no a ella: porque, sin importar su ausencia, no era ella la que había tenido sexo con Nash por despecho. Yo sí.

    Hacía seis meses apenas que cursaba la universidad, y la promesa inicial, sobre no quitar la vista de mi meta, comenzaba a distorsionarse. Acababa de empezar por echar a perder mi reputación; la gente se daría cuenta de lo que había hecho y, por consiguiente, mi madre iba a enterarse, el resto de mi familia, las personas que tenían una imagen de mí… pulcra. Una imagen que me resultó hilarante en este momento.

    Mi manera de actuar no había sido la correcta. Era así desde cualquier ángulo que se le pudiera contemplar. Yo no confiaba en Nash y eso me tendría que haber bastado para alejarme de él; muy a pesar de su atractivo, su voz ronca y su inteligencia, cosas que me atrajeron de él como un imán.

    Todo había comenzado por una simple clase de literatura, a la que fui obligada a asistir con tal de mejorar mi carácter huraño y altivo. Él asistía mucho antes. Prácticamente respiraba y comía letras; se quedaba absorto; escuchaba la diatriba de nuestra profesora y se metía de lleno a escribir cosas en un cuaderno que llevaba a todas partes consigo.

    Físicamente, eres perfecta, me había dicho una vez, para luego agregar: pero lo que mantiene interesado al sexo opuesto no tiene nada que ver con la belleza corporal, y por ese lado no llevas mucha ventaja. Nash era así. Yo lo sabía.

    Sabía qué clase de persona era.

    Dentro de mi estómago la comida de todo el día se remolió con fuerza. No podía dejar que esa foto arruinara mi carrera: porque era todo lo que tenía. Mi madre vivía ensimismada en su propio cuento de hadas y ya para esos días estaba por el cuarto novio, de nuevo enamorada y despilfarrando el dinero que mi padre con mucho trabajo había reunido para su familia. Antes de fallecer.

    —No me importa lo que sea, el bastardo. —Limpié, con la manga de mi suéter, las lágrimas que surcaban mis mejillas—. Si no recupero esa maldita foto y mi madre la llega a ver, me quitará todo el apoyo económico; no puedo...

    Rompí en llanto al imaginar esa horrenda circunstancia. Porque sin dinero no tenía carrera y sin carrera jamás llegaría a ser independiente. La escuela de psicología de aquella universidad era de las mejores y perder mi matrícula en ella era similar a vivir una cadena perpetua.

    ¿Y si la foto llega a las redes sociales?

    —Tranquila —dijo Siloh y se sentó a mi lado. Me echó una mano encima, cruzando los hombros—. Ya veremos cómo lo arreglamos.

    —Ceder con él y conseguir que me la regrese. —Sonreí, irónica—. Es que, ¿qué más puedo hacer?

    —Estamos refiriéndonos a Nash —me dijo mi compañera de cuarto, con tono afectado—. Ya sabes lo que eso significa. No es que vayas a ser su novia, Penélope. Tú…

    —Sí, sí, Siloh —la interrumpí—. Ya sé que no es el mejor partido del mundo, de otro modo sería muy fácil. Por dios… —Gimoteé tan fuerte que mi pecho se contrajo. La palma de Siloh estaba en mi espalda de manera reconfortante—. ¿En qué demonios estaba pensando?

    —Eso mismo me pregunto yo —susurró ella.

    La miré de soslayo y volví la vista a la puerta. Una ruina pública no era lo peor de todo, pero mis esfuerzos por conseguir un lugar allí habrían valido nada. Rebusqué en mi mente señales, una al menos que me permitiera pensar claro. Era inútil. Lo que para mí había sido imperativo era salir del yugo de mi madre. Al cumplir los veintiún años todo sería diferente, pero necesitaba al menos estar bien frente a esa mujer que me había dejado sola desde hacía mucho tiempo.

    —Ya sé en lo que me metí, Siloh. —La chica miró al suelo, avergonzada—. Fue un error. Soy consciente de ello. A como dé lugar tengo que recuperar la fotografía.

    —Mi hermano es su compañero de cuarto, ¿recuerdas? —sugirió ella. Enarqué una ceja, confundida—. Tal vez quiera ayudarnos.

    Un dejo de pesadez la embargó. Por mi parte lo que sentía era un fuerte sentimiento de culpa. No confiaba en nadie. Apenas y había logrado hacerlo con Alfred, mi ahora exnovio. Y Siloh siempre se mostraba atenta a mis pláticas, a mis problemas; en cuanto a mí, no aportaba más que una cara fría, una actitud del asco a la relación de roommates.

    Ya. Tu hermano.

    Algo en las facciones de la muchacha no me agradó. Se puso de pie y sin mirarme a la cara, dijo—: No es tan desagradable como tú piensas.

    Ni siquiera recordaba haber hablado con él. Sí, lo vi en nuestros dormitorios alguna que otra vez; traté de evocar sus facciones: un rostro masculino, con cabello rubio cenizo y ojos azules, tan trasparentes que daban miedo, se dibujaron en mis recuerdos.

    Se llama Sam…

    —¿Crees que quiera? —pregunté.

    Sus ojos me inspeccionaron con cuidado y se mordió los labios antes de decir:

    —Estoy segura de que lo hará si se lo pides.

    —¿No es amigo de Nash? —inquirí.

    Si eran compañeros con la Calamidad, cabía la posibilidad de que tuvieran una relación amigable. Era difícil creer que esa sanguijuela de cabellos oscuros pudiera entablar una relación estrecha. De pronto caí en la cuenta de que Siloh me estaba sugiriendo que le pidiera ayuda a un chico con el que no había cruzado ni media palabra.

    —Siloh, no puedo pedirle que me ayude con la foto, ¿qué tal si la ve? No, no. No puedo hacerlo.

    —Penny, en primera... Sam no es amigo a ciencia cierta de Nash. Mi hermano es educado y sabe comportarse; por eso tienen una buena comunicación. Y, en segunda, podemos encontrar otra forma si así lo deseas.

    Dubitativa, asentí sin muchos ánimos. Me recosté en la cama y miré al techo. Pocos minutos después, Siloh salió de la pieza para ir a las duchas. No fue difícil imaginar cuán grande sería mi desgracia si Nash mostraba esa fotografía. Un clic, solo eso sería suficiente para arruinarme.

    Lo que probablemente sucedería se me antojó terrorífico; estar con él, en lo sexual, no había sido difícil. Sin embargo, la dignidad que perdí en sus manos fue demasiado notoria.

    Demasiado notoria.

    Capítulo 3

    —Es Nash, Penélope —refunfuñó Dary, mi primo.

    Entorné los ojos y seguí leyendo; no tenía ninguna prisa por oír sus quejas (un intento de consejo culposo, tal vez).

    Quizás sus intenciones fueran buenas; era uno de los pocos parientes que se preocupaban por mí de manera genuina. Por lo que, segura de que mi negación no sería de gran ayuda, levanté la mirada y negué con la cabeza, suspirando.

    —No importa —mentí.

    Por supuesto que me importaba; las miradas acusadoras, los chismes, las burlas. Todo estaba convirtiéndose en una cruz; no me gustaba cargarla, y ahora parecía mi penitencia. Daryel se encontraba preocupado por mí porque, aunque estudiaba leyes, y su edificio se hallaba bastante lejos del mío, había llegado la noticia hasta su habitación.

    Mi hallazgo con Nash era de contenido público para entonces. Me obligué a mostrar una expresión indiferente.

    —¿Te molesta a menudo? —insistió.

    —¡No! Dios, Daryel. Déjame en paz con eso. ¿Por qué yo no puedo dormir con un chico si se me da la gana?

    Mi primo enarcó una de sus cejas de color castaño.

    Sacudí la cabeza. Me fingí indignada.

    —Bueno, porque no es tu estilo —se rio—. Y además sí puedes, pero ¿por qué con Nash?

    —Estaba disponible —me justifiqué.

    Daryel arrugó la frente.

    —Eres increíblemente cínica, ¿sabes? —dijo—. A ver, ¿y si se entera mi tía? Vas a estar en serios problemas.

    —¿Tú le vas a decir? —inquirí.

    Yo sabía que él no iba a hacerlo. Pero me sentí con la obligación de tantearlo. A lo mejor hubiera sido prudente que le contara sobre la fotografía y que, con ella, Nash pretendía coaccionarme para que… para que estuviera disponible también. Sin embargo, hice todo lo contrario a lo que una buena chica hubiese hecho.

    Con gesto meditabundo, Dary se levantó del asiento de concreto en el que había estado sentado, observándome leer; me contó que sus compañeros le habían relatado mis aventuras del sábado. Según él, al principio había sentido vergüenza y luego una oleada de coraje: porque me quería mucho y eso es lo que sienten las personas que te quieren.

    Sí, impotencia pura cuando no pueden cuidar de ti.

    —Estoy bien —volví a mentir—. Fue solo una noche. No pretendo repetir. Y, si se pone duro con los rumores, te aviso. ¿Está bien así, papá?

    —No es una broma, Pen —se quejó, aun mirándome con desdén—. Sabes que no estoy en contra de la libertad sexual. Es simplemente que, con Nash… —Miró en derredor como si en los jardines del campus, en esta época del año secos a causa de las bajas temperaturas, fuese a encontrar cómo describir a la Calamidad—. Pues es insondable. El tipo de chicos del que querrías mantenerte alejada.

    —Parece que le sabes algo —le reproché.

    Había sido un mero impulso. Daryel no era una persona cuya opinión propia tuviera que ver con los rumores, por eso me extrañó que hablara de Nash con tanta convicción. Aunque hubiera querido que se explicase, todo lo que hizo fue encogerse de hombros y ajustarse la gabardina que llevaba puesta.

    Lo quería mucho, sí, pero contarle sobre la foto…

    No.

    De ninguna forma.

    —Sé lo que todo mundo acá: que no se toma a nadie en serio y que, por lo regular, le gusta humillar a la gente.

    —Me ha quedado claro —dije.

    Daryel asintió, contorneó la mesa en la que me hallaba estudiando y, una vez a mi lado, me plantó un beso en la mejilla.

    —Como sea —dijo al retirarse—. Si ocurre algo, por favor, llámame, ¿de acuerdo?

    —De acuerdo.

    Aquello también era una mentira.

    Capítulo 4

    Nash era un amante de la literatura; si tenía que ver con libros, se transformaba por completo. Se lo veía concentrado, lejano al mundo, pendiente de la clase; yo había aceptado tomarla porque era extracurricular, y además el decano me había sugerido hacerlo para que mis modales sociales mejoraran un poco. Pero no la entendía en lo absoluto, y la gente a mi alrededor, que eran en su mayoría estudiantes de arte, podían darse cuenta.

    Me senté al fondo del aula, como siempre; sabía que él estaría en su lugar habitual (al frente de la clase). En el salón había al menos una treintena de alumnos. Pertenecían a todos los campus; cada uno de ellos tenía su atención puesta en la profesora Danvert.

    —¿Señorita Watson? ¿Me ha escuchado? —preguntó la mujer que impartía la clase.

    Había estado tan ensimismada tratando de comprender por qué una persona paga por estudiar aquello, que no fui capaz de oír si la docente me había hablado, de modo que me sentí avergonzada y le clavé la mirada, decidida a responder con mi mejor sonrisa. Pude percibir el entumecimiento en mis mejillas, seguramente por el rubor.

    —Disculpe, ¿qué me ha preguntado? —Uno o dos alumnos me observaron, divertidos. De inmediato volvieron la vista al frente.

    La maestra me sonrió; era una mujer agradable, de cuerpo delgado y ademanes calculados; sin problemas de carácter y mucho menos con problemas para disculpar a los distraídos como yo.

    —¿Ha leído alguna obra de Shakespeare? —Enarqué ambas cejas.

    Busqué si en mi repertorio de lectura tenía cosas fuera de lo pretensioso de las lecturas de medicina.

    —Hamlet —respondí al final.

    La profesora asintió, conforme, pero después, con la mirada directa hacia mí, volvió a preguntar:

    —¿Le gustó? —Indagué rápidamente en mis memorias.

    Hamlet, el príncipe de Dinamarca con el ego del tamaño del mundo, que no supo valorar las intenciones de Ofelia.

    —No —dije—. Recuerdo que me produjo repelús.

    Cometí el error de buscar las miradas de mis compañeros. Pero la única que encontré en el camino fue la de Nash; me observaba con los ojos entrecerrados, la boca curvada al lado izquierdo. Tenía una pluma negra entre los dedos. Estudió mi rostro desde su posición, con la cabeza ladeada.

    Su asiento estaba ubicado en la curva del aula, por lo que obtuve una vista completa de su escrutinio. Me removí en mi sitio, recelosa.

    —Totalmente comprensible —sugirió, en tono mordaz. La profesora lo miró (al igual que el resto de los presentes, incluyéndome)— si tenemos en cuenta que su vida ya es una tragedia.

    Me obligué a permanecer en silencio, no sin dirigirle una mirada asesina que él correspondió con una sonrisa más burlona que la anterior. Lo examiné mientras se arrellanaba y se pasaba una mano por el pelo; castaño oscuro, tan largo que le llegaba al mentón.

    —Es muy interesante el punto de vista de Penélope, Nash —lo retó la docente, también divertida.

    Traté de no sentirme entre la espada y la pared. Mordí el interior de mi mejilla con la esperanza de que con esa acción mi lengua se limitara a quedarse en su lugar.

    —El tipo llevó al límite a Ofelia con su discurso de amor propio —aseguré, sin levantar la mirada, pero lo suficientemente alto como para que todos oyeran.

    Clarisa Danvert, que era el nombre de mi profesora, se limitó a sonreír. Hizo un asentimiento de aprobación, y se dio media vuelta a su escritorio.

    —¿Algo más, Nash? —inquirió ella.

    Él se acomodó en su asiento. Cuando volvió a mirarme, aparté la vista y la concentré en la pizarra del frente. Clarisa se recargó en el escritorio, cruzándose de brazos.

    —No puedes culpar a un tercero por su baja autoestima. Hamlet no la obligó a nada. —Tragué saliva. Miré en su dirección, sin ganas de seguirlo oyendo, pero a sabiendas de que no tenía salida—: Pero tú ya tienes que estar familiarizada con Ofelia, ¿verdad?

    Nash… —le advirtió Clarisa.

    —No. No lo hago. Un cabrón así no puede valer tanto la pena como para quitarte la vida. Es decir, ¿qué hizo especial a Hamlet? Tal vez él nunca le prometió nada, pero eso no le daba derecho de humillarla. A veces la gente se confunde entre lo que son la certeza y los bajos escrúpulos, o bien la ausencia de estos.

    —Tómatelo con calma, Pen —se rio la Calamidad—. Esto no es una evaluación psiquiátrica.

    —En tu caso, tendría que serlo.

    —¡Está bien, chicos! —exclamó Clarisa; regresó al frente de la clase, pero ahora con un puñado de hojas en las manos.

    Nash entrecerró los ojos otra vez, analizándome. Negó con la cabeza minutos después y bajó la mirada a su cuaderno, adonde se perdió el resto de lo que duraba la materia.

    Gracias a él, a su manera de hablarme, sentí que me estaba comparando con Ofelia, y en dado caso yo era la Ofelia de Nash; aunque no tuviera pensado cometer suicido. Me perdí en mis obnubilaciones hasta que la clase dio término. Él, gracias al cielo, no tuvo que acercarse a mí.

    Cuando lo vi marcharse, el dolor por haber recurrido a él no demoró. De hecho, se instaló en mi sistema como si fuera una sanguijuela. Igual que lo estaba haciendo Nash.

    Los días después de aquello transcurrieron sin que Nash hiciera nada para atacarme de nuevo. Ni señas había de que quisiera mostrar la foto y tampoco de que tuviera intenciones de acercarse otra vez a mí. Por ende, el plan de quitársela quedó mitigado un tiempo. Dormir me fue más fácil con el paso de los días; la pesada rutina universitaria ayudaba mucho.

    Incluso en las clases semanales que tenía de literatura universal se comportaba si no educado al menos al margen de mis comentarios. No fue sino hasta tres semanas después de lo acontecido, que mis ansias y expectaciones hacia él cambiaron radicalmente.

    Entregaba un manuscrito a la profesora y esta me observó durante unos segundos mientras fingía hojear mi cuadernillo.

    —Es un bonito lunar —espetó ella, que observó el lunar que había en mi clavícula.

    El tono rojizo de este siempre me había resultado un problema: porque era imposible que pasara desapercibido ante nadie si no iba vestida con un suéter o un cuello de tortuga.

    Yo sonreí, tratando de que no se notara mi incomodidad.

    —Herencia de mi abuela —respondí con una sonrisa nerviosa.

    Ella continuó su tarea al inspeccionar sin mucho detenimiento mi trabajo y luego lo apiló con los demás. Me fue imposible no posar los ojos en el cuaderno gris que yacía justo debajo del mío.

    En el encabezado se asomaba el nombre «Nasha Singh». Seguramente era el trabajo de la Calamidad con pies. Sonreí al imaginar la clase de cosas que escribiría alguien como él, pero la profesora, como si hubiese leído mis pensamientos, me observó con expresión divertida al momento que quitaba mi escrito de encima para luego abrir el de Nash.

    —Se le dan muy bien las tragedias, ¿sabes? Tiene un don muy especial —susurró la profesora al tiempo que releía la primera hoja del escrito donde se asomaban líneas y líneas de los pensamientos de Nash—. Su desempeño es increíble.

    —¿De verdad? —pregunté con sarcasmo.

    Enfoqué lo más que pude la vista para ver el título de aquel escrito, pero cuando la profesora se dio cuenta, cerró de inmediato el cuaderno y volvió a colocarlo sobre los demás.

    —Puede parecerte divertido —masculló la mujer, mirándome desde su puesto. Como yacía sentada detrás de su escritorio, tuve que mirarla hacia abajo—. Pero el talento de las letras lo lleva en la sangre, y gracias a la disciplina que se impone, no me extrañaría que escucháramos de él más adelante.

    —Bueno, ya se habla mucho de él por estos días —señalé.

    —Son solo rumores —replicó Clarisa.

    —Da igual —refuté, confundida por la manera en la que la profesora lo defendía; casi a un nivel antiprofesional—. Es un patán mayor y ningún coeficiente intelectual puede cambiar eso.

    Supe que ella pudo entender mi punto cuando se limitó a asentir y a ponerse de pie para luego encaminarse conmigo hacia el

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