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Libro electrónico260 páginas4 horas

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Aquellos que viven en libertad gozan de ciertos privilegios pero también están condicionados a un quid pro quo permanente de sus acciones. El feedback de nuestro yo más profundo puede aportarnos experiencias que se acercan a nuestros mejores sueños o puede convertirse en verdaderas pesadillas. Cuando todos los límites de un hombre se desbordan queriendo terminar una carrera que no tiene fin, desde lo más profundo de su interior surge una luz que le guía por tantos caminos que llega a ser caprichosos a la hora de escoger el suyo. Algo tan valioso como la vida no puede desperdiciarse viendo cómo pasan los años sin tener las cosas que verdaderamente nos enriquecen. Todos buscamos algo pero lo que nos satisface es encontrar. Lorenzo es alguien que comienza una aventura en la que encuentra todo aquello que siempre le importó y las decisiones que toma le llevan a un futuro incierto pero increíblemente exitoso.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ene 2024
ISBN9788411819589
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    Exilum - Marcos Sánchez Martí

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Marcos Sánchez Martí

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-958-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Capítulo 1

    La jungla de asfalto

    A las seis de la mañana aún no había sonado el despertador. Ni siquiera era de día, pero Lorenzo no podía aguantar más tumbado en la cama, tenía demasiadas cosas en la cabeza. Se despertó cavilando en todos los asuntos que había dejado en el tintero justo antes de caer dormido. Pensó que la prensa de tres días atrás era pura actualidad mientras leía los titulares de un periódico antiguo. Aún no le había dado tiempo a leer todo el periódico y ya habían editado cuatro más. Es de locos la cantidad de información que se mueve a diario. Aun así, es de interés, nos atrae como distracción y nos conecta con los demás. Como cada mañana, tomaba un café largo con algo de leche y dos cucharadas de azúcar. Después de dar un primer trago ardiente de la taza, buscaba el mechero por todas partes con un cigarro en la boca. Si no fuera por el ambientador que compró, el olor a fritanga era insoportable. El restaurante de la planta baja le apestaba el apartamento, pero hasta que resolviera unos asuntos y le fuera mejor económicamente, en aquel piso de soltero estaba bien por el momento. Tenía un salón comedor de treinta metros cuadrados que hacía esquina a dos calles con grandes ventanales, una cocina americana con una gran nevera casi siempre llena de cerveza y una habitación con vistas al parque central. Era su espacio privado de refugio y descanso en aquella ciudad.

    No paraba mucho por el apartamento, el trabajo, los amigos y la poca familia que le quedaba le ocupaba todo el tiempo. Nunca tenía tiempo para echarse al sofá a ver una película o encender la videoconsola. La otra noche estaba solo en casa y después de abrir un buen botellín de cerveza belga encendió la videoconsola y cargó una partida que había guardado las navidades anteriores y entonces era julio. «¿Para qué habré comprado este trasto?», se preguntaba. El tío de la tienda le vendió la última versión con el pretexto de que las últimas generaciones de consolas sirven para muchas cosas aparte de los juegos, pero para las veces que la había encendido… Finalmente, si no es por la decoración de aspecto futurista con una pequeña luz fluorescente que iluminaba la mesita de la tele y el sonido que hacía al encenderla, como tantos otros aparatos, acabaría en el trastero. En el caso de que se tuviera que mudar, le iban a hacer falta dos camiones como mínimo. Aquella mañana salió finalmente del apartamento con algo de prisa mientras se ponía la última camisa limpia y apuraba la colilla de un cigarro. Cruzó la calle a la vez que se peinaba llamando la atención de una chica que pasaba en patines. «Qué bonitas piernas tiene», pensó. Solo un pantalón vaquero minúsculo y un bikini completaban la vestimenta de aquella mujer joven que le miraba sonriente. Seguramente le hizo gracia la manera en la que se peinaba. Era evidente que los dos se atrajeron a primera vista. Para contestar a aquella preciosa sonrisa, le guiñó un ojo cuando pasó a su lado. Se quedó mirando cómo se alejaba patinando con un bonito estilo antes de subir a su descapotable mientras se ponía las gafas de sol. Llegaba tarde. O salía pitando o no iba a llegar a una cita con un cliente muy importante que había venido expresamente a la ciudad para ver la obra de arte que le había solicitado. No lo podía creer: eran las nueve y treinta y cinco de la mañana y aún tenía que aparcar en el centro. Con lo que iba a sacar con esa venta, bien le valía saltarse algunos semáforos siempre que no causara ningún accidente. El cliente entró al edificio a las diez y tres minutos mientras Lorenzo le esperaba personalmente en el vestíbulo. Quería dar una primera impresión de cercanía y confianza sin perder el prestigio y la profesionalidad con la que estaba acostumbrado a trabajar. Subieron a la galería del piso veinte del edificio Golden y, como muchas mañanas, las vistas de la ciudad desde aquella planta eran espectaculares. Nunca se cansaba de mirar por la ventana cuando tenía que reflexionar sobre alguna compraventa. Su vista favorita era la del lado este del edificio, se veía toda la avenida de las palmeras con la playa al final y su paseo marítimo. Entraron en el expositor y el trabajo se prolongó hasta mediodía. Aunque tenía la agenda llena y trabajo para toda la tarde, encontró tiempo para llevar al cliente a mediodía a uno de los mejores restaurantes de la ciudad donde cerrarían un trato debidamente. A él le funcionaba esa clase de cosas. Todo era más fácil comiendo los mejores arroces y mariscos en un barco legendario del siglo pasado atracado en la bahía. Siempre con una botella de vino blanco metida en su cubitera y sentados en una mesa de la cubierta del barco tomando el sol. Eso era el éxito, o al menos se parecía mucho. En cualquier caso, era un placer trabajar en esas condiciones. No solía beber ni una gota de alcohol mientras trabajaba, pero nunca perdonaba el postre en aquel restaurante, tenía la mejor carta de postres de toda la ciudad. El cocinero era su amigo y había ganado premios internacionales de repostería. Aquella vez pidieron un buen postre que llevaba todo tipo de frutas con helado, chocolate y galletas acompañado de una copa de buen licor añejo para terminar. Después de pagar la cuenta y meter al cliente en un taxi, el acuerdo estaba cerrado. Esperó unos segundos mientras veía como el taxi giraba la esquina y reflexionaba sobre ciertos detalles del negocio con el móvil en la mano. Había salido todo bien, estaba contento, le encantaban esos momentos en los que podía contar con nuevos ingresos después de un trabajo bien hecho, aunque había que seguir, siempre había algo más de lo que ocuparse. Se dirigió a su despacho, un cuchitril en una planta baja del centro de la ciudad que compartía con sus socios. Después de combatir una plaga de cucarachas y organizar varias oficinas y salas de reuniones, les daba un buen servicio y cumplía con su papel. El teléfono no dejaba de sonar, grababa notas de audio en una aplicación del móvil a la vez que respondía algunas llamadas y conducía el descapotable para entrar al centro. «¿A qué hora terminaré hoy?», se preguntaba. «¿Mi madre estará bien?». Si fuera por él, la llevaría consigo a todas partes, como hacía ella cuando él era niño. Después del colegio, cruzaban la ciudad de un lado a otro casi todos los días. Cuando no iban a casa de un familiar, iban de compras o a ocuparse de algún asunto que durante el día no le había dado tiempo. Pero eso no era posible. Después de una vida intensa y una larga carrera como contable para una empresa importante, la vejez le había venido de golpe a la señora Virginia. Buscaba la tranquilidad en su pequeña biblioteca formada por varias estanterías llenas de novelas románticas en su mayoría que leía sentada en su sillón favorito tomando infusiones calientes con miel. En el hogar del jubilado se sentía bien, todo estaba a su gusto, tenía las comodidades necesarias y podía recibir visitas. Algunos fines de semana salía de viaje o iba a comer a alguno de sus restaurantes favoritos, donde la conocían bien. Su habitación tenía una terraza con vistas al mar y una cama supletoria donde su hermana Carmen, iba muchas noches a dormir con ella los días que salían juntas. A las siete y media de la tarde, subió al descapotable para ir a ver a su madre un rato. Sabía que, para ella, con verle un momento ya era feliz, así que, después de una visita rutinaria, aún tuvo tiempo para recoger a Carolina y cenar con ella en el sushi de debajo de su apartamento. Quizás se quedaría a dormir con él. No sabía bien qué pasaba con aquella chica. Era guapa y le gustaba, se atraían, tenían conversación, a veces se quedaba con él a dormir, pero había una distancia evidente. Ella parecía muy cómoda con esa especie de muro que había entre ellos, y a él no terminaba de molestarle, por eso tan solo eran amigos que compartían la pasión por el sushi. Un día, mientras cenaban, decidieron que irían juntos a algún país oriental para probar todas las modalidades de sushi y no volverían hasta probarlas todas. Claro que lo harían sin prisa y comerían solo cuando tuvieran hambre, por lo que comprarían solo un billete de ida dejando abierto el de vuelta. Una idea muy golosa, aunque, si lo pensaban un poco, terminaba por quitarles el apetito.

    Capítulo 2

    Todo un futuro por conquistar

    La taza casi llena de café, un poco de leche y dos cucharadas de azúcar. ¡Ring, ring! El teléfono sonaba todo el tiempo, como de costumbre. Esta vez se trataba de una de las llamadas que más le gustaban a Lorenzo. Esas eran cuando todo había ido bien y el cliente llamaba por la mañana a primera hora del día para confirmarle una venta. ¡Ring! Dejó sonar el tercer tono y respiró profundamente antes de descolgar.

    —Buenos días. Agente Lorenzo al teléfono, dígame.

    —Buenos días, señor Lorenzo, soy Michel. Le confieso que me gusto mucho la exposición de la semana pasada, las sensaciones fueron muy buenas. Después de valorarlo con mis socios, hemos tomado la decisión de aceptar vuestra oferta.

    Después de escuchar esas palabras, le respondió seguro de sí mismo. Las garantías de calidad de sus productos eran patentes y junto con su experiencia profesional, su clientela siempre quedaba satisfecha. Volvía a sentir la satisfacción del éxito, pero hasta que terminara la conversación debía guardar las formas.

    —No se arrepentirán. Después de hablar con ustedes y conocerles mejor, les aseguro que les estamos ofreciendo un producto que se adapta perfectamente a sus necesidades.

    —Así lo creemos nosotros también.

    —Perfecto, pondré entonces los trámites en marcha para finalizar el acuerdo.

    —Gracias, señor Lorenzo.

    —Gracias a usted, señor Michel, y ya sabe que, en caso de volver a necesitar nuestros servicios, puede contactarme en cualquier momento.

    —Si se da el caso, así lo haré. Hasta pronto, buenos días.

    —Hasta pronto, que tenga un buen día.

    No eran las once de la mañana aún y ya había cerrado un buen trato. Para celebrarlo, encendió un buen cigarro que tenía guardado en la mesa de la oficina hacía varios meses, a pesar de su estuche hermético, ya comenzaba a secarse. Se recostó en su silla con respaldo ergonómico y miró el calendario colgado de la pared mientras expiraba las primeras caladas aromáticas del buen tabaco de importación. Qué caray, hacía un día estupendo y le había entrado hambre. Preguntó a sus colegas en la oficina si querían hacer un descanso, pero todos estaban muy ocupados, así que, finalmente, quedó con Francisco, su amigo de la universidad; fueron inseparables durante años. Después de correrse buenas juergas y compartir innumerables experiencias juntos, mantenían el contacto y solían quedar de vez en cuando para tomar algo y ponerse al día de sus vidas. Fran siempre pareció algo mayor que Loren. Ya casado y con un hijo, le sacaba algo de ventaja en las etapas de la vida que supuestamente debían seguirse tras la universidad. Hacía tiempo que querían quedar desde la última vez que hablaron, aunque no habían podido por trabajo hasta esa mañana. Fueron a un puesto de comida al lado del parque de las palomas. Allí servían pollo frito, hamburguesas, perritos calientes y otros platos grasientos con diferentes salsas a elegir… Una comida que les transportaba directamente al campus de la universidad.

    —Ey, Loren. ¿Cómo estás?

    —Fran, ¡hola! No te había visto, estaba distraído con la carta.

    —Estás como siempre. ¿Qué haces para mantenerte tan joven?

    —No sé, será cosa de la actitud, supongo…

    Tuvieron tiempo de almorzar y charlar algo antes de volver al trabajo. No le dijo nada más al respecto, pero, al escuchar a su amigo, le veía diferente. Supuso que tener un hijo le cambia la vida a cualquiera. Era el mismo, pero desde hacía un tiempo, era evidente que habían perdido la relación fraternal que tenían años atrás en la época universitaria. Aunque cada vez quedaban menos, durante el último año se habían visto en diferentes ocasiones, como en la cena de dobles parejas que organizaron en el restaurante Acuario o la barbacoa en la casa de Pedro, a la que acudieron más de 20 compañeros de la universidad. Le reconfortaba saber que muchas de esas personas que habían compartido alguna experiencia con él estaban en la ciudad con mayor o menos disponibilidad para reencontrarse en cualquier momento. El tiempo pasaba y envejecían a la par que acumulaban vivencias. Lorenzo se sentía orgulloso de Francisco al escuchar sus logros. Según le contaba mientras comían aquella deliciosa bazofia, su mayor alegría era su hijo y su mujer. Le enseñó algunas fotos que guardaba en el móvil. Él era un chico majo y moderno. Ella era una mujer muy guapa, según le contaba, era amable e inteligente. ¿Qué haría Loren con su vida en los próximos años aparte de trabajar? Es la duda que le vino a la cabeza viendo la situación de Francisco, que siempre supo desde un principio lo que quería. Había encontrado eso que llaman estabilidad y no pensaba hacer muchos cambios en su vida, aparte de escaparse algún fin de semana con la familia o viajar en vacaciones de verano. Nada que ver con él, que aún tenía muchos caminos diferentes por elegir. El trabajo de la venta de arte le ataba mucho. Todo el tiempo que podía invertir era poco, aunque no le iba mal, le exigía un gran esfuerzo. Si no trabajaba, no cobraba, aunque también era cierto que, si trabajaba mucho, cobraba mucho. Eso era lo que a él le hacía sentirse seguro, ya que siempre estaba disponible y trabajaba todo el tiempo. Tenía el sueño de abrir su propia galería algún día, aunque hasta entonces no podía relajarse. El objetivo era crear un negocio de éxito que le diera cierta seguridad a largo plazo. Con todas sus preocupaciones, no le quedaba mucho tiempo para pensar en tener una familia, aunque le encantaba ver lo contento que estaba Fran hablando de la suya. Esa tarde regresó a la oficina y trabajó hasta tarde; aún tenía varios asuntos de los que ocuparse. Le gustaba avanzar todo el trabajo posible antes de llegar a casa para poder desconectar degustando una buena cerveza belga y caer dormido viendo la tele o escuchando un disco de su colección de música.

    Capítulo 3

    El mejor agente

    Pasaron las semanas y el negocio iba viento en popa a toda vela. Había días que el trabajo de agente comercial solo le permitía ir al piso a ducharse y a dormir unas horas. Según sus cálculos, si todo seguía como hasta entonces, en un año tenía planeado cambiar el descapotable por otro nuevo del mismo modelo y en cinco años pretendía montar su propia galería de arte en el centro de la ciudad para acoger exposiciones internacionales de los mejores artistas y científicos del momento. Era una buena época, el teléfono sonaba sin parar y después de unos años en el negocio, ya contaba con una buena cartera de clientes importantes y otros no tan importantes, pero que disponían de suficiente dinero para pagar bien y a tiempo. Tenía clientes fijos y clientes nuevos que habían oído su nombre en el mundillo como referente de calidad. Con los primeros ingresos importantes, llenó su armario de trajes hechos a medida, camisas de seda, zapatos y toda la ropa deportiva conocida y por conocer. El sushi se convirtió en su dieta principal; a veces comía comida basura para poder seguir apreciándolo. Los meses pasaron con la rutina de siempre. Las estaciones del año cambiaban, aunque dentro de la ciudad, si no era por las diferentes promociones de temporada de los grandes almacenes, todo seguía igual. Como había planeado, después de trabajar duro durante los últimos trimestres de invierno y primavera, finalmente, cambió el deportivo descapotable y contrató a una señora de la limpieza que le dejaba el apartamento impecable y le planchaba las camisas. Sabía que todo aquello era una consecuencia del trabajo invertido, aunque para abrir su propia galería debía esforzarse más. Le había costado mucho llegar a esa situación, no podía desatender ningún asunto si quería lograr sus objetivos. En la agencia tenían un lema que repetían continuamente y verdaderamente le hacía dar lo mejor de sí mismo. Este decía: «Conseguir la confianza de un cliente cuesta mucho; perderla no cuesta nada». Debía actuar en consecuencia y continuar al mismo nivel para conseguir las metas por las que tanto trabajaba.

    Llegó una semana importante para la agencia: el lunes a primera hora tenían una reunión en la que asistirían todos los socios. Organizarían por primera vez hasta la fecha la mayor exposición de arte contemporáneo y clásico oriental en occidente. Demasiado trabajo para un solo agente. El evento iba a movilizar a los mayores coleccionistas, ojeadores de arte y empresas del sector de todo el país. Todos sabían que el evento era importante y cada uno de los socios debía de hacer las cosas bien si querían obtener los objetivos que se habían marcado. Esa mañana, Loren llegó algo temprano a su oficina. Debido al éxito de sus últimas ventas, estaba claro que le iba a tocar encargarse de algo fino, es decir; nada fácil. La reunión duró todo el día y durante la mañana del martes terminaron de exponer los últimos puntos menos importantes. Por la tarde, ya habían asignado las responsabilidades de cada uno de los agentes y durante los siguientes días hasta el evento irían concretando los asuntos que aún quedaban por organizar. Tenían que hacer lo necesario para ir tachando de una lista todos los requisitos para la realización antes de la fecha del evento sin olvidar ningún detalle. Loren pasó el resto de la semana leyendo información sobre los autores de las obras de arte. Muchos de ellos irían personalmente a hablar con él sobre su trabajo y las diferentes características que englobarían la exposición. De entre las obras había algunas verdaderamente interesantes: había arte antiguo y obras modernas que utilizaban conceptos difíciles de entender. La exposición mezclaba la vanguardia del arte con culturas milenarias y Loren solo tenía unos días para hacerse una idea del conjunto de toda la exposición. Le tocó ir personalmente al aeropuerto a recibir alguno de los artistas que fueron con varias semanas de antelación para asegurarse de que la organización estaba a la altura de sus obras.

    Ya habían pasado 3 semanas desde que comenzaron a trabajar en la exposición. Loren se dedicaba a tiempo completo a ello, aunque aún tuvo tiempo de cerrar alguna venta y ocuparse de algunos asuntos que tenía pendientes desde hacía tiempo. Toda su distracción durante ese tiempo fue visitar a su madre al final de la jornada. Siempre entablaban la misma conversación. Respondía las mismas respuestas a las mismas preguntas. La cantinela de siempre, aunque eso hacía que su madre se sintiera bien. Le preguntaba si se alimentaba bien y si se acostaba a una hora adecuada, le pedía que dejara el tabaco y que no bebiera alcohol. De una manera u otra, cuando su madre hablaba con él, terminaba acordándose de su padre y por eso insistía tanto en que se cuidase la salud. Su padre había sido deportista y siempre había hecho dietas saludables sin grasas saturadas, no fumaba y nunca bebía, a excepción de alguna copa en fiestas señaladas. Con su salud, cualquiera hubiera vivido hasta anciano si no fuera por el accidente de avión que terminó con su vida y la de la mayoría de la tripulación. Aquel viaje de negocios resultó ser mucho más caro de lo que nadie pudo imaginar. El abrazo cariñoso que le daba al despedirse era lo que más le relajaba a la señora Virginia. Después de cada visita se quedaba tranquila hasta el próximo día que su hijo fuera a verla.

    Por lo menos dos sábados al mes, Loren cenaba

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